Primera edición en alemán, 1856
Primera edición en castellano, Turner, 1983
Traducción original de A. García Moreno publicada en 1876.
Esta segunda edición revisada por Luis Alberto Romero y con prólogo y comentarios en la parte relativa a España de F. Fernández y González:
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LIBRO CUARTO
La revolución
I | Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos |
II | Movimiento reformista. Tiberio Graco |
III | La revolución y Cayo Graco |
IV | El gobierno de la restauración |
V | Los pueblos del norte |
VI | Tentativas de revolución por Mario y de reforma por Druso |
VII | Insurrección de los súbditos italiotas. Revolución sulpiciana |
VIII | El Oriente y el rey Mitrídates |
IX | Cina y Sila |
X | La constitución de Sila |
XI | La República y la economía social |
XII | Nacionalidad. Religión. Educación |
XIII | Literatura y arte |
Apéndice
Notas
La destrucción del reino de Macedonia coronó el edificio de la soberanía de Roma. Desde las columnas de Hércules hasta las desembocaduras del Nilo y del Oronte, es un hecho cumplido la consolidación de su imperio. Era la última palabra del destino que oprimía a los pueblos con el peso de una sentencia inevitable, y no les dejaba más que la elección entre la ruina, después de una resistencia sin esperanza, o la muerte como último momento de la desesperación que se resigna. Por su parte, la historia se dirige al hombre serio que la lee: exige que atraviese con ella los días buenos y los malos, los bellos paisajes de la primavera y los sombríos del invierno. Si tal no fuese su derecho, el que la escribe se sustraería seguramente a la ingrata misión de seguirla en sus cambios, múltiples pero monótonos, y de referir los largos combates del poderoso contra el débil que ocurren en las regiones españolas absorbidas por la conquista, o en las de África, Grecia y Asia, que aún no obedecen la ley de la clientela. Sin embargo, por insignificantes que parezcan y por más que estén relegados a segundo lugar en el cuadro, es necesario considerar los accidentes de la lucha, pues tienen una significación profunda. La condición de Italia no puede conocerse ni comprenderse sino asistiendo a la reacción de la provincia sobre la metrópoli.
Fuera de los países anexados naturalmente a Italia, y en los que no siempre ni en todas partes los nativos se mostraban completamente sometidos, vemos también a los ligurios, a los corsos y a los sardos proporcionar a los romanos ocasiones demasiado frecuentes, y no siempre honrosas, “de triunfos sobre las simples aldeas”.
Al comenzar el tercer periodo de su historia, Roma solo ejerce una dominación completa sobre las dos provincias españolas que se extienden al sur y al este de la península pirenaica. Ya hemos dicho en otro lugar (volumen II, libro tercero, pág. 219) cuál era el estado de cosas; hemos visto a los celtas, a los fenicios, a los helenos y a los romanos agitándose en gran confusión. Allí se cruzaban y detenían en sus mil contactos las más diversas y desiguales civilizaciones: al lado de la barbarie absoluta, la antigua cultura de los iberos, y en las plazas de comercio, las civilizaciones más adelantadas de Fenicia y Grecia. Todo esto ocurría al lado de la latinidad creciente, representada principalmente por la multitud de italianos que trabajaban en la explotación de las minas, o por las fuertes guarniciones permanentes de los romanos. Por otro lado necesitamos citar entre las nuevas ciudades a la romana Itálica (no lejos de la actual Sevilla) y a la colonia latina de Carteya (Algeciras). Itálica, con Agrigento, debió ser la primera ciudad de lengua e instituciones latinas fundada del otro lado de los mares; Carteya debió ser la última. La primera tuvo por fundador a Escipión el Mayor. En el momento de abandonar España, en el año 548 (206 a.C.), había instalado allí a los veteranos que quisieron fijar su residencia en el país, aunque esto no quiere decir que estableciese un verdadero municipio. En realidad no asentó más que una plaza de mercado.1 Carteya, por el contrario, no fue fundada hasta el año 583 (171 a.C.). Quiso proveerse de esta forma al establecimiento de los numerosos hijos que nacían del comercio de soldados romanos con las españolas esclavas. Aun cuando eran esclavos, según la letra de la ley, se habían criado como libres. Oficial y formalmente emancipados, fueron a fijar su residencia en Carteya, en medio de los antiguos habitantes de la ciudad, erigida en estas circunstancias en colonia de derecho latino. Durante cerca de treinta años, a contar desde la organización de la provincia del Ebro, llevada a cabo por Tiberio Sempronio Graco en los años 575 y 577 (volumen II, libro tercero, pág. 224), los establecimientos españoles habían disfrutado de los indecibles beneficios de la paz. En esta época apenas se encuentra huella de una o dos expediciones contra los celtíberos y los lusitanos. Pero en el año 600 ocurrieron acontecimientos mucho más graves. Conducidos por un jefe llamado Púnico, los lusitanos se arrojaron sobre la provincia romana, derrotaron a los dos pretores reunidos y les mataron mucha gente. Los vetones (entre el Tajo y el alto Duero) aprovecharon inmediatamente la ocasión de hacer causa común con ellos, y, reforzados por estos nuevos aliados, los bárbaros llevaron sus incursiones hasta el Mediterráneo. Incluso saquearon el país de los bastulofenicios, no lejos de la capital romana de Cartago Nova (Cartagena). A Roma estos ataques le parecieron demasiado serios, y envió un cónsul para castigar a los invasores, cosa que no se había visto desde el año 559. Por lo demás, como urgía mandar socorros, los dos cónsules entraron en su cargo con dos meses y medio de anticipación. A esto se debe que la