Para Enrique Goldbard,
con el que siempre estaré en deuda.

PRÓLOGO

1

La era del vacío significa, en lo más profundo, la derrota de las grandes ideologías de la historia y, al mismo tiempo, el advenimiento de un nuevo individualismo, marcado por el culto de la autonomía individual del cuerpo, por el culto del placer. Este proceso ha dado como resultado un fenómeno de ansiedad y de comunicación de esa ansiedad. Esta nueva faceta del individualismo continúa desde hace varias décadas, porque la sociedad del consumo y la comunicación se desarrolla siempre y cuando las grandes ideologías ya no puedan regresar. Vivimos una época marcada por el derrumbe de las grandes ideologías y las tradiciones, el individuo se encuentra más solo que nunca. Ya no existe el orden social y religioso que lo guiaba y que, de cierta manera, lo ayudaba a vivir.

Por necesidad, esta situación se engancha a una existencia problemática, a una existencia de interminables preguntas sobre uno mismo. La era del vacío es la era donde todo se presenta como un problema, absolutamente todo: la salud, la comunicación, las vacaciones, los niños, el trabajo, el cuerpo, la juventud, la vejez. Todo lo que en otros tiempos tenía una respuesta más o menos estable —fijada por la tradición o por la religión— ha desaparecido. Vivimos en sociedades donde constantemente se nos pide que cambiemos, que perfeccionemos lo que ya existe. Por fuerza, esta situación está acompañada de malestar.

Ese cambio, esa exigencia constante de perfeccionamiento se vincula con la permanente necesidad de consumir. La explicación no es tan complicada: vivimos en sociedades dedicadas a estimular las necesidades, mediante la moda de las compras a crédito, la publicidad y el hedonismo; siempre hay nuevos productos para consumir. Al mismo tiempo, en estas sociedades, cada uno desea lo mejor para sí, cada cual quiere “realizarse”. Cuando predomina este deseo se presentan muchas dificultades que impiden lograr ese objetivo. Pero el malestar no radica tan sólo en el consumo, y no es evidente que sólo éste cause la mayor parte de los problemas a las personas. Hoy día existe una ansiedad mucho mayor ligada a las relaciones privadas, como la relación entre una pareja o las relaciones de trabajo.

Los años sesenta fueron la gran época del consumismo. La tendencia decreció porque nos dimos cuenta que los objetos representaban soluciones a algunos problemas, pero no a los grandes problemas existenciales. Hoy se trata, más bien, de preocupaciones permanentes en cierto sentido. Los problemas de comunicación —mucho más que los problemas sexuales que no son los más dramáticos— son muy intensos, porque exigimos demasiado de los demás. Ya no esperamos una sola cosa, sino muchas a la vez: queremos que una mujer sea bella, que se conserve joven, que sea activa, que sea buena madre, que sea buena amante, que goce en la cama, que sonría. Queremos una especie de mujer total. Resulta evidente que eso es imposible de hallar. Ello, a su vez, crea problemas de comunicación, divorcios…

El problema se complica todavía más, porque hoy las mujeres son mujeres modernas. Existe la “tercera mujer”, tiene una doble vida, la profesional y la doméstica, está desgarrada entre dos esferas: si trabaja, no puede ocuparse de los hijos; si se ocupa de los hijos, no puede desempeñarse con plenitud en la esfera profesional. De ahí ese desgarramiento total y muy frecuente que sufren las mujeres en la actualidad y que se manifiesta con un sentimiento de culpabilidad hacia ellas mismas.

Los grandes problemas de la existencia se arraigan hoy en la vida privada, pero también en la vida profesional. En otros tiempos había un solo oficio, el de nuestros padres. Siempre se ejercía la misma profesión, que se conocía bien, y la gente no se hacía demasiadas preguntas. Hoy la gente estudia y tiene aspiraciones, tiene deseos, ideales. Pero la realidad es difícil, porque no responde a dichas aspiraciones. De este modo, el ser posmoderno está desgarrado entre sus deseos y la realidad que lo hiere en lo más profundo.

Y para tratar ese malestar existe un aumento creciente en el consumo de psicoterapias. Aunque no fuera así, habría manifestaciones depresivas más o menos grandes. Se dice que en Europa una persona de cada cinco padece depresión nerviosa alguna vez en su vida. La sociedad es más suave pero, al mismo tiempo, mucho más exigente: hay que mejorar siempre, obtener a cada momento nuevos resultados. De esta manera se sofoca al individuo.

El acceso a numerosos objetos de consumo, al progreso de la tecnología, la globalización, los viajes y las tarjetas de crédito, en apariencia nos hace la vida más fácil. Pero al mismo tiempo la vuelve complicada porque, justamente, todas las posibilidades están abiertas. Ahí están también las normas sociales que nos dirigen y nos organizan. Son éstas las que nos presionan para hacernos cargo de nosotros mismos. La masajista ya es un código social que induce a las mujeres a observarse a cada instante y a angustiarse cuando suben de peso. Antes no existía tal angustia. Las cosas que cambiaban con el tiempo se aceptaban mejor. Hoy estamos forzados a hacernos cargo de todo a cada momento. Es una sociedad que provoca ansiedad, donde las cosas dan cada vez más miedo. El miedo se añade a la era del vacío. No es sólo una ansiedad abstracta, es el temor a todo tipo de cosas.

No se sabe cómo educar a los niños, pues existen dudas sobre lo que es bueno y lo que es malo para ellos. Nos da miedo lo que comemos, pues pueden estar surgiendo nuevas epidemias. En la esfera del consumo no hay simple frustración —eso es un modelo clásico de explicación—, hay algo más, la gente está inquieta, se pregunta si las ondas que emite el teléfono celular pueden causar males al cerebro, si la carne de res es peligrosa, si está en riesgo de contagiarse de una enfermedad, si es dañina la polución que existe por todos lados. La era del vacío es, a la vez, un mundo donde se exacerban los goces, el placer hedonista y, al mismo tiempo, un mundo de miedo por esas múltiples razones.

Tengo reservas con respecto a las afirmaciones de Pascal Bruckner a este respecto. Yo no diría que el mundo moderno es un mundo de infantilización. Podemos decir, más bien, que hay algunas formas y figuras de infantilización incuestionables. Existe una sociedad en la que caminamos en una marcha inversa para volvernos adultos: hay que estar informados de todo, hay que hacernos cargo, sin descanso, de lo que pasa. El miedo a la responsabilidad sofoca. Mientras que la infantilización implica una descarga de la responsabilidad, estamos, más bien, agobiados por un exceso de responsabilidades.

