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En la frontera del color

Charles Waddell Chesnutt

Traducción, presentación y notas
Victoria Pineda

Baile del Sol

Presentación

El gran tema del escritor norteamericano Charles Waddell Chesnutt (1858-1932) son las relaciones interraciales. Cualquier biografía de Chesnutt repite el hecho de que, a pesar de su condición de afro-americano, de «legalmente» negro, Chesnutt podía pasar tranquilamente por blanco, como el Coleman Silk de Joseph Roth en La mancha humana. Tal vez fuera esta digamos versatilidad, o tal vez el que entre sus antepasados se contaran desde un amo (blanco) de esclavos (negros) hasta negros libres, o tal vez se tratara de sus inclinaciones políticas, el caso es que Chesnutt encontró los mejores temas de sus novelas y cuentos en las historias, los fracasos y las grandezas derivadas de la búsqueda de la identidad racial y en las dificultades de vivir en la frontera, en la línea del color.

Chesnutt fue uno de los primeros escritores negros que gozó del favor del público y de la crítica en un ambiente literario y social predominantemente blanco, cuando las esperanzas suscitadas a raíz de la emancipación de los negros después de la Guerra de Secesión empezaban a difuminarse. Su tratamiento de los temas raciales y sociales, sorprendentemente moderno y lleno de ironía, no siempre fue bien entendido y esto hizo que su literatura cayera en el olvido durante algunas décadas. Pero su figura y sus escritos comenzaron a reevaluarse hace unos cuarenta años, y la crítica logró ver en ellas la complejidad y sutileza de sus técnicas narrativas. Desde hace una década se ha convertido en uno de los autores más estudiados y analizados por los especialistas. Hoy se le considera como uno de los padres de la narrativa de tradición negra y uno de los pilares del realismo americano.

La colección que presentamos, The Wife of His Youth and Other Stories of the Color Line, se publicó en 1899. En ella asistimos a la vida rural del Sur y urbana del Norte en un momento de enormes transformaciones en la sociedad norteamericana. Identificamos en estos cuentos temas y motivos que nos llevan desde el relato sentimental hasta consideraciones sobre el matrimonio y la fidelidad, o el retrato de un «mundo intermedio», la crítica a ciertos protagonistas masculinos, la sátira social, historias de esclavitud y de raza, de sangre mixta, de conflictos políticos y psicológicos, de relaciones problemáticas dentro de la comunidad negra, la representación de cuestiones de género, relatos del folclor afroamericano, o, en fin, ejemplos de narración de alta densidad intertextual. Además de esta colección, Chesnutt (que fue escritor «profesional» solo unos pocos años, después de ejercer como maestro y antes de dedicarse a la abogacía) publicó otro libro de cuentos y tres novelas, además de ensayos, biografías y memorias.

Para la traducción de los parlamentos de los personajes afroamericanos y otras hablas (el dialecto del Sur, la variedad irlandesa) he optado —después de desechar otras posibilidades— por no intentar trasponer en español las peculiaridades fonéticas de dichos dialectos, muy presentes en el texto, y me he conformado con mantener algunos rasgos sintácticos y de selección léxica. La cita de Hamlet I.iii.78-80 del cuento que abre la colección se transcribe por la traducción de la edición bilingüe de la obra del Instituto Shakespeare, 10ª ed., Madrid, Cátedra, 2003. Para la anotación me han resultado útiles, además de algunas obras de referencia, los libros de William M. Andrews, The Literary Career of Charles W. Chesnutt (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1980), Werner Sollors, Neither Black Nor White Yet Both: Thematics Explorations of Interracial Literature, (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1999), Charles Waddell Chesnutt, Stories, Novels, and Essays, ed. Werner Sollors (Nueva York: The Library of America, 2002) y Obiagele Lake, Blue Veins and Kinky Hair: Naming and Color Consciousness in African America, (Westport, CT: Praeger Publishers, 2003).

Gracias sinceras a la profesora Sally Ann H. Ferguson, de la University of North Carolina Greensboro, y a Mrs. Doris Fraker, de Ann Arbor, por sus eruditas explicaciones sobre la lengua y la obra de Chesnutt.

Victoria Pineda

SU ESPOSA DE JUVENTUD

I

Mr. Ryder se disponía a dar un baile. Por diversas razones este era el momento oportuno para tal acontecimiento.