investidura de los funcionarios anuales supremos fuera establecida en adelante el 1° de enero, en vez del 15 de marzo. Por consiguiente se fijó en esta misma fecha el principio del año, y así ha continuado siendo hasta nuestros días. Pero, antes de la llegada del cónsul Quinto Fulvio Nobilior con sus tropas, habían venido a las manos el pretor de la España ulterior, Lucio Mumio, y los lusitanos, guiados por Caesarus, sucesor de Púnico luego de haber muerto este en un combate. En un principio la fortuna se declaró a favor de los romanos: el ejército lusitano fue derrotado y su campamento, tomado. Pero desgraciadamente, las fuerzas de los legionarios, agotadas por largas marchas o en parte desbandadas en el ardor de la persecución, dieron la revancha al enemigo ya vencido. Entonces este volvió sobre ellos y les causó una terrible y completa derrota. El ejército romano también perdió su campamento y dejó nueve mil muertos en el lugar del combate. Por todas partes se propagó inmediatamente el incendio de la guerra. Mandados por Caucaenus, los lusitanos de la orilla izquierda del Tajo se arrojaron en el Alentejo sobre los celtas, súbditos de Roma, y se apoderaron de Conistorgis, su capital, ubicada sobre el Guadiana. En testimonio de su victoria y como un llamamiento al combate, enviaron a los celtíberos las insignias militares que le habían conquistado a Mumio. No faltaban allí elementos para la insurrección. Dos pequeños pueblos celtíberos vecinos de los poderosos arébacos (no lejos de las fuentes del Duero y del Tajo), los belios y los titios, habían resuelto reunirse en Segeda, una de sus ciudades (hoy la Higuera, cerca de Jaén). Mientras se ocupaban en fortificar sus murallas, se los intimó a que cesasen de trabajar; pues toda nación sujeta que se permitía fundar una ciudad que le perteneciese en propiedad contravenía el orden de cosas establecido por Sempronio Graco. Al mismo tiempo se les exigieron prestaciones en hombres y dinero, que en realidad ya debían según la letra de los tratados, aunque habían caído en desuso hacía ya mucho tiempo. No hay ni que decir que los españoles se negaron a obedecer. No se trataba más que del ensanche de una ciudad, no de su construcción, y, en cuanto a las prestaciones, no solo se habían suspendido hacía tiempo, sino que los mismos romanos habían renunciado a ellas. Entre tanto, llegó Nobilior a la región citerior con un ejército de unos treinta mil hombres, con caballería númida y diez elefantes. Los muros de la nueva ciudad aún no estaban concluidos y se sometieron casi todos los segedanos, pero algunos más atrevidos fueron a refugiarse entre los arévacos, y les suplicaron que hiciesen causa común con ellos. Enardecidos estos por la reciente victoria de los lusitanos sobre Mumio, se levantaron y eligieron por general a Caro, uno de los emigrados de Segeda. Tres días después ya había muerto este bravo general; pero los romanos, completamente derrotados, habían perdido seis mil hombres. Era el día 23 de agosto, día de la festividad de las Vulcanales, que desde entonces fue de triste memoria.2 Los arévacos, sin embargo, consternados por la muerte de Caro, se retiraron a Numancia, su plaza más fuerte (cerca de la moderna Soria). Nobilior los siguió hasta allí y se dio una segunda batalla bajo los muros de la misma ciudad. Gracias a sus elefantes, los romanos empujaron en un principio a los bárbaros a su fortaleza, pero, cuando uno de aquellos animales fue herido, se introdujo el desorden en las filas de los romanos. También esta vez volvieron a tomar los españoles la ofensiva y derrotaron al enemigo.
Después de este descalabro, al que siguieron otros, y después de la pérdida de un cuerpo de caballería que se había pedido a Roma y había sido enviado al encuentro, la situación del cónsul en la región citerior era muy comprometida, hasta el punto de que la plaza de Oscilis, donde los romanos tenían su caja y sus almacenes militares, se rindió a los insurrectos. Con la ilusión de la victoria, los arévacos creían que podían dictar la paz, pero Mumio había tenido mejor suerte en la provincia meridional y sus victorias contrabalanceaban las derrotas del ejército del norte. Por debilitado que se viese a causa de sus anteriores desastres, supo atacar en tiempo oportuno a los lusitanos desparramados imprudentemente por la orilla derecha del Tajo. Pasó después a la orilla izquierda, donde recorrían todo el territorio de los romanos, y libró toda la provincia meridional. Al año siguiente (602) el Senado envió al norte refuerzos considerables y reemplazó al incapaz Nobilior con el cónsul Marco Claudio Marcelo, quien ya había dado buenas pruebas mientras era pretor en España en el año 586 (168 a.C.), y que luego había mantenido su reputación de buen militar al ser nombrado cónsul por dos veces. La habilidad de sus medidas estratégicas y, mejor aún, su dulzura, restablecieron pronto el estado de cosas. Oscilis se rindió y los arévacos, a quienes hizo concebir esperanzas de paz con una módica contribución de guerra, estipularon la tregua y enviaron diputados a Roma. Libre Marcelo por este lado, pasó enseguida a la provincia meridional. Allí, los vetones y lusitanos, a pesar de que habían sido sometidos y no se habían movido mientras Marco Atilio estaba en el país, apenas partió se habían sublevado de nuevo y saqueaban los países aliados de Roma. La presencia del cónsul bastó para restablecer la calma; pasó el invierno en Córduba (Córdoba), y durante este tiempo cesó en toda la península el ruido de las armas. En Roma, entre tanto, se seguía en negociaciones con los arévacos. Cosa singular y que pinta de un solo rasgo el estado interior de España: no se concluyó la paz por instigación de la facción romana que había entre los arévacos.
