Fernando Marías (Bilbao, 1958) es novelista, editor e inventor de conceptos culturales.
Autor de novelas como La luz prodigiosa, El Niño de los coroneles, La mujer de las alas grises o Todo el amor y casi toda la muerte. En 2015 recibió el Premio Biblioteca Breve con La isla del padre. Entre sus novelas dirigidas al público juvenil destacan Cielo abajo (Premio Anaya 2005 y Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2006), Zara y el librero de Bagdad (Premio Gran Angular 2008) y El silencio se mueve.
De su obra, se ha llevado al cine La luz prodigiosa (adaptada por él mismo y dirigida por Miguel Hermoso en 2002 y ganadora de numerosos premios internacionales) e Invasor (Daniel Calparsoro, 2012).
Fernando Marías es también el creador, editor e impulsor del proyecto de literatura fantástica Hijos de Mary Shelley, plataforma de la que surgen literatura, música, performances y monólogos teatrales.
Me suicidé hace dieciséis años... Así arranca Esta noche moriré, una novela inclasificable en la que se narra una venganza meticulosa y atroz que precisa de todo ese tiempo, dieciséis años, para culminarse. Con forma epistolar, contiene la carta que un sofisticado villano, Corman, envía a Delmar, el policía que lo detuvo y encerró. Tras planificarlo todo en su celda, Corman sequita la vida, pero su muerte es precisamente lo que pone en marchael complejo mecanismo. ¿Objetivo? Lograr que Delmar, tras un calculadísimo calvario, se suicide dieciséis años después. Querido lector: en tus manos tienes un libro maldito, quizá el más extraño de la literatura española contemporánea, fascinante como un hechizo y doloroso como una traición, en cuyas páginas se detalla el funcionamiento de La Corporación, hoy leyenda urbana de culto cuyos visos de realidad se expanden sin cesar. Editorial Alrevés recupera, veinte años después de que fuera publicada por primera vez, esta obra emblemática agregando al texto el monólogo teatral escrito por QYBazo a partir de la novela.
Primera edición en esta colección: enero de 2016
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
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© Fernando Marías, 1996
© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.
© de la fotografía de portada: Laura Muñoz
ISBN: 978-84-16328-39-0
Código IBIC: FA
Producción del ebook: booqlab.com
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Me suicidé hace dieciséis años. Es un tiempo más que suficiente para que usted me haya olvidado, Delmar, o al menos para que se hubiera desdibujado en parte la nitidez de mi recuerdo. Por eso, y como antes de nada me gustaría presentarme de forma adecuada, voy a pedirle que haga un esfuerzo, que obligue a su mente a remontar el embotamiento alcohólico —porque está borracho, ¿verdad?, borracho como siempre— y traslade su memoria veinte años atrás, a los últimos días de 1970, cuando usted era un joven y brillante comisario de policía, el más condecorado de la ciudad y también el más pagado de sí mismo y de su inquebrantable dureza, el más orgulloso de sus éxitos, incluso el favorito de la prensa frívola, que en más de una ocasión le señaló como el ideal de atractivo masculino, aunque siempre me pareció ridícula su tendencia a imitar a los detectives del cine. En aquella fecha fue destinado, para desgracia de ambos, suya y mía, al distrito en el que yo ejercía mis actividades o, para ser más exactos, en el que se ubicaban mis oficinas, pues el quehacer de mi empresa se desarrollaba —y sin duda se desarrolla aún— en docenas de lugares repartidos por todo el mundo.
¿Lo recuerda? ¿Recuerda aquel traslado, su llegada engreída al distrito, su arrogante discurso de toma de posesión, cargado de amenazas contra los que usted llamaba enemigos públicos, sus groseras ruedas de prensa? Si es así, y me consta que lo es, recordará también que dedicó los primeros días de su mandato a visitar en persona a una serie de criminales notorios. Esas fueron las palabras que utilizó para definirme el día que irrumpió sin cita previa en el despacho de dirección de mi galería de arte. No tenía pruebas contra mí, ni siquiera estaba seguro de hasta qué punto mis actividades rozaban la ilegalidad o se entremezclaban directamente con ella, pero su intuición era un dedo acusador que me señalaba, y así me lo hizo saber. Todavía estoy viéndole de pie frente a mí, asentado en la coronilla el sombrero de vestuario de película, en jarras, amenazante y altivo, creyéndose tanto su papel de justiciero de la ciudad que estaba realmente enfadado cuando juró, con sus modales de estibador en paro, que acabaría conmigo y con mis negocios de falsificación de arte y contrabando de dinero. Créame, cuando recuerdo aquella entrevista, aquellas palabras, todavía crece un poco más en mí el odio hacia usted. Falsificador y contrabandista son términos que se aplican a los delincuentes comunes, no a mí. Yo soy un artista, tan orgulloso de mi talento como de no haberme detenido ante nada para ejercerlo... Si bien siempre he sabido que para hacer una tortilla hay que romper primero los huevos, sin reparar en que tengan nombre y apellidos, en que caminen sobre dos piernas.