En la esfera profesional hay gente que trabaja con mucha más intensidad que antes —los médicos, los abogados, los profesionales de los medios. Trabajamos mucho bajo una presión ejercida al estilo estadunidense. Estamos en una sociedad estratificada cuyo ideal fue impuesto por los supermercados y la publicidad, que se ha pretendido transformar en fórmula para la felicidad.

Al mismo tiempo, esta sociedad no cree en la alegría de vivir, porque exige muchas cosas de nosotros. Nos angustiamos para permanecer siempre jóvenes y sanos. Pero las normas que nos dirigen son draconianas, nos obligan a hacer siempre aquello que se entiende por lo mejor. Fenómenos como el liberalismo y la globalización acentúan más y más esa tendencia; tenemos que ser competitivos, y también ser los mejores en todo: buenos padres, buenos amantes y muy productivos en las empresas. Ello es muy difícil y, además, aporta satisfacciones de escasa intensidad.

El fenómeno de las drogas acompaña a la era del vacío en una sociedad donde el trabajo y el consumo dan sensaciones muy poco intensas. Las drogas constituyen una respuesta a esa permanente necesidad de intensidad. Puede darla el amor, pero no siempre estamos enamorados; puede darla el deporte, pero no es suficiente. Es esa necesidad de exuberancia la que nos hace vibrar y nos explica la atracción por las drogas. Ésta también puede explicarse como un afán de calmar la angustia de una sociedad en la que estamos sufriendo, no por la represión o por el control, sino al contrario, porque ya todo se volvió posible. Como todo es posible, todo es difícil y ansiógeno. Los jóvenes no sólo se drogan; a veces, también se suicidan. Ello es un fenómeno nuevo. Antes el suicidio era común sólo en personas de edad avanzada. Ahora, los adultos siguen recurriendo al suicidio, pero los jóvenes también lo practican. Su deseo de morir expresa un problema de comunicación, justo ahora, cuando los padres han tratado de comunicarse con ellos.

Los jóvenes de hoy ya no parecen tener adolescencia, toman Viagra, se deprimen, ingieren tabletas. Siendo jóvenes se comportan como viejos. Hay una inquietud que no existía antes porque el mundo no cambiaba tan rápido, y el lugar de los jóvenes estaba más o menos establecido. En una familia de campesinos la joven hija sabía que se casaría con un muchacho del mismo oficio que su padre, sabía qué camino le correspondía a cada uno. Hoy eso ya no ocurre. Hay una completa apertura. Podemos hacer lo que queremos, estudiar lo que deseamos. Pero no sabemos cuál será nuestro lugar en la sociedad y eso suscita mucho malestar entre los jóvenes.

Para enfrentar el temor, la ansiedad y la incertidumbre que hemos descrito ya no existen, como antes, grandes soluciones como la sagesse. Los pensadores griegos inventaron la filosofía para proponer nuevas fórmulas de vida y liberar a los hombres de su angustia, de su miedo, para enseñarlos a vivir de la mejor forma posible. La actual renovación de la espiritualidad que se refleja en la moda del budismo y otras tendencias por el estilo (las formas de esoterismo que están, una vez más, de moda) son una especie de búsqueda para la gente que quiere escapar a esos problemas y comprobar que hay un límite en la felicidad materialista. Expresan también una voluntad de cambiar la manera de ver las cosas trabajando sobre la propia conciencia.

2

En una sociedad individualista no hay una solución global a la cuestión de la felicidad. Existen propuestas para arreglar la economía, para reducir el número de los desempleados. Para las cuestiones técnicas, podemos aportar cierto número de soluciones. Pero ante los problemas de la existencia, ante el problema de la felicidad, estamos por completo desprovistos de recursos. Eso no quiere decir que no podamos hacer nada. Hay que buscar las soluciones en los recursos de la individualidad.

En la era del vacío percibimos que no hay soluciones globales, simples o sistemáticas al problema del sufrimiento o la ansiedad. Las que existen son muy fragmentadas y no son las mismas para cada individuo, son pruebas de ensayo y error, lo que resulta inevitable en una sociedad individualista. En otros tiempos eso no venía al caso, las grandes filosofías proponían modelos de sabiduría, la religión ofrecía varios apoyos para vivir mejor o, en todo caso, para soportar el sufrimiento. Hoy tenemos un nuevo fenómeno: el sufrimiento no tiene ya ningún sentido.

Durante miles de años había un sentido religioso; sufríamos, pero nuestra vida se preparaba para después de la muerte; derramábamos un mar de lágrimas que, según esto, nos preparaba para una vida mejor. Después surgieron las grandes ideologías de la historia que decían: “Bien, vamos a sufrir, pero por el bien de las futuras generaciones que vivirán mejor que nosotros”. Ahora ya no podemos creer en esas dos ideas. Ya no pensamos que viviremos mejor en el otro mundo; tampoco creemos en las soluciones revolucionarias.

No es precisamente que inventemos todo tipo de problemas para sufrir de cualquier manera, tampoco es que suframos para pagar nuestro derecho a la vida. El auténtico problema es que ya no sufrimos por nada y eso es un escándalo. Antes, sufrir formaba parte de la realidad, pero en el mundo posmoderno el sufrimiento ya no es aceptable. Por eso hay una constante búsqueda: sectas, una nueva mujer, otro hijo, someterse a una cirugía plástica, ir de vacaciones a Venecia…

El sufrimiento es inaceptable porque ya no hay nada ni nadie que nos diga “tienes que sufrir porque tu sufrimiento tiene un valor y es como una escalera para, más tarde, llegar a algo mejor”. Eso ya nadie lo cree. Hoy día el sufrimiento es una pérdida pura y es justo por eso que todo se ha vuelto tan difícil en una sociedad que sacraliza la felicidad y la autonomía individual.

Sofía, el personaje de Debo, luego sufro, vive contradicciones y paradojas. Se va a casar y tiene muchos miedos: consulta a un astrólogo para que le diga si ha hecho una buena elección, paga mucho dinero para someterse a toda una serie de tratamientos de belleza, visita al psiquiatra, se angustia cuando debería estar feliz. Su angustia se traduce en la necesidad de comprar y, sobre todo, de endeudarse. Su endeudamiento en el sentido económico provoca ansiedad y sufrimiento moral. Es posible que exista una “bulimia de consumo” que permite esconder o disimular ciertos problemas, y hay más mujeres que hombres que recurren a esa estrategia.

