Corazón de MARIPOSA
Primera edición en esta colección: marzo de 2014
© Andrea Tomé, 2014
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2014
Plataforma Editorial
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ISBN: 978-84-16096-22-0
Diseño de cubierta: Lola Rodríguez
Composición: Grafime
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A todas las princesas de hielo
que sin saberlo construyen
una cárcel con sus huesos.
Las palabras de Marcos –pidiéndome desesperadamente que lo escuche– me llegan ahogadas a través del auricular de mi teléfono móvil. Su voz, de pronto metálica, confluye en el aire con los jadeos de mi respiración agitada hasta desaparecer. Me he colgado la mochila de los hombros y he cruzado la puerta del aulario. Estoy fuera, en la calle, bajo el cielo gris. Una brisa gélida me revuelve el pelo.
Empiezo a correr. No sé adónde voy. Me pongo los cascos para no tener que escuchar el runrún incesante de mis pensamientos, para dejar atrás sus excusas venenosas, susurradas entre el eco de las calles de Dublín.
Camino sin rumbo por las calles comerciales. Me estoy perdiendo una clase de Crítica Literaria cuya asistencia suma casi un cuarto de la nota final, pero yo solo puedo pensar en los kilómetros, en la distancia y en las despedidas que llegan demasiado pronto. Aún tengo el olor del perfume de Marcos en lo más hondo de mis fosas nasales, como si estuviese abrazándome por detrás, como hacía hace… ¿Cuánto hace ya que se fue? El líquido salado de mis lágrimas me divide el rostro en tres partes.
Entro en un bar con las paredes revestidas de negro y, en el servilletero metálico, escudriño mi rostro. Mil insultos cruzan mi mente en un segundo: fea, gorda, estúpida, zorra, fracasada, penosa, niñata, patética…
El tiempo pasa muy despacio. Estiro un pie, me acerco al baño. Mis zapatillas de deporte rosas se quedan pegadas en el suelo, sucio, al pisar un chicle. Respiro y abro la puerta. Cierro los ojos. No me queda nada.
Coge esas alas rotas y aprende a volar.
The Beatles
Los monstruos son reales, y los fantasmas son reales también. Viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan.
Stephen King
En medio del invierno me topé con que había, dentro de mí, un verano invencible.
Albert Camus
Todos creen que he intentado suicidarme. Probablemente, incluso, estuviesen esperándolo. Quizá porque Marcos acaba de dejarme, porque hace ya un año que papá se fue, porque resultaba inevitable que algún día quisiese cruzar la línea que conduce al infierno. Pero no es cierto. Nada de eso es cierto.
Al coger aquella navaja, después de que Marcos pronunciase las cuatro palabras definitivas («deberíamos darnos un tiempo»), no pensaba en acabar con mi vida; ni siquiera era consciente de que eso fuese posible. Solo quería que todo ese odio que llevaba dentro se disipase, fluyese libre como la sangre rojo fresa que corría por mis muñecas.
Y ha ocurrido. He despertado en una habitación blanca como mi futuro, como las vendas que me ocultaban mis heridas, como el rostro de mi hermana, que me miraba con los labios fruncidos en una expresión de desencanto desde la butaca azul de las visitas. Allí sigue ella, escudriñándome con una ceja arqueada. Aquí sigo yo, incapaz de moverme o respirar.
El fluorescente del techo tintinea como una luciérnaga, tiñendo mi campo visual de plateado. Creo que solo llevo unas horas en este lugar, aunque a mí me parece una eternidad.
–No he avisado a mamá –dice Blanca poniéndose en pie y haciendo que su larga melena castaña ondee en el aire. La cabeza me da vueltas.