Reconozco que su visita me dejó preocupado, seriamente preocupado. Mis relaciones con los jefes de policía que le precedieron en el cargo habían sido siempre magníficas. Yo hacía constantes donativos públicos y privados al Cuerpo, era un hombre respetado y querido. Pero con usted, lo supe desde el primer momento, habría de ser distinto. Comprendí que me odiaba por ser más listo, por burlarme de su persona y de la ley que representaba. Mis socios —pues yo era solo una pieza, aunque vital, de un formidable engranaje cuya dimensión usted jamás sospechó— me tranquilizaban al respecto, y yo mismo sabía que mi cobertura jurídica era excelente, la mejor posible. Pero también sabía que muchas veces los tontos son quienes más suerte tienen, en especial si dedican todo el esfuerzo de que son capaces a conseguir una meta. Y usted lo hizo, se entregó en cuerpo y alma a su objetivo, cada vez más crispado por los intentos siempre fallidos de enredarme en su tela de araña, de vencerme. Le irritaban cada día más mis repetidas victorias sobre usted, la inteligencia que derrochaba para escabullirme de sus ingenuas trampas, la cínica sonrisa amable que le brindaba cuando las circunstancias nos hacían coincidir en algún acto social, mi superioridad, mi persona entera en suma... Se obsesionó por destruirme a cualquier precio... y lo consiguió. Nuestra pugna, que fue haciendo crecer en mí un odio hacia usted solo comparable al suyo propio, igualmente personal, igualmente ponzoñoso, duró meses; pero al final, como yo había temido, la suerte se puso de su lado.
Porque solo a la suerte se puede imputar que la muerte del joven culturista, desangrado por los excesos que cometí durante mi fiesta de cumpleaños, coincidiese con la irrupción de usted y sus hombres en mi mansión, alertados por una confidencia sobre narcotráfico que, irónicamente, resultó ser falsa. Se arriesgó a tal aventura sin disponer de orden de registro y le salió bien. Vio por fin su oportunidad y, sabiendo que jamás encontraría un resquicio por el que colarse para demostrar una sola ilegalidad en mi transparente empresa, para detectar un solo desliz de mi cerebro superior, se aferró a esa sórdida historia para conseguir que los jueces me procesaran y condenaran por asesinato. Debido al cariz escandaloso y tremendista del asunto, los hilos del poder que controlaba desde la sombra no evitaron que ingresara en prisión a finales de 1971.
Dicen los idiotas y los sumisos que la cárcel no es tan mala, que no tiene por qué serlo sabiendo adaptarse a ella. Yo puedo asegurarle que no existe nada peor. Ante mí se extendió una perspectiva de veinte años de encierro, solo reducibles en parte por el humillante ejercicio de la buena conducta. Hice mis cálculos, mi composición de lugar. Establecí que en el mejor de los casos saldría en libertad, ya anciano, a mediados de 1987. Sopesé los pros y los contras: por un lado, las inusuales condiciones de vida carcelaria que mi fortuna me permitía; por otro, la necesidad imperiosa de libertad de mi cuerpo y de mi espíritu. Intenté no pensar, dejar pasar el tiempo. Pero fue inútil. Pronto las comodidades de mi celda privada o la compañía de los presos jóvenes acabaron por hastiarme. Un espeso zumbido fue adueñándose de mi cabeza, torturándome día y noche, sin descanso. Comprendí que no lo resistiría. Fríamente, aunque también con amargura y desesperación, decidí acabar con mi vida apenas se viese coronada la empresa que acometí de inmediato, y gracias a la cual pude seguir soportando mi residencia en el infierno: planear con rigurosa minuciosidad mi venganza. Una venganza que debía ser —ese reto me impuse— digna de mi genio, de mi talento creativo y, a la vez, del odio que la alimentaba y le daba sentido: el odio, Delmar, el odio hacia usted.