Cuando las mujeres no se sienten bien, cuando sienten ansiedad, cuando están bajo condiciones de estrés, van de shopping, a cortarse el pelo o a hacerse un masaje. Es una manera que tienen de ocuparse de ellas mismas, de darse tiempo para ellas, porque muchas veces tienen un tiempo mucho más limitado que los hombres. Se puede ver en la bulimia del consumo una especie de escudo para protegerse o para olvidar la angustia que nos abruma. Los hombres recurren al tabaco o al alcohol. Las mujeres prefieren consumir objetos. En francés este fenómeno se llama “un ménage surendetté”: gente que no llega ni siquiera a pagar o rembolsar las deudas que ha contraído; vende su casa, hace de todo, es un auténtico problema. Eso les provoca sufrimiento: son las víctimas de un sistema que no pueden controlar. Pero eso no les despierta, paradójicamente, sentimientos de culpabilidad.

La cultura posmoderna nos remite más a la ansiedad que a la culpabilidad, esta última pertenece a un atavismo ligado a la religión, a la idea de la falta, a la noción del mal. Por su parte, la ansiedad está más cercana a los fenómenos relacionados con la era del vacío, pero no se acompaña, por necesidad, de la idea de cometer una falta.

Podemos ser ansiógenos considerando, por ejemplo, que somos víctimas, que la gente no nos comprende, que no tenemos una vida feliz, que hemos fracasado en nuestra existencia. La noción de culpabilidad fue muy fuerte en los siglos de la cristiandad y en los primeros tiempos de la modernidad. Hoy en día experimentamos más el sentimiento de vacío, ansiedad, miedo, temor de fracasar en la vida… y este sentimiento se desarrolla más cada día. La gente regresa hacia sí misma y se dice “¿qué he hecho de mi vida?, he fracasado” pero no se siente culpable.

No se trata de una mala consciencia, es definitivamente el sufrimiento, el cual se explica por hallarnos en una sociedad que hace posibles muchas expectativas. La felicidad se ha vuelto una cosa “legítima”, se nos ofrecen muchas cosas, todo es posible, en principio. Pero la realidad no es así. Hay una contradicción porque la vida ya no está organizada como antes. La gente del campo tenía una vida muy repetitiva, hoy no ocurre así. Las cosas cambian todo el tiempo, nuestras exigencias se hacen cada día más grandes y, con la ayuda de los medios, se puede, en apariencia, hacer lo que queremos.

Pero cuando enfrenta pruebas difíciles, la gente se vuelca hacia sí misma y experimenta un sentimiento de depresión, no de culpabilidad. Y el repliegue a uno mismo explica, tal vez, el fenómeno posmoderno de la soledad. La soledad se da porque tenemos exigencias mucho mayores que las posibilidades de comunicación. En otros tiempos, la gente, por ejemplo, una pareja, no se entendía mejor que hoy, sin duda estaban peor, la vida sexual de las mujeres casadas no era nada extraordinario. Hoy somos mucho más exigentes, las personas están educadas en una cultura individualista y no soportan hacer ningún sacrificio.

Tampoco se aceptan las debilidades de los demás, porque el YO se ha vuelto mucho más exigente y, en consecuencia, quien no es perfecto no está contento. Mucha gente vive sola en las grandes ciudades y no toda vive mal. Pero tampoco vive muy bien. Muchas mujeres prefieren estar solas a vivir con una pareja y sentirse solas. Eso no significa que el individualismo sea el fin del culto amoroso, pero sí una exigencia mayor; y a mayores exigencias, más dificultades.

Quizá atrás de eso está el miedo a la muerte, pero lo que no deja de aumentar es el miedo a las enfermedades graves y mortales, que nos empuja a hacer cualquier cosa para tratar de escapar de ellas. Hay un sobreconsumo de medicamentos y una “sobreproducción” médica por todos lados. Entre más se desarrolle la oferta médica para permanecer joven y en forma, habrá un mayor desarrollo de la medicina. Y eso no es tan malo. Finalmente se vive mejor, y por más tiempo.

Todo ello forma parte de los nuevos temores: el miedo al mal desempeño en el trabajo, a perder la salud, el miedo a la vida y la muerte, el miedo a una mala situación económica. Esos temores se han vuelto muy fuertes, se hallan difundidos por todos lados, se traducen en ansiedad por el futuro. Es una paradoja, porque mientras se estimula el presente, crece más y más la incertidumbre con respecto a todo.

En apariencia vivimos en una época de paradojas; las relaciones sexuales son más abiertas, pero tenemos el problema del sida. Sin embargo, éste no explica el malestar de la gente. No hay tanto frenesí sexual en la sociedad, aunque el sexo está por todos lados: revistas, periódicos, anuncios publicitarios, películas. En realidad hay una vida sexual que no es tan desenfrenada. Existen preguntas más problemáticas que las relacionadas con la vida sexual. Es mucho más difícil encontrar a la persona adecuada para compartir la vida por un tiempo. Es mayor la angustia que surge ante la disyuntiva entre vivir solo o con alguien con quien no se está a gusto.

Los personajes de Guadalupe Loaeza dependen de la tarjeta de crédito y esta dependencia los persigue. Son ricos, son sanos, pueden viajar, tienen niños, están casados y, a pesar de todo, sufren mucho. Eso nos hace volver a la larga tradición filosófica de los griegos que nos dice que, finalmente, la felicidad no se encuentra en la adquisición de cosas. No se trata de hacer un elogio de la pobreza o del ascetismo. El consumo de objetos nos aporta cierta satisfacción pero no todas las satisfacciones. Somos una sociedad de consumo, pero al mismo tiempo reconocemos que el consumo material es incapaz de responder a todo lo que esperamos de la vida. Los grandes problemas que enfrentamos tienen que ver con hacer algo de nuestra existencia, amarla, amar a los seres con quienes vivimos. El consumismo no puede dar respuesta a todo eso; las cosas serían más fáciles si en verdad pudiera. ¡Sería suficiente con ir de compras! La fuga hacia el consumismo, sin duda nos da satisfacciones, pero no puede responder a las expectativas profundas del ser humano.

Los libros de Guadalupe Loaeza son leídos por los ricos, pero también por las personas endeudadas, que no consumen de una manera compulsiva y no buscan la satisfacción material, pero tienen deudas. Para quienes no tienen lo mínimo para vivir, el consumo representa la felicidad y eso es por completo legítimo. Nunca he criticado a la sociedad de consumo, sólo hay que tener límites. Hay que retomar, en última instancia, lo que los filósofos griegos nos han enseñado: no es malo el placer, sino el exceso. Hay que saber reconocer los límites en el momento preciso.

