V.1: abril de 2020
Título original: The Way Past Winter
© Kiran Millwood Hargrave, 2018
© de la traducción, Aitana Vega Casiano, 2019
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
La edición original en inglés de Más allá del invierno ha sido publicada por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS en 2017.
Diseño de cubierta: © Helen Crawford-White, 2018
Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-17743-84-0
THEMA: YF
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Kiran Millwood Hargrave es una poeta y novelista británica. Es graduada en Literatura Inglesa, Artes Dramáticas y Magisterio por la Universidad de Cambridge y realizó el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Oxford en 2014. Nació en Londres en 1990 y su debut, La chica de tinta y estrellas (Ático de los Libros, 2017), ha ganado los prestigiosos premios Waterstones Children’s Book y el British Book of the Year, y se ha convertido en un best seller internacional que ha vendido más de cien mil ejemplares en Reino Unido y se ha publicado en más de una quincena de países. También es la autora de La isla del fin del mundo (Ático de los Libros, 2018). Más allá del invierno es su tercera novela.
Mila vive en una cabaña con sus dos hermanas, Pípa y Sanna, y su hermano, Oskar, en el bosque de Eldbjørn, donde, desde hace mucho tiempo, reina un invierno eterno.
Una fría noche, reciben la visita de un misterioso desconocido con el que su hermano se marcha al día siguiente sin decir nada. Convencida de que Oskar corre un terrible peligro, Mila decide ir en su busca y se embarca en una gran aventura junto a un joven mago a través de montañas y bosques donde habitan criaturas desconocidas.
Entre la nieve, Mila descubrirá los secretos que esconde el invierno y se enfrentará a un antiguo poder para salvar a su familia antes de que sea demasiado tarde.
Ganadora del premio Blackwell’s Children Book of the Year
«Este precioso relato sobre el valor, el amor entre hermanas, despedidas y nuevos comienzos es un libro que todo el mundo debe leer.»
Jessie Burton, autora de La casa de las miniaturas
«Kiran tiene gran habilidad para crear imágenes poéticas, pero lo que hace que esta sea una historia memorable es el emotivo retrato familiar que esboza.»
The Guardian
«Más allá del invierno es una cautivadora novela de aventuras […]. Sin duda, su mejor obra hasta la fecha.»
The Bookseller
Portada
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Página de créditos
Sobre este libro
Parte 1: HOGAR
1. La casa del bosque de Eldbjørn
2. El desconocido
3. Una cara en la ventana de hielo
4. Se ha ido
5. Las trampas
6. El árbol corazón
7. El cordel
8. Stavgar
9. El mago
10. La primera casa
11. Un lugar intermedio
12. Mentiras
13. El cénit lunar
Parte 2: EL NORTE
14. Sombras
15. El muchacho atado
16. La persecución
17. Enterrada
18. El paso
19. Bovnik
20. La subida
21. La caída
Parte 3: THULE
22. La corriente de oro
23. La brújula
24. El bosque familiar
25. La arboleda de las almas
26. Los chicos plantados
27. Atrapada
28. El corazón del árbol corazón
29. A través del mar helado
30. El nombre verdadero
31. Hogar
Agradecimientos
Sobre la autora
Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.
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Para N y para mi hermano John, los más valientes.
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En primer lugar, quiero dar las gracias a mi familia. A mi madre, que lee todos los borradores y responde a todas mis llamadas de pánico. A mi padre, por enseñarme los confines del mundo y alentarme a seguir escribiendo sobre ellos. A mi hermano, a quien le dedico este libro, porque es la persona más valiente que conozco, sobre todo a la hora de forjar su propio camino. A mis abuelos, a los que adoro con todo el corazón. A O., L. y, sobre todo, N.
A todos los Millwood, Hargrave, Karar, Kakkar, Sloman, de Freston, Cauthery, Furnivall y Jones del mundo. Sobre todo a mi querida Sabine y a los maravillosos Tilly, Fred, Emily, Isla, Pippa y al sobrino o sobrina número seis (todavía sin nombre). Teneros en mi vida es una bendición y cada día me demostráis lo maravillosos que son los niños.