–No he intentado suicidarme –afirmo con suavidad. Ella parpadea, hundiendo las manos en los bolsillos de su rebeca llena de pelotillas–. Ya se lo he explicado a la doctora, pero no me hace caso. –Suspiro, intentando mostrarle mis heridas cerradas. Luego recuerdo que todavía me tienen prisionera en esta cárcel que huele a medicinas y a guantes de látex. Un cuadro de Delacroix, cuya parte derecha aparece velada debido a la cegadora luz del sol que entra a través de la ventana, me sonríe desde la pared pálida que se extiende ante mí. No se me ocurre a qué clase de mente enajenada ha podido parecerle una buena idea colgar una obra del romántico en una habitación de la planta de psiquiatría–. ¡Mira! Los cortes son horizontales. Habría sido imposible que me desangrase. –Relajo los hombros, pero Blanca sigue sin escucharme–. Anda, díselo a la doctora.
Camina en círculos sobre las baldosas grises del suelo, repasando las juntas con las puntas gastadas de sus deportivas. Su interior explota como la dinamita mientras se detiene a mi izquierda, apartando el carrito vacío que hace las veces de mesita de noche. Suele pasarle a menudo, como atestiguan sus mejillas coloradas. Parece que alguien haya prendido una cerilla en ellas.
–¿Para que vuelvas a hacerlo? ¡Ni de broma, bonita!
Blanca y yo solo nos llevamos dieciocho meses –ni siquiera dos años completos–, pero ella se ha acostumbrado a comportarse como una madre conmigo. Supongo que lo decidió cuando, a los trece, me dijeron: «Victoria, pesas treinta y seis kilos. Vamos a tener que internarte». Tal vez las palabras no fueran exactamente esas, pero el mensaje es el mismo.
De eso han pasado ya seis años. Ahora llevo uno y medio en casa, y peso cincuenta kilos. Me han amansado como a una leona buena, expuesto con el cartel «anoréxica rehabilitada» y llenado de comida como una piñata. En mis muslos, en mi vientre y en mis caderas se acumula, latente, la grasa. Y me asfixia. A mi cuerpo de porcelana no le gusta sentirse pesado.
–Venga, que si no van a volver a hospitalizarme –insisto, pero Blanca se da la vuelta, dirigiéndose a la salida. La puerta abierta, con su marco metálico, parece estar llena de promesas–. Por favor, que no es justo.
No quiere escucharme. Nadie quiere hacerlo nunca. Cuando ellos –todos los demás– me miran, solo ven un par de ojos febriles y unos pómulos salientes. Me imponen dietas que no necesito y me vigilan mientras como. Si voy al baño, se quedan en la puerta, tal vez esperando oír esa tos inequívoca que precede al vómito. Para ellos siempre seré la niña que casi se mata de hambre.
–Blanca, va, pero si he engordado. No me hagas esto, por favor. Otra vez no…
Pero lo hace. Una y otra vez. No parará hasta que me convierta en una cerdita rosa a la que alimentar antes de que llegue su San Martín. Con un par de pasos rápidos me deja sola, abandonándome a mi tristeza.
Nadie espera que, tras sobrevivir a una enfermedad, una pareja pueda romper. Los finales felices y las sonrisas de anuncio de dentífrico se dan por hechos. Pero, por inimaginable que parezca, ocurre.
A Marcos lo conocí a los catorce, en los intervalos entre las hospitalizaciones, y me apoyó desde el principio. No sé por qué. Me animaba a curarme y, las pocas ocasiones en que se lo permitían, venía a visitarme con un libro o un ramo de flores debajo del brazo. No me juzgaba. No me reñía. Solo estaba ahí. Y me gustaba mucho… muchísimo. A veces, me miraba al espejo e incluso me veía guapa. Todo gracias a él.
Una primavera, a los diecisiete, pisé por última vez la clínica. Les dije adiós a las terapias individuales, las de grupo y las de familia; a los laxantes, los diuréticos y el té rojo. Estaba asqueada. Me porté bien, sonreí e hice todas mis comidas; subí de peso como ellos querían y dije que me alegraba de estar tan sana. ¡Inocente! Los controles y los psicólogos no desaparecieron; los médicos no comenzaron a confiar en mí mágicamente. Me esforcé y aprobé bachillerato, y nadie me dio una palmadita en la espalda cuando llegaron los certificados de las pruebas de acceso a la universidad. Nada había cambiado. Estaba gorda, pero nada había cambiado. Y ahora, después de cinco años juntos, Marcos decide que «deberíamos darnos un tiempo». Es más divertido irse de Erasmus a Irlanda que cuidar de tu novia anoréxica.
