frn_fig_001

JUAN VILLORO

8.8: EL MIEDO EN EL ESPEJO
UNA CRÓNICA DEL TERREMOTO EN CHILE

CRÓNICA

DERECHOS RESERVADOS

© 2010 Juan Villoro
© 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,
Colonia Escandón II Sección,
Alcaldía Miguel Hidalgo,
México, D.F.,
C.P. 11800.

RFC: AED140909BPA

www.facebook.com/editorialalmadía
@Almadía_Edit

Edición Digital: Agosto de 2020
ISBN: 978-607-8667-95-6

En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información:
www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx

Queda rigurosamente prohibida, si la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

frn_fig_002

JUAN VILLORO

8.8: EL MIEDO EN EL ESPEJO
UNA CRÓNICA DEL TERREMOTO EN CHILE

frn_fig_003

Almadía

En Chile: a Andrés Braithwaite, Kristina Cordero,
Rafael Gumucio, Nora Preperski y Antonio Skármeta

En México: a Elisa Bonilla, Daniel Goldin,
Francisco Hinojosa y Laura Lecuona

TRES VECES NERUDA

Anoche
vino
ella,
rabiosa,
azul, color de noche.
roja, color de vino,
la tempestad
trajo
su cabellera de agua,
ojos de frío fuego,
anoche quiso
dormir sobre la tierra.

“Oda a la tormenta”

El hombre
separará la luz de las tinieblas
y así
como venció su orgullo vano
e implantó su sistema
para que se elevara el edificio,
seguirá construyendo
la rosa colectiva,
reunirá en la tierra
el material huraño de la dicha
y con razón y acero irá creciendo
el edificio de todos los hombres.

“Oda al edificio”

Poros, vetas, círculos de dulzura
peso, temperatura silenciosa,
flechas pegadas a tu alma caída,
seres dormidos en tu boca espesa,
polvo de dulce pulpa consumida,
ceniza llena de apagadas almas,
venid a mí, a mi sueño sin medida,
caed en mi alcoba en que la noche cae
y cae sin cesar como agua rota,
y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme,
y a vuestros materiales sometidos,
a vuestras palomas neutrales
y hagamos fuego, y silencio, y sonido,
y ardamos, y callemos, y campanas.

“Entrada a la madera”

PRÓLOGO

UN MODO DE DORMIR

Mi padre siempre ha dormido en piyama. Lo recuerdo en las noches de mi infancia con una prenda azul clara, de ribetes azul oscuro, y así lo veo cuando lo visito a sus ochenta y siete años en sus ocasionales cuartos de enfermo.

En la adolescencia adquirí una costumbre que no pasó por la reflexión ni por sólidas argumentaciones, pero que –como todo en aquel tiempo– tuvo un peso simbólico: dormir sin piyama. Para alguien formado en la era del rock y la psicodelia, que soñaba con el lado oscuro de la luna, la ropa de noche significaba un resabio demasiado infantil o demasiado formal.

La piyama estaba bien para los personajes de Peter Pan, que se servían de polvos de hada para volar de noche rumbo al País de Nunca Jamás. Tomar esa ruta significaba asumir un credo: “No crecerás”.

La infancia perpetua no me interesaba por entonces. Años después buscaría recuperarla parcialmente a través de la literatura infantil y las crónicas de futbol.

Pero la piyama también podía representar lo contrario a la pueril inocencia: una ropa para el deterioro, la vejez, las costumbres de quien tiene demasiadas pastillas en su mesa de noche.

Dormir en camiseta y calzoncillos significaba evadir la infancia y posponer la tercera edad. Nunca verbalicé esta ética de budoir, pero la asumí como una inflexible superstición cultural.

A lo largo de los años, la vida no me deparó contacto con gente en piyama. Del mismo modo en que de pronto descubres que todos tus amigos responden a sólo tres o cuatro signos del zodiaco, las personas que me tocó en suerte ver dormidas no usaban uniforme para soñar; se acostaban con las ropas descuidadas y escasas de quien se encuentra mal vestido para cualquier otra actividad y eso le parece comodísimo.

Hay casos más radicales. Michel Tournier confiesa que en sus sueños siempre aparece desnudo. Esto se debe a que se mete en la cama sin ropa alguna; dormir significa para él un nacimiento al revés: un desnacer. Llevar algo puesto, así sea una breve prenda interior, le parece un despropósito, una intromisión en el acto primordial de volver al origen.

Para gente como yo, que padece escalofríos y cree que los calcetines de lana protegen el alma, la postura de Tournier no es llevadera.

Hay dos clases de durmientes extremos: los que usan ropa específica y los que no usan ninguna. En medio queda el resto, que durante años supuse una abrumadora mayoría.