A mis amigos, por encontrar el equilibrio perfecto entre guiarme y llevarme por el mal camino, especialmente a Daisy Johnson, Sarvat Hasin, Katie Webber, Anna James, Kate Rundell, Kevin Tsang, M. G. Leonard, Maz Evans, Melinda Salisbury, Cat Doyle, James Nicol, Lucy Strange, Frances Hardinge, Lucy Ayrton, Laura Theis, Sam Guglani, Samantha Shannon, Abi Elphinstone y a los Escritores Rebeldes. Gracias a Fiona Noble por su apoyo y su bondad.
Gracias al equipo de Janklow & Nesbit y a Hellie Ogden, mi representante y amiga. Eres feroz y maravillosa y me alegro de tenerte de mi lado.
Gracias a todo el equipo de Chicken House: Barry, Rachel L., Rachel H., Elinor, Jazz, Kesia, Sarah, Esther, Daphne y Laura M., por vuestra energía incansable, vuestro cariño y vuestro apoyo. Este libro es el resultado de todo nuestro amor, gracias por creer en él incluso cuando iba por la mitad de la corrección y empecé a perder la esperanza. Gracias a Helen Crawford-White, por otro triunfo en el diseño.
Gracias a todos los lectores que han decidido recorrer esta aventura conmigo.
Por último, gracias a mi marido, Tom. Gracias por las palabras de ánimo, las lecturas en voz alta, la inspiración constante y el amor infinito. No hay nada comparable a compartir la vida contigo.
Fue un invierno del que se contarían cuentos. Un invierno que llegó tan de repente que dejó a los pájaros pegados a las ramas y sumió a los ríos en una helada tan intensa que la espuma se congeló y se dispersó como nubes de cristal sobre las tranquilas aguas. Un invierno que llegó y nunca se fue.
Pasaron tres años, después cinco. La gente hablaba de maldiciones y ofrecía rezos y promesas. Culparon a los magos, a sus vecinos, a los jarlar que gobernaban los pueblos y ciudades. Pero la culpa no hizo desaparecer el invierno y pronto ya nadie recordaba otro calor que no fuera el del fuego ni otro verde que no fuera el del tono plateado de los abetos.
Los carros se cambiaron por trineos, los caballos finos perdieron su valor hasta que fueron sustituidos por ponis de montaña, cachorros de husky chillones u otros animales que conocieran la nieve. Los osos cayeron en una hibernación perpetua, y los lobos se escabulleron entre las sombras del vasto bosque. Algunos se marcharon de las tierras heladas, pero la mayoría se quedaron y, como siempre hacen las personas, cambiaron para adaptarse a un mundo distinto.
Los cuentos también se modificaron. Se acabaron las historias sobre miel y abundancia: los relatos se transformaron en advertencias, tan mordaces como las picaduras de las abejas. Los gansos de fuego que cargaban con el sol sobre la espalda en verano se convirtieron en cisnes de hielo que arrancaban de un mordisco los dedos expuestos de las manos y los pies. Las ninfas del río se volvieron doncellas de hielo que acechaban en el fondo de los lagos congelados mientras esperaban para hundir a los niños rebeldes. Las voces melancólicas hablaban de islas mágicas donde esperaban la primavera y cascadas de oro que caían sobre charcos de luz del sol, pero estos lugares siempre estaban muy lejos, más allá del horizonte congelado.
En el quinto año de invierno, mientras su dominio de los pueblos de los ríos del sur y de las ciudades de las montañas del norte se hacía cada vez más fuerte, una nueva oleada de frío desplegó sus redes sobre las familias que vivían en las zonas más remotas del territorio.
En una casita escondida en un pequeño rincón del bosque cubierto por completo de nieve, tres hermanas y un hermano discutían sobre un repollo.
—Por favor, no lo hiervas otra vez, Sanna —suplicó Pípa, la más joven. Estaba sentada, tiritando, a la vez que se cubría las orejas heladas con las manos y le temblaban los labios mientras contemplaba la verdura arrugada y de hojas duras—. Lo hemos comido hervido toda la semana.
—No voy a dejar que una cría que ni siquiera es lo bastante mayor como para que se le otorgue un nombre me diga qué hacer —replicó Sanna, como haría una mujer supersticiosa que triplicase sus diecisiete años de edad, pues Pípa solo tenía siete. Todavía faltaba un año para que estuvieran seguros de que el mal de ojo no había caído sobre ella y entonces concederle su verdadero nombre—. Además, así es como más provecho se le saca.
