Al sentar el pie en la calle, Amparo respiró anchamente. El sol,
llegado al zenit, lo alegraba todo. En los umbrales de las puertas
los gatos, acurrucados, presentaban el lomo al benéfico calorcillo,
guiñando sus pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas
iban y venían escarbando. La bacía del barbero, colgada sobre la
muestra y rodeada de una sarta de muelas rancias ya, brillaba como
plata. Reinaba la soledad, los vecinos se habían ido a misa o de
bureo, y media docena de párvulos, confiados al Ángel de la Guarda,
se solazaban entre el polvo y las inmundicias del arroyo, con la
chola descubierta y expuestos a un tabardillo. Amparo se arrimó a
una de las ventanas bajas, y tocó en los cristales con el puño
cerrado. Abriéronse las vidrieras, y se vio la cara de una muchacha
pelinegra y descolorida, que tenía en la mano una almohadilla de
labrar donde había clavados infinidad de menudos alfileres.
-¡Hola!
-¿Hola, Carmela, andas con la labor a vueltas? -pues es día de
misa.
-Por eso me da rabia… contestó la muchacha pálida, que hablaba
con cierto ceceo, propio de los puertecitos de mar en la provincia
de Marineda.
-Sal un poco, mujer… vente conmigo.
-Hoy… ¡quién puede! Hay un encargo… diez y seis varas de
puntilla para una señora del barrio de Arriba… El martes se han de
entregar sin falta.
Carmela se sentó otra vez con su almohadilla en el regazo,
mientras los hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e
indiferentes, como si murmurasen -«Lo de costumbre»-. Apartose de
allí, y sus pies descendieron con suma agilidad la escalinata de la
plaza de Abastos, llena a la sazón de cocineras y vendedoras, y
enhebrándose por entre cestas de gallinas, de huevos, de quesos,
salió a la calle de San Efrén, y luego al atrio de la iglesia,
donde se detuvo deslumbrada.
Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se
veía reunido ante el pórtico, que las gentes cruzaban con el paso
majestuoso de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser
vistas y mutuamente resueltas a respetarse y a no promover
empujones. Hacían cola las señoras aguardando su turno, empavesadas
y solemnes, con mucha mantilla de blonda, mucho devocionario de
canto dorado, mucho rosario de oro y nácar, las madres vestidas de
seda negra, las niñas casaderas, de colorines vistosos. Al llegar a
los postigos que más allá del pórtico daban entrada a la nave,
había crujidos de enaguas almidonadas, blandos empellones, codazos
suaves, respiración agitada de damas obesas, cruces de rosarios que
se enganchaban en un encaje o en un fleco, frases de miel con su
poco de vinagre, como -ay, usted dispense… A mí me empujan, señora,
por eso yo… No tire usted así, que se romperá el adorno… Perdone
usted.
Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina,
y se introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las
señoritas, arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los
trapos de cristianar, y como tenían la cabeza baja, veíanse
blanquear sus nucas, y alguna estrecha suela de elegante botita
remangaba los pliegues de las faldas de seda. El centro de la nave
lo ocupaba el piquete y la banda de música militar, en correcta
formación. A ambos lados, filas de hombres, que miraban al techo o
a las capillas laterales, como si no supiesen qué hacer de los
ojos. De pronto lució en el altar mayor la vislumbre de oro y
colores de una casulla de tisú; quedó el concurso en mayor
silencio; las damas abrieron sus libros con las enguantadas manos,
y a un tiempo murmuró el sacerdote Introito y rompió en sonoro
acorde la charanga, haciendo oír las profanas notas de Traviatta,
cabalmente los compases ardientes y febriles del dúo erótico del
primer acto. El son vibrante de los metales añadía intensidad al
canto, que, elevándose amplio y nutrido hasta la bóveda, bajaba
después a extenderse, contenido, pero brioso, por la nave y el
crucero, para cesar, de repente, al alzarse la hostia; cuando esto
sucedió, la marcha real, poderosa y magnífica, brotó de los
marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de escucharse
en el altar el misterioso repiqueteo de la campanilla del
acólito.
A la salida, repetición del desfile: junto a la pila se situaron
tres o cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todavía
gomosos, sino pollos y gallos, haciendo ademán de humedecer los
dedos en agua bendita, y tendiéndolos bien enjutos a las damiselas
para conseguir un fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo
avizor de las mamás. Una vez en el pórtico, era lícito levantar la
cabeza, mirar a todos lados, sonreír, componerse furtivamente la
mantilla, buscar un rostro conocido y devolver un saludo. Tras el
deber, el placer; ahora la selecta multitud se dirigía al paseo,
convidada de la música y de la alegría de un benigno domingo de
marzo, en que el sol sembraba la regocijada atmósfera de átomos de
oro y tibios efluvios primaverales. Amparo se dejó llevar por la
corriente y presto vino a encontrarse en el paseo.
No tenía entonces Marineda el parque inglés que, andando el
tiempo, hermoseó su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas
durante las mañanas de invierno y las tardes de verano, eran una
estrecha avenida, pavimentada de piedra, de una parte guarnecida
por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que
coronaban toscas estatuas alegóricas de las Estaciones, de las
Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura
de los muchachos. Sombreaban los asientos acacias de tronco enteco,
de clorótico follaje (cuando Dios se lo daba); sepultadas entre
piedras por todos lados, como prisionero en torre feudal. A la
sazón carecían de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impelía
a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas se
recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el
mar, de un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose
inmóviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la
bahía, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mástiles.
Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad
profunda y soñolienta del ambiente.
Caído el pañuelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera,
miraba Amparo con gran interés el espectáculo que el paseo
presentaba. Señoras y caballeros giraban en el corto trecho de las
Filas, a paso lento y acompasado, guardando escrupulosamente la
derecha. La implacable claridad solar azuleaba el paño negro de las
relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas,
descubría las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los
guantes, el sitio de las antiguas puntadas en la ropa reformada ya.