Hicieron presente que la paz les sería funestísima, y añadieron que, si Roma no quería condenar a la ruina a todos sus partidarios, era necesario que se decidiese a mandar cada año un ejército y un cónsul a España, o a hacer ahora un terrible escarmiento. Los embajadores arévacos fueron despedidos con una respuesta que no decía nada, y se optó por la continuación de la guerra. En el año siguiente se encargó a Marcelo la prosecución de las operaciones. Pero ya sea, como se ha pretendido, que envidiase a su sucesor la gloria de haber puesto fin a la guerra o que por lo demás era esperado muy pronto en España o que creyese, como antes Graco, que la primera condición para una paz verdadera y durable era la de tratar bien a los españoles, cosa que es lo más probable, lo cierto es que tuvo una entrevista secreta con los hombres más notables entre los arévacos y concluyó un tratado bajo los mismos muros de Numancia. Aquellos se entregaban a discreción; se les impuso una indemnización en dinero y la entrega de rehenes, mediante lo cual volvieron a ponerse en vigor los antiguos tratados. Fue en este tiempo que llegó al ejército el cónsul Lucio Lúculo. Se encontró con que la guerra estaba terminada por un pacto formal, y que él en España no podía ganar gloria ni, sobre todo, dinero. Sin embargo supo arreglar bien su intriga. Se arrojó sobre los vecinos situados al oeste de los arévacos, sobre los vaceos, pueblo celtíbero independiente y que vivía en la mejor inteligencia con Roma. Estos preguntaron en qué habían delinquido, pero por toda respuesta Lúculo marchó sobre ellos y sorprendió una de sus ciudades, Cauca (Coca), ocho leguas al oeste de Segovia. Espantados los habitantes, compraron a peso de oro una capitulación, no obstante la cual, los romanos entraron en la ciudad y sin sombra siquiera de pretexto los degollaron o los hicieron esclavos. Después de esta noble hazaña, en que perecieron inicuamente veinte mil hombres, Lúculo fue aún más lejos. Al presentarse él todos huían dejando completamente desiertos los pueblos y las aldeas; algunas ciudades, como la fuerte plaza de Intercacia (al sur de Palencia), y Palantia (Palencia), capital del país, le cerraron sus puertas. La rapacidad del cónsul había quedado presa en sus mismas redes. ¿Qué ciudad se hubiera atrevido o querido tratar con un general que violaba de esa forma la fe jurada? Todos los habitantes emprendían la huida, sin dejar tras de sí nada que robar. No tardó en ser imposible continuar por más tiempo en estos países incultos. En Intercacia, por lo menos, los españoles pudieron entrar en negociaciones con un tribuno militar de nombre ya ilustre, con Escipión Emiliano, hijo del vencedor de Pidna y adoptivo del vencedor de Zama. Confiando en su palabra, después de haber dudado de la del cónsul, firmaron un convenio según el cual el ejército romano abandonó el país, luego de recibir vestidos y provisiones. En Palencia, por el contrario, tuvieron que levantar el sitio por falta de víveres, y, en su retirada, las tropas tuvieron que irse defendiendo hasta las orillas del Duero de los vaceos que las perseguían encarnizadamente. Lúculo pasó entonces al sur; allí, ese mismo año, el pretor Servio Suplicio Galba había sido derrotado por los lusitanos. Ambos generales establecieron sus cuarteles de invierno muy cerca uno de otro: Lúculo entre los turdetanos, y Galba bajo Conistorgis. Después, en el año 604, atacaron combinados a los lusitanos. Lúculo consiguió algunas ventajas cerca del estrecho de Gades. Galba hizo más pues trató con tres pueblos lusitanos ubicados en la orilla derecha del Tajo, y les prometió establecerlos en otro lugar mucho mejor y más fértil. Los bárbaros, que se le habían unido en número de siete mil con la esperanza de lo prometido, se vieron de repente divididos en tres grupos y desarmados. Una parte de ellos fueron vendidos como esclavos y el resto, descuartizados. Quizá nunca ha habido una guerra manchada con tantas perfidias, crueldades y robos, como la hecha por estos dos romanos. Volvieron a Italia cargados de tesoros mal adquiridos: uno logró escapar a la condena y el otro ni siquiera fue acusado. A este Galba fue a quien, a los 85 años y solo algunos meses antes de morir, el viejo Catón quiso traerlo a presencia del pueblo para que diese cuenta de su conducta. Sus hijos, que fueron a rogar por él, y su oro robado en España demostraron inmediatamente su inocencia.
Desde este día España vuelve a caer, como antes, bajo el régimen de los pretores. Esto no significa que haya que atribuir tal resultado al éxito de las famosas hazañas de Lúculo y Galba. La causa fue más bien la explosión de la cuarta guerra de Macedonia y de la tercera guerra púnica, en el año 605. Las perfidias de Galba habían exasperado a los lusitanos en vez de someterlos; así es que se extendieron inmediatamente por todo el territorio turdetano. El procónsul Cayo Vetilio3 (de 607 a 608) marchó contra ellos, los batió y persiguió hasta una colina donde parecía que estaban completamente perdidos. Iban ya a capitular cuando de repente se levantó entre ellos Viriato. De nacimiento humilde, habituado desde la infancia a defender valerosamente su rebaño contra las bestias feroces y los ladrones, se había hecho temible como guerrillero en muchos y sangrientos combates. Había sido uno de los pocos que habían escapado