La doctora Castañeda entra con mi historial médico entre los brazos y un fuerte olor a caramelos de eucalipto. Es alta –alrededor de metro setenta y cinco– y rolliza –setenta kilos a base de fritos e hidratos de carbono–. Sus dedos amarillentos evidencian una adicción al tabaco. Parpadeo. La enferma soy yo.
–Tu hermana ha estado hablando conmigo –dice a modo de presentación, haciendo chocar su alianza de matrimonio contra la carpeta que registra las veces que he estado enjaulada–. Al parecer, está muy preocupada por tu salud.
Mis labios cortados se mueven automáticamente.
–Peso cincuenta kilos y hago cinco comidas al día –digo, aunque últimamente lo segundo no es del todo cierto–. Puede preguntarle. –Con un movimiento de la cabeza señalo a Blanca, que asiente sin convicción–. Estoy recuperada.
La doctora Castañeda entorna los ojos. Son de un verde tan pálido que parece casi gris.
–No es tan fácil recuperarse de la anorexia, Victoria. Las recaídas son muy frecuentes.
Ya lo sé. Claro que lo sé. Me he «recuperado» tres veces en seis años, pero creía que ahora era de verdad. Aunque una nunca deja de ver las calorías danzar en su cabeza mientras come ni se siente mejor cuando la báscula indica cifras por encima de cuarenta, sabe cuándo quiere que su vida cambie. Lleva semanas, meses, pero se sabe. Y no había nada que yo deseara más que ser feliz. Antes… antes incluso parecía sencillo. Era sencillo cuando los bocados que me llevaba a la boca podían reflejarse en las pupilas acuosas de Marcos. Pero después del verano algo cambió, y el miedo a engordar empezó a crecer.
–No quería suicidarme.
–No podemos arriesgarnos.
–Pero estoy en mi peso.
–Lo siento.
Como si no estuviese cortándome las alas con su bisturí invisible, la doctora me pone una mano en los hombros y luego se aleja. Blanca, con una mirada que no refleja ningún sentimiento en especial, recorre las venas abultadas de mi antebrazo.
–Tal vez ahora sí debas avisar a mamá –mascullo con acritud. Ella vive en Ferrol, donde nacimos nosotras y donde regenta su pequeño hostal y su casa de comidas, Lamarca’s, que se encuentran en nuestra propia vivienda familiar. Blanca y yo vivimos en un piso de alquiler en la zona sur de Santiago de Compostela, a una hora y media en coche.
Mi hermana se palpa los vaqueros en busca de su móvil. La doctora ya ha desaparecido por la puerta, que permanece abierta, dejando ver a un muchacho alto y delgado con varios piercings y un tatuaje en forma de serpiente en su brazo izquierdo. Un lacio mechón de pelo castaño tapa uno de sus ojos; tiene un aspecto extrañamente melancólico. Su pecho, oculto bajo la tela de una camiseta gris, sube y baja al compás de sus parpadeos. Por el modo en que se muerde el labio inferior parece preguntarse qué hace aquí. Pongo los ojos en blanco.
–¿Quién es ese? –pregunto con cansancio–. ¿Otro de tus chicos?
Hace casi dos años que Blanca mantiene lo que ella llama una «relación abierta» con Néstor, su novio. Leyendo entre líneas, están juntos, pero pueden acostarse con otras personas. Con tantas como quieran. Yo no lo entiendo. Casi nadie lo hace, pero Blanca y Néstor son felices así.