Muy bien podría decirse que Mr. Ryder era el decano de los Venas Azules. Los Venas Azules provenían de una pequeña asociación de personas de color que se había organizado en cierta ciudad del Norte poco después de la guerra.1 Su propósito era establecer y mantener pautas sociales de corrección entre una gente cuya condición presentaba un espacio para la mejora casi ilimitado. Por accidente, y también quizá por alguna afinidad natural, la sociedad estaba formada por individuos que eran, hablando de manera general, más blancos que negros. Un envidioso ajeno a la asociación insinuó que nadie podía entrar a formar parte de ella si no era lo suficientemente blanco como para que a través de la piel se le vieran las venas azules. La insinuación caló inmediatamente en aquellos que no se contaban entre los pocos afortunados, y desde aquella época la asociación, aunque poseía un nombre más largo y pretencioso, fue conocida en todas partes como la «Sociedad de los Venas Azules» y sus miembros, como los «Venas Azules».2

Los Venas Azules no reconocían que existiese tal requisito de admisión en su círculo, sino que, al contrario, declaraban que el carácter y la cultura eran lo único que se tenía en cuenta, y que si la mayoría de los miembros eran de color claro, eso se debía a que esas personas, por regla general, habían tenido mejores oportunidades para postular su candidatura. También variaban las opiniones en cuanto a la utilidad de la Sociedad. Se sabía que algunos la habían atacado violentamente por ser un ejemplo palmario del propio prejuicio que había sufrido la raza de color, pero más tarde, cuando esos críticos conseguían entrar en la Sociedad, se les oía sostener celosa y diligentemente que la asociación era un salvavidas, un ancla, un baluarte y un escudo, una columna de humo durante el día y de fuego durante la noche para guiar a su gente a través de la jungla social.3 Se suponía que otro requisito de pertenencia a los Venas Azules era el del nacimiento libre, y aunque en realidad no existía tal imposición, no cabía duda ninguna de que muy pocos de los miembros habrían podido responder de ella en caso de existir. Si uno o dos de los más antiguos procedían del Sur y habían sido esclavos, su historia presentaba circunstancias lo suficientemente románticas como para privar a su origen servil de sus aspectos más tremendos.

Y aunque no se pedían tales pruebas de ingreso, lo cierto es que los Venas Azules tenían sus ideas al respecto, y no todos ellos eran en privado igualmente liberales en los asuntos que rechazaban de manera colectiva. Mr. Ryder era uno de los más conservadores. Aunque no se contaba entre los fundadores de la asociación, sino que había llegado algunos años después, su talante y cualidades de mando social eran de tal calibre que muy pronto fue reconocido como consejero y jefe, custodio de los valores de la Sociedad y guardián de sus tradiciones. Daba forma a su política social, promovía la organización de sus entretenimientos y cuando el interés decaía, como a veces pasaba, agitaba a los miembros hasta que estos estallaban de nuevo en alegre llamarada.

Existían además otras razones para su popularidad. Aunque no era tan blanco como algunos de los Venas Azules, su aspecto le confería un toque de distinción. Sus rasgos eran refinados; su pelo, casi liso; iba siempre pulcramente vestido; sus modales eran irreprochables; y su moral, fuera de toda duda. Había llegado a Groveland de joven y, habiendo conseguido empleo de mensajero en la oficina de una compañía de ferrocarril, con el tiempo logró ocupar el puesto de oficial de papelería, en el que tenía a su cargo la distribución de los materiales de oficina para toda la compañía. A pesar de que su falta de formación primaria había estorbado el desarrollo sistemático de una mente naturalmente fina, no le había impedido leer una buena cantidad de libros ni formarse unos gustos decididamente literarios. La poesía era su pasión. Podía recitar de memoria páginas enteras de los grandes poetas ingleses y, aunque su pronunciación era a veces errada, su aspecto, su voz, sus gestos, habrían respondido a los cambiantes sentimientos con una precisión que dejaba adivinar un alma poética y una crítica inofensiva. Era económico y había ahorrado dinero. Poseía y ocupaba una casa muy cómoda en una calle respetable. Su residencia estaba elegantemente amueblada y contenía, entre otras cosas, una buena biblioteca, rica sobre todo en poesía, un piano y algunos grabados selectos. Solía compartir su casa con alguna pareja joven, que cuidaba de sus necesidades y le hacía compañía, porque Mr. Ryder era un hombre soltero. En sus primeros años de pertenencia a los Venas Azules se le había considerado un buen partido, y las damas jóvenes y sus madres habían maniobrado con ingenio para capturarlo. Sin embargo, hasta que Mrs. Molly Dixon no visitó Groveland, ninguna mujer le había hecho cambiar de estado civil.

