MARZAHN, MON AMOUR
HISTORIAS DE UNA PEDICURA
KATJA OSKAMP
MARZAHN, MON AMOUR
HISTORIAS DE UNA PEDICURA
PRÓLOGO DE BELÉN GOPEGUI
TRADUCCIÓN DE SANTIAGO MARTÍN ARNEDO
SENSIBLES A LAS LETRAS, 71
Título original: Marzahn, mon amour
Primera edición en Hoja de Lata: abril de 2021
© Hanser Berlin im Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, München, 2019
© de la traducción: Santiago Martín Arnedo, 2020
© del prólogo: Belén Gopegui, 2021
© de la fotografía de la portada: Beauty On The Move, Viña del Mar, Chile
© de la fotografía de la solapa: Paula Winkler
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021
Hoja de Lata Editorial S. L.
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Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
ISBN: 978-84-16537-35-8
Producción del ePub: booqlab
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Para Doris y Hartmut Eisenschmidt, mis padres.
PRÓLOGO. Un acto de escucha, por Belén Gopegui
La señora Guse
El señor Paulke
La señora Blumeier
El señor Pietsch
La rusa
La señora Frenzel
El señor Hübner
Erwin Fritzsche. Cliente nuevo
Las Noll, madre e hija
Fritz
Salida de empresa
La señora Janusch
Peggy y Mirko Engelmann
Las adolescentes hijas de las escritoras
Gerlinde Bonkat
El matrimonio Huth
Katja Oskamp nació en 1970 en la República Democrática Alemana y tendría por tanto diecinueve años cuando cayó el muro de Berlín y veinte cuando tuvo lugar la reunificación alemana y, de algún modo, la RDA dejó de existir. Sin duda, aun cuando un país pueda desaparecer jurídicamente, siguen en pie, junto con el territorio, no solo los hechos históricos, sino también prácticas, aprendizajes, las ideas y las consecuencias de las vidas de quienes se formaron allí. Muchas de las personas que habitan hoy la Alemania reunificada crecieron, se educaron, trabajaron y acaso se jubilaron en la RDA. Ahora bien, hasta qué punto se puede seguir hablando de la pertenencia a un lugar hoy inexistente como un rasgo propio de la literatura de alguien, siendo ese alguien tan joven cuando el país desapareció. Creo que en este caso se puede y se debe hacer, no solo porque la novela de Oskamp transcurra en Marzahn, un distrito en el este de Berlín, donde se construyó en los años setenta y ochenta la mayor urbanización de la RDA, y porque la protagonicen personas que pasaron allí gran parte de su vida, sino, sobre todo, por la exacta peripecia que nos narra, la actitud con que su protagonista aborda el trabajo manual aun cuando antes se haya dedicado al intelectual.
El padre de Katja Oskamp fue un oficial del NVA (Nationale Volksarmee, el Ejército de la RDA) y su madre, una directora de escuela. El hecho de que Oskamp se pusiera, tal como hace la narradora de la novela, a ejercer la pedicura porque no podía vivir de la literatura, y lo hiciera sin dramatizar el cambio, creo que tiene relación con que antes, en la RDA, un trabajo manual no significaba un descenso de clase. Al fin y al cabo, su generación, que ya era adulta cuando pasó la anexión a la RFA, ha vivido esa socialización. Las diferencias entre las dos Alemanias se notan hasta hoy en día, en la gente, su apariencia, los gestos, etc., además de en el lenguaje, menos penetrado por los anglicismos. La emigración a la parte occidental de Alemania, por la devastación económica que siguió a la llamada reunificación, sobre todo de mujeres jóvenes, y la creación de una nueva élite en la exRDA (sustitución de casi todos los catedráticos, altos funcionarios y dirigentes políticos por personas de la parte occidental), hace que paulatinamente se vayan mezclando las poblaciones, por ejemplo, en el centro de Berlín. En el campo, en cambio, se mantienen muchas de las peculiaridades y comportamientos de la RDA, solo que con la dificultad de la destrucción de la infraestructura —guarderías, escuelas, centros de salud, fábricas…— de antes.1 Que a Oskamp le haya influido no significa, por supuesto, que sienta o deje de sentir nostalgia por la RDA, y en cualquier caso no es lo que aquí se trata de dilucidar. Su libro podría situarse en la tradición de dos obras fundamentales de la literatura de la RDA: Berliner Mietshaus (1982), de Irina Liebmann, con descripciones y retratos de los habitantes de una vieja casa de vecinos de Berlín Oriental, y Guten Morgen du Schöne (1977, publicado en 2019 en España por Errata naturae como Buenos días, guapa) de Maxie Wander, una serie de testimonios de mujeres de la RDA. La diferencia estaría en que Liebmann y Wander tomaron la decisión de acercarse a sus protagonistas mientras que, en el caso de Oskamp, esas mujeres y hombres llegaron al estudio de cosmética para que les hiciera la pedicura.