de las redes tendidas por Galba a los lusitanos; y es él quien los exhorta hoy a no creer en las promesas de los generales de Roma y les promete salvarlos si quieren seguirlo. Su voz y su ejemplo los arrastran, y se pone a la cabeza de las partidas españolas. Estas se dispersaron por orden suya huyendo en pequeños grupos por diversos caminos, y yendo a reunirse en un lugar que Viriato les había de antemano señalado. En cuanto a él, reunió un cuerpo de mil caballos escogidos, con los que podía contar, y cubrió con ellos la retirada. Los romanos, que no tenían caballería ligera, no se atrevieron a acometer divididos a los bárbaros que les estaban oponiendo un cuerpo tan respetable de caballería. Durante dos días completos, el héroe cierra el paso a todo el ejército romano; después desaparece de repente y se reúne con los lusitanos en el punto convenido previamente. El general romano quiso perseguirlos y cayó en una emboscada hábilmente preparada. Allí perdió la mitad de sus tropas y él mismo fue hecho prisionero y muerto; el resto pudo salvarse a duras penas por el lado del estrecho y se refugió en la colonia de Carteya. Se enviaron apresuradamente cinco mil hombres de milicias españolas para reforzar al ejército derrotado; pero Viriato las sorprendió en el camino y las destruyó completamente. Así quedó dueño absoluto de todo el país de los carpetanos, adonde los romanos no se atreven ya a ir a buscarlo. Reconocido como rey, mandó en adelante sobre toda Lusitania, y supo reunir en el ejercicio del poder la majestad activa del príncipe con la sencillez del antiguo pastor. Nada de insignias que lo distinguieran de cualquier otro soldado. El día de sus bodas se sentó en la rica mesa de su suegro, el príncipe Astolpa, en la España romana; después, sin haber tocado siquiera la vajilla de oro ni los sabrosos manjares, puso a su esposa sobre su caballo y la llevó consigo a su montaña. Su parte de botín nunca fue mayor que la de sus compañeros. Solo su elevada estatura y su palabra enérgica hacían que pudiesen conocerlo sus soldados. Por lo demás, daba a todos ejemplo de moderación y constancia, dormía completamente armado y, en el combate, era el primero que se lanzaba a lo más recio de la pelea. Es una especie de héroe de Homero que ha resucitado. El nombre de Viriato resonó gloriosamente en todos los ámbitos de España, y la valerosa nación creyó haber hallado en él al hombre que necesitaba para romper las cadenas impuestas por el extranjero. En efecto, sus primeras campañas tuvieron un éxito prodigioso tanto en el norte como en el sur. Supo atraer al pretor Cayo Plaucio, cuya vanguardia había ya destruido en la orilla derecha del Tajo, y lo derrotó tan completamente que le fue necesario en medio del estío encerrarse en sus cuarteles de invierno. Acusado más tarde ante el pueblo de haber deshonrado a Roma, se vio obligado a desterrarse de su patria. Después de vencer a Cayo Plaucio, Viriato aniquiló el ejército de Claudio Unimano, quien según parece era pretor de la provincia citerior, consiguió una tercera victoria sobre Cayo Nigidio y taló todo el país llano. En las montañas no se veían más que trofeos con las insignias de los pretores romanos y armas de los legionarios vencidos; en tanto, a cada nuevo triunfo del rey de los bárbaros, en Roma se redoblaba el asombro y la vergüenza. Por último, se dio la dirección de la guerra a un buen capitán, al cónsul Quinto Fabio Máximo Emiliano, segundo hijo del vencedor de Pidna. Sin embargo, no se atreven a enviar a España, donde el servicio es odioso para el legionario, a los experimentados veteranos recién venidos de Macedonia y de África. Máximo no llevó consigo más que dos legiones bisoñas, y tan poco sólidas como el mismo ejército de España desmoralizado ya por sus reveses. Como los lusitanos habían obtenido ventajas en los primeros encuentros, el romano mantuvo encerrados a sus soldados en el campamento junto a Urso (Osuna), como hombre prudente que era. De esta forma no aceptó la batalla que diariamente se le ofrecía, ni volvió a salir a campaña hasta el año siguiente, después de que sus tropas se hubieran aguerrido en pequeñas excursiones militares. Luchó al fin en mejores condiciones contra un enemigo muy superior, y después de afortunados combates fue a establecer en Córdoba sus cuarteles de invierno. Desgraciadamente fue reemplazado muy pronto por el cobarde y torpe pretor Quincio. Los romanos sufrieron derrota tras derrota, y su general volvió a entrar en Córdoba en pleno estío, mientras Viriato inundaba con sus bandas toda la provincia meridional (año 611). Lo sucedió Quinto Fabio Máximo Serviliano, hermano adoptivo de Máximo Emiliano, que vino a la península con dos legiones y diez elefantes, e intentó penetrar en Lusitania. Libró una serie de batallas indecisas, rechazó con mucho trabajo un asalto dirigido contra su campamento y, por último, se vio obligado a volver a entrar en la provincia romana. Viriato lo siguió, pero como también fue abandonado por sus tropas, que se volvieron de repente a sus casas según tenían por costumbre los insurgentes españoles, tuvo a su vez que volver a entrar en Lusitania. Al año siguiente (613) Serviliano volvió a tomar la ofensiva, atravesó los valles del Betis y el Anas (Guadalquivir y Guadiana), acampó en el país enemigo y ocupó en él gran número de ciudades.