A veces, al recorrer el pasillo de un almacén, me sorprendía que aún se vendieran piyamas, camisolas y blusones vagamente nocturnos. Suponía que eran comprados por nostálgicos, o por gente como mi padre, que sólo se enferma y cae en cama si su piyama está lista.

Los cuentos infantiles ponen en contacto con la delgada frontera entre la realidad y la fantasía. Muchos de ellos dependen de artilugios y recursos nocturnos, como el sueño, la hipnosis, la confusión de las sombras que tanto conviene a los fantasmas, las doce campanadas, los deseos que sólo se cumplen a medianoche.

Nunca había participado en un encuentro de literatura para niños. El Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil, organizado por la editorial SM, me depararía esa primera ocasión en Chile. Hablaríamos de espadas que obedecen exclusivamente a su dueño, libros hechizados, mujeres que pierden la sombra, espejos que nada reflejan, bosques donde los caprichos se convierten en plantas, doncellas imposibles y la peor señora del mundo.

Otro aliciente para el viaje era que iría con un amigo de toda la vida, Francisco Hinojosa, que cumple años el mismo día que Montaigne (28 de febrero) y apagaría cincuenta y seis velas en Santiago.

Dejé la casa de mis padres a los veintidós años para compartir un extraño espacio con Pancho. Alquilamos una casa no mayor que la de Hänsel y Graetel en avenida del Convento 136 bis.

El número 136 correspondía a nuestros caseros y el bis a lo que antes había sido su cochera. En ese mínimo terreno, construyeron una vivienda donde no cupo un pasillo. Para ir al baño, yo debía pasar por el cuarto de Pancho, y para entrar a su cuarto, él debía pasar por el mío.

Ninguno de los dos escribíamos entonces cuentos infantiles. Pancho Hinojosa era un poeta que admiraba a Paul Valéry y Saint-John Perse, y un ensayista que preparaba una tesis sobre Adolfo Bioy Casares. Yo era estudiante de sociología, letrista del grupo de rock Los Renol y aspirante a cuentista. No usábamos piyama. Esa prenda había quedado, como la pomada de árnica, en los años de infancia.

En esa casa vivimos el terremoto de 1979, que derrumbó la Universidad Iberoamericana, a un par de kilómetros de distancia.

Al siguiente año volvió a temblar. El sismo marcó mi debut como autor editado. El 24 de octubre de 1980, Joaquín Díez-Canedo, director editorial de la mítica Joaquín Mortiz, habló para decirme con ironía:

–A consecuencia del temblor, salió su libro.

Durante cuatro años había esperado la publicación de La noche navegable. El terremoto precipitó el parto. Diecisiete años después publiqué Materia dispuesta, novela que narra una vida marcada por la inseguridad de la tierra. El protagonista es un “hijo del sismo”: nace durante el temblor de 1957, que derrumbó el Ángel de la Independencia en Paseo de la Reforma, y recorre los veintiocho años que lo separan de su “retorno solar” (la misma alineación astrológica que en su fecha de nacimiento). El desenlace ocurre en 1985, durante el temblor que destruyó la ciudad de México. Me parecía sugerente que en una antinovela de aprendizaje, también la tierra se mostrara insegura y revelara que no tiene certezas qué comunicar.

Uno de los capítulos de Materia dispuesta lleva el título de “El Bello Durmiente” y trata de un concurso que en verdad sucedió. Un hombre fue seleccionado para dormir durante un mes en el escaparate de una mueblería. Al final del cotejo, tenía la mirada neutra del zombie. El morbo con que era visto en televisión y por los curiosos que a todas horas lo asediaban en la calle parecía vaciarlo por dentro. Aquel hombre usaba piyama. Era un concursante oficial y la prenda tenía interés público: formalizaba su condición de durmiente.

Sólo ahora advierto mi sostenido interés por los temblores y su relación con los misterios de nocturnidad. En el prólogo a mi libro Tiempo transcurrido, que recoge crónicas imaginarias que van del movimiento estudiantil del 68 al terremoto del 85, escribí: “Desconfío de los que en momentos de peligro tienen más opiniones que miedo”. Es fácil recelar de quienes hacen teorías exprés ante los escombros. ¿Hasta dónde es posible reconstruir la experiencia del espanto sin distorsionarla con argumentaciones ajenas a lo que se vivió como caos y marasmo? En aquel libro, el temblor fue el marco externo para la cuenta de los años, el límite que encuadra los acontecimientos pero no se describe.