La sociedad nos ofrece muchas cosas y luego uno no puede llegar a ellas; es un verdadero drama que provoca frustración, amargura, lucha de clases y violencia. Pero ya no hay violencias revolucionarias, ya no creemos en eso. La delincuencia se ve ahora entre los jóvenes, cosa que no había antes; es el precio de una educación que los obliga a ser adultos antes de tiempo. Quieren afirmarse temprano, disponen de dinero en sus bolsillos, miran la televisión, ven muchísimas cosas. No es que la televisión provoque violencia, pero favorece los comportamientos de afirmación de uno mismo, la conquista del propio territorio, sensación que puede engendrar fenómenos de agresión entre los más inestables.

Pero no hay que ver todo tan negro. Ahora hay más libertad individual, se vive más tiempo, en mejores condiciones, sin soportar condenas morales o religiosas. Está siempre la posibilidad de reanimar y comenzar de nuevo nuestra vida. Éste es el lado positivo de nuestra sociedad actual. Ya no son las revoluciones lo que marca un cambio en la vida. Ya nadie quiere una revolución. Estamos en una sociedad donde la vida cambia, donde cambian varias veces nuestras vidas en una sola vida. Es una sociedad que ocasiona depresión, donde hay altibajos constantes, pero también ofrece muchos estímulos.

En contraposición a la era del vacío está la sociedad religiosa. Pronto tendremos religiones a la carta, individuales, donde la gente compondrá su propia versión, configurará sus mercados. En otros tiempos las religiones institucionales enmarcaban el comportamiento y las creencias. Pero esa época ya terminó. Estamos en las sociedades individualistas. La religión tal y como la hemos concebido hasta ahora será remplazada con las religiones de cada uno. Pero también hay quien no tiene religión. Para ellos está la actividad profesional, el deporte, el consumo, los placeres, el ocio. Habrá muchos escenarios diferentes, la religiosidad no es más que un aspecto, que podrá tomar una forma agradable para unos y dramática para otros.

Para sobreponernos a la era del vacío habría que cambiar los fenómenos de educación, o inventar nuevas formas de ésta. Todavía nos hallamos lejos de lograrlo, pero será necesario invertir tiempo en eso para brindar oportunidades en el futuro.

Hay nuevas formas de servidumbre que derivan del exceso de todas las cosas, pero hay también nuevas figuras de libertad, en especial para las mujeres, quienes hoy tienen un horizonte mucho más abierto. A pesar de que todo parece difícil y ansiógeno la vida es más estimulante. Sofía rehace su vida, se casa a los cincuenta años, comienza de nuevo. Es formidable, no hay que ver todo con pesimismo, ni cerrar los ojos ante los problemas. No hay un verdadero progreso global, sólo existen algunas cosas que van mejor. Hay que tratar de analizarlas.

Gilles Lipovetsky

La libertad no está hecha de privilegios,
sino que está hecha sobre todo de deberes.


Albert Camus



En esta vida el ser humano debe darse
la oportunidad de sufrir.


Dolores Antoni

SOFÍA, LA PEOR DE LAS DEUDORAS

Cada mes era lo mismo. Todos los días 24 —fecha en que llegaba, religiosamente, a su destinataria un gran sobre blanco con el estado de cuenta de American Express— Sofía empezaba a tensarse; dependiendo de la liquidez económica de ella, era la intensidad de su nerviosismo. Entre menos dinero tenía para liquidar su deuda, más tensión empezaba a acumular conforme pasaban los días previos al vencimiento. Si para la fecha límite no contaba con la totalidad del monto, su estrés podía llegar a grados i-ni-ma-gi-na-bles.

No obstante que Sofía gozaba de ingresos sumamente respetables, siempre vivía por encima de sus posibilidades. Era algo que no podía evitar. ¡Cuántas veces se había propuesto luchar contra su consumismo, debilidad que con el tiempo se había convertido en una verdadera adicción! ¡Cuántas veces se había prometido a sí misma bajarle a esos gastos superfluos que no hacían más que incrementar su narcisismo y la obsesión por mantener un supuesto “estatus”!: “Estoy dispuesta a perder todo menos el glamour”, solía reafirmar.

¿Qué significaba ser “glamorosa” para Sofía? ¿Estar, obsesivamente, a la moda? ¿Verse distinta a las demás? ¿Desplegar, a como diera lugar, una cierta sofisticación? ¿Por qué, para no perder ese “glamour”, se obligaba a gastar tanto dinero y, en consecuencia, a estar eternamente en deuda? Tal vez se debía a su obsesión por el individualismo, que invariablemente expresa la necesidad de un estatus. Un estatus gracias al cual, pensaba, la respetarían y la aceptarían aún más. ¡Qué costo tan alto debía pagar esta compradora compulsiva por ese “estatus”, porque su flaqueza no nada más tenía que ver con el equilibrio de sus finanzas, sino con el de su salud mental!

“Ay, mamá, ¿por qué siempre estás tan estresada? Ya te llegó la cuenta de American, ¿verdad?”, era el reproche constante de su única hija. ¿Se daba cuenta Sofía de esto? Perfectamente. He ahí parte de su neurosis: gozaba al comprar pero, como buena exalumna de colegio de monjas, era necesario que pagara con sufrimiento aquello que le había procurado tanto placer. Por tanto: entre más gastaba, su deuda y su castigo iban “in crescendo”. Si tenía que pagar, por ejemplo, más de diez mil dólares, cada uno de esos dólares significaba una flagelación moral, más dolorosa que la física, tratándose de esta pecadora. “Te va a castigar Dios”, es una máxima que aprendió desde muy niña. De alguna manera, ¿se había convertido su tarjeta American Express en ese dios que le inculcaron cuando colegiala; es decir, el mismo que la podía consentir sin límites pero que luego, invariablemente, le pasaba la cuenta? Una cuentota, por cierto, que tenía que pagar por todos esos gustos proporcionados. Una cuentota que habría de liquidar por haber incurrido en el pecado de la vanidad, el orgullo, la gula y la avaricia. Una cuentota que le recordaba lo que siempre le decía su madre: “No olvides que en la vida tooooodo se paga”. Pero cuando esta mamá tan “culpígena” —como su hija (¿de tal palo tal astilla?)— decía “tooooodo”, en cada una de esas “o” se hallaban encerradas tanto las buenas como las malas acciones de ella.

De esta curiosa actitud ante la vida se concluye: “Si soy feliz, híjole, seguro algo terrible me va a suceder, porque en la vida tooooodo se paga. Y: si soy muy infeliz, por algo será…, porque en la vida tooooodo se paga…”.