Entre los prisioneros que cayeron en sus manos eligió a los jefes (unos quinientos aproximadamente) y los condenó a muerte, luego hizo cortar las manos a los súbditos romanos que habían hecho defección al pasarse al enemigo. El resto fueron vendidos como esclavos. Pero también a Serviliano la guerra de España le reservaba funestos reveses. Mientras los romanos, exaltados por el éxito, se ocupaban en el sitio de Erisana, Virianto los sorprendió, los derrotó y los empujó a una pelada colina, donde los tuvo enteramente prisioneros. Sin embargo, cometió la torpeza que antes había cometido el general samnita en las Horcas Caudinas, les concedió la paz contentándose con que Serviliano reconociese la independencia de Lusitania y su título de rey del país. El poder de Roma había caído tan bajo como el honor de su nombre. Satisfechos con no tener sobre sí una guerra tan temible y pesada, pueblo y Senado, todos ratificaron el tratado. Entre tanto, Serviliano fue reemplazado por Quinto Servilio Cepión, su hermano carnal y sucesor en el cargo, quien no se dio por contento con las concesiones hechas. El Senado tuvo la debilidad de autorizar al cónsul a urdir maquinaciones secretas en contra de Viriato, y después cerró los ojos ante la falta de cumplimiento de la palabra empeñada. Así pues, Cepión entró en Lusitania cuando sus habitantes estaban desprevenidos y recorrió todo el país; llegó inclusive a la región de los vetones y los galaicos. Por su parte Viriato, como era demasiado débil en fuerzas, evitó la batalla escapándose constantemente de su adversario mediante hábiles maniobras (año 614). Al año siguiente no tuvo solo que habérselas con Cepión, que había vuelto a comenzar sus ataques: la provincia del norte, ya desembarazada, envió también a Lusitania su ejército al mando de Marco Popilio. Viriato pidió la paz a toda costa. Los romanos exigieron la entrega de todos los tránsfugas de sus dos provincias, y hasta la del suegro de Viriato. Todos ellos fueron entregados, y decapitados o mutilados. Aún hay más. Los romanos nunca manifestaron de una vez a los vencidos lo riguroso de la suerte que les estaba reservada. Una exigencia siguió a otra, y la situación se hizo cada día más dura a intolerable; por último, se comunicó a los lusitanos la orden de entregar las armas. Viriato recordó el triste fin de sus compatriotas, desarmados antes por Galba, y apeló a la lucha, pero demasiado tarde. Las vacilaciones habían permitido que germinase a su alrededor la traición: tres de sus adictos, Audax, Ditalcon y Minucio de Urso, desesperando de la victoria, habían obtenido de él permiso para reanudar con Cepión las negociaciones. Sin embargo, no usaron esta licencia sino para comprar una amnistía y otras recompensas para sí mismos, y vendieron al extranjero la cabeza del héroe español. A la vuelta al campamento, aseguraron a Viriato el buen éxito de sus negociaciones. Cuando llegó la noche lo asesinaron en su tienda mientras dormía. Los lusitanos honraron su memoria con funerales fastuosos en los que lucharon doscientas parejas de gladiadores. Dignos de él, aun después de su muerte no retrocedieron ante la lucha con Roma, y eligieron un nuevo general en sustitución del rey asesinado. Tautamus, este era su nombre, concibió el plan atrevido de sorprender y apoderarse de Sagunto, pero no tenía la sagacidad ni los talentos militares de su predecesor. Su expedición fracasó: atacado por los romanos al tiempo de pasar el Betis, tuvo que entregarse. Ahora sí los lusitanos estaban subyugados; habían tenido que defenderse no tanto de una guerra legal, como de la traición y el asesinato.
Mientras la provincia del sur se veía talada por Viriato y sus lusitanos, en el norte y en los pueblos celtíberos había estallado una guerra no menos temible. Las brillantes victorias de Viriato habían suscitado la insurrección de los arévacos en el año 610. Esta había obligado al cónsul Quinto Cecilio Metelo, enviado a España en socorro de Máximo Emiliano, a marchar antes en contra de este nuevo enemigo. Desplegó momentáneamente en un terreno nuevo, en el sitio de la ciudad de Contrebia (Santander), que había sido considerada hasta entonces como inexpugnable, los talentos militares que había revelado ya en su victoriosa campaña contra el falso Filipo de Macedonia (véase más adelante). Al cabo de dos años de mando consiguió pacificar la provincia septentrional. Por su lado, las plazas de Termancia y de Numancia eran las únicas que aún tenían cerradas sus puertas. Sin embargo, se llegó pronto a una capitulación, cuyas condiciones cumplieron los españoles. Ahora bien, cuando llegó a exigírseles que entregasen las armas, se sublevó su altivez, como se había sublevado la de Viriato: querían conservar su espada, de la que tan bien sabían servirse. Así, conducidos por un jefe audaz, Megaravico, se resolvieron a continuar la lucha. Era una locura intentarla. El ejército romano, cuyo mando acababa de tomar el cónsul Quinto Pompeyo (año 613), contaba con un número de soldados cuatro veces mayor a la población armada de Numancia. A pesar de esto, el torpe general de Roma sufrió bajo los muros de ambas ciudades dos terribles derrotas (años 613 y 614); y, al no poder imponer la paz a los bárbaros, prefirió la vía de las negociaciones. Parece que lo hizo definitivamente con Termancia y devolvió también todos los prisioneros a Numancia, con la promesa de darles condiciones equitativas si la ciudad se entregaba a discreción. Cansados de la guerra, los numantinos acogieron sus proposiciones, y de hecho el general romano se mostró en un principio tan moderado como era posible. Ya se habían devuelto los cautivos y tránsfugas, y se habían entregado los rehenes y una gran parte de la suma de dinero que se había estipulado, cuando llegó al campamento el nuevo general romano, Marco Popilio Lena. En cuanto Pompeyo se vio libre del mando que pesaba sobre él, a fin de no tener que dar cuenta a Roma de una paz vergonzosa en opinión de sus conciudadanos, faltó a su palabra, o, mejor dicho, la negó. Cuando los numantinos se presentaron con el importe de su contribución de guerra, sostuvo delante de ellos y de sus propios oficiales que no se había estipulado ningún tratado. El asunto fue remitido al Senado, pero, en tanto se instruía la sentencia, la guerra contra Numancia estaba en suspenso. Lena, por su parte, llevó adelante las operaciones en Lusitania, donde contribuyó a la caída de Viriato. Se arrojó también sobre los lusones, vecinos de los numantinos, y taló su territorio. Por último se dictó la sentencia que ordenaba la continuación de la guerra; de esta forma, el Senado se hizo cómplice de la infamia de Pompeyo. Exasperados los numantinos, aceptaron y se prepararon a la lucha; derrotaron primero a Lena y después a su sucesor, Cayo Hostilio Mancino.