Se levantó con el cuchillo en la mano para buscar el mejor punto por donde cortar un repollo especialmente duro y escaso.
—También se le puede sacar el jugo —sugirió Mila, esperanzada, sin querer hacerse eco del lloriqueo de su hermanita—. Si lo freímos…
—¿Y gastar leña para que esté lo bastante caliente? —regañó Oskar desde el rincón más alejado de la chimenea—. Lo mejor es hervirlo. Madura, Pípa. Me he cansado de tanto labio tembloroso.
—Déjala en paz, Oskar —dijo Mila mientras abrazaba a Pípa y miraba a su hermano mayor con el ceño fruncido.
Había cambiado mucho desde que su padre se fue; se había convertido en un desconocido. Ahora solo abría la boca para dar las gracias a Sanna, la mayor de los hermanos, por la comida que le preparaba todas las mañanas antes de salir al exterior, con la nieve hasta las rodillas, para comprobar las trampas. O para regañar a una de sus hermanas pequeñas.
Mila tomó los dedos congelados de Pípa y les sopló para calentarlos con su aliento.
—Ven aquí, Pípa, no molestemos a Sanna, sabe cómo cocinar un repollo.
—¡Por supuesto! —exclamó Sanna que, tras localizar el punto más débil de la verdura, bajó el cuchillo con un satisfactorio golpe seco—. Hervido, entonces.
Fuera, uno de los perros ladró. Mila supo que era Dusha porque tenía la voz más aguda que la de su hermano, más chillona y obstinada, como la de Pípa. Poco después, se le unieron los aullidos estridentes de Danya.
—¡Malditos perros! —siseó Sanna—. Oskar…
Pero Mila ya se había levantado y recogido sus botas forradas de piel junto a la chimenea.
—Ya voy.
Se puso la capa rojiza y se envolvió el pelo castaño con la piel de zorro. Antes de que abriera la puerta, alguien llamó dos veces y luego otras dos, con un ritmo alegre con el que la familia se había familiarizado en los últimos meses.
—¡Espera! —gritó Sanna, pero Mila le sonrió con picardía y abrió la puerta.
Su hermana maldijo en voz alta y removió las cacerolas para buscar la de cobre, que a veces usaban como espejo.
Había un poni de montaña atado al poste del patio y un chico en la puerta. Tenía la edad de Sanna y era tan alto como Oskar, con la cara regordeta y atractiva y el pelo rubio, mientras que todos los Orekson eran morenos. Se sonrojó cuando vio la sonrisa burlona de Mila.
—¿Otra vez por aquí, Geir? —le preguntó—. No sabía que esta semana habíamos enviado cuchillos para afilar.
—Solo uno —respondió el joven mientras Sanna se deslizaba detrás de Mila, que miró a su hermana mayor desde debajo de la piel de zorro y arqueó las cejas.
Sanna se había soltado el pelo y pellizcado las mejillas para darles un tono rosado. Hasta se había mordido los labios para tratar de enrojecerlos y se había arrancado un poco de piel en el de abajo en el intento. Apartó a Mila de en medio con un tirón del brazo.
—Hola, Geir —dijo con la voz algo ronca, como si estuviera resfriada.
—Hola, Sanna —la saludó con voz aguda.
Mila bufó y se marchó de vuelta a la cocina. Cerró la puerta para que no se fuera el calor. Ya se habían acostumbrado a los patéticos intercambios que apenas podían considerarse conversaciones entre su hermana y el afilador de cuchillos de Stavgar.
Oskar levantó la vista mientras cortaba el repollo de Sanna con el cuchillo de caza. El mango tenía tallado un elaborado diseño que imitaba unas raíces enredadas y la hoja era gruesa, más apta para cortar cuerdas que verduras.
—¿Otra vez Geir?
—Sí —contestó Mila y puso los ojos en blanco mientras se quitaba el gorro.
—¿Se han besado? —preguntó Pípa con una risita.
—¡Pípa! —la regañó Oskar—. No seas ridícula. —Fulminó a Mila con la mirada—. No lo han hecho, ¿verdad? —Apretó el mango del cuchillo con fuerza.
Mila se planteó tomarle el pelo, pero le rugió el estómago. No tenía energías.
—Pues claro que no. Solo ha traído un cuchillo.
—¿Otro?