Era indiscutible que esa tarjeta hacía muy feliz a Sofía; pero, al mismo tiempo, profundamente desgraciada. Por algo un día le comentó a su psicoanalista: “Ay, doctor, anoche tuve una pesadilla horrible. ¿Sabe qué; con quién soñé? No, no soñé con mi mamá; soñé con mi tarjeta American Express. ¡Se lo juro! Estaba yo en El Palacio de Hierro y, al momento de pagar en la caja, me dice la señorita: ‘No pasa’. ‘¿No paaaaaaassaaaaaa?’, le pregunté como loquita. Después de suplicarle con un nudo en la garganta que por favor intentara otra vez, ‘No pasa’, me dijo de nuevo. Lo peor de todo, doctor, es que, atrás de mí, se veía una fila interminable de gente que estaba esperando para pagar. Y mi tarjeta seguía sin pasar. ‘Por favor, insista’, le rogaba a la empleada. E insistía e insistía, una y otra vez, pero todo era inútil; la tarjeta no pasaba. Entonces, doctor, en mi sueño, vi que la señorita llamó por teléfono para pedir la autorización a la central de American Express; empezó a deletrear mi nombre y apellido a gritos. Eran unos gritos espantosos. Todo el mundo miraba hacia a mí. Yo me quería morir. Sentía una humillación terrible. Como si se hubiera tratado de verdaderas puñaladas, sentía todas sus miradas sobre mi espalda. ‘¿Qué no ve que no pasa? ¡No pasa! ¡No pasa! ¡No pasa!’, gritaban los que estaban esperando. Todos comenzaron a burlarse. Hasta la vendedora se reía en mi cara, a carcajadas. ‘¡No pasa! ¡No pasa!’, continuaban diciendo los demás, muertos de risa. ‘Sí pasa, sí pasa’, les contestaba llorando como una María Magdalena. ¿Y sabe quién también estaba formada en la fila, doctor? Mi maestra Carmen, de tercero de primaria: ‘¡No pasa! ¡No pasa!, porque cuando era mi alumna tampoco pasó de año’, comentaba a los demás. ‘¡Reprobada! ¡Reprobada!’, me gritaban en mi nariz. Sus gritos eran tan fuertes que hasta me desperté sobresaltada. Se lo juro, doctor, que al incorporarme en la cama tenía taquicardia. Me desperté super deprimida.

“¿Sabe qué, doctor? En estos momentos, efectivamente, mi tarjeta está bloqueada. Ay, doctor, no sé qué hacer, otra vez tengo muchas deudas. Debo mucho dinero. Yo por mí la destruiría para siempre, pero no puedo vivir sin ella y mi problema es que tampoco puedo vivir con ella. Se lo juro, la odio pero también la quiero. ‘Te odio y te quiero’, como dice la canción de Celorio González. ¿La recuerda? No, la verdad es que la necesito. Ya me acostumbré a ella. Dependo de ella. Ay, doctor, ¿por qué diablos seré tan consumista? Confieso que siempre lo he sido. A usted le consta que hace años que lo soy. Hasta cuando he sido pobre, he sido muy consumista. Claro, de cosas baratas, pero tampoco eso deja de ser consumo. El caso es que no puedo dejar de serlo, a pesar de que estoy tan consciente de todo el daño que esto me causa. ¿No le parece extraño, doctor, sobre todo en esta época en que me siento tan feliz? ¿Verdad que en el fondo soy una masoquista? ¿Por qué me gustará vivir constantemente en el límite? ¿Sabía usted que hay una teoría que dice que asumir riesgos rejuvenece y que las energías se recargan sin cesar? Se dice que el consumir compulsivamente tiene que ver con la insatisfacción personal; que es una forma de llenar un vacío y de compensar algo que no anda bien. Pero por lo que a mí se refiere, le juro que hoy para nada es el caso. ¡Al contrario, nunca me había sentido tan plena y feliz! Por eso, precisamente, estoy tan preocupada. ¡Qué contradicción! Porque se diría que lo único que me importa no es lo que puedo sino lo que quiero. Ahora sí me tiene que ayudar; de lo contrario, corro el riesgo de terminar, una vez más, en el Buró de Crédito. ¿Que qué es eso? Eso, doctor, es como entrar al infierno. Es como llevar sobre la cabeza la espada de Damocles. A partir del momento en que un usuario de cualquier tarjeta entra en la lista negra del Buró de Crédito, está perdido; en ese mismo instante, deja de ser sujeto de crédito. ¿Se da cuenta de lo que significa ya no ser ‘sujeto de crédito’? Es como si se dejara de existir. Si no se tiene crédito, uno es nadie. ¡Nadie! ¡No existe! Y eso, doctor, no me lo puedo permitir. Perder el crédito es lo peor que le puede suceder a alguien. No me refiero, naturalmente, al crédito moral, como, por ejemplo, perder la virginidad antes de casarse; como están las cosas, ése, creo, ya ni importa. El que le interesa a todo el mundo, hoy por hoy, es el crédito financiero. No, doctor, no quiero volver a estar en la lista negra del Buró de Crédito. Ellos ya tienen mi expediente, y ahí aparece todo acerca de mi vida: lo que compro; lo que debo; cuántas veces he ido al dentista; mis viajes al extranjero; cuánto pago de teléfono y de luz; si tengo o no Sky; si soy clienta de Domino’s; si estoy a dieta; en fin, todo mi historial como deudor. Gracias a que le escribí una carta al director de American Express, explicándole cuáles habían sido las razones de mis atrasos, me hicieron el favor de darme otra nueva; pero, eso sí, bajo la advertencia de que si me atrasaba otra vez en mis pagos, regresaría al Buró de Crédito. ¿Se da cuenta de lo que significaría? Informarían de inmediato a los bancos y a las tiendas departamentales que he dejado de ser sujeto de crédito. En otras palabras, es el principio del fin, el desprestigio ¡total!