Iba a sonar la hora de la gran catástrofe, ocasionada no tanto por el heroísmo guerrero de los numantinos como por los vicios del ejército romano. Allí todo iba a la desbandada: el jefe daba el ejemplo de flojedad e indisciplina, y día a día iban consumiendo al soldado los excesos y la embriaguez, los desarreglos y la cobardía. Por el simple y falso rumor de que los cántabros y los vaceos venían en auxilio de Numancia, el ejército evacuó sus campamentos durante la noche sin tener orden para ello, y fue a ocultarse detrás de las líneas que había construido Nobilior dieciséis años antes. Los numantinos, advertidos de esta huida, salieron en persecución de los romanos y los envolvieron. A estos no les quedaba más recurso que abrirse paso espada en mano, o hacer una paz bajo las condiciones que impusiera el enemigo. El cónsul era un hombre honrado, débil de carácter y de nombre oscuro. Afortunadamente era cuestor del ejército Tiberio Graco. Digno heredero de la influencia de su padre, el antiguo y sabio ordenador de la provincia del Ebro interpuso la influencia de los celtíberos, que persuadieron a los numantinos de que se contentasen con una paz equitativa y justa. Esta fue jurada por todos los oficiales superiores de las legiones; pero entonces el Senado llamó al general, y después de una larga deliberación presentó al pueblo la moción de que convenía obrar del mismo modo que en tiempos del tratado de las Horcas Caudinas. Debía negarse la ratificación y echar la responsabilidad sobre los que lo habían firmado. Conforme al derecho, aquella debía recaer sobre todos los oficiales sin excepción alguna, pero, merced a sus buenas relaciones, fueron perdonados Graco y los demás. Mancino, que para su desgracia no era adicto a la alta aristocracia, fue el único designado para pagar la falta de todos. Así pues, se vio en este día a un cónsul romano ser despojado de sus insignias y conducido hasta las avanzadas enemigas; pero como los numantinos no quisieron admitirlo (esto hubiera sido admitir la nulidad del tratado), el general degradado permaneció todo un día desnudo y con las manos atadas por detrás, delante de las puertas de la ciudad. ¡Espectáculo lamentable para todos, amigos y enemigos! Por cruel que fuese, no por esto aprovechó la lección el sucesor de Mancino, Marco Emilio Lépido, su ex colega en el consulado. Mientras que en Roma se instruía el proceso contra el desgraciado, se arrojó con un pretexto fútil sobre los vaceos, como lo había hecho Lúculo dieciséis años antes, y de acuerdo con el gobernador de la provincia ulterior puso sitio a Palencia en el año 618. Si había sido mal soldado, no se mostró mejor ciudadano. Después de haber permanecido neciamente delante de la fuerte y gran ciudad sin víveres y sin recursos, y en medio de un país rudo y enemigo, se batió en retirada, abandonando a sus heridos y enfermos. En el camino perdió a la mitad de sus soldados, que sucumbieron bajo el acero de los palentinos no obstante haber tenido la fortuna de que estos no continuasen más adelante, pues no hay duda de que el ejército romano, ya en plena disolución, hubiera perecido por completo. Ahora bien, como era de noble nacimiento, lo dejaron en paz a su vuelta a Roma y solo le cobraron una pequeña multa. Lo sucedieron Lucio Furio Filon en el año 618, y Quinto Calpurnio Pison en el 619. Ellos también lucharon contra los numantinos, y aunque sus campañas no produjeron ningún resultado, salieron de ellas por lo menos sin sufrir ninguna desastrosa derrota. Por último, el gobierno de la República comprendió que había un gran peligro en la continuación de semejante estado de cosas. Se quizo concluir con la pequeña población española que tenía en jaque a Roma, y aunque de un modo extralegal, recibió el mando del ejército el mejor general de aquel tiempo, Escipión Emiliano. Digamos ante todo que se le escatimaron estúpidamente los medios de acción, pues se le negó por completo el permiso que había pedido para reclutar soldados. Eran omnipotentes las intrigas de las camarillas políticas y el temor de irritar al pueblo soberano. No por esto dejó de ir escoltado por numerosos amigos y clientes, entre los cuales se veía a su hermano Máximo Emiliano, que muchos años antes había mandado las legiones en la guerra contra Viriato. Con el apoyo de este núcleo escogido y seguro, del que hizo una especie de guardia de su persona, Escipión emprendió en el año 620 la reorganización completa del degenerado ejército de España. Primero tuvo que purgar el campamento de dos mil mujeres públicas que en él había, de los malos sacerdotes y de la multitud de adivinos que por él pululaban. Como el soldado había caído en un estado en que no podía batirse, tuvo que trabajar en las líneas y hacer marchas y contramarchas diarias. Durante todo el estío Escipión evitó cualquier encuentro; no hizo más que destruir en aquel país los aprovisionamientos, castigó a los vaceos por haber vendido grano a los numantinos y los obligó a reconocer la soberanía de Roma. En el invierno finalmente concentró su ejército en las inmediaciones de Numancia. Además del contingente de caballería númida, de la infantería y de los doce elefantes que le había acercado el príncie Yugurta, y además de los auxiliares españoles que no eran en menor número, Escipión disponía de cuatro legiones completas. Sesenta mil soldados aproximadamente iban a atacar una ciudad que apenas contaba con ocho mil hombres capaces de tomar las armas.