Rafael Poch, en su libro La quinta Alemania,2 refiere una conversación con Christa Wolf quien, desde la tradición de Anna Seghers, atribuía «acentos diferentes» a la literatura germano-oriental respecto a su hermana del Oeste. «No quiero renunciar a eso, ni que esa tradición sucumba a cambio de una gran ampliación del mercado», decía. No conozco cómo se desarrolló exactamente la conversación con Wolf pero en cuanto a su expresión «acentos diferentes» me interesa en la medida en que designe la posibilidad de articular, mediante la literatura, experiencias e ideas y, en esa medida, formas diferentes, pues la forma, desde mi concepción, no puede separarse de la materia narrada. Si lo que allí se pensaba, se esperaba, se vivía era diferente, la literatura disponía de estructuras sensibles e inteligibles diferentes con las que trabajar. No querer que esas estructuras se pierdan significa, sin duda, asumir un punto de vista sobre lo justo y lo injusto, sobre lo útil y lo perjudicial con respecto a la situación de las personas en el mundo. Carece de sentido lamentar que se pierdan los actos de organizaciones sociales que legalizan, pongamos, la esclavitud. Preferimos que se pierdan cantos y poemas en lugar de que la esclavitud perdure. Por el contrario, el esfuerzo por construir unas relaciones políticas donde el trabajo está al servicio del aumento constante de la riqueza social y no del beneficio privado, donde se persiga el objetivo de la protección social de todas las personas, sin que el paro, el fracaso escolar o la escasa pensión de jubilación creen zonas negras y sin salida, avanzando hacia una sociedad más igualitaria —que no homogeneizadora— con respecto a los esfuerzos y las recompensas, son objetivos que difícilmente se pueden criticar. Narrar el intento, con sus errores y contradicciones, y los cambios de mentalidad logrados es algo que haría avanzar la inteligencia humana, sobre todo si se dispusiera de un tiempo equivalente al que se ha tenido para narrar la competencia, la indiferencia y la ley de la selva en nuestras sociedades capitalistas.
Desde este punto de vista, la novela de Katja Oskamp alcanza un valor único. Pues lo que pone en pie es la capacidad de la narradora para actuar sobre la realidad con criterios de alguna manera elaborados en una sociedad institucionalmente, pero no siempre materialmente, desaparecida. A su vez, su modo de actuar recae, y hace nacer historias, en muchas vidas que compartieron un pasado en ese mundo desaparecido y que no se refieren a él ni con nostalgia ni con rabia sino que dan cuenta de sus vidas hoy, y sus vidas son también lo que han sido. No se trata solo de que la narradora esté en el salón de pedicura y oiga cosas y luego decida enhebrarlas en una narración: lo que Oskamp pone en pie en su libro es un acto de escucha. En una conversación3 con Irmtraud Gutschke, crítica literaria del diario de izquierdas Neues Deutschland, Oskamp menciona lo que dio en llamarse el camino, o la manera Bitterfeld, un movimiento artístico institucional llamado así por la ciudad en que se celebraron los congresos (1959 y 1964) que establecieron las directrices para una cultura socialista cuyo objetivo era llevar a cabo una renovación cultural que daría acceso a los trabajadores a la alta cultura,4 ya enviando a novelistas y artistas plásticos a las grandes empresas para que conocieran los problemas diarios y los trataran en sus obras, como animando a las obreras y obreros a realizar obras artísticas basadas en sus experiencias.