Mrs. Dixon había venido de Washington a Groveland durante la primavera y antes de acabar el verano ya había conquistado el corazón de Mr. Ryder. Era dueña de muchas cualidades atractivas. Era mucho más joven que él; de hecho, él tenía edad suficiente para haber sido su padre, aunque nadie sabía con exactitud sus años. Era más blanca que él y más cultivada. Se había movido en los mejores círculos de color del país, en Washington, y había dado clase en las escuelas de aquella ciudad. Una persona tan superior fue extraordinariamente bien recibida en la Sociedad de los Venas Azules y llegó a desempeñar un papel dirigente en las actividades de la misma. Mr. Ryder se sintió atraído primero por los encantos de su persona, pues era muy bien parecida y todavía no había cumplido los veinticinco años; luego, por sus refinados modales y por la vivacidad de su ingenio. Su marido había sido funcionario del gobierno y a su muerte le había dejado un seguro de vida considerable. Ella había ido a visitar a algunos amigos en Groveland y, al encontrar la ciudad y a la gente muy de su gusto, prolongó su estancia de manera indefinida. No parecía que la importunaran las atenciones de Mr. Ryder, sino que, al contrario, había sabido alentarlo adecuadamente. Desde luego, un hombre más joven y menos cauto se habría pronunciado mucho antes. Pero él ya había tomado la decisión de hacerlo y solo le quedaba determinar el momento en que le pediría que fuera su esposa. Decidió organizar un baile en su honor y en algún momento de aquella velada le ofrecería su corazón y su mano. No tenía ningún temor especial sobre los resultados, pero, como pequeño toque romántico, quería que el escenario estuviese en consonancia con sus sentimientos en el momento en que recibiera la respuesta esperada.

Mr. Ryder se propuso que ese baile marcara época en la historia social de Groveland. Conocía, desde luego (nadie los conocía mejor que él), los entretenimientos que habían tenido lugar en años anteriores y lo que había que hacer para superarlos. Su baile tenía que ser digno de la dama en cuyo honor iba a celebrarse y debía establecer, por la calidad de sus invitados, un ejemplo para el futuro. Últimamente había observado una creciente liberalidad, casi una laxitud, en asuntos sociales, incluso entre los miembros de su propio ambiente, y varias veces se había visto obligado a conocer en sociedad a personas cuyo color de tez y oficio distaban de ser los que él consideraba adecuados para la asociación. Tenía su propia teoría.

—No tengo prejuicios raciales —decía—, pero a la gente de sangre mixta nos machacan entre las dos piedras del molino, la de arriba y la de abajo. Nuestro destino reside entre la absorción por parte de la raza blanca y la extinción de la negra. La una no nos quiere todavía, mas puede que con el tiempo nos acoja. La otra nos recibiría con los brazos abiertos, pero para nosotros sería un paso atrás. «Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos», debemos hacer todo lo que podamos por nosotros mismos y por aquellos que nos seguirán.4 La conservación es la primera ley de la naturaleza.

Por su exclusividad, el baile serviría para contrarrestar las tendencias hacia el equilibrio, y su matrimonio con Mrs. Dixon contribuiría a subir un peldaño en el proceso de absorción que él deseaba y esperaba.

II

El baile tendría lugar el viernes por la noche. Se había puesto en orden la casa, las alfombras se habían cubierto con lienzos, los corredores y las escaleras se habían decorado con palmas y con macetas. Por la tarde Mr. Ryder se sentó en el porche, que una viña trepadora que subía por una tela metálica convertía en un fresco y agradable lugar de descanso. Esperaba responder al brindis «Por las señoras» durante la cena, y en un volumen de Tennyson, su poeta predilecto, buscaba la fuerza de las citas adecuadas. El volumen estaba abierto por «Un sueño de mujeres hermosas». Sus ojos se posaron sobre estos versos, que leyó en voz alta para juzgar mejor su efecto:

«Vi una dama al fin que tal vez me oyera,

inmóvil como mármol cincelado,

hija de un dios, divinamente alta

y mucho más divinamente hermosa».

Marcó el verso y, pasando la página, leyó la estrofa que empieza:

«Oh, dulce, pálida Margarita,

oh, suave, pálida Margarita»

Sopesó el pasaje durante un momento y decidió que no era el adecuado. Mrs. Dixon era la dama más pálida que asistiría al baile y con todo y eso su tez era más bien rubicunda; su disposición, vivaz; y su hechura, robusta. Así que siguió hojeando el libro hasta que sus ojos se detuvieron en la descripción de la reina Ginebra:

«Era igual que la alegre Primavera:

vestida en seda verde como hierba,

abrochada con hebillas de oro

y un penacho de plumas verde claro

que sujetaba un anillo dorado».

 

. . . . . . . . . . .

 

«Estaba adorable cuando empuñaba

la rienda con sus yemas delicadas;

toda otra felicidad cualquier hombre

habría entregado, y toda riqueza,

por malgastar su entero corazón

en un beso de sus labios perfectos».

Mientras Mr. Ryder murmuraba estas palabras en voz alta, con un estremecimiento de apreciación, oyó la aldaba de la verja y unas pisadas ligeras en los escalones. Volvió la cabeza y vio a una mujer en la puerta.

Era baja (no llegaba a los cinco pies) y proporcionada para su estatura. Aunque se mantenía erguida y miraba a su alrededor con ojos brillantes e inquietos, presentaba un aspecto bastante avejentado, pues tenía la cara surcada en todas partes por cientos de arrugas, y alrededor de los bordes del sombrero le sobresalían aquí y allá mechones de pelo corto encanecido. Llevaba una bata de calicó azul, de corte antiguo, un pequeño chal rojo sujeto sobre los hombros con un anticuado broche de latón y un gran sombrero de cofia profusamente adornado con flores artificiales de colores rojo y amarillo desvaídos. Y era muy negra, tan negra que sus desdentadas encías, que quedaban al descubierto cuando abría la boca para hablar, no eran rojas, sino azules.5 Parecía un poco como venida de la vieja vida de la plantación, llamada del pasado por el movimiento de la varita de un mago, como si la fantasía del poeta hubiera hecho encarnarse las graciosas formas que Mr. Ryder acababa de leer.

