Peli de zombies en Si bemol es una obra literaria y musical dividida en dos proyectos paralelos. Por un lado esta novela, cuyo borrador fue escrito en 2012. A partir de él se compone, para la banda “La transmutación del átomo”, una ópera rock cuyo repertorio estaba íntegramente ligado al argumento de la novela.
En 2020 se retoma el proyecto bajo el nombre artístico de “Cervan”, siendo este el relato en que se basa el disco homónimo, cuyas canciones se pueden escuchar escaneando el código QR incluido en la siguiente página.
Una historia intensa, paralela a los grandes filmes del género tratando cada uno de los clichés de dichas películas y dándole otro significado al final, con un giro argumental inesperado.
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@Jorge Cervantes Vázquez
Editorial: BoD - Books on Demand GmbH
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ISBN: 9788413732633
“Humedades en el techo ilustran el silencio
de un amargo amanecer.
Sus garras en mi pecho resuelven el misterio
de mi estancia en este hotel.
Hay algo que no anda del todo bien.
Si este no es mi cuerpo me liberaré.
Echaré a correr, echaré a correr,
tras la vida que me ha vuelto a maltratar.
Amargo amanecer, haz bien tu papel
e ilumíname un sendero a la libertad.”
Fragmento de “Amargo amanecer” (Cervan).
Aquel techo aunque desconocido, me transmitía una extraña sensación de familiaridad. Era como si me hubiera estado despertando en esa cama durante años y lo primero que hubiera visto cada mañana fuera las mismas manchas de humedad una y otra vez. Sin embargo no lograba recordar cuándo había sido.
Tardé varios minutos en incorporarme. Sabía que la tranquilidad terminaría en cuanto viera lo que me rodeaba. Sin la más mínima idea de cuánto había dormido, en mi interior tenía claro que llevaba mucho tiempo fuera de juego. Me invadía una sensación como de llegar tarde al trabajo, de que algo me había perdido por no abrir los ojos a tiempo. Sobresaltado, busqué si éxito el teléfono móvil en la mesilla a la derecha. Estaba vacía. Ya al tacto me di cuenta de que no era la de siempre sino que se trataba de un mueble metálico, frío, suave y sin cajones. Desde luego no estaba en mi casa. Todo blanco alrededor; paredes, cortinas, sábanas, incluso la ropa que llevaba. Lejos de hacerme sentir relajado y en un lugar confortable me puso más nervioso. La luz reflejada me impedía centrar mi visión en detalles del lugar, que se fundían en una enorme mancha deslumbrante, aturdiéndome si cabe, todavía más de lo que ya estaba.
En cuanto traté de tensionar los músculos del abdomen para levantar mi torso noté agudísimo dolor que me obligó a dejarme caer de nuevo sobre la almohada. Al segundo intento un mayúsculo tirón en mi brazo derecho y dos agujas salieron disparadas derramando unas gotas de algún líquido mezclado con mi propia sangre. Más cables se interponían en la ardua tarea de volver a movilizar mi cuerpo. Se trataba de una serie de electrodos firmemente adheridos que tuve que arrancar junto con varios mechones de vello.
Era evidente que estaba en un hospital, monitorizado y bajo cuidado médico. Me tranquilizó en cierto modo ya que, aunque no sabía qué estaba haciendo allí, probablemente un equipo de médicos y enfermeras aparecería muy pronto para cuidar de mí, interesarse por mi estado y explicarme qué me había pasado.
Me senté en la cama a esperar, frotándome los ojos y haciendo crujir cada una de mis articulaciones, preparándome para levantarme, vestirme y volver a casa pero nadie apareció. Esperé durante más de media hora en la misma postura recapacitando, imaginándome mil explicaciones posibles, pero nadie vino a atenderme.
Exasperado, decidí tomar cartas en el asunto y ponerme en pie, motivado por una imperiosa necesidad de mear. Apoyándome en la pared a la vez que avanzaba, di con el cuarto de baño tras una puerta corredera también lacada en blanco, con una cuerda pasante anudada de tal manera que facilitara el tirar de ella para que la madera resbalase por su carril, al lado de lo que parecía la puerta de salida. El sistema podía parecer rudimentario o incluso cutre, más propio del tercer mundo pero en el contexto, parecía más bien uno de esos detalles de decoración modernos, en lo que se utilizan materiales de lo más variopintos a la hora de decorar una estancia. A fin de cuentas, ¿no se hacen camas con palés de obra y se venden a precio de madera maciza? El servicio contrastaba con la imagen pulcra y elegante de la habitación, que llegado aquel momento ya no me parecía tan limpia. Al tiempo que mis ojos se habían ido acostumbrando a la claridad había empezado a vislumbrar suciedad acumulada en todos los muebles. Polvo en mayor medida, como si por ahí no hubiera pasado nadie a limpiar en varios días. También me fijé en un pequeño jarrón en una cómoda junto a los pies de la cama. Era un recipiente gris, una decoración muy minimalista, pero que vestía. En él había un ramo de flores marchitas que debía llevar allí semanas a juzgar por su estado seco y ennegrecido.