Antes de 1985, los temblores no sólo no me daban miedo sino que incluso me gustaban. El más lejano que recuerdo se asocia con la figura de mi padre. Era de noche y la casa comenzó a moverse. No pensé en la tierra ni en la patria sino en la versión doméstica de ambas: creí que mi padre caminaba por el pasillo y cimbraba la construcción con sus pasos. La imagen de un gigante en piyama me resultaba protectora. En 1985 la relación con los sismos cambió para siempre. Desde entonces, todos los objetos son sismógrafos accidentales. Cuando algo se agita de repente, puede medir dos tipos de ansiedad: la telúrica y la espiritual. Si el agua se mueve en un vaso, me pregunto si la causa es la Tierra o sólo soy yo.

Esta inquietud tenía una cita futura en Santiago. El viaje se presentaba como una estancia tranquila en el país más estable de América Latina. Curiosamente, como escribió el escritor chileno Rafael Gumucio, viviríamos ahí “una semana de fiebre en que pasaron demasiadas cosas en un país en que, en general, nunca pasa nada”. Después del sismo, los mexicanos y los chilenos teníamos expectativas opuestas. Al descender de nuestro edificio, nosotros esperábamos encontrar una ciudad devastada. Un mes más tarde, un sismo de 7.3 dejaría veinticinco mil damnificados en Mexicali. No es difícil destruir lo que se construye en México. En cambio, los habitantes de Santiago, que han lidiado con cataclismos poderosos, no pensaban que el susto tendría graves consecuencias: “Aunque parezca absurdo”, escribe Rafael Gumucio, “los chilenos esperábamos con total candidez sobrevivir a un terremoto de 8.8 grados en la escala de Richter casi sin víctimas ni destrucción”.

En esta confusión de expectativas, los mexicanos éramos como ex combatientes de Vietnam que llegan a una guerra atómica sin saber que ahí los refugios antinucleares son magníficos. La experiencia previa y el desconocimiento de la resistente arquitectura chilena aumentaron el espanto.

La literatura infantil fue el pretexto para ir a Chile. Ignoraba que la experiencia decisiva sería el sismo y la cofradía que de ahí surgió, con los enigmas que se comparten en piyama o en sus prendas sustitutas.

–¿Vas a escribir del terremoto? –me preguntó un colega periodista apenas aterricé en el aeropuerto del D.F.

–Cuando me dejen de temblar las manos –contesté.

Pasaron días antes de que eso fuera posible. En Santiago había tomado algunos apuntes, ajenos a todo sentido de la concentración. Al igual que los demás amigos que pasaron por el sismo, me costaba trabajo leer o escribir, pero no podía hablar de otra cosa.

“¡Cómo cambia la conversación!”, me dijo una noche Antonio Skármeta mientras repasábamos lo sucedido: “Hace unos meses en Chile sólo se hablaba de las elecciones. Hubo pleitos y discusiones de todo tipo. Ahora esos temas parecen lejanísimos. El terremoto sólo permite hablar del terremoto.”

Las réplicas más fuertes de un sismo son psicológicas. Hay distintas formas de manifestar el estrés y la mía consiste en suprimirlo y luego pasar por toda clase de anormalidades menores que delatan que el pánico no puede borrarse sin salir del cuerpo.

Los psicoanalistas aconsejan estar en contacto con tus emociones y reconocer tu soledad. Sin embargo, debemos agradecer que el encargado de los botes salvavidas del Titanic no haya pensado demasiado en su vida interior. Las emergencias exigen una exterioridad que a la distancia llamamos entereza o sangre fría o heroísmo o depresión terminal o aplanamiento afectivo o incapacidad de sentir. Sea como fuere, con el paso de los días, las sensaciones regresan al cuerpo que las repudió.

Mi amigo Alejandro Bejarano, condiscípulo de la preparatoria, fue “hombre topo” en las jornadas de rescate posteriores al terremoto de 1985. Yo me uní a una brigada con los montañistas de la UNAM (mientras ellos escalaban con sogas, yo limpiaba estropicios en la planta baja). Un día compartí experiencias con Alejandro, o más bien escuché las suyas, que eran más impresionantes. Me dijo que escribía su nombre en diversas partes de su cuerpo, por si lo único que encontraban de él era una mano o un pie. En el desorden de esos días, los “hombres topo” se arriesgaban a desaparecer en trozos.

Lo que el miedo destruye no se recupera en forma integral. Ésta es una crónica en fragmentos. Quise ser fiel a la manera en que percibimos el drama: la población flotante de un hotel reunida en un naufragio. No es un reportaje de un país que se quebró en su zona sur ni de una capital que resistió en forma admirable. Es la reconstrucción en partes de un microcosmos: vidas de paso que estuvieron a punto de extinguirse.

De vez en cuando otras voces aparecen como faros en una orilla lejana. Son los amigos y conocidos de Santiago, los generosos sedentarios que orbitaban el hotel y trataban de subsanar la carencia de los nómadas (pasar por una crisis sin el respaldo emocional que sólo brinda lo que es permanente o duradero).