—Ajá.
Se dejó caer en el banco frente a la chimenea y contempló cómo el vapor brotaba del agua en la que pronto prepararían la misma sopa de repollo grisácea que llevaban semanas comiendo.
Mientras oía cómo el cuchillo atravesaba el repollo, Mila se esforzó por escuchar los murmullos de Sanna y Geir. La risa de su hermana tintineó como un repiqueteo de campanas justo antes de que la puerta se cerrase con un crujido y un golpe seco que provocó una ráfaga de aire en la cocina que le congeló las mejillas. Sanna entró como si estuviera flotando en una nube y con la mirada perdida en algo que llevaba en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó Pípa.
—Nada —se apresuró a responder y se guardó lo que fuera en el bolsillo de la capa—. Un regalo.
Era un broche hecho de cuerno de alce con un intrincado diseño de pálidos remolinos que recordaban a un mar embravecido. Era muy bueno.
—¿Qué le has dado a cambio? —preguntó Mila, lo que provocó que a su hermana se le enrojecieran las mejillas.
—Nada —respondió con sequedad y apuntó amenazante a Mila con el cuchillo recién afilado—. Un regalo no debería suponer recibir algo a cambio.
—Es la cuarta vez que viene esta semana —comentó Oskar.
—Sí… —farfulló Sanna con los labios fruncidos.
—Stavgar está bastante lejos. Tendrá que volver cabalgando de noche.
—Sí.
—La próxima vez deberías invitarlo a cenar.
Mila se fijó en que sus hermanos mayores intercambiaron una mirada que no llegó a comprender.
—Sí —coincidió Sanna—. Tal vez lo haga. —Tragó saliva y, luego, en un tono que daba el tema por zanjado, añadió—: ¿Has terminado de asesinar al repollo?
La oscuridad cayó con la llegada del atardecer y la pequeña casa se llenó del olor a sopa de repollo hervido que indicaba que la cena estaba lista. Sanna iba a servirle a Pípa su ración en un cuenco de madera astillado cuando Dusha ladró, seguida de su hermano.
—¿Otra vez Geir? —preguntó Oskar, y Sanna negó con la cabeza.
—Algo los habrá sobresaltado. Voy a tranquilizarlos —dijo Mila, sin mucha prisa por comerse la sopa, a pesar del hambre que tenía.
Se puso la capa y el gorro por segunda vez, abrió la puerta un poco y salió a la nieve, que resplandecía con un gris plateado en la incierta luz.
—¡Dush-Dush, ven aquí! ¡Danya, ven!
Con la cabeza agachada para protegerse del viento cortante, cerró la puerta y echó a andar por el camino que conducía hasta el cobertizo de los perros con las manos escondidas bajo las axilas para mantenerlas calientes. No había dado ni tres pasos cuando chocó con algo.
—¡Javoyt!
Mila tropezó al pisarse la capa y estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y levantó la vista. El corazón le latía casi tan fuerte como soplaba el viento. Ahora sabía por qué ladraban los perros.
Mila tenía las mejillas heladas y el frío se le metía por la garganta y la nariz con cada respiración. Dusha y Danya lo hacían bien, las arrastraban deprisa por la nieve, impulsados por una preocupación enérgica que Mila también sentía bajo la piel: un burbujeo oscuro, como un escupitajo de carbón caliente. Sanna y ella mantenían el ritmo, empujaban con los pies en la nieve para ayudar a los perros, se agachaban e impulsaban a la vez.
El trineo avanzaba tras los perros. Estaba hecho de abedul claro y sin pintar; Oskar había renovado la plancha en la parte inferior de los rieles el mes anterior. Los dejó tan afilados que se cortó. Había dos barras de dirección, una delante y otra detrás, con tablas a las que subirse. Pípa iba sentada en el asiento de piel de foca, con las trenzas volando, mientras que Sanna y Mila iban en la parte de atrás para mantener mejor el equilibrio y sujetar las riendas sin tensarlas.
Pasaron por las primeras cuatro trampas sin reducir la velocidad: tres de ellas eran trampas de red para liebres bajo un ligero manto de nieve y hojas con el cebo congelado y la otra era una trampa con foso a la altura adecuada para los zorros, que eran demasiado listos para pisar el suelo removido. Oskar cazaba cada vez menos, y Mila recordó lo que había dicho el hombre: «A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente». Tembló.