Mi hermana dirige una mirada fugaz al pasillo gris y, tras unos instantes de un gélido silencio, sonríe. Por mucho que lo intente, no logro comprender qué podría tener tanta gracia.
–Oh, no. –Ladea la cabeza. Sus enormes pendientes de aro se balancean al hacerlo–. Es el pobre idiota que te descubrió en medio de ese charco de sangre y tuvo el suficiente sentido común como para llamar a una ambulancia. Le he preguntado, pero él tampoco sabe de dónde podrías haber sacado la navaja. –Aprieto los labios en una sonrisa cargada de odio. Ya le he explicado que estaba allí, en el baño, como si sencillamente estuviera esperándome. No me cree. En el aire que nos rodea flota la ponzoña, que nos envenena lentamente–. Deberías darle las gracias. No solo se ha quedado esperando hasta que los doctores me avisaron sino que… bueno, sigue ahí. Supongo que querrá saber que te pondrás bien. Ha debido de ser un shock para él. Yo en su lugar…
Un suspiro se escapa de mi boca porque él tampoco desea quedarse aquí. Lee una revista con parsimonia, ajeno a las cuerdas invisibles con las que Blanca me encadena al hospital. No tengo salida.
–¿Darle las gracias por hacer que me encierren? –pregunto, cortante y fría como el hielo.
Blanca tira de los puños de su rebeca, llena de pelotillas, hasta que se estira lo suficiente como para cubrir sus nudillos. Abre la boca. Luego la cierra. Ni siquiera parece que estemos hablando el mismo idioma.
–Te ha salvado la vida –repone con cuidado, como saboreando cada sílaba que se escapa de sus labios–. ¿Y tú dices que no eres una suicida? Sabe Dios dónde estarías si no fuese por él. Lo mínimo que deberías hacer ahora es…
–Olvídalo –la interrumpo con los dientes apretados–. Conocer a mi caballero de brillante armadura o lo que sea es lo último que me apetece en estos momentos.
–¿Eres consciente de que lleva horas ahí de pie? Ha estado conmigo hasta que te han subido a psiquiatría y ha seguido esperando –insiste, acercándose instintivamente hacia mí. Su pelo está impregnado del aroma a vainilla de su perfume. Me aparto con un movimiento rápido.
–Entonces supongo que ese será su problema.
–¿Qué? ¿Cómo es posible que seas tan frívola?
–Seré lo que tú quieras, pero todavía tengo derecho a mi privacidad.
No podríamos haber continuado con nuestra discusión ni aunque lo hubiésemos querido. Con un chirrido, entra una enfermera de rizos caoba y complexión de matrona. Intenta parecer amable mientras deja una bandeja con cuatrocientas calorías de pasta blanca, doscientas de pollo y cincuenta de una manzana demasiado verde y brillante. Doy un mordisco a la manzana porque las dos –Blanca y ella– están esperando que lo haga. Sabe a conformismo, a libertad interrumpida y a férrea disciplina. Lo trago con ayuda de treinta calorías de zumo de frutas. Veneno. Todo es veneno puro.
Me abandonan en una habitación blanca, desprovista de decoración, y esconden la llave en lo más hondo de un pozo negro. Solo tengo un pijama azul –el mismo que llevan todas las presidiarias de esta singular cárcel de nombre Conxo y apellido «Unidad de Desórdenes Alimentarios»– y una sudadera ancha y confortable que había pertenecido a Marcos, que huele demasiado a él y no me da calor. Su interior está recubierto de cubitos de hielo y nadie me hace caso si me quejo. Con una sonrisa, me tienden la mano; amablemente, piensan que estoy loca.
Tengo que pasar una semana en blanco, aislada en este cuarto. Sin iPod, sin portátil, sin móvil, sin televisión, sin libros, sin revistas, sin… ¡Sin ducharme! Casi puedo escuchar las voces débiles de ellas, las otras anoréxicas, que surgían de las esquinas la primera vez que acabé aquí. «Nos castigan como a bestias del campo –decían–. Nos castigan porque somos inmunes a los premios y a las estrellitas doradas en el centro de la frente. Creen que despertaremos si nos lo quitan todo.»