Dedicaré unas líneas a describir esta iniciativa de la RDA que estuvo vigente entre los años 1959 y 1971, esto es, poco más de una década. Pero necesito hacer aquí un inciso. He escrito esas líneas, las he tachado y las he vuelto a escribir porque no conseguía evitar un cierto tono de disculpa. Disculparse, ¿por qué? ¿Porque existiera un movimiento que quiso ampliar los temas y las experiencias recogidas en eso tan sublime, intenso y sentimental que ha dado en llamarse literatura? ¿Por querer difundir entre quienes desempeñan los trabajos más duros y a menudo repetitivos habilidades útiles para expresarse mediante, pongamos, la construcción de ficciones? ¿Por poner en marcha para ello círculos de escritura y lectura, esos que tanto se fomentan sesenta años después en nuestro país para quienes se lo pueden pagar y alguna vez también desde las bibliotecas y otras instituciones públicas? ¿Por atreverse a formular de modo explícito que los límites de la novela se pueden romper y construir nuevos horizontes de expectativas, los cuales, puesto que la forma y la materia están unidas, pasarán entonces por narrar en formas nuevas los materiales nuevos? ¿Acaso no fue uno de los grandes saltos cualitativos en la historia de la literatura el valor de introducir personajes que no fueran aristócratas, guerreros, o hijas de reyes, acaso no fue alabada la creación de Lázaro de Tormes y la de Sancho Panza? ¿Por qué entonces se rompe el hechizo si se trata de una trabajadora o de un trabajador manual? Pero incluso sabiendo que la respuesta a esta pregunta se escamotea casi siempre, aún permanecía la necesidad de disculparse.
Perdón entonces, supongo, por fracasar, porque en el plazo de diez años no apareciera lo que cabría entender por una obra genial cuando apenas aparece una cada siglo, y no en todos los países. Me pregunto, sin embargo, si somos siquiera capaces de leer las obras que entonces se escribieron sin que el prejuicio intervenga en nuestra estimación, si somos capaces de lograr compararlas justamente con todas esas supuestas obras maestras que los suplementos literarios celebran cada mes y que al punto se disuelven en la nada, si somos capaces de reconocer su valor. Perdón entonces, quizá, por manchar las manos de los delicadísimos poetas, o por interrumpir al sesudo columnista semanal y pedirle que, en lugar de una novela inspirada en una mezcla de novelas y seriales televisivos y de sus propias novelas anteriores y de su propia vida de escritor, se asome apenas unos meses al lugar donde pasan la jornada quienes hacen su mundo, sus objetos, sus alimentos, el grifo que abre, la puerta que cierra.
O, tal vez, perdón por una literatura que se tomó en serio aseveraciones tales como: «Los grandes conflictos en la literatura y el arte no pueden ser meramente privados; se basan en contradicciones sociales reales».5 Perdón, esta vez sin ironía, por habérselo tomado tan en serio que algunas de las obras resultantes generaron recelo y algunas fueron prohibidas (así ocurrió con la novela, aún por traducir al español, Rummelplatz, de Werner Bräunig, y que el autor se negó a modificar tal como exigían las autoridades), de otras se pospuso durante años su publicación, y hubo represión. Sé que no se puede equiparar con lo que sucede hoy en nuestro país tras la ley mordaza, ni con lo que de otro modo ha venido sucediendo antes en otros ámbitos, ni con lo que no llega ni a concebirse: no se puede comparar porque, a diferencia de la nuestra, aquella era una sociedad que declaraba estar al servicio de la clase trabajadora y la exigencia ha de ser mayor.