Se levantó de la silla y se dirigió hacia donde ella estaba.

—Buenas tardes, señora —dijo.

—Buenas tardes, señor —contestó ella, inclinándose de pronto en una reverencia inusual. Tenía la voz chillona y atiplada, aunque suavizada un poco por la edad—. ¿Es aquí donde vive el Señor Ryder, señor? —preguntó, mientras miraba a su alrededor con aire de duda y atisbaba por las ventanas abiertas, a través de las cuales se hacían visibles algunos de los preparativos para la velada de aquella tarde.

—Sí —contestó él, con aire de amable superioridad, halagado inconscientemente por los modales de la mujer—. Yo soy Mr. Ryder. ¿Quería usted verme?

—Sí, señor, si no le supone una molestia.

—No, en absoluto. Tome asiento aquí, detrás de la viña, que está fresco. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Perdone, señor —continuó ella, mientras se sentaba al borde de una silla—, perdone usted, señor, estoy buscando a mi marido. Oí que era usted un hombre importante y que llevaba aquí mucho tiempo, y pensé que no le importaría que me llegase a preguntarle si ha oído usted hablar de un mulato que se llama Sam Taylor y va por ahí por las iglesias preguntando por su mujer Liza Jane.

Mr. Ryder se quedó pensativo durante un momento.

—Después de la guerra hubo muchos casos de esos —dijo—, pero hace tanto tiempo, que los he olvidado. Ya quedan pocos. Pero cuénteme su historia, a ver si me voy acordando de algo.

Ella se echó hacia atrás en la silla, como para acomodarse, y plegó sus ajadas manos sobre el regazo.

—Me llamo Liza —comenzó—, Liza Jane. Cuando era joven, era del amo Bob Smith, allí en Missouri. Nací allí. De muchacha me casé con un hombre que se llamaba Jim. Pero Jim se murió y después me casé con un mulato que se llamaba Sam Taylor. Sam había nacido libre, pero sus padres murieron y los blancos le enseñaron a trabajar para mi amo hasta que se hiciera mayor. Sam trabajaba en el campo, y yo, de cocinera. Un día, Mary Ann, la criada de la señora, vino corriendo de la cocina y me dijo, «Liza Jane, el amo va a vender a Sam río abajo».

«Quita allá», le dije; «¡mi marido es libre!»

«No importa. He oído que el amo le decía al ama que iba a llevarse a Sam mañana porque necesitaba dinero y que sabía que le darían mil dólares por él y que no iban a hacer averiguaciones».

»Cuando Sam volvió del campo le dije que el amo quería llevárselo y él se escapó. Estaba a punto de cumplirse su tiempo de esclavo, y me juró que cuando hiciera los veintiún años vendría por mí y me ayudaría a escapar o ahorraría dinero para comprar mi libertad. Y yo sé que quería hacerlo, porque Sam me tenía en mucha consideración, sí. Pero cuando volvió no me encontró porque yo ya no estaba allí. El amo se enteró de que había avisado a Sam y por eso hizo que me azotaran y me vendieran río abajo.

»Entonces estalló la guerra, y cuando terminó, la gente de color estaba muy repartida. Yo volví a la casa, pero Sam no estaba allí y no pude averiguar nada de él. Pero yo sabía que él había estado allí buscándome y que no me había encontrado y que se había ido por ahí a buscarme.

»Y desde entonces he estado buscándolo —añadió simplemente, como si veinticinco años no fueran más que un par de semanas—, y sé que él me ha estado buscando a mí. Porque él me quería lo suyo, sí, y sé que ha andado buscándome todos estos años, a no ser que se haya puesto malo o algo así y no haya podido trabajar, o que se haya puesto mal de la cabeza y no se acuerde de la promesa que me hizo. Volví río abajo porque me imaginé que él habría ido por allí a buscarme. Fui a Nueva Orleans y Atlanta y Charleston y Richmond, y cuando ya terminé de recorrer el Sur me vine para el Norte. Porque sé que lo encontraré uno de estos días —añadió suavemente—, o él me encontrará a mí y entonces seremos tan felices en libertad como lo fuimos en aquellos tiempos, antes de la guerra.

Se detuvo un momento y una sonrisa furtiva pasó por su rostro marchito y sus brillantes ojos se suavizaron al perderse en la lejanía.

Esta era, en sustancia, la historia de la vieja mujer: había estado vagando de acá para allá. Mr. Ryder la contemplaba con curiosidad cuando ella terminó de hablar.

