PRÓLOGO: LOS OLÍMPICOS1
Al volver la vista a aquellos felices días —antes de que la puerta se cierre y me quede definitivamente a este lado—, caigo en la cuenta de que mis hermanos y yo sentíamos las cosas de modo muy distinto a como lo hacían los niños adecuadamente provistos de papá y mamá. Así que, los que no tuvimos más que Tíos y Tías, necesitaremos una especial comprensión por parte del lector.
Aquellos Tíos y Tías nos trataron, sin duda, con toda la atención en lo tocante a nuestras necesidades corporales; pero, descontado esto, también lo hicieron con indiferencia: una indiferencia, así lo veo, fruto de cierta ignorancia. Esa ignorancia de la que surge inmediatamente la tópica convicción de que un niño es un mero animalito. Siendo muy pequeño, recuerdo haber intuido sin traumas la existencia de este error y su tremenda influencia en el mundo. Mientras tanto, sentía en mí —como calcado de aquello de «Calibán sobre Setebos»2— una fuerza creciente e insospechada que me inclinaba a la práctica de rarezas solo «porque sí», como la de concederles autoridad a los mayores, esas criaturas incapaces y sin remedio, cuando hubiese sido mucho más razonable ejercerla sobre ellos.
Estos mayores —superiores por la simple casualidad de haber nacido antes que nosotros— no nos inspiraban a los niños ningún respeto; tan solo nos provocaban una cierta mezcla de envidia —por su buena suerte— y compasión —por su incapacidad para sacarle provecho—. A decir verdad, uno de sus rasgos más desesperantes —que se volvía patente cuando nos tomábamos la molestia de malgastar algún pensamiento en ellos, algo infrecuente— era su incapacidad para disfrutar de los placeres de la vida; y eso que tenían licencia absoluta para hacer lo que les diera la gana. No me cabía en la cabeza que, pudiendo chapotear en un estanque todo el día, perseguir pollos, trepar a los árboles con la ropa de domingo, salir a la calle sin pedir permiso, comprar pólvora a los ojos de todo el mundo, disparar cañones y explotar minas sobre el césped… jamás hicieran nada de esto. Ninguna Fuerza irresistible los arrastraba a la iglesia los domingos; y sin embargo, iban regularmente por propia iniciativa, aunque tampoco se les notaba un deleite mayor que el que se nos pudiera notar a nosotros.
En general, la vida de estos Olímpicos mostraba una carencia absoluta de intereses, y un exceso de gestos comedidos y cautos, así como de hábitos estereotipados y absurdos. Ciegos para todo, solo veían las apariencias de las cosas: para ellos el huerto —¡un lugar habitado realmente por duendes, maravilloso!— solo producía tantas o cuantas manzanas y cerezas; y si no encontraban frutos, entonces la ausencia se nos imputaban a los niños, y no pocas veces. Nunca ponían un pie en el bosque de abetos ni en el soto de avellanos, y mucho menos se les ocurría soñar con las maravillas allí ocultas. Las misteriosas fuentes —como las del antiguo Nilo— que alimentaban el estanque de los patos, no tenían ninguna magia para ellos. Eran incapaces de descubrir el rastro todavía fresco de los indios, y les importaban un comino los búfalos o los piratas —¡con pistolas!—, y eso que aquellos portentos pululaban por doquier. Explorar las cuevas de los ladrones les traía sin cuidado, y mucho más excavar en busca de un tesoro escondido. En fin, quizás su única virtud fuese la de pasar la mayor parte del tiempo acartonados en casa, lejos de nosotros.
Sin embargo, también estaba el clérigo coadjutor: se le podía informar —sin que parpadeara siquiera— de que el prado de detrás del huerto era una llanura tomada por manadas de búfalos —lo que suponía disfrutar, con mocasines y tomahawks, de una cabalgada entre alaridos en pos del olor de la sangre—: ni se reía ni se burlaba —al contrario de los Olímpicos—, y esto era fruto de su sólida personalidad. Es más, aportaba tal cantidad de valiosas sugerencias a la realización de nuestro gran juego que, así nos lo parecía, difícilmente habría alcanzado aquella madurez y eminente posición clerical, sin un conocimiento práctico de los búfalos en su hábitat salvaje. Lo recuerdo siempre dispuesto a convertirse, si así se le requería, en el 7º de Caballería o en una banda de indios merodeadores. En resumidas cuentas, un hombre notablemente capaz, con talentos y —hasta donde podíamos juzgar— muy por encima del resto de mayores que conocíamos. Seguro que a estas alturas ya será obispo: bien sabíamos que estaba suficientemente cualificado.