Perdón, quizá, porque la situación económica en la RDA en esos años no era fácil, porque muchos profesionales, ingenieros, médicos, agricultores, abandonaron el país,6 y porque las escritoras y escritores que se fueron a trabajar en las fábricas sentían cansancio e impotencia y escribían en sus diarios cosas como esta de Brigitte Reimann: «El combinado (conglomerados de empresas populares del mismo sector productivo que colaboraban entre sí) empieza ya a exprimirnos intelectualmente por los ridículos ciento sesenta marcos (que dan más o menos para viajes). Leemos manuscritos, hablamos con obreros escritores, discusiones eternas; ahora nos toca revisar el estilo de un folleto. Maldita sea, no estoy aquí para eso, eso es trabajo de redacción»,7 aunque también como esta, de la misma autora: «El miércoles, primer día en la producción. Puliendo válvulas, y ni siquiera mal. Hice bastante. (Al día siguiente un poco de agujetas) La brigada muy amable conmigo, continuamente buscan una excusa para acercarse a mi torno y charlar un rato. […] Me sentí tremendamente fuerte con el mono puesto y con las manos sucias».8
Perdón, en fin, por la ingenuidad del propósito, perdón por lemas que dicen que el arte y el carbón pueden entablar una relación útil, «el arte ayuda al carbón» o «¡toma tu pluma, camarada!». Pues esto, por un motivo distinto, tampoco puede compararse con lo que sucede hoy en nuestro país. Aquí, cuando una comunidad autónoma publica un plan de fomento de la lectura y lo titula «Leer nos diferencia»,9 no hay que sentir vergüenza, ni por la ridícula lógica publicitaria que vende exclusividad masivamente, ni porque se siga asumiendo la «distinción» como un valor que conlleva desprecio a quienes no pueden «distinguirse». Tampoco hay que sentir vergüenza si un exconsejero de cultura de otra comunidad autónoma declara sobre las campañas de fomento de la lectura que su objetivo es alimentar el «tópico de que ser lector te hace mejor persona».10 No hay que sentir vergüenza de la ausencia de predicados, mejor persona para qué, mejor persona por leer qué, no hay que sentir vergüenza de que no recuerde cuántas «mejores personas» muy leídas han llevado a cabo actos dañinos a pequeña y gran escala, y cuántas no leídas no solo no han hecho daño, sino que son admirables, eso no importa. Ni hay que sentir vergüenza por la campaña ligada al Plan de Fomento de la Lectura 2017-2020, con el título: «Leer te da vidas extra».11 No hay que imaginar qué pensarán de esa frase las personas trabajadoras mal pagadas, agotadas, casi vencidas, las emigrantes sin papeles, las obligadas a trabajar en negro y las que no pueden trabajar: ¿qué tal «el dinero te da vidas extra», ¿qué tal «la inspección de trabajo te da vidas extra»?, ¿qué tal «las becas y los años sabáticos y el derecho efectivo a la vivienda y al trabajo y a la protección de las personas dependientes te dan vidas extra?». ¡Toma tu pluma, camarada capitalista, y entrega tu novela rosa o negra o ambas cosas, pero muy culta y distinguida, al trabajador precario o al desfondado o a la trabajadora sin contrato y dale una vida extra!
Hablemos entonces de la manera Bitterfeld: En 1955, las trabajadoras y trabajadores de la planta de lignito de Nachterstedt se dirigieron en una carta abierta a los escritores de la RDA: «Nos gustaría tener más libros sobre la tremenda construcción que se está llevando a cabo en todas las zonas de la República Democrática Alemana, sobre el trabajo y la vida de los trabajadores. Escribir y plasmar… el entusiasmo, nuestra pasión y el gran sentido de la responsabilidad que inspira a los trabajadores en la lucha por lo nuevo».12 La carta formaba parte de una preocupación compartida en la RDA que se concretó, en 1959, en la convocatoria de una conferencia organizada por la editorial central alemana Mitteldeutscher Verlag y por el Partido Socialista Unificado de Alemania (SED). Más de ciento cincuenta escritoras y escritores y más del doble de trabajadoras y trabajadores se reunieron en la planta química de Bitterfeld para tratar de superar, o evitar, la separación entre la clase obrera y los artistas (escritores y artistas plásticos). Se decía: «Los trabajadores ya no deben ser meros receptores de lo culturalmente valioso, sino también productores de su propia literatura»13 y, al mismo tiempo, se quería involucrar al artista en el difícil camino de la construcción socialista. Ambos propósitos se concretaron, en el caso de la literatura, en medidas tales como la creación de los Zirkel Schreibender Arbeiter, talleres donde escritores profesionales ayudarían a los trabajadores, cursos de formación y concursos literarios para fomentar la creación literaria de los trabajadores, y se pidió a los autores que se sumergieran en la vida de los trabajadores y pasaran un tiempo trabajando en las fábricas y minas de carbón para experimentar la realidad socialista y poder reflejarla más fielmente en sus obras, proporcionándoles alojamiento cerca de los lugares de trabajo a los que se desplazaban.