Siete interminables días para comer, engordar y curarme. Como si fuese tan sencillo. Como si ganando peso nos sintiésemos mejor. Se supone que ellos –los médicos y las enfermeras– saben más que nosotras sobre nuestra enfermedad, pero es mentira. ¿Cómo puedes administrar una dieta hipercalórica a una persona para la que llevarse un plátano a la boca es un sacrilegio? Deberían dejarnos respirar, ir a nuestro ritmo. Nadie respeta nuestro ritmo. Nos movemos a la velocidad del sonido y resulta inevitable chocar cuando lo haces.
–Venga, Victoria, tienes que comértelo todo, ¿eh? –me recuerda la enfermera, depositando mi desayuno sobre la mesa plegable de mi habitación. Estoy sola. Completa, absoluta e irremediablemente sola. No tengo visitas (está prohibido) ni una compañera de habitación ni nadie que desee escalar hasta mi torre, dar muerte al dragón gordinflón que me sirve batidos de trescientas calorías y huir conmigo a lomos de un caballo blanco.
Más allá de las puertas metálicas que sellan el ala de psiquiatría se extiende nuestra libertad. Aquí dentro la libertad es intercambiada por unas reglas salpicadas de la desconfianza más absoluta. Siete días. Solo siete días cargados de nada y luego…
–Claro –asiento, forzando una sonrisa. Esa es la clave. Hay que parecer buena chica, no hacer trampas, dejar el plato reluciente y derramar lágrimas de cocodrilo sobre tus sábanas de lino para que te dejen salir.
La enfermera observa cómo trago el desayuno muy lentamente, intentando acallar las voces de mi cabeza que obligan a mi garganta a cerrarse y no dejar pasar el veneno. 300 calorías de batido + 60 calorías de café frío + 100 calorías de tostadas con mermelada de ciruela + 60 calorías de pera = 520 patadas en mi estómago. Eso, para empezar.
Cuatro horas de mirar por la ventana y escribir en un diario más tarde, aparece otra carcelera. Es joven, rubia y lleva implantes en los pechos. Se nota que acaba de ponérselos y que no está demasiado satisfecha con ellos porque se los tapa una y otra vez con la carpeta de mi dieta. Susurra, con voz cantarina, la misma frase que su compañera. Hasta la entonación es la misma. No sin cierto sarcasmo, me pregunto si se la enseñarán en la facultad, en la clase práctica de Cómo tratar a esas pobres infelices que se niegan a aceptar que están en los huesos. Probablemente ni se cree lo que dice.
–Venga, Victoria, tienes que comértelo todo, ¿eh?
Arsénico. Ponzoña. Matarratas.
1.000 patadas en mi estómago.
A eso súmale los 80 puñetazos disfrazados de queso y salud de mi merienda, y los 400 tirones de pelo de la crema de maíz que me da las buenas noches, y obtendrás la receta secreta de la felicidad que todos me prometen. Qué fácil, ¿verdad? Solo tienes que cerrar los ojos, taparte la nariz, introducir un embudo en tu garganta y dejar que te alimenten de ilusiones vacías.
Y.
Así.
Pasan.
Muy.
Despacio.
Los.
Días.
Cuando salgo de mi habitación, a la luz, a la «libertad condicional» que me permite reencontrarme con mis compañeras de cautiverio, me sorprenden dos cosas: lo suave que puede quedar la piel después de una ducha de agua templada y los rostros conocidos que me observan desde las mesas de plástico del comedor. Una no espera que, después de más de un año de «remisión», pueda volver al hospital. Siempre te da la sensación de que estás avanzando e, inevitablemente, tus amigas también deben hacerlo. Sin embargo, allí están, casi como si hubiesen estado esperándome.