Esta gente tan excéntrica recibía de vez en cuando visitas de Olímpicos rígidos y pálidos como ellos, igualmente carentes de intereses vitales o proyectos inteligentes, que bajaban a este mundo desde alguna nube para, un rato más tarde, volver a su insulsa vida en aquel lugar inmaterial del que habían venido. En los preparativos para aquellas visitas imperaba la fuerza bruta y la falta de piedad: se nos capturaba, lavaba y forzaba a llevar camisas de cuello duro. Nos sometíamos en silencio, ya por costumbre, con más desdén que enfado. Y así, con el pelo engominado y el rostro congelado en una sonrisa falsa, permanecíamos sentados atendiendo a las tópicas conversaciones. ¿Cómo alguien sensato podía malgastar así su preciado tiempo?: no dejábamos de darle vueltas a este misterio durante todo el rato, hasta que por fin libres escapábamos brincando hasta la vieja hondonada de arcilla para modelar tarros, o nos adentrábamos por el soto de avellanos a la busca y captura del oso.
Otra constante fuente de asombro era el hábito olímpico de hablar por encima de nuestras cabezas —en las comidas, por ejemplo— de esta o aquella banalidad social o política. Se engañaban pensando que estas inconsistentes caricaturas de la realidad a las que tanto tiempo y atención prestaban, eran lo más importante del mundo. Nosotros, los verdaderos ilustrados, que mientras masticábamos en silencio rebosábamos de planes y conspiraciones, podríamos haberles contado de qué iba, en el fondo, la vida. Pero simplemente la habíamos dejado momentáneamente afuera, al aire libre, y ardíamos en deseos de volver a ella.
Desde luego, no malgastábamos esta sabiduría con ellos; la inutilidad de transmitírselo había quedado demostrada hacía mucho tiempo. Los niños éramos un equipo, estábamos unidos en el pensamiento y en la intención, vinculados por la necesidad de combatir un destino fatal y común, un poder enemigo de cuya evasión habíamos hecho nuestro objetivo vital… y no teníamos más confidentes que nosotros mismos.
Tardamos mucho tiempo en perder de vista este extraño y enfermizo mundo de Tíos y Tías, y eso fue mucho después de tener que despedirnos de los amistosos animales con los que compartíamos la luz del sol. Hasta entonces, día tras día un sentido de la injusticia fortalecía nuestro distanciamiento hacia ellos, provocado por la constante negativa de los Olímpicos a defenderse, retractarse, admitir que estuviesen equivocados, o a aceptar similares concesiones desde nuestro bando. Por ejemplo, cuando lancé el gato desde una de las ventanas más altas —pese a hacerlo sin mala intención, y a que el gato saliera ileso—, tras una breve reflexión me dispuse a admitirlo como falta, como debería hacer un caballero. Pero a nadie pareció importarle si yo tenía algo que decir.
¿Fue algo aislado? Pues no. De nuevo, cuando Harold fue encerrado un día entero en su cuarto bajo acusación de asalto con agresiones al cerdo de un vecino —una acción que el propio Harold condenaba, pues era un hecho comprobable que se encontraba en la mejor de las relaciones con el porquero en cuestión—, y después se descubrió al verdadero culpable, no hubo una elegante expresión de disculpa por parte de los Olímpicos. A Harold le dolió este proceder, y no tanto el encarcelamiento —a decir verdad, casi al instante de su reclusión se había fugado por la ventana con la asistencia de algunos aliados, y había vuelto justo a la hora de su liberación—. Una sola palabra hubiera arreglado todo; pero, desde luego, nunca fue pronunciada.
¡Bien! Todos los Olímpicos se quedaron allí… y desaparecieron. Sin embargo, el sol no parece brillar ahora tan intensamente como solía; las praderas de aquellos viejos tiempos, jamás surcadas por senderos, se han encogido y reducido hasta unos cuantos pobres acres.
Una duda entristecedora, una pálida sospecha, va apoderándose de mí. Et in Arcadia ego 3… ciertamente, una vez viví en la Arcadia. ¿Será que yo también me he convertido en un Olímpico?