No era difícil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades
de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de
roten o concha con puño de oro, de gabanes de castor, todo puesto
en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las
autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil;
seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y
flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas
sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían de mil
leguas a importación madrileña, indicaban a las dueñas del cetro de
la moda. Las gentes pasaban, y volvían a pasar, y estaban pasando
continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma profesión por
el mismo orden.
Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaba un
banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el
resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones
rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule
reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen
humor y jóvenes casi todos, reían, charlaban y hasta jugaban con un
enjambre de elegantes niñas, que ni la mayor sumaría doce años, ni
la menor bajaba de tres. Tenían a las más pequeñas sentadas en las
rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez
y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como
que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a la
conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó
entonces un grito conocidísimo de la chiquillería.
-Barquilleeeeé…
-Batilos… a mí batilos, chilló al oírlo una rubilla carrilluda,
que cabalgaba en la pierna izquierda de un capitán de infantería
portador de formidables mostachos.
-Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mamá -amonestó una de
las mayores, con gravedad imponente.
-Pué teo batilos, batiiilos -berreó descompasadamente la rubia,
colorada como un pavo y apretando sus puñitos.
-Tiene usted razón, señorita, díjole risueño un alférez de linda
y adamada figura, al ver que el angelito pateaba y hacía pucheros
para romper a llorar. Espérese usted, que habrá barquillos.
Llamaremos a ese digno funcionario… Ya viene hacia acá. Usted,
Borrén -añadió dirigiéndose al capitán… -, ¿quiere usted darle una
voz?
-¡Eh… chss! ¡Barquilleeeeró! -gritó el capitán mostachudo, sin
notar que el círculo de las grandecitas se reía de su ronquera
crónica. No obstante la cual, el señor Rosendo le oyó, y se
acercaba, derrengado con el peso de la caja, que depositó en el
suelo delante del grupo. Se oyeron como píos y aleteos, el ruido de
una canariera cuando le ponen alpiste, y las chiquillas corrieron a
rodear el tubo, mientras las grandes se hacían las desdeñosas, cual
si las humillase la idea de que a su edad las convidaran a
barquillos. Inclinada la rubia pedigüeña sobre la especie de ruleta
que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja,
chillando de regocijo cuando se detenía en un número, ya ganase, ya
perdiese. Su júbilo rayó en paroxismo al momento que, tendiendo la
mano abierta, encima de cada dedo fue el señor Rosendo calzándole
una torre de barquillos: quedose extasiada mirándolos, sin
atreverse a abrir la boca para comérselos.
Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y
divisó del otro lado de los bancos un rostro de niña pobre que
devoraba con los ojos la reunión. Figurose que sería por apetito de
barquillos, y le hizo una seña, con ánimo de regalarle algunos. La
muchacha se acercó, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y
juvenil; pero al entender que la brindaban con tomar parte en el
banquete, encogiose de hombros y movió negativamente la cabeza.
-Bien harta estoy de ellos -pronunció con desdén.
-Es la hija -explicó sin manifestar sorpresa el barquillero, que
embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ceñirse otra vez la
correa.
-Por lo visto, eres la señorita de Rosendez -murmuró el alférez
en son de broma-. Vamos, Borrén, usted que es animado, dígale algo
a esta pollita.
El de los mostachos consideraba a la recién venida atentamente,
como un arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una
excavación. A las palabras del alférez contestó con ronco
acento:
-Pues vaya si le diré, hombre. Si estoy reparando esta chica, y
es de lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora está
sin formar, ¿eh? -y el capitán abría y cerraba las dos manos como
dibujando en el aire unos contornos mujeriles-. Pero yo no necesito
verlas cuando se completan, hombre; yo las huelo antes, amigo
Baltasar. Soy perro viejo, ¿eh? Dentro de un par de años… -y Borrén
hizo otro gesto expresivo cual si se relamiese.
Miraba el alférez a la muchacha, y admirábase de las
predicciones de Borrén: es verdad que había ojos grandes, pobladas
pestañas, dientes como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el
pelo embrollado semejaba un felpudo, y el cuerpo y traje competían
en desaliño y poca gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el
alférez que asentía a la opinión del capitán, y pronunció:
-Digo lo que el amigo Borrén: esta pollita nos va a dar muchos
disgustos… Los oficiales se echaron a reír, y Amparo a su vez se
fijó en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.
-Cosas de Borrén… Ese Borrén es célebre -exclamaron con algazara
los militares, a quienes no parecía ningún prodigio la
chiquilla.
-Reparen ustedes, señores -siguió el alférez-; la chica es una
perla; dentro de dos años nos mareará a todos. ¿Qué dices tú a eso,
señorita de Rosendez? Por de pronto, a mí me ha desairado no
aceptando mis barquillos… Mira, te convido a lo que quieras, a
dulces, a jerez… pero con una condición.
Amparo enrollaba las puntas del pañuelo sin dejar de mirar de
reojo a su interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen
burlando; sin embargo, le agradaba oír aquella voz y mirar aquel
uniforme refulgente.
-¿Aceptas la condición? Lo dicho, te convido… pero tienes que
darme algo tú también: me darás un beso.
Soltaron la carcajada los oficiales, ni más ni menos que si el
alférez hubiese proferido alguna notable agudeza; las niñas
grandecitas se volvieron haciendo que no oían, y Amparo, que tenía
sus pupilas oscuras clavadas en el rostro del mancebo, las bajó de
pronto, quiso disparar una callejera fresca, sintió que la voz se
le atascaba en la laringe, se encendió en rubor desde la frente
hasta la barba, y echó a correr como alma que lleva el diablo.