Sin embargo, los sitiados osaron presentarles batalla. Escipión no la aceptó pues sabía, como buen general, que cuando la indisciplina y la desorganización han durado muchos años no se corrigen de pronto. En todas las escaramuzas a que daban lugar las frecuentes salidas de los sitiados, siempre tocaba huir a los legionarios. De hecho, para detenerlos era necesaria la intervención del general en jefe en persona; así, el cobarde comportamiento de los soldados justificaba la gran prudencia del general. Jamás general alguno trató con más desprecio a sus soldados; sus actos corrían parejos con la ironía de su lenguaje. Por primera vez los romanos tuvieron que pelear, de buen grado o por la fuerza, con la azada o la pala en vez de la espada. Todo el recinto de la ciudad sitiada, que era de cerca de una legua, fue cerrado por una doble línea de circunvalación dos veces mayor con murallas, torres y fosos, e incluso el Duero, por donde los diestros marineros y nadadores llevaban víveres al enemigo, fue completamente obstruido. Como no se atrevían a dar el salto, los romanos sitiaron la plaza por hambre. De esta forma su caída era tanto más segura, considerando que durante la buena estación los habitantes no habían podido hacer acopio de provisiones. No tardaron en carecer de todo. Retógenes, uno de los más atrevidos numantinos, forzó con algunos camaradas las líneas romanas, y recorrió los países vecinos suplicándoles que no dejasen perecer a Numancia. Sus instancias hallaron eco entre los habitantes de Lucia, una de las ciudades de los arévacos. Pero antes de que hubiesen tomado un partido, Escipión, que había sido advertido por los de la facción romana, apareció delante de la ciudad, obligó a los jefes a entregarle los agitadores (estos eran cuatrocientos jóvenes pertenecientes a las mejores familias) e hizo que les cortasen a todos las manos. Los numantinos perdieron su última esperanza. Enviaron a Escipión una embajada y ofrecieron someterse bajo ciertas condiciones; como se dirigían a un bravo soldado, esperaban que se los tratase como bravos. La embajada volvió. Escipión exigía la sumisión incondicional. El pueblo, furioso, descuartizó a sus enviados y continuó el bloqueo hasta que el hambre y las enfermedades terminaron su obra. Por último, aparecieron nuevos diputados diciendo que la ciudad se entregaba sin condiciones. Los habitantes recibieron orden de presentarse al día siguiente en las puertas, pero estos pidieron algunos días más para que tuviesen tiempo de morir aquellos que no querían sobrevivir a la libertad de su patria. Escipión les concedió este último plazo. Muchos se apresuraron a aprovecharlo, y los demás se presentaron delante de los muros en un estado miserable. El romano escogió cincuenta, los más notables, para llevarlos el día de su triunfo; los demás fueron vendidos como esclavos. La ciudad fue arrasada y su territorio distribuido entre las ciudades vecinas. La catástrofe tuvo lugar en el otoño del año 621 (133 a.C.), en el decimoquinto mes del generalato de Escipión. Una vez que Numancia fue destruida, cesaron en todo el país los últimos movimientos de la oposición contra Roma. En adelante bastaron algunos paseos militares y algunas multas impuestas a los recalcitrantes para que toda la España citerior reconociese completamente la dominación romana.
El dominio de Roma se había asegurado también en la provincia ulterior y aumentado por la sumisión de Lusitania. El cónsul Décimo Junio Bruto, sucesor de Cepión, estableció a los lusitanos prisioneros en los alrededores de Sagunto, y dio a Valentia (Valencia), su nueva ciudad, instituciones latinas semejantes a las de Carteya. Por lo demás recorrió en todas direcciones la región de las costas ibéricas occidentales (de 616 a 618), y fue el primero entre los romanos que llegó por esta zona a las playas del Atlántico. Forzó las ciudades lusitanas tenazmente defendidas por sus habitantes, fueran estos hombres o mujeres, y según se dice, mató cincuenta mil hombres en una gran batalla dada a los gallegos, hasta entonces independientes, y los reunió a la provincia romana. Por tanto, una vez que fueron sometidos los vascos, los lusitanos y los gallegos, toda la península quedó sujeta, al menos nominalmente, a excepción de la costa septentrional. En ella se hizo presente una comisión senatorial con encargo de avistarse con Escipión y organizar el país nuevamente conquistado. Escipión hizo cuanto pudo para reparar el mal hecho por la política desleal y torpe de sus predecesores. Diecinueve años antes, y siendo simple tribuno militar, había visto a Lúculo maltratar indignamente a los coquenses; hoy, en cambio, el héroe los invita a volver a su ciudad y a reconstruir en ella sus casas. Comienza para España una era relativamente mejor. Por otra parte, la piratería había hecho su asiento en las Baleares. Quinto Metelo las ocupó en el año 631 (123 a.C.), destruyó a los piratas y abrió a los españoles todas las facilidades de un comercio que prosperó mucho en poco tiempo. Fértiles por naturaleza y habitadas por un pueblo diestro como ninguno en el manejo de la honda, esta islas eran para Roma una adquisición ventajosa. Ya se hablaba en todos los puntos de la península la lengua latina, como lo atestiguan los tres mil latinoespañoles importados en Palma y en Polentia, en las islas que acabamos de mencionar. En suma, y a pesar de los muchos y graves abusos, se conservó en el país la administración romana tal cual la habían planteado en otro tiempo el genio de Catón y el de Tiberio Graco. En cuanto a las fronteras de las provincias, tuvieron aún que sufrir mucho por las incursiones de los pueblos no sometidos o sometidos a medias en el norte y en el oeste. Entre los lusitanos, la juventud pobre tenía la costumbre de reunirse en bandas de salteadores y arrojarse en masa, matando y saqueando sobre sus vecinos, sobre los campesinos principalmente; y hasta en los siglos posteriores las quintas y los caseríos eran una especie de fortaleza en estado de resistir un ataque imprevisto. Jamás consiguieron los romanos extirpar por completo el bandolerismo en las impenetrables e inhospitalarias montañas de Lusitania. Sin embargo, en adelante no habrá ya más guerras propiamente dichas, y las hordas tumultuosas serán fácilmente rechazadas por los pretores, aun por los más incapaces. A pesar de estos desórdenes que solo se renuevan ya en los distritos fronterizos, España llegó a ser, bajo los romanos, uno de los países más florecientes y mejor gobernados. En ella no había diezmos ni explotadores intermediarios (middlemen), y al mismo tiempo aumentó la población y se enriqueció el país en cereales y en ganados.