Es como si hubiese dado marcha atrás en el tiempo en tan solo un segundo. Nada ha cambiado, nada cambiará; sé lo que me espera. El privilegio de pasearme por las zonas comunes (siempre vigilada de cerca para no dañarme), los horarios de comidas estrictos, las interminables horas de estudio bajo la atenta mirada de los ojos de escarabajo de las enfermeras. Desnudarme, ducharme ante una desconocida que me pesa cada mañana, acostarme a las nueve y media aunque mis ojos permanezcan abiertos hasta las tres, antidepresivos si mis ojos se vuelven rojos de tanto llorar. Falla, pórtate mal, y volverán a darle la vuelta a la llave de tu habitación. Solo debes dejar que te ceben mientras tachas los días en el calendario hasta que te permiten retomar el contacto con el mundo exterior.
Primero reconozco a una muchacha alta, delgada como una espiga, en cuya cara relucen dos brillantes ojos negros. Sus espesos rizos cobrizos se expanden, como una medusa, a izquierda y derecha. Es Tatiana, Queen Tiana en Internet. Es muy curioso leer el blog personal de una chica y luego descubrir que os han hospitalizado en la misma clínica. Tan curioso…
–¿Victoria? –susurra, levantando la vista. En sus mejillas crece un vello largo y ligero que le ha valido el apodo de Yeti. Yo también lo tengo, y la mayoría de las chicas que están aquí. El vello, digo, no el apodo. Se llama lanugo y, según los omnipotentes médicos, aparece para dar calor al cuerpo, porque carecemos de la grasa necesaria para mantener nuestra temperatura corporal.
–No esperaba verte aquí –comento, dejándome caer a su lado, sobre una de las sillas de plástico azul cobalto del comedor. Delante, tengo una bandeja llena de comida. A izquierda y derecha se disponen mesas del mismo material y, entre ellas, pasean las enfermeras con sus miradas de sabueso. Es como si, bizqueando los ojos lo suficiente, fuese el comedor de un extraño colegio compuesto únicamente por adolescentes con un índice de masa corporal semejante al de un niño subsahariano.
Luego reparo en una chica de larga melena castaña, casi roja, y labios anchos y humedecidos. Su nombre –Belén, Bely– me cuesta encontrarlo entre mis recuerdos. Ni ella ni Tatiana me parecen excesivamente delgadas. ¿Qué estamos haciendo todas nosotras aquí? Dicen que estamos enfermas, que tenemos una percepción distorsionada de la realidad, que somos unas chicas con problemas. Pero ¿sabéis qué? Yo no veo nada de eso. Miro a mi alrededor y solo hay niñas asustadas del mundo y de sus propios sentimientos. En terapia nos dicen que debemos engordar para estar guapas, que nadie podrá querernos si no nos queremos a nosotras antes, pero se equivocan. Deberían decirnos que estamos guapas todos los días, pase lo que pase, pesemos lo que pesemos, que ya estábamos guapas antes de empezar a adelgazar. A veces, intento creérmelo yo también. Siempre me entra la risa. Es condenadamente divertido ser capaz de pensar así en un lugar como este.
–Ya, bueno, pero ahora voy a recuperarme –afirma Tatiana, haciéndole una carantoña al celador que le entrega su comida. Aquí es más fácil hacer trampas que en las habitaciones porque somos muchas y no siempre consiguen mantenernos a raya. Con cuidado, casi sin pensarlo, escondo la carne estofada en la espesa salsa que cubre la parte izquierda de mi plato–. De verdad. Y volveré a entrar en el equipo de gimnasia.
Queen Tiana era literalmente la reina de la cinta, el aro, la pelota, la cuerda y las mazas. En el tapiz saltaba como una gacela, giraba sobre sí misma como una peonza, realizaba a la perfección los elementos de máxima dificultad; con su maillot mágico, pintado de los colores del arco iris, hechizaba al público y a las juezas. Pero Tatiana no estaba contenta. Medía un metro setenta y la sobrefalda de su maillot no escondía la grasa que abultaba sus muslos. Empezó a perder peso y todos repetían lo preciosa que era hasta que a alguien se le ocurrió decidir que estaba demasiado flaca para practicar la gimnasia rítmica. Así que aquí está, como todas, tras haber perdido la corona que tanto le costó conseguir.