—¿Y de qué ha vivido usted todos estos años? —preguntó.

—Cocinando, señor. Soy una buena cocinera. ¿No sabrá usted de nadie que necesite una buena cocinera, señor? Me estoy quedando con una familia de color ahí a la vuelta hasta que encuentre un sitio.

—¿De verdad que espera encontrar a su marido? Puede que haya muerto hace tiempo.

Ella movió la cabeza con fuerza.

—Ah, no, muerto no está. Las señales y los amuletos me lo dicen. Esta semana he soñado tres noches seguidas que lo encontraba.6

—A lo mejor se ha casado con otra mujer. Su matrimonio de la época de esclavitud no se lo habría impedido, porque usted nunca vivió con él después de la guerra, y sin eso el matrimonio no cuenta.7

—A Sam eso le habría dado igual. Él no se habría casado hasta que hubiera sabido algo de mí. Yo lo sé —añadió—. Todos estos años he tenido la corazonada de que encontraré a Sam antes de morirme.

—Puede que él la haya sobrepasado a usted, que haya subido en la vida y que no haya querido que usted lo encuentre.

—No, señor, ni hablar —contestó ella—, Sam no es de esa clase de hombres. Era bueno conmigo, sí, aunque no era demasiado bueno con nadie más, era de los más gandules de la plantación. Me imagino que tendré que mantenerlo cuando lo encuentre porque nunca le gustó trabajar más de lo necesario. Pero claro, es que era libre y no le pagaban el trabajo, y por eso yo no le echo la culpa. Quizá le haya ido mejor desde que se escapó, pero no me espero gran cosa.

—Es posible que se lo haya usted cruzado por la calle cientos de veces durante estos veinticinco años y que no lo haya reconocido: el tiempo provoca cambios enormes.

Ella sonrió con incredulidad.

—Lo reconocería entre cien hombres, porque no hay otro mulato como mi Sam y no podría equivocarme. He llevado su retrato a todas partes durante veinticinco años.

—¿Puedo verlo? —preguntó Mr. Ryder—. Quizá me ayude a recordar si he visto al de verdad.

Ella se sacó un paquetito del pecho, y al hacerlo él vio que el paquete iba atado a una cuerda que llevaba colgada al cuello. Después de retirar varios envoltorios, la mujer sacó a la luz un anticuado daguerrotipo de una caja negra. Él miró larga y atentamente el retrato. Se había desgastado con el tiempo, mas los rasgos se distinguían claramente y era fácil ver qué clase de hombre era el que estaba allí representado.

Cerró la caja y con un movimiento pausado se la devolvió a la mujer.

—No conozco a nadie en esta cuidad con ese nombre —dijo—, ni he oído de nadie que haya ido haciendo esas averiguaciones. Pero si usted me deja su dirección, me ocuparé del asunto y si me entero de algo, la avisaré.

Ella le dio el número de una casa de la vecindad y se alejó, tras darle las gracias calurosamente. Él escribió la dirección en la solapa del volumen de Tennyson y, al marcharse ella, se levantó y se quedó de pie mirándola con curiosidad. Mientras caminaba calle abajo con pasitos cortos, él vio que varias personas con las que se había cruzado se volvían a mirarla con una sonrisa de amable diversión. Cuando dobló la esquina, él subió a su habitación y se quedó durante largo rato de pie, delante de la cómoda, mirando fija y pensativamente la imagen de su cara reflejada en el espejo.

III

A las ocho en punto la sala de baile estaba resplandeciente de luz. Los huéspedes habían comenzado ya a acudir, porque se ofrecía un programa literario y se tenían que revisar algunos asuntos rutinarios de la Sociedad antes del baile. Un sirviente negro vestido con traje de tarde esperaba en la puerta y dirigía a los invitados a los tocadores.

La ocasión se comentó durante mucho tiempo entre la gente de color de la ciudad, no solo por las galas y la ostentación, sino por el elevado promedio de cultura e inteligencia que distinguía a los que allí se congregaron. Había bastantes maestros de escuela, varios médicos jóvenes, tres o cuatro abogados, algunos cantantes profesionales, un editor, un teniente del ejército de los Estados Unidos que estaba de permiso en la ciudad, y otros con varios oficios de buena crianza. Eran negros, aunque la mayoría de ellos no habrían atraído ni siquiera una mirada descuidada porque no presentaban diferencias notables con los blancos. La mayoría de las señoras llevaban traje de noche, y los fracs y los zapatos de baile eran la regla entre los hombres. Un conjunto de cuerda, situado en un cuarto detrás de una fila de plantas de palmera, tocaba aires populares mientras iban llegando los huéspedes.