“Y sabe qué, doctor, lo más llamativo de todo es que así como vibro comprando, vibro todavía más cuando pago. Porque sufro tanto al conseguir el dinero que una vez que logro reunirlo, el hecho me produce una satisfacción mucho mayor que la que pude haber experimentado cuando compré tantas cosas. Sí, se lo juro. Es tan así que, frente a la caja de la sucursal de American Express del hotel Nikko, donde suelo pagar, cuando la cajera me entrega mi recibo con un sello que dice ‘pagado’, siento como si, en ese instante, tuviera un orgasmo. ¿Será cierto que el dinero tiene mucho que ver con la sexualidad? ¿Será cierto que ambas cosas sirven como una herramienta de control? Ay, doctor, no quiero decirle cuánto debo nada más de este mes porque, se lo juro, me da pena. Es más, no puedo ni pronunciar la cifra. Siento que si lo hago, la boca se me haría chicharrón de puritita vergüenza. Sobre todo, viviendo en un país donde existe tanta injusticia, tantos contrastes sociales y económicos. ¡Cuarenta millones de mexicanos viven en la pobreza extrema! ¿A cuánto asciende el salario mínimo? ¡No, no me lo diga, doctor, no quiero saberlo, porque ya lo sé! Mil ciento cincuenta pesos mensuales. ¡Ciento veinte dólares! ¿Se da cuenta? Por eso mejor se van a trabajar al otro lado; aunque expongan no nada más su vida, sino su dignidad como seres humanos. Me ha tocado ver en qué condiciones trabajan esos compatriotas en Nueva York, en Chicago o en San Diego. No sabe la vergüenza que siento cuando voy a comer a un super restaurante, llena de bolsas con mi shopping, y, a lo lejos, advierto a uno de ellos, ya sea en la cocina lave y lave enormes pilas de platos, o bien, barriendo, con la cabeza media gacha y con una expresión en su rostro de absoluta tristeza y resignación. Porque, por añadidura, doctor, nada más pueden conseguir trabajos que antes le daban a los negros, quienes ahora ya no los quieren porque les resultan demasiado degradantes. Pues bien, en esos momentos tengo ganas de devolver la comida y de regresar todas mis compras o de regalarles mi shopping. Siento una pena ajena y una culpa terrible. El otro día leí en el periódico que un mexicano de un pueblo que se llama San Pablito se fue hasta Washington a trabajar como jardinero en el cementerio de Arlington —en Virginia—, en donde se ocupa de la tumba de John F. Kennedy. Claro que su tarea resulta muy romántica y hasta de interés histórico, pero no deja de ser muy triste que sea precisamente un mexicano el que limpie la lápida. ¿Se imagina a un gringo ocupándose de la tumba de Díaz Ordaz? ¡Qué horror! No entiendo, doctor. Explíqueme, ¿cómo es posible que en Estados Unidos se dé la misma situación que aquí? También allá existen dos categorías de ciudadanos mexicanos: los muy pobres y los muy ricos que van a gastar sus dólares, y que, para colmo, son servidos por sus propios compatriotas que no encuentran trabajo en su propio país. ¿Por qué si estoy consciente de todo esto, no puedo dejar de gastar? ¿Entonces mi caso es todavía peor, porque soy una cínica? ¿Una irresponsable? ¿Una apátrida? Lo más triste de todo, doctor, es que todo lo que compro resulta tan inútil, tan prescindible. ¿Quiere que le diga cuántas pashminas —ya sabe cuáles, que son como rebozos pero muy finos— compré este mes, a crédito, aparte de todas las que tengo? No puedo, me da vergüenza. Le juro que si las atara unas a otras medirían lo largo de todo el Periférico, es decir, desde Lomas Verdes hasta Xochimilco. Tengo de todos los colores: pale peach, fucsia, vainilla, champagne, peppermint, silver blue, ocean, navy, aqua, negro, rojo, café oscuro, color pimienta, lila, pelo de camello y blanco; además de las bordadas, las de fleco con chaquira, etcétera. ¿Usted cree que tenga curación; que tenga remedio?

“Ahora sí, fíjese, doctor, que ya me asusté. ¿Sabe por qué? Porque llevo tres meses pagando la misma cantidad a American Express a pesar de que la mayor parte de ese tiempo he tenido bloqueada mi tarjeta. Antes de ayer recibí mi estado de cuenta y no lo podía creer. Por un momento temí ser sonámbula; me dije entonces que, a lo mejor, salía por las noches y compraba en esas tiendas que abren las veinticuatro horas. Pensé también que sufría de esquizofrenia aguda y que yo misma me robaba mi tarjeta y firmaba a escondidas de la verdadera Sofía. No, no me mire con esa cara, doctor. Permítame explicarle lo que pasó. Después de que llamé a Servicio a Clientes, un señor muy amable que se llama Víctor, me explicó lo que había sucedido. Todo se debió a un enorme, enormísimo adeudo de hace, precisamente, noventa días; como no tuve con qué liquidar, me difirieron mi deuda en tres pagos. ‘¿Cuánto dinero puede usted pagar?’, me dijo Víctor. ‘Tanto’, le contesté, porque eso fue lo más que pude conseguir esa misma mañana. Hasta a mi exmarido le tuve que pedir prestado dinero, aparte de los mil dólares que me prestó mi novio. ‘Tráigamelo cuanto antes para que no le vayan a cancelar su tarjeta. Voy a ayudarla difiriéndole el resto en tres pagos.’ Ya se podrá imaginar cuán agradecida me sentí con Víctor. Fantasiosa como soy, di por sentado que los otros pagos habían desaparecido como por arte de magia y que mi tarjeta estaba ‘clean’, super ‘clean’. No fue sino hasta el siguiente mes que me fijé que el saldo se había incrementado por los intereses que provocó el hecho de haber diferido el pago del saldo; más los cargos por cheques devueltos; más los gastos que se acumularon en los pocos días que sí me liberaron la tarjeta, es decir, los gastos fijos como el teléfono celular, el Sky, etcétera. ¿Ahora entiende por qué enloquecí tanto al momento de recibir mi estado de cuenta? Ay, doctor, ahora sí ya me asusté. ¿Por qué diablos me endeudaré de esa forma? ¿Qué me pasa que no puedo manejar con cautela mis finanzas? No hay duda de que estoy entrampada en un círculo vicioso. Porque fíjese, doctor, el hecho de contar con una tarjeta American Express me da una sensación de absoluta libertad porque la pago con lo que gano, es decir, con mi trabajo. Nadie la paga por mí, y esto me hace sentir sumamente orgullosa, y, al mismo tiempo, estimula en mí una sensación de independencia que creo es fundamental para la mujer de hoy. Cuando veo que mis amigas casadas, y que no trabajan, no pueden viajar o comprarse algo si no le piden autorización a su marido, no sabe la lástima que me provocan. ‘¡Ay, pobres! Ha de ser horrible ser tan dependiente y no poder gozar de una autonomía económica’, pienso. Pero he ahí la trampa a la que me refiero, doctor, porque mis amigas tal vez dependan de un marido que quizá sea un codo y un controlador; un marido que se queja todo el día por tener a una esposa gastadora que le tira su dinero; un marido que maneja a su mujer por el dinero. Y es que yo no dependeré de un hombre así pero vivo atada a una tarjeta que cada treinta días me hace su rehén. Si no la pago, estoy expuesta a sufrir peores consecuencias que las que podrían padecer mis amigas casadas; estoy expuesta a que la empresa acabe conmigo, con mi prestigio, pero sobre todo con mi tranquilidad. ¿Verdad, doctor, que no deja de ser muy contradictorio? Ese plástico que en apariencia me proporciona tanta independencia, a la vez, me tiene por completo en sus manos. ¿Quién diablos habrá inventado el crédito? ¿Por qué vivimos en una sociedad donde el consumismo está consumiendo nuestra tranquilidad y todo lo que esto implica? ¿Qué tal si una de mis nietas sale tan consumista como su abuela? ¿Acabará uno de mis hijos en la cárcel? ¡Necesito un FOBAPROA personal! Ay, doctor, ya no puedo más…”