Su padre puso las trampas tan rectas como le permitieron los árboles, un camino directo a su lugar favorito, y Mila se imaginó a Oskar corriendo para comprobarlas, adentrándose cada vez más en el bosque. Pero ahora no estaba allí y no había ningún indicio de que hubiera estado desde la nevada de la noche anterior.
Se mordió el interior de la mejilla. No veía muy bien el rostro de Sanna, pero sabía que estaba en tensión y con los labios apretados. Le hubiera gustado deslizar la mano por la barra para agarrarle la suya, pero no quería correr el riesgo de caerse. Además, seguía enfadada con ella por pensar que Oskar se había marchado por voluntad propia y por decir que, si pudiera, ella también se iría.
Sintió una punzada de amargura en el estómago mientras se agachaba para esquivar una rama baja que se le enganchó ligeramente en el gorro antes de soltarlo con un silbido. Pasaron media docena más de trampas de red y dos con foso antes de que el bosque se volviera más espeso. La palidez del cielo se redujo poco a poco hasta desaparecer del todo en algunos tramos, escondido tras las apretadas ramas.
Recordaba una primavera lejana, antes de que Pípa naciera, antes incluso de que le dieran su nombre verdadero, en que recorrieron ese mismo camino. Su padre se la cargó a la espalda y las hojas le rozaron la cabeza. Pasaron entre un muro de troncos muy juntos hasta llegar a un gran abedul: el árbol corazón. Había crecido de forma extraña, más parecido a un roble, tan ancho como su casa y tan alto, desde la perspectiva de Mila, como el cielo. Sus hojas formaban un manto sobre sus cabezas y el suelo estaba cubierto por una alfombra de musgo. Las flores silvestres crecían donde alcanzaba el sol, como manchas brillantes de rojo y violeta con olor a miel.
Papá la dejó en el suelo con cariño.
«Te echo una carrera».
Todos escalaron muy alto, sin aliento y entre risas. Oskar y Sanna subían deprisa sin ningún cuidado. A Mila le latía el corazón con fuerza, pero no tenía tanto miedo porque mamá estaba cerca. Era un árbol perfecto para escalar, los surcos de la corteza eran suaves, pero sólidos, y la mano le encajaba a la perfección.
Cuando llegaron arriba, solo se veía el bosque; un mundo entero de madera y hojas enmarañadas. Nunca había sido tan feliz.
«Este es el lugar más especial del bosque —le contó mamá—. Todos los demás árboles crecen a partir de este. ¿Ves cómo se arremolinan a su alrededor, como la cáscara de un caracol, para protegerlo? —Mila se dio la vuelta despacio y siguió la espiral con la mirada hasta perderla de vista—. A cambio, los protege y se asegura de que el bosque sea fértil».
«Bjørn vive aquí», dijo Oskar mientras pellizcaba a Mila en el brazo.
«Esperemos que no tenga hambre», bromeó Sanna y le pellizcó el otro brazo.
«Dejad tranquila a vuestra hermana», los regañó papá con un suspiro.
Mila se estremeció mientras miraba a su alrededor.
«Pero hemos cogido savia, ¿no creéis que se enfadará?».
«Solo tomamos lo que necesitamos», la tranquilizó mamá.
Pero no la convenció.
«Bjørn no mata de verdad a los que dañan el árbol corazón, solo es una historia, ¿verdad?».
«Las historias no son más que una forma diferente de contar la verdad —dijo mamá—. Solo haría daño a alguien para proteger el bosque. Sea como sea, el árbol corazón es precioso. Si sufriera algún daño, el bosque moriría».
«Y tendríamos que irnos», añadió papá con tristeza, y Mila se apoyó en él.
De él había aprendido a amar el bosque.
«Eso no pasará, ¿no?».
«Claro que no», respondió mamá con cariño.
Mila notó la sonrisa de papá en su voz.
«Nunca».
Pero él sí se había marchado y, como si hubiera sido el mismísimo árbol corazón, el invierno se quedó en su lugar y atrapó al bosque en su jaula de hielo y nieve. Mila no había vuelto a subirse a un árbol desde entonces.