Si bien no fueron pocos los escritores que prestaron su servicio proletario y lo plasmaron en sus obras,14 no siempre les resultó un camino adecuado. ¿Por qué había de serlo? ¿Acaso el conocimiento no procede de la relación entre la acción y la teoría: no se trata de hacer algo y ver los resultados y entonces corregirlo o probar vías mixtas o vías nuevas? Por otro lado, aunque a algunos de los escritores les pareciera que no aprendían, acaso en realidad sí aprendieron, pues no siempre las ideas se trasladan a los textos de manera directa y automática. Y, tal vez, como hoy vive en Alemania parte de la experiencia de los años de la RDA, tal vez entonces el capitalismo del país antiguo vivía en lo que estaba naciendo: el idealismo alemán, el romanticismo, toda una tradición empeñada en devolver al artista los privilegios del Antiguo Régimen no se esfuma en un soplo. No es fácil saber lo que pasó. Sin embargo, quienes deseen leer no solo sobre el mundo que hoy parece natural e inevitable, sino sobre un tiempo en que se quiso y se intentó vivir de otra manera, tienen a su disposición algunas obras traducidas y otras que se podrían traducir. Para tranquilidad de muchos, en 1971 la manera Bitterfeld se dejó oficialmente atrás. Dos décadas después, en la primavera de 1992, tras el cierre de la mayoría de las plantas de la antigua fábrica de productos químicos de Bitterfeld, tuvo lugar la tercera Conferencia de Bitterfeld en el Palacio de la Cultura, ahora propiedad de la empresa Chemie, S. A. Varios centenares de escritores y artistas de oriente y occidente, de los antiguos y los nuevos estados federales, acudieron a la convocatoria. La pregunta que entonces se convocó fue Kunst. Was soll das?, un juego con doble sentido de la expresión: ¿qué es el arte?, o bien, ¿tiene el arte algún sentido?, y tal vez sea, como da a entender Kirsten Heckmann-Janz en un artículo,15 significativo.
Katja Oskamp no había nacido cuando tuvieron lugar las dos primeras conferencias en Bitterfeld. Pero las he abordado aquí no solo porque ella las mencione, también porque estimo que las ideas que recoge la literatura no caen del cielo, tienen raíces y establecen relaciones. En este caso, y aunque lo que más se ha subrayado del libro de Oskamp, no sin motivo, son las conmovedoras historias que ella recoge al modo, casi, de un personaje colectivo, me interesa destacar a quien considero protagonista de su novela además de ser su narradora. Esa mujer que a los cuarenta y cinco años, ante la reciente dificultad para ganarse la vida mediante la escritura, decide hacer el curso que la habilitará para ejercer la pedicura. La narradora comienza a ejercer su trabajo y logra invertir el sentido del mundo o, más exactamente, recobrar un tipo de relación que había sido expropiado si es que alguna vez tuvo la libertad de existir. Devuelve al vínculo entre la persona que trabaja y lo que el capitalismo denomina su cliente una materialidad no despojada de propósito deliberado, no mediada solo por el pago aun cuando el pago siga existiendo. Las relaciones de trabajo se producen entre personas, a través de las personas, a través de las manos de la narradora y los pies de los clientes. El pago sucede pero no borra la relación, no deja a trabajadoras y clientas desposeídas de un vínculo real, no las condena al mero vínculo comercial. Esta situación está lejos de ser idealista. Llama la atención que un crítico haya calificado la novela de «romanticismo social realista».16 En realidad, no llama la atención, es la vieja táctica de aplicar al adversario los propios problemas, pues si hay hoy en día algún romanticismo social(ide)alista vigente es el que atraviesa la gran mayoría de la novela europea, un realismo bañado de artificio por todas partes, protagonizado por