Mientras Sofía le explicaba, con su característica vehemencia, por qué se encuentra en esa extraña crisis existencial, el doctor Muller no pudo evitar recordar que también a él su paciente le debía más de dos meses de consulta; habérselos cobrado después de esa sesión tan intensa, habría sido, además de contraindicado, un tanto cruel. Tal vez en la próxima lo haría; por el momento era importante dejar que Sofía se expresara para que ella misma, primero, pudiera llegar a preguntarse a qué se debía su insaciable consumismo y, segundo, se planteara de qué manera podía ayudarse. En el fondo el doctor lamentaba que Sofía no hubiera podido, todavía, después de un año y medio de psicoanálisis, dominar su añeja compulsión consumista, pero, sobre todo, su paranoia persecutoria respecto a las deudas económicas.

Claro que este mal lo viene padeciendo desde hace muchos años pero ¿por qué en lugar de superarlo, al cabo del tiempo, fue empeorando más y más? Se hubiera dicho que su padecimiento se había multiplicado por diez. ¿Por qué? Porque una década atrás, lo más que Sofía llegó a adeudar por su tarjeta fueron como mil quinientos dólares; ahora la cantidad se había vuelto diez veces mayor: debía ¡quince mil dólares! Por otro lado, era cierto que había que considerar la inflación y el hecho de que ganaba diez veces más, pero ¿por qué, en consecuencia, tenía que endeudarse una decena de veces más? De ahí entonces que su culpabilidad ahora también se hubiera multiplicado. ¿Por qué si en la actualidad había resuelto aspectos fundamentales para la vida de cualquier ser humano, como el aspecto sentimental, se autofabricó este adeudo tan descomunal? ¿De qué se estaba castigando? Era una manera de vivir al filo de la navaja y esto más que resultarle desagradable, ¿estaría acabando por gustarle? Habría que ir más a fondo con el problema. Habría, asimismo, que volver a esa infancia tan traumática. Habría que revisar todavía más ese comportamiento que le generaba todos esos kilos de culpa y que se traducía en un constante dolor de cuello que no se podía quitar ni con tres Advils juntos.

El doctor Muller, psicoanalista lacaniano, era un voraz lector de la Biblia; mientras escuchaba los lamentos de su paciente recordó lo que aparece en Ezequiel (7:19, 20): “Arrojarán su plata a la calle y mirarán su oro como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá salvarlos en aquel día del furor del Señor, ni saciar su alma, ni llenar sus vientres; pues les ha servido de tropiezo en su maldad”. Lo que venía luego en el versículo le quedaba como anillo al dedo al caso de Sofía: “Y las joyas que se adornaban las convirtieron en pábulo de su soberbia, e hicieron de ellas las imágenes de sus abominaciones y de sus ídolos; por lo mismo haré que sean para ellos como inmundicia”.

El doctor Muller sabía perfectamente que, desde siglos atrás, el abuso del crédito siempre generó mucha culpa. Sabía él que san Basilio, cardenal de césares, aseguraba que era mejor rogar y pedir limosna que pedir prestado; que les decía a todos aquellos que pedían prestado: “Viniste en busca de apoyo y encontraste un enemigo. Buscaste medicina y encontraste sólo veneno. Habiendo recibido dinero, eres feliz y despreocupado por un momento. Pero el dinero desaparece y el tiempo sigue su marcha, aumentando el interés. La noche ya no da descanso, el día no trae luz, el sol pierde su radiante apariencia y empiezas a odiar la vida”. Sabía él que los padres de la Iglesia latina también atacaron la usura desde el siglo IV; que san Ambrosio de Milán (340-397) dedicó a esto su Libro de Tobías, y que, en el nombre de la religión, condenó los préstamos entre hermanos, como lo define el Deuteronomio. Sabía él que Dios creó tres tipos de hombres: los pastores para asegurar la supervivencia de los otros, los caballeros para defenderlos y los clérigos para gobernarlos. Pero el doctor Muller sabía también que el diablo había creado un cuarto tipo: los usureros; y sabía que éstos no tenían lugar en el trabajo del hombre y que eran castigados con los demonios, porque la cantidad de dinero que hubieran recibido con la práctica de la usura correspondía a la cantidad de madera que enviaron al infierno para allí ser quemados. Sabía el doctor que santo Tomás dijo que la usura era pecado porque era la evidencia de una adhesión demasiado grande al mundo; un reto a los valores eternos y un desprecio a la pobreza de Cristo; y la negación de dar limosnas como un acto de expiación del alma. Y sabía que el primer monte de piedad había abierto sus puertas en Perugia en 1462 y que el segundo lo hizo en Gubbio en 1463; y que estas tiendas de empeño, controladas por el Estado, las habían apoyado los franciscanos, y que se distribuyeron por toda Italia con el propósito de ayudar a los pobres y proteger a los cristianos del pecado de la usura.