A las nueve y media dio comienzo el baile. A las once en punto se sirvió la cena. Mr. Ryder salió del salón de baile poco antes del intermedio pero reapareció a la hora de cenar. El banquete estuvo a la altura de la ocasión, y los invitados se encargaron convenientemente de dar buena cuenta lo que en él se sirvió. Cuando llegó la hora del café, el maestro de ceremonias, Mr. Solomon Sadler, pidió la atención de todos. Pronunció un breve preámbulo para cumplimentar al anfitrión y a los huéspedes, y después presentó por su orden los brindis de la noche. Todos ellos fueron respondidos con un buen despliegue de ingenio de sobremesa.

—El último brindis —dijo el maestro de ceremonias cuando llegó al final de la lista— debe interesarnos a todos. No hay entre nosotros ningún miembro del sexo fuerte que en algún momento de su vida no haya dependido de una mujer: en la infancia por la protección; en la edad viril por la compañía; en la vejez por el cuidado y el consuelo. Nuestro buen anfitrión ha intentado vivir solo, mas los hermosos rostros que veo a mi alrededor esta noche son la prueba de que también él depende en gran medida del bello sexo para aquello que hace que la vida merezca la pena, la compañía y el amor de los amigos, y mucho se equivocarían los rumores si muy pronto no se entrega él a la entera sujeción de una de esas personas. Mr. Ryder responderá ahora al brindis: Por las señoras.

Los ojos de Mr. Ryder tenían una mirada pensativa cuando tomó la palabra y se ajustó los anteojos. Empezó hablando de la mujer como un don que el cielo concede al hombre, y tras algunas observaciones generales acerca de la relación entre los sexos, dijo:

—Pero quizá la cualidad que más distingue a la mujer es la fidelidad y la devoción hacia aquellos a quienes ama. La historia está llena de ejemplos, pero no ha registrado ninguno más llamativo que el que hoy ha llegado a mis oídos.

Entonces relató, de manera simple pero efectiva, la historia que su visitante le había contado aquella tarde. La contó con el mismo suave dialecto que ella había usado, y que le vino de manera natural a los labios, mientras los demás escuchaban con atención y con compasión. Porque la historia había despertado un temblor de sensibilidad en muchos corazones. Algunos de los presentes habían visto y otros habían oído contar a sus padres o a sus abuelos los pesares y los sufrimientos de la generación anterior, y todos sentían, en los momentos más oscuros, esa sombra que aún pendía sobre ellos. Mr. Ryder continuó:

—Tal devoción y confianza son raras, incluso entre las mujeres. Muchas habrían buscado un año, algunas habrían esperado cinco años, unas pocas habrían podido llegar a esperar diez años, pero esa mujer mantuvo durante veinticinco años su afecto y su fe en un hombre al que no había visto y del que nada había sabido en todo ese tiempo.

»Hoy vino a mí con la esperanza de que yo pudiera ayudarla a encontrar a su marido perdido hace tantos años. Y cuando se marchó di rienda suelta a mi fantasía e imaginé un caso que les propondré a ustedes.

»Supongan que este marido, poco después de su fuga, hubiera sabido que su mujer había sido vendida y que las indagaciones que él pudo haber llevado a cabo no le dieron noticia del paradero de ella. Supongan que él fuera joven y ella, mayor que él; que él fuera claro y ella, negra; que su matrimonio fuera un matrimonio en esclavitud y válido legalmente solo si ellos lo hubieran querido así después de la guerra. Supongan también que él hubiera llegado al Norte como hicimos muchos de nosotros, y que allí, donde habría tenido mejores oportunidades, las hubiera aprovechado y que durante el curso de todos esos años hubiera llegado a ser tan diferente del muchacho ignorante que había huido por miedo de la esclavitud como la noche lo es del día. Supongan incluso que gracias al trabajo, a la frugalidad y al estudio se hubiera hecho acreedor de la amistad y de la consideración de una sociedad de gente como la que esta noche tengo a mi alrededor adornando mi mesa y llenando de alegría mi corazón, pues soy lo suficientemente viejo como para recordar el día en que una congregación como esta no habría sido posible en esta tierra. Supongan también que, a medida que iban pasando los años, el recuerdo que este hombre tenía del pasado se hubiera ido borrando cada vez más hasta que al final fuera raro que, excepto en sueños, le viniera a la mente alguna imagen de esa época ya ida. Y supongan después que el azar hubiera traído a su conocimiento el hecho de que su esposa de juventud, la mujer que había dejado atrás (no alguien que hubiera caminado a su lado y estado con él durante su fatigoso camino de ascenso, sino alguien en quien el paso de los años y una vida de trabajos hubiera dejado su huella) estaba viva y andaba buscándolo, pero que él estuviera a salvo de ser reconocido o descubierto, a menos que él mismo decidiera revelar quién era. Amigos míos, ¿qué haría ese hombre? Presumiré que era de los que aman el honor y de los que intentan comportarse de manera justa con todos. Llevaré el caso un poco más lejos y supondré que quizás hubiera depositado su corazón en otra, a quien habría esperado llamar suya. ¿Qué haría, o, mejor dicho, qué debería hacer en una crisis vital como esa?