Mucho menos feliz era la situación mixta en la que habían sido colocados los Estados africanos, griegos o asiáticos, arrastrados en la órbita de la soberanía romana por el movimiento de las guerras púnicas, macedónicas y sirias. Para estos no había sujeción formal ni independencia real. El Estado independiente no paga nunca demasiado caro el precio de su libertad y, cuando hay necesidad, sufre las cargas de la guerra. El Estado que ha perdido su libertad, por contrapartida, puede al menos hallar una compensación en el reposo que se le asegura respecto de sus vecinos, tenidos a raya por el Estado conquistador. Pero los clientes de Roma ni eran libres ni gozaban de los beneficios de la paz. En África se sostenía una guerra continua entre Cartago y los númidas. En Egipto, donde el arbitraje de Roma había cortado la cuestión de la sucesión al trono entre los dos hermanos Tolomeo Filometor y Tolomeo Fiscón, se disputan de nuevo a Chipre con las armas en la mano los reyes instalados en Cirene y en Alejandría. En Asia, en la mayor parte de los reinos, en Bitinia, en Capadocia y en Siria, la sucesión al trono da también origen a sangrientas guerras y la intervención de las potencias vecinas aumenta los males. Además los Atálidas chocan contra los gálatas y los reyes bitinios en guerras frecuentes y sangrientas, y la misma Rodas se arroja sobre los cretenses. En la propia Grecia, se debaten como siempre las pequeñas cuestiones que ya sabemos; pero hay más, hasta Macedonia, tiempo antes tan pacífica, se agita en funestas disensiones a la sombra de sus nuevas instituciones democráticas locales.
Por las faltas de todos, señores y súbditos, iban desapareciendo en medio de estas interminables querellas las últimas fuerzas vivas y la prosperidad de las naciones. Los Estados clientes hubieran debido comprender que el que no puede no debe hacer jamás la guerra a nadie, y que, al estar de hecho todos colocados bajo la tutela y la garantía de Roma, no les quedaba más que optar razonablemente entre la buena inteligencia con los Estados vecinos, o recurrir a la jurisdicción del soberano. La dieta de Acaya se vio un día solicitada a la vez por los cretenses y los rodios que reclamaban que se les enviase algún auxilio, y aquella deliberó gravemente sobre la cuestión. ¡Pura necedad política! Entonces el jefe de la facción filorromana dio a entender que los aqueos no tenían ya libertad para emprender la guerra sin el permiso de Roma, y puso así a la vista, de un modo demasiado brusco, la realidad de la situación. Sí, la soberanía de los Estados clientes no era más que nominal; al primer esfuerzo intentado para devolver la vida a aquella sombra, debía desvanecerse la sombra misma. Pero la historia debe ser aún más severa con la potencia dominante. Para el Estado, lo mismo que para el individuo, es sumamente fácil hallar el verdadero camino en medio de la insignificancia política, y el deber y la justicia ordenan al que tiene las riendas en la mano a abandonar el poder o a obligar a los súbditos a que tengan resignación, al amenazarlos con todo el aparato de una opresora superioridad. Roma no tomó ninguno de esos dos partidos. Solicitada por todas partes a la vez y sitiada por las súplicas de todos, tenía que mezclarse diariamente en los asuntos de África, de Grecia, de Asia y de Egipto, pero lo hizo tan flojamente, y con tan poca consecuencia, que sus ensayos de intervención no hicieron ordinariamente más que aumentar la confusión. Este era el tiempo de las comisiones indagatorias. A cada momento partían para Alejandría y Cartago los enviados de Roma, y se presentaban en la dieta aquea y en las cortes de los reyes del Asia Occidental. Allí tomaban sus notas, denunciaban sus inhibiciones y formaban sus relaciones, todo lo cual no impedía que, en la mayor parte de los casos y en los más importantes, se tomase una decisión completamente desconocida para el Senado y a veces hasta contraria a su voluntad. De este modo es como se vio a la isla de Chipre, que había sido unida por el Senado al reino de Cirene, permanecer sin embargo en poder de Egipto. Así es también como subió un príncipe sirio al trono de sus antepasados, apoyándose en una decisión favorable de los romanos, aun cuando sus pretensiones habían sido formalmente rechazadas y él mismo se había escapado de Roma contra las disposiciones terminantes dadas para retenerlo. Así es, por último, como un comisario romano pereció a manos de un asesino cuando desempeñaba por orden del Senado el papel de tutor de Siria, y el crimen quedó impune. Los asiáticos se sentían incapaces de resistir a las legiones, pero sabían también cuánto repugnaba al gobierno de Roma el mandar la milicias cívicas a las orillas del Éufrates y del Nilo. En aquellas lejanas regiones, las cosas andaban como andan en la escuela cuando el maestro está ausente o es demasiado bondadoso; y Roma, quitando a los pueblos la libertad, les dejó el desorden. Sin embargo, debió ver el peligro, pues iba comprometiendo la seguridad de sus fronteras tanto al norte como al este. Incapaz de acudir al mal con remedios prontos y decisivos, ¿no podía suceder que un día viese surgir nuevos imperios, que, apoyándose en las regiones del continente central, fuera de la vasta esfera de su hegemonía, le crearan serios peligros y fueran llamados tarde o temprano a rivalizar con ella? Es indudable que, al estar el mundo político dividido por todas partes y ser incapaces de un formal progreso de su frontera, las naciones vecinas le ofrecían ciertas seguridades. Pero aquel que tenía clara la vista no dejaba de notar la gravedad de las circunstancias presentes, sobre todo en Oriente, donde aun cuando la falange de Seleuco había ya desaparecido, las legiones de Augusto no se habían fijado aún en las orillas del Éufrates.
Todavía era tiempo oportuno de poner fin a las medidas a medias. La única solución posible era la de cambiar los Estados clientes de Roma en simples gobiernos; y esto hubiera debido hacerse con tanta más rapidez, en cuanto que las instituciones provinciales romanas no hacían más que verificar la concentración del poder militar en manos del funcionario de Roma. Estos solían dejar, o hubieran debido dejar, a las ciudades dueñas de la administración y de la justicia, pues, en efecto, todo lo que tenía una vida independiente podía mantenerse en ellas con la forma de libertades municipales. Es imposible desconocer la necesidad de la reforma política, pero ¿debería el Senado retrasarla o amenguarla?, ¿tendría fuerza y energía suficientes? Y, viendo claramente las necesidades inevitables, ¿osaría cortar la cuestión por lo sano?
Dirijamos ahora nuestras miradas al África. El orden de cosas establecido en Libia por los romanos tenía por ley el equilirio entre Cartago y el reino