una clase media con trabajos privilegiados o rentista, o bien por un idealismo de los extremos, la extrema riqueza o la extrema marginalidad, y en ambos casos un romanticismo de la maldad que se corresponde tan poco con lo material como el supuesto romanticismo de un supuesto bien que no encontraría resistencias. Michael Pilz, el crítico del periódico conservador Die Welt que habla de romanticismo, titula su pieza algo así como: «¿Qué tal alquilar en los prefabricados de Marzahn?», y no deja de ser curiosa la posibilidad de elegir que lleva implícita la pregunta, al margen de cierto desprecio irónico hacia ese barrio cantado por Oskamp. El lugar donde se va a alquilar una vivienda no es una elección para una gran parte de la población, y aunque las grandes torres prefabricadas de Marzahn pudieran haber resultado demasiado uniformizadoras para algunos, y aunque no tuvieran jardines individuales ni todo el espacio deseado, partían de la búsqueda de «suficiente pan (vale decir, suficiente vivienda) para todos los seres humanos aquí abajo»17 por más que el enfoque urbanístico fuera perfectible, sobre todo debido a los graves problemas de mantenimiento que surgen en las crisis económicas tal como se ha experimentado con mayor intensidad en otras barriadas obreras que también conocieron el sueño de las «calles en el cielo», con altas torres que sacarían a las familias obreras de la oscuridad de las casas bajas, así en Escocia, como bien contaba Andrew O’Hagan en su libro Padres nuestros.18
Romantizar se utiliza en la acepción de idealizar, de apartar los detalles oscuros y embellecer los claros, pero es algo que Oskamp no hace. Su libro consigue no ser lóbrego aun cuando habla de un sector social que pocas veces aparece en el libro, no solo la clase trabajadora —en este caso la que trabajó en las VEB (empresas de propiedad popular de la RDA)— sino esa clase cuando es anciana, cuando la cercan las enfermedades y las dificultades de movilidad y las pensiones escasas. La razón de que lo consiga es, de un lado, el uso no ostentoso del humor, la extraordinaria capacidad de Oskamp para esquivar el patetismo victimista y percibir relaciones y sentidos no esperados en los hechos cotidianos. Y es también el acto de escucha que la narradora realiza en la conversación y a través de las manos, negándose a aceptar el prejuicio social según el cual hay trabajos más nobles que otros, apostando y ganando la apuesta al demostrar que tocar y cuidar los pies de las y los ancianos, brindarles eso que es tan escaso a su edad, no solo el contacto de la palabra, también el tacto, ha de tener exactamente la misma consideración social que ser juez, dirigir una empresa o participar en la construcción de un puente. Digo exactamente la misma porque querer atribuirle más contribuiría a cierto paternalismo invertido que la autora desdeña. En un capítulo memorable titulado «Salida de empresa», Oskamp relata la visita de un día a unas termas junto con su jefa Tiffy y su compañera, Flocke. Allí conocemos la historia de la dueña del estudio de belleza y de su otra empleada junto con la narradora, quien entona un himno conmovedor pero no exento de humor y crítica, un himno para el barrio de Marzahn y los clientes del salón de belleza, esa gente que «llegó allí hace cuarenta años y ahora prosiguen valerosamente sus vidas empujando un andador […] y cuando llegan al estudio […] se sienten felices porque no son tratados como si fueran los perfectos idiotas de la nación».19 Entretanto, en las termas de Saarow, las luces se multiplican en los reflejos del agua, y refulgen y centellean como la voz de la narradora de esta novela cuando alumbra vidas que no iban a ser contadas.
BELÉN GOPEGUI, marzo de 2021
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