Nunca he sido muy partidario de regalar flores a enfermos, ¿qué sentido tiene?, si estoy enfermo no voy a poder olerlas, no van a mejorar mi situación, personalmente no me aportan absolutamente nada pero las convenciones sociales es lo que tienen, que aunque no les veas mucho sentido no te queda otra que cumplir con ellas.
Me pregunté quién me las habría regalado. Ni tenía buena relación con mis padres ni nadie con quién compartiera la vida y desde luego no imaginaba a ninguno de mis compañeros de trabajo viniendo a visitarme con un ramo de rosas en la mano.
Los azulejos del cuarto de baño eran de un color marrón apagado y el sanitario había pasado por épocas mejores, tenía toda la loza amarillenta y resquebrajada. “Menudo contraste”, pensé. Todo apariencia en la zona de las visitas pero el baño viejo y hecho un desastre. Al menos, se notaba que nadie lo había usado desde su última limpieza pues había una gruesa capa de polvo depositada en la taza. De camino me vi reflejado en un espejo oscurecido por el paso de los años y roto en las cuatro esquinas, sobre un lavabo también en pésimas condiciones.
Nunca me había tenido por un hombre guapo, pero la demacración de aquel individuo que veía reflejado me hacía parecer realmente un monstruo de feria, un muerto en vida con un pie en la tumba. Me habían afeitado la cabeza aunque ya tenía al menos un centímetro de pelo, mi barba estaba tupida y con un largo de unos cuatro centímetros. Nunca antes había tenido barba, de modo que no sabía exactamente cuánto podría haber tardado en crecer de esa manera. Ni siquiera reconocía mis ojos, que estaban profundamente hundidos en mi cara rodeados de unas ojeras negras y marcadas que los hacían parecer mucho más grandes de lo normal. ¿Qué me ha pasado? Me pregunte en voz alta.
Anonadado, me tomé mi tiempo para explorar toda mi anatomía. No vi cicatrices, con lo que deduje que no me habían operado de nada que yo pudiera saber a simple vista y no notaba nada extraño más allá de una delgadez extrema. Mis brazos y piernas habían decrecido tanto que el tatuaje de mi brazo derecho, que simulaba un alambre de espino, muy de moda en otra época aunque a día de hoy no se me ocurriría plasmar ese diseño en mi piel, se había deformado y daba la impresión de haberse retorcido en mi piel, parecía que mi yo entero había menguado quedando en una frágil sombra del hombre de complexión atlética que había sido.
Una leve brisa entró por la rendija de la puerta, enfriándome los pies y pantorrillas bajo el fino camisón de hospital. Al estar atado por detrás, se me complicó un poco la tarea de quitármelo para cambiarme. De forma cómica, como un perro persiguiendo su propio rabo, di un par de vueltas hasta conseguir atrapar el fino cordón que anudado, unía las dos partes y ya desnudo, caí en la cuenta de que no había ninguna otra muda a la vista. ¿Dónde estaría mi ropa? Al ingresar traería algo puesto…
Rebusqué en todos los cajones de la mesita de noche y el armario pero fui incapaz de localizar nada hasta que me fijé en otra puerta que no había visto antes. Junto al gotero había una especie de carrito que servía para apoyar una serie de equipos electrónicos a los que estaban conectados todos los sistemas que me había arrancado. En aquel útil, en una pegatina amarilla y plastificada ponía mi nombre. ¿Eran esos aparatos sólo para mí?, ¿llevaba tanto tiempo ingresado que ya tenía un set específico asignado?
En cualquier caso, bajo todo aquello había un compartimento en el que encontré mi ropa. Una camiseta básica de color negro, unos tejanos y unas zapatillas. Nunca he sido mucho de complicarme con la elección de mis prendas de vestir, con unos pantalones y alguna otra parte de arriba lo más discreta posible, tenía para taparme casi todo el año. Incluso, el mero hecho de tener que ir de compras siempre me ha disgustado bastante. Las grandes extensiones, los probadores, el gentío…, cosas que estaban hechas para otro tipo de personas pero no para mí.