–Qué suerte tenerlo todo tan claro… –suspira Bely, jugueteando con su cuchara. La enfermera rubia, que nos vigila mientras lee Vogue, la reprende con una mirada cargada de significado. Bely sorbe la sopa de ácido sulfúrico con el ceño fruncido–. Yo hay días en los que solo quiero bajar de peso y otros en los que no me veo tan mal. Ojalá pudiera salir de aquí de una vez. Ir al cine, dar un paseo por el parque, volver al instituto… lo que sea con tal de alejarme de toda esta mierda. –Se aparta el pelo con las manos, apretadas y nudosas como las garras de un águila–. Oh, Dios, acabaré matándome o algo por el estilo.
Lenta, suavemente, acerco mis muñecas vendadas a las suyas, acariciándola con la tela áspera y rugosa. Tatiana y ella me miran, rodeadas de brillantes partículas de polvo, desconcierto e incomprensión.
–Nadie me cree cuando digo que no he intentado suicidarme –explico, con la voz mucho más trémula de lo que me gustaría. Es como si aquí nada pudiese mantener su esencia natural. Nos cambian hasta el tono. Si pudieran, lo engordarían a él también, para que sonase como un tenor–. Marcos me ha dejado… eso es lo único que ven. Eso, y que estoy anoréxica.
Marcos sobrevuela el Atlántico en un instante y regresa a mí para asentarse en la parte más honda de mi pensamiento, donde los recuerdos son tan intensos que se convierten en presente, en realidad. «Deberíamos darnos un tiempo», «deberíamos darnos un tiempo», «deberíamos darnos un tiempo», «DEBERÍAMOS DARNOS UN TIEMPO». Mentiras. Sueños rotos. Mi amor desperdiciado, abandonado junto al cubo de la basura como un muñeco viejo.
–Nadie cree nada. –Bely resopla con acritud, apartando los bordes de su carne poco hecha. La sangre rojo bermellón chorrea por su plato, de un blanco impoluto. Mi estómago se repliega sobre sí mismo–. El otro día…
–Belén, todo. –Sin pedir permiso siquiera, la enfermera interrumpe nuestra conversación, apretando los labios como lo hizo mi hermana el día que me dejó aquí, reciclándome con la facilidad con la que recicla esos viejos CD de Álex Ubago que tanta vergüenza le dan.
–Tiene nervios –aclara mi amiga. Ojalá solo tuviera nervios. Una película clara y gelatinosa cubre los extremos de la carne rosada. 400 calorías de ternera + 300 calorías de patatas + 200 calorías de sopa + 90 calorías de yogur de fresa + 80 calorías de zumo = 1.070 «no quiero».
–¡Todo!
Todo, todo, todo. Hasta que tu vientre se hinche como un globo de helio. Hasta que reboses salud como una cría de ballena. Hasta que te odies y desees morir. Todo, todo, todo. Y recuerda, ¡no dejes nada en el plato!
–Lo que te contaba –prosigue Bely, inclinándose instintivamente hacia mí. Su aliento huele a lágrimas, a gritos y a desesperación–, nadie cree nada. El otro día, la báscula dio quinientos gramos por encima de lo que ellos –lo pronuncia con desencanto, apretando sus dientes amarilleados– pretendían, y ¿sabes qué me dijeron? Ni ánimos ni condolencias, nada de eso. Solo que les diese lo que hacía que la báscula marcase más peso. Les contesté que no tenía nada, pero no me hicieron caso. Me chequearon como si estuviese en un aeropuerto. –Chasca la lengua, dejando a un lado la brillante tapa de su yogur pasteurizado, libre de bacterias y microbios–. No sé qué esperaban encontrar. ¿Un par de pesas en mis braguitas?