»Me pareció que era posible que vacilara, y me imaginé que yo era un viejo amigo suyo, un amigo cercano, y que él había venido a mí en busca de consejo, y que discutíamos el caso. Yo intentaba argumentarlo imparcialmente. Después de considerar el asunto desde todos los puntos de vista, le decía, en palabras que todos ustedes conocen:

‘Y sobre todo sé sincero contigo mismo,

que a esto seguirá —como el día a la noche—

el que seas sincero con todos los demás’.8

»Y entonces, por fin, le hacía la pregunta, ‘¿La vas a reconocer?’.

»Y ahora, señoras y caballeros, amigos y compañeros, les pregunto, ¿qué debería haber hecho ese hombre?

Había algo en la voz de Mr. Ryder que conmovió los corazones de aquellos que estaban sentados en torno a él. Sugería algo más que mera compasión por unos hechos imaginarios, más bien parecía una llamada personal. Se observó también que sus ojos se detenían de manera especial en Mrs. Dixon, expresando una mezcla de renuncia y curiosidad.

Ella había estado escuchando con los labios entreabiertos y los ojos inundados. Fue la primera en hablar:

—Debería haberla reconocido.

—Sí —todos dijeron en eco—, debería haberla reconocido.

—Amigos míos y compañeros —respondió Mr. Ryder—, les doy las gracias a todos y cada uno. Es la contestación que esperaba, porque conozco sus corazones.

Se dio la vuelta y fue caminando hacia la puerta cerrada de una habitación contigua, mientras todos los ojos lo seguían intrigados. Volvió al cabo de un momento, llevando de la mano a su visitante de aquella tarde, que iba asustada y temblorosa al verse de pronto zambullida en aquella escena de brillante alegría. Iba pulcramente vestida de gris y llevaba el gorro blanco de una mujer anciana.

—Damas y caballeros —dijo él—, esta es la mujer y yo soy el hombre cuya historia les he contado. Permítanme que les presente a la mujer de mi juventud.9

SU MAMMY DE VIRGINIA

I

La pianista atacó un animado two-step y la pista de baile pronto se llenó de parejas, cada una rotando sobre su propio eje y todas girando alrededor de un centro común, quizá en obediencia de la misma ley del movimiento que gobierna los sistemas planetarios. El salón de baile era una habitación alargada, con suelos encerados que brillaban al reflejo de las luces de las arañas. Las paredes estaban empapeladas en azul y blanco por encima de un zócalo de madera barnizada, la monotonía de la superficie quedaba rota por numerosas ventanas cubiertas con cortinajes de muselina de lunares y por algunos grabados y pinturas que representaban bailes de diversas naciones, juiciosamente elegidos. Las filas de sillas dispuestas a lo largo de los dos lados del salón se fueron quedando desocupadas a medida que la música siguió sonando, porque la pianista, una mujer de color, alta, de largos dedos y muñecas musculosas, tocaba con tal brío y ritmo que los pies de los que escuchaban se ponían en movimiento involuntariamente.

Esta danza ocuparía al menos un cuarto de hora de la clase, y por eso la menuda maestra de baile aprovechó la oportunidad para escabullirse a descansar unos minutos en su sala de estar, que se hallaba en el mismo piso. Había sido un día agotador. Había tenido una matiné a las dos, una clase para niños a las cuatro, y a las ocho, la clase que ahora estaba desarrollándose en la pista de baile.

Cuando llegó a la sala de estar se sobresaltó de gozo. Un joven se levantó al entrar ella y avanzó con las manos extendidas: un joven alto, de hombros anchos y pelo claro, con un semblante franco y amable, ahora iluminado con la animación del placer. Aparentaba unos veintiséis o veintisiete años. Su rostro era de los que uno instintivamente asocia con el intelecto y el carácter, y daba la impresión, además, de ese algo intangible que llamamos raza. Vestía con pulcritud y cuidado, aunque a su ropa no le faltaran indicios de que a su dueño le parecía necesario o conveniente practicar la economía.

—Buenas tardes, Clara —dijo, tomándole las manos entre las suyas—, te he estado esperando cinco minutos. Supuse que estarías aquí, pero si hubieras tardado un momento más habría ido a buscarte al salón. Estás cansada, ¿no? —añadió, atrayéndola hacia sí y escudriñando sus rasgos de cerca—. Este trabajo es demasiado fatigoso. No estás hecha para él. ¿Cuándo vas a dejarlo?

—La temporada casi ha terminado —contestó ella—, y después pararé durante el verano.

Él la atrajo más cerca todavía y la besó tiernamente.

—Dime, Clara —dijo, inclinando la cabeza para mirarle el rostro (era al menos un pie más alto que ella)—, ¿cuándo me vas a dar la respuesta?

—¿Te contentarás con la respuesta que pueda darte esta noche? —preguntó ella con una sonrisa lánguida.