Se acercaban a la última de las trampas, cerca de la arboleda de abedules que rodeaba el árbol corazón. Mila los veía, delgados espíritus plateados que brillaban a la luz del invierno, en contraste con la oscura corteza de los abetos y los alerces. Parecían más pequeños de lo que recordaba y más aburridos, aunque suponía que se debía a que ella era más grande ahora. La piel le ardió de nuevo. «Nunca le hagas daño al árbol corazón o Bjørn te atrapará». Su padre lo repetía tan a menudo que se les había quedado grabado en la memoria antes incluso de recibir su nombre verdadero.
Sanna también se dio cuenta de que ya estaban cerca, chasqueó la lengua y tiró de las riendas para que Dusha y Danya fueran más despacio. Los perros obedecieron al instante y trotaron entre las nubes de vaho que formaban sus alientos.
Mila bajó del trineo de un salto para caminar junto a ellos, con la mano en el lomo de Dusha. Lo notaba caliente incluso a través del guante y sentía el zumbido de su respiración, como una colmena escondida en el tronco hueco de un árbol. Sanna se quedó en el trineo y se movió hacia el centro para equilibrarlo.
—¡Stuta! —Sanna remarcó el sonido de la s entre los dientes ligeramente separados, igual que el silbido de una tetera vieja, y los perros se detuvieron.
Mila no lo hizo. Pasó junto a la última trampa: un conjunto de redes cubiertas por la escarcha nocturna y colocadas a intervalos regulares entre las ramas congeladas, a la espera de los pájaros. Papá les dijo que, tiempo atrás, todo el bosque había estado lleno de aves. «¡Solían despertarme cantando! ¿Os lo imagináis?».
No se lo imaginaba.
Una trampa estaba baja, y Mila la levantó. Encontró el cuerpo de un alcaudón joven, apenas más grande que un polluelo.
—¿Mila? —la llamó Sanna con voz amable.
—¿Ves lo pequeño que es? —murmuró Mila por encima de los susurros quedos del bosque y las pisadas de los perros—. Solo sirve de cebo.
Se agachó, con las piernas doloridas por el viaje en trineo, y empujó un poco al pájaro. Se le cayeron algunas plumas entre los dedos. El ave no estaba congelada, lo que significaba que a Oskar no se le había pasado en una visita anterior. Pero también significaba que hoy no había ido a comprobar las trampas. No estaba allí.
—¿Es reciente? —preguntó Sanna.
Mila asintió y las lágrimas se le acumularon en los bordes de los ojos. Las frotó con impaciencia y siguió adelante, avanzó los últimos pasos que quedaban hasta la arboleda, donde crecía el árbol corazón; un árbol más alto y más viejo que cualquier otro del bosque y que extendía sus poderosas ramas hasta cubrir casi todo el cielo con ellas.
Lo que vio la hizo caer de rodillas.
Qué lenguaje tan masculino para una niña tan pequeña —dijo una voz, profunda y contundente como los ladridos de Danya, que se hicieron más fuertes—. ¿Cómo te llamas?
Mila se levantó la bufanda y se cubrió los labios al notar un sabor nauseabundo e inhalar un asqueroso olor animal, tan amargo como la hierba podrida. Ante ella, se elevaba un caballo que le pareció tan grande y ancho como un granero. Sobre su lomo, viajaba un hombre cubierto de pieles que parecía tan grande como el equino. Llevaba colgada a la cintura un hacha de leñador, como la de su padre, y los ojos le brillaban de un color dorado con un destello salvaje sobre una barba de varios días.
Tras él, había una docena de figuras más pequeñas. Todos iban montados en ponis, camuflados, encapuchados y equipados con antorchas. Uno de ellos levantaba un estandarte bordado con un oso bajo un árbol. Las puntadas de oro de las raíces brillaban a la luz de las antorchas.
De ellos emanaba una nube de vapor caliente y los ponis resoplaban y daban coces para alejarse de los perros, que se lanzaron contra la puerta del cobertizo. El hombre levantó una mano y los dos animales enmudecieron de repente y cayeron al suelo como dos sacos vacíos.
—¡No! —Mila sacó los pies de la nieve, los tenía casi congelados—. ¡Dusha! ¡Danya!
Pero los perros permanecieron tumbados en silencio, con el hocico apoyado en las patas delanteras, las cejas temblando y los ojos muy abiertos. Hasta los árboles de detrás parecieron quedarse quietos.