Tatiana, dando un par de sorbos esquematizados a su bebida, me coge una mano. La textura callosa de sus dedos largos y finos me pilla por sorpresa, pero sonrío. A veces es bueno dejarse querer, incluso en lugares como este.
–Te has quitado la pulsera –comenta con los ojos entornados. Asiento con la cabeza. Ni Bely ni ella se han deshecho de las suyas.
–Quería olvidarme de todo esto. Cumplía con la famosa ley de las cinco comidas, ¿eh? Poca cantidad, pero qué más da. Estaba delgada y satisfecha, hasta que un día tuve miedo de convertirme en una cerda y, a medida que pasaban las semanas, ese miedo creció. Las cinco comidas se convirtieron en tres y… Marcos se fue a Irlanda y yo acabé aquí. Creía que estaba recuperada, pero… –Me cruzo de brazos–. No es divertido.
Tatiana y Bely intercambian una mirada, estirando los labios. Se sienten identificadas con mi historia porque es similar a las suyas, a la de cualquiera de las chicas a las que mantienen encadenadas en este comedor. La mayoría, como Bely y como yo, no tenemos una verdadera razón para desear adelgazar. Solo queremos un determinado tipo de cuerpo. No necesitamos pretextarnos con novios, deportes– como Tatiana– o pasados de acoso escolar. Nuestro estómago, sencillamente, es más feliz cuando está vacío. No hay más.
–Si quieres, te hago otra ahora que has vuelto –me propone Tatiana, encogiéndose de hombros. Su pulsera es un fino hilo rojo que rodea, ligeramente aflojado, su muñeca izquierda. La pulsera de Bely, del mismo color y en el mismo lugar, está hecha de abalorios redondos de madera, como las que venden en los bazares y en los mercadillos–. Se supone que no podemos coser, por la clase de cosas que podríamos hacer con una aguja, claro, pero, como he aumentado de peso, hay una enfermera que me deja hacer punto de cruz bajo su vigilancia. Por eso tengo muchos hilos. Te gustan trenzadas, ¿verdad?
–Ajá.
De repente, mi muñeca me parece inusualmente vacía, como un lienzo en blanco expuesto en un museo o un maniquí desnudo en mitad de un escaparate. Las anoréxicas llevamos una pulsera roja en la muñeca izquierda, y las bulímicas una morada en la derecha. Lo hacemos para distinguirnos entre nosotras, para darnos ánimos. Sorprendentemente, ni los médicos ni las enfermeras parecen tener nada que objetar. A algunos psicólogos de la terapia les gusta menos, pero por lo general no comentan nada.
Mientras discretamente escurro el líquido transparente que cubre la parte superior de mi postre, veo pasar a una criatura muy rara a mi lado. Está enferma, eso resulta evidente, y no deseo parecerme a ella. No es como Tatiana, como Bely o como yo. Sus pómulos son más salientes, sus mejillas están más hundidas, su vientre es totalmente cóncavo, sus brazos y sus piernas me resultan extrañamente escuálidos. Da miedo ver cómo camina, cómo los rayos del sol se cuelan en el hueco entre sus pantorrillas, cómo sus huesos abrazan el aire intoxicado del comedor.
Es Maca. No esperaba volver a ver su rostro de caballo nunca, y mucho menos aquí. Es del tipo de chicas –no hay muchas como ella– que no crees que salgan de su cárcel interior. Si ellas se van, lo hacen por la puerta trasera: muriendo.
–No quiero engordar –musito, notando cómo la cucharilla se me escurre de las manos. Asombrosamente, lo repito–. No quiero engordar.
Y es cierto. No seré como Maca; ni Bely ni Tatiana lo serán. No somos iguales.
De noche, en la soledad de mi habitación, escucho las canciones de cuna de los monstruos de mi mente. «Delgada… delgada… tienes que estar delgada. Esquelética.» «Delgada… delgada…»