Porque lo había leído en The History of Consumer Credit, escrito por Rosa-Maria Gelpi y François Julien-Labruyère, sabía el doctor Muller que el monte de piedad de Florencia fue el mejor organizado y el más estable financieramente, por lo que desde 1542 se le autorizó a dar intereses a los depositarios, convirtiéndose en el banco principal del Estado en Toscana. Pero también sabía que los primeros montes de piedad creados en el siglo XV eran en extremo tambaleantes; que incluso muchos se habían visto obligados a cerrar por diversas razones: falta de efectivo, demasiados burócratas viviendo a sus expensas, fraude por parte de los clientes, el saqueo de las ciudades y la rapacidad de ciertos príncipes que llevaron a las ciudades a la total insolvencia; sin embargo, como eran protegidos por la Iglesia y por el papa, siguieron extendiéndose por toda Europa; y, claro, que muy pronto se volvieron una herramienta oficial de la Contrarreforma, en su lucha contra los excesos teológicos de los protestantes en países como Francia, España y Austria. Sabía el doctor que el padrenuestro decía específicamente: “perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”; y que no fue sino hasta la reforma de Lutero que se cambió esta oración: ya no se pedía por el perdón de las deudas, sino por el de las ofensas. El doctor Muller sabía que esta versión no había sido adoptada por la Iglesia católica sino hasta el siglo XIX. Y que Calvino criticó la traducción al latín de la palabra hebrea “mesech” como usura, porque el verdadero significado de dicha palabra era “mordida”, es decir, “morder al pobre”; por eso concluyó que las Escrituras no condenaban los préstamos con interés sino sólo el interés excesivo. Él, mejor que nadie, sabía que para Calvino no era la naturaleza del contrato lo que hacía al usurero sino la tasa de interés del préstamo; fue así que legalizó una práctica que las Escrituras no condenaban y que fue saludable para la vida social y económica.

También sabía el doctor Muller que, en 1732, Benjamin Franklin había publicado en Almanaque del pobre Ricardo la siguiente sentencia: “Si sabes el valor del dinero, ve y trata de pedirlo prestado; porque aquel que pide prestado termina lamentándose”. ¿Por qué no le dijo todo esto a Sofía? Lo más seguro es que la habría consolado un poquito. ¿Por qué la dejaba sufrir de ese modo? ¿Por qué no le contó la historia de la familia Singer? Él sabía que le hubiera gustado; que le hubiera interesado saber que aproximadamente en 1850, la Singer Sewer Machine Company había empezado a vender sus máquinas mediante arrendamiento. Y que fue así que se empezaron a proveer los bienes de la casa a cambio de pagos mensuales. ¿Por qué no le contó que fue precisamente la relación de la mujer con la máquina de coser la que empezó a tentar a muchas otras mujeres para que cambiaran su vida adquiriendo una máquina a crédito? No hay duda de que a Sofía le hubiera gustado enterarse que, antes de la segunda guerra mundial, las compras por arrendamiento, que introdujo la familia Singer y retomaron los fabricantes de automóviles y de artefactos caseros, indiscutiblemente, contribuyeron a la llamada “integración social”. El doctor Muller le pudo haber dicho que por culpa de la familia Singer ahora ella estaba tan endeudada; pues con el tiempo, gracias a la Singer Sewer Machine Company, empezaron las tarjetas de crédito. Lástima que nada de todo lo que sabía acerca del crédito le había contado. ¿Acaso el consumismo desaforado de su paciente no había provocado que comprara el libro y así se enteró de tantas cosas inesperadas? Sin duda: he ahí uno de los lados oscuros de este personaje que, en el fondo, envidiaba a Sofía porque ella sí podía verbalizar sus problemas…

La consentida de sí misma

Sofía era una mujer de cincuenta y dos años, producto de una familia burguesa muy conservadora, la cual, curiosamente, siempre vivió por encima de sus posibilidades. El papá de Sofía había sido un abogado de prestigio pero que nunca había hecho dinero, situación que siempre tensó mucho a su esposa. Por desgracia, doña Sofía nunca llegó a valorar el espíritu quijotesco de su marido; a pesar de la admiración que le profesaba y que respetaba su enorme capacidad intelectual, le hubiera gustado ser tan rica como algunas de sus amigas millonarias que solía tratar con tanto entusiasmo. Aunque doña Sofía pertenecía a las familias más viejas de Guadalajara y era una de las Trescientas y algunas más… según el criterio del Duque de Otranto, era una señora nada convencional. Al contrario, se distinguió siempre por ser una persona de carácter bien definido que hacía y decía todo lo que le pasaba por la cabeza. De ella, Sofía aprendió que, en la vida, no había mejor arma para salir adelante de cualquier situación, por adversa que ésta pudiera ser, que la verdad. De ella también aprendió la perseverancia y la capacidad para “sacar el toro de la barranca”. Pero, por desgracia, también de doña Sofía, su hija menor había aprendido a ser despilfarradora.

Como su madre había vivido permanentemente endeudada, cuando la situación llegaba a extremos incontrolables, se acogía a un remedio externo; y volvía a empezar, una y otra vez, hasta que la circunstancia creaba una tensión que por momentos no podía controlar, y esto repercutía en su marido y sus tres hijos. En consecuencia, Sofía creció en un mundo donde las apariencias eran prioritarias; de ahí que, a cualquier costo, empleara ella tanta energía para mantener su estatus; de ahí que no fuera nada ahorrativa; y de ahí que le hubiera tomado tanto gusto a las situaciones límite, de las que casi siempre salía airosa.

Desde que Sofía fue muy niña descubrió que en la vida la seducción era una llave que abría muchas puertas. Entonces no nada más seducía con su carita de “niña buena”, con su mirada color azúcar quemada, con sus labios redonditos y con los dos hoyuelos que se le marcaban a cada lado de sus rosadas mejillas; también lo hacía procurando tener siempre un bonito modo, y haciendo reir a los demás o simplemente siendo, naturalmente, encantadora. Cuando estaba en el colegio de monjas, más que concentrarse para llegar a ser una buena estudiante, hacía todo lo posible para llegar a ser la consentida de la maestra. Y lo lograba. Por eso cuando reprobaba un examen, sabía cómo hacerse perdonar; cuando la sorprendían copiando un ejercicio de otra compañera, sabía cómo explicarle a la monja cuáles habían sido las dificultades que había tenido para no haberse aprendido correctamente la lección. Con esa misma energía, quería ser la consentida del señor del camión del colegio. La consentida de los vecinos. La consentida de sus admiradores. La consentida de sus amigas. La consentida de sus hermanos. La consentida de sus tíos. La consentida de las amistades de la familia. La consentida de sus papás grandes, como llamaba a sus abuelos. La consentida de los amigos grandes de la familia. La consentida de su padre. Pero de la que nunca llegó a ser la consentida, a pesar de todos sus esfuerzos, fue de su madre. He ahí una herida que nunca sanó por completo y que tal vez tuviera que ver con su compulsión para ser aceptada por los demás y por comprar.

Cuando compraba, de alguna manera, se consentía todo lo que no la había consentido doña Sofía; de ahí que estuviera ávida de llegar a ser, ahora, la consentida de La Vida y de American Express.

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