—Me contentaré solo con una respuesta, Clara. Pero no me hagas esperar demasiado para dármela. ¡Fíjate! Hace seis meses que te conozco.

—Eso es muchísimo —dijo Clara mientras se sentaban uno al lado del otro.

—Ha sido una eternidad —repuso él—. Y además, durante dos semanas, que me han parecido más largas que todo el resto del tiempo, he estado esperando mi respuesta. Me están saliendo canas con el suspense. En serio, Clara, querida, ¿cuál será?, o mejor dicho, ¿cuándo será?, porque para la otra pregunta solo hay una respuesta posible.

Él la miró a los ojos, que lentamente se llenaron de lágrimas. Ella lo rechazó gentilmente cuando él se acercó para besarlos.

—Sabes que te quiero, John, y sabes por qué no digo lo que tú deseas. Debes darme algo más de plazo para decidirme antes de poder consentir cargarte con una esposa sin nombre, alguien que no sabe quién fue su madre…

—Fue una buena mujer, y hermosa, si en algo te pareces a ella.

—Ni su padre…

—Un caballero y un erudito, si heredaste de él tu mente o tus modales.

—Eres muy bueno al decir eso y yo intento creerlo. Pero este es un asunto serio. Es algo horrible no tener nombre.

—Tú eres conocida por uno digno, que se te dio libremente y que ahora es tuyo.

—Ya lo sé, y estoy agradecidísima por ello. Pero después de todo no es mi nombre de verdad, y desde que lo he sabido, me parece que es una prenda de vestir, algo externo, accesorio, y no parte de mí misma. No significa lo que el propio nombre significaría.

—Toma el mío, Clara, y hazlo tuyo, lo pongo a tus pies. Lo han llevado algunos hombres de honor.

—Ah, sí, y eso es lo que hace más difícil mi posición. Tu bisabuelo fue gobernador de Connecticut.

—Eso le he oído decir a mi madre.

—Y uno de tus antepasados llegó en el Mayflower.

—Sí, haciendo no sé qué trabajo. Nunca he estado seguro de si era el cocinero del barco o se ocupaba del mástil.

—Ahora estás siendo insincero, John, pero no puedes engañarme. Nunca hablaste así de tus antepasados hasta que no te enteraste de que yo no tenía ninguno. Sé que estás orgulloso de ellos, y que el recuerdo del gobernador y del juez y del profesor de Harvard y del peregrino del Mayflower hace que te esfuerces para destacar, para probarte a ti mismo que eres digno de ellos.

—Así era hasta que te conocí, Clara. Ahora la única inspiración de mi vida es la esperanza de hacerte mía.

—¿Y tu profesión?

—Me dará los medios para sacarte de esto, no estás hecha para un trabajo tan duro.

—¿Y tu libro?, ¿ese tratado que va a hacerte tan famoso?

—He trabajado el doble y he conseguido progresar dos veces más desde que espero que tú puedas compartir mi éxito.

—¡Ay! ¡Si supiera la verdad! —suspiró—, ¡o si la pudiera averiguar! Me doy cuenta de que soy absurda, de que debería estar feliz. Quiero de verdad a mis padres… a mis padres adoptivos. Les debo todo. Madre… ¡pobre madre querida!… no podría haberme querido más ni haberme cuidado más atentamente si hubiera sido su propia hija. Sin embargo (me avergüenzo al decirlo), siempre sentí que yo no era como ellos, que había una diferencia sutil entre nosotros. Ellos estaban satisfechos en la prosperidad y resignados en la adversidad; yo siempre estaba inquieta y llena de ambiciones imprecisas. Ellos eran buenos, pero apagados. Me amaban, pero nunca me lo dijeron. Siento que en mis venas late sangre más caliente, más intensa, que la corriente plácida que se arrastraba por las suyas.

—Para mí nunca habrá nadie como ellos —dijo su enamorado—, porque ellos te acogieron y te criaron para mí.

—A veces —prosiguió ella, soñadora— estoy segura de que pertenezco a una buena familia y la sangre de mis antepasados parece que me llamara con tono claro y cierto. Pero cuando cambio de humor, me encuentro perdida, y me da la impresión de que incluso si todo lo que tuviera que hacer para saber quién soy y de dónde vengo fuera levantar la mano, creo que me lo pensaría antes de hacerlo, por miedo a que lo que pudiera averiguar me hiciera infeliz para siempre.

—Querida mía —dijo él, tomándola en sus brazos, mientras del salón y del corredor llegaba el sonido atenuado de la música—, aparta esos pensamientos desagradables. Tu pasado está envuelto en misterio. Acepta mi nombre, como has aceptado mi amor, y yo haré que tu futuro sea tan feliz que no tendrás tiempo de pensar en el pasado. ¿Qué significan un puñado de abuelos viejos y enmohecidos, comparados con la vida y el amor y la felicidad? No está bien visto hoy en día mencionar a los antepasados, conque ¿para qué sirven si no se puede uno jactar de ellos?

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