Ahora ya me ha recordado y por tanto sabe que lo hice, que me suicidé hace dieciséis años, el 24 de diciembre de 1974. Que me suicidaré hoy, 24 de diciembre de 1974, después de concluir esta carta que acaban de entregarle y que usted lee ahora con avidez y creciente miedo. Le recomiendo que continúe haciéndolo, pues todo lo que sigue le interesa sobremanera. En primer lugar, voy a darle aquello por lo que luchó inútilmente tanto tiempo: una confesión de mi vida criminal. Léala con atención aunque no la comprenda en su totalidad. Su lectura le mostrará la verdadera magnitud de mi profesión, condición necesaria para que dé absoluto crédito a lo que vendrá después: la narración precisa de los complejos pasos de mi venganza, que culmina muchos años después de mi muerte con este papel. Porque cuando termine de leerlo, al filo de la medianoche del 24 de diciembre de 1990, usted se matará, Delmar. Irremediablemente, llevado de la misma amargura que guió mi decisión, usted se suicidará.
¿Cómo definiría a un policía que, al detener a un conductor por saltarse un disco rojo, no observa que también ha atropellado y dado muerte a una mujer embarazada? Aplíquese las palabras que acudan a su mente porque, dejando de lado el hecho casual que propició mi caída, usted se empeñó siempre en detenerme por una serie de delitos que eran apenas anecdóticos, la punta del iceberg de mi verdadera gestión cotidiana. Reconozco que a veces era inevitable ejercer el movimiento ilegal de dinero, pero se trataba tan solo de facturaciones complementarias cuyos aspectos técnicos yo me limitaba a supervisar. En cuanto a lo otro, no solo estoy en contra de los falsificadores de arte: soy además su peor enemigo, pues suponen para mi negocio la más desleal de las competencias... Incluso he ordenado en ocasiones la eliminación física de algún reincidente. Pero podría decirse que esto es también secundario. Mi verdadera labor, aquella por la que la, digámoslo así, multinacional para la que trabajaba y de la que era accionista me reclutó a principios de 1947, era rigurosamente creativa y su ejercicio, al permitirme desarrollar todo mi talento, me hacía feliz. Hasta esa fecha yo había sido un simple especulador más, uno de los muchos que se habían aprovechado de la rentable Guerra Mundial traficando con todo lo que tuviera un precio y sirviendo a cualquier bando, aunque siempre preferí la disponibilidad financiera de los vencedores. Fue la propia agitación de la época, al propiciar formas de pago inusuales en tiempo de paz, la que me permitió entrar en contacto con el fascinante mercado del arte; dejándome llevar por una intuición que con el tiempo demostró estar bien fundamentada, comencé a aceptar manuscritos y pinturas originales a cambio de cargamentos de hierro o informaciones minuciosas sobre líderes de la Resistencia. Cuando el resultado final de la guerra, lamentablemente adverso, no me dejó otra opción que la huida, llevaba conmigo una valiosa colección que no solo me permitió rehacer mi fortuna al otro lado del mar; también fue la causa de que un representante de La Corporación —la llamaré así desde ahora, pero no es un intento de ocultar su verdadero nombre, pues tal nombre no existe o, mejor dicho, no se trata de un solo nombre, sino de varios, los de otras tantas firmas mercantiles y particulares repartidas por todo el mundo— me visitara un día interesándose por mi persona y mis actividades. Aunque en principio planteó que solo necesitaba un colaborador, una especie de socio que mirase por sus negocios de antigüedades en esa parte del mundo, deduje de inmediato que el hombre muy alto y delgado que se encontraba frente a mí buscaba algo más que un marchante experto. Esa convicción excitó mi curiosidad y, aunque no lo necesitaba, acepté el trabajo.
Durante meses supervisé y asesoré sus operaciones de compraventa. Al principio, trabajando a sus órdenes; pronto, colaborando de forma muy estrecha con él. Descubrí, a medida que me implicaba más en sus asuntos, que algunos de ellos rozaban la ilegalidad, pero eso era algo que no me importaba, que nunca me había importado. Estaba convencido de que me estaba sometiendo a alguna especie de prueba y solo esperaba que tomase la iniciativa, que decidiese explicarse. Por fin, en los primeros días del año 1947, el hombre alto —en este caso sí prefiero preservar el anonimato, pues llegó a ser un importante personaje público europeo— se decidió.
Durante el despacho de los asuntos habituales y la lujosa cena a la que luego me invitó, no dejó de hacer misteriosas referencias al ligero equipaje que había traído consigo, un maletín del que no se separó ni un instante y que solo abrió cuando por fin estábamos instalados con plena comodidad en la aislada seguridad de mi biblioteca. De él extrajo una carpeta de cuero que, para mi sorpresa, contenía un completísimo catálogo cargado de datos y pruebas concluyentes sobre mis actividades durante la guerra, tanto más asombroso en cuanto que destacaba, junto a la descripción de operaciones de relativo dominio público, detalles sombríos que poca gente conocía, como mi lujuriosa afición a observar sesiones de tortura. Teniendo en cuenta el final de la guerra, la información resultaba muy comprometedora, un verdadero peligro para mí. No obstante, estaba seguro de no encontrarme ante un chantajista. Y no me equivocaba. Pronto el hombre alto calmó mi inquietud, alabando lo que definió como un currículo magnífico que incluso superaba al suyo propio en muchos aspectos —y cuya recopilación solo había pretendido demostrarme la efectividad de la organización a la que representaba—, y me felicitó por haber sido seleccionado.
Sacó del maletín un estuche de madera y con sumo cuidado lo puso entre los dos. A continuación me contó la siguiente historia: en un casino de una ciudad centroeuropea un hombre encuentra la ruina jugando. Un misterioso benefactor aparece oportunamente y le presta una cantidad de dinero que, por culpa de la obstinada adversidad de la ruleta, se vuelve considerable a los pocos días y es de seria importancia tres semanas después. Desesperado, el apostador no tiene otro remedio que aceptar las condiciones repentinamente severas y aparentemente caprichosas de su acreedor. Liquidará la deuda escribiendo un libro —escribir es su profesión— que habrá de cumplir dos insólitos requisitos: ser secreto —solo los dos hombres sabrán de su existencia— y contener la autobiografía de su propio autor. El sorprendido jugador no hace preguntas. Firma una serie de pagarés y un contrato, que quedan anulados cuando algunos años después se entrega el libro. El prestamista se da por satisfecho y el otro se va para siempre, contento de haber saldado la terrible deuda. Nunca sabrá que, desde su primera apuesta, todo —las iniciales ganancias que le tentaron, las irreversibles pérdidas que le entramparon— estaba minuciosamente amañado para obligarle a firmar los pagarés y escribir el libro.
En este punto de su historia el hombre alto hizo una pausa y empujó hacia mí el estuche, invitándome a examinar su contenido. Al abrirlo, me encontré ante los elementos de su relato, un grueso volumen manuscrito y una hermética cubierta de plástico que protegía los pagarés. Estos estaban fechados en marzo de 1867 en la ciudad de Baden-Baden. El manuscrito contenía, en efecto, una autobiografía de gran extensión. En su última página estaba estampada la misma firma que figuraba en la aceptación de los pagarés. La firma del escritor ruso Fiódor Dostoievski.
Usted no es un hombre culto y por tanto no podrá comprender el escalofrío que erizó mi piel. Tampoco encontrará nada prodigioso en la historia del hombre alto. Y sin embargo, lo había. Porque el manuscrito que tenía ante mí, sencillamente, no existía. O, expresándolo con más precisión, nunca se habían tenido referencias de él. No hablo con desconocimiento del tema; mi primera operación sustanciosa fue la venta de una rarísima edición de las Obras Completas de Dostoievski que había aceptado como parte del pago de una de mis delaciones. A causa de ello, preservé siempre un supersticioso interés por el escritor, que me llevó a tener preferencia por las antigüedades y rarezas relacionadas con él, por lo que sabía que en efecto estuvo en Baden-Baden en la fecha que figuraba en los pagarés y que perdió mucho dinero. Pero también sabía que jamás escribió una autobiografía, no una tan completa y minuciosa como la que ahora tenía ante mí.
Durante horas, mientras el hombre alto fumaba relajadamente, divertido ante mi creciente y confundida excitación, examiné con detenimiento el grueso volumen, las particularidades de cada una de sus hojas de color viejo, de cada uno de sus trazos de tinta. Las completas biografías que poseía me permitieron comprobar la autenticidad de los detalles citados en los distintos capítulos; las cartas originales que guardaba en mi colección, la veracidad de la letra apretada que llenaba las páginas y de la firma que las culminaba.
Comenzaba a amanecer cuando decidí que, asombrosamente, el manuscrito era auténtico.