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Índice

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Los que van a morir te saludan

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Créditos

Los que van a morir te saludan

I

Los dos chicos mataban el tiempo en la estación central de Roma.

–¿A qué hora llega su tren? –preguntó Nerón.

–Dentro de una hora y veinte –dijo Tiberio.

–¿Y piensas quedarte todo el rato así? ¿Vas a esperar a esa mujer sin moverte ni un ápice?

–Sí.

Nerón suspiró. La estación estaba vacía, eran las ocho de la mañana, y ahí estaba: esperando ese maldito Palatino proveniente de París. Miró a Tiberio, que se había acostado sobre un banco con los ojos cerrados. Podía perfectamente marcharse sin hacer ruido y volverse a meter en la cama.

–Quieto ahí, Nerón –dijo Tiberio sin abrir los ojos.

–No me necesitas para nada.

–Quiero que la veas.

–Bueno.

Nerón volvió a sentarse pesadamente.

–¿Qué edad tiene?

Tiberio hizo un cálculo mental. No sabía con exactitud qué edad podía tener Laura. Cuando se conocieron, en el colegio, él tenía trece años y Claudio doce y, por entonces, el padre de Claudio llevaba ya bastante tiempo casado en segundas nupcias con Laura. Eso quería decir que debía de tener casi veinte años más que ellos. Durante mucho tiempo él había creído que Laura era la madre de Claudio.

–Cuarenta y tres años –dijo.

–Ah.

Nerón tardó un momento en responder. Había encontrado una lima en su bolsillo y se entretenía redondeándose las uñas.

–He conocido al padre de Claudio –dijo–. No tiene nada de especial. Explícame por qué Laura se ha casado con un tipo que no tiene nada de especial.

Tiberio se encogió de hombros.

–Nadie se lo explica. Supongo que ama a Henri a pesar de todo, por alguna razón que todos ignoramos.

En verdad Tiberio se había hecho con frecuencia esa pregunta. ¿Qué demonios hacía la singular y magnífica Laura en brazos de un tipo tan serio y tan intransigente? Era inexplicable. Daba la impresión, incluso, de que Henri Valhubert ni siquiera se daba cuenta de hasta qué punto su mujer era singular y magnífica. Tiberio se hubiese muerto de aburrimiento de haber tenido que vivir con Henri, pero Laura no parecía morirse en absoluto. Incluso Claudio encontraba inaudito que su padre hubiese conseguido casarse con una mujer como Laura. «Se trata probablemente de un milagro, aprovechémonos», decía. Se trataba de un problema sobre el cual Claudio y él habían dejado de pensar desde hacía tiempo y que siempre habían resuelto concluyendo: «Es inexplicable».

–Es inexplicable –repitió Tiberio–. ¿Qué demonios haces con esa lima de uñas?

–Aprovecho nuestra espera para perfeccionar mi apariencia. Si estás interesado –añadió tras un silencio–, poseo una segunda lima.

Tiberio se preguntó si era realmente una buena idea presentar Nerón a Laura. Laura también tenía su lado frágil. Era capaz de desmoronarse con un golpe.

II

A Henri Valhubert no le gustaban las cosas perturbadoras. Abrió la mano y la dejó caer sobre la mesa con un suspiro.

–Sí, lo es –dijo.

–¿Está seguro? –preguntó su visitante.

Henri Valhubert alzó una ceja.

–Discúlpeme –dijo el hombre–. Si usted lo dice.

–Se trata de un boceto de Miguel Ángel –continuó Valhubert–, un fragmento de torso y un muslo, y nos lo encontramos circulando por París.

–¿Un boceto?

–Exactamente. Es un boceto tardío, y vale millones porque no proviene de ninguna colección privada o pública conocida. Es un inédito, lo nunca visto. Un esbozo de muslo circulando por París. Cómprelo y hará un negocio estupendo. A menos, claro, que se trate de un robo.

–Hoy en día ya no se puede robar un Miguel Ángel. No es que abunden.

–En el Vaticano, sí. En los inmensos fondos de archivo de la Biblioteca Vaticana... Este papel huele a la Vaticana.

–¿Huele?

–Huele, en efecto.

¡Qué estupidez! Henri Valhubert sabía muy bien que cualquier papel viejo huele exactamente igual que otro papel viejo. Sin embargo, lo apartó molesto. ¿Por qué estaba tan turbado? No era el mejor momento para pensar en Roma. Claro que no. Aquel calor de entonces, cuando en la Biblioteca Vaticana se había visto envuelto en una búsqueda frenética de imágenes barrocas, y los papeles crujían en medio del silencio al ser hojeados. ¿Se sentía frenético en la actualidad? Ya no, en absoluto. Dirigía cuatro negocios de edición artística, manejaba un montón de pasta, la gente se apresuraba a pedirle su opinión, se disculpaba antes de dirigirle la palabra, su hijo lo evitaba; e incluso Laura, su mujer, titubeaba antes de interrumpirle. Sin embargo cuando se habían conocido, a Laura no le importaba lo más mínimo interrumpirlo. Venía a esperarlo por las tardes bajo las ventanas del palacio Farnesio en Roma, con una gran camisa blanca de su padre ceñida a la cintura. Él le contaba lo que había sacado en limpio de aquella jornada calurosa en la vieja Vaticana, y Laura lo escuchaba gravemente con el perfil arqueado. Y luego, de repente, le daba igual y lo interrumpía.

Ahora, en cambio, ya no. Ya habían pasado dieciocho años e incluso Miguel Ángel lo llenaba de melancolía. Henri Valhubert detestaba los recuerdos. ¿Por qué venía este tipo a ponerle delante de las narices aquel apestoso papel? ¿Y por qué seguía él siendo aún lo bastante esnob como para disfrutar diciendo «La Vaticana», igual que si se tratase de una vieja amiga, en vez de decir «la Biblioteca Vaticana» como todo el mundo, con respeto? ¿Y por qué Laura se iba a Roma casi todos los meses? ¿Acaso sus padres, que se pudrían lejos de la gran urbe, exigían tal cantidad de viajes?

Ni siquiera tenía ganas de revelar su descubrimiento a aquel tipo, y eso que le resultaba muy fácil. El tipo podía guardarse su muslo de Miguel Ángel, si tal era su deseo, a él le resultaba completamente indiferente.

–Después de todo –continuó–, puede provenir perfectamente de cualquier pequeña colección italiana. ¿Qué aspecto tenían los dos hombres que se lo ofrecieron?

–No tenían ningún aspecto en concreto. Me dijeron que se lo habían comprado a un particular en Turín.

Valhubert no respondió.

–Entonces, ¿qué hago? –preguntó el hombre.

–Ya se lo he dicho, ¡cómprelo! Está tirado. Y sea amable. Hágame llegar un cliché y avíseme si encuentra otros. Nunca se sabe.

En cuanto estuvo solo, Henri Valhubert abrió de par en par la ventana de su despacho con la intención de aspirar el aire de la calle de Seine y ahuyentar aquel olor a papel viejo y a la Vaticana. Laura debía de estar llegando en estos momentos a la estación de Roma. Y ese joven majara de Tiberio estaría probablemente esperándola para llevarle las maletas. Como siempre.

III

El Palatino acababa de entrar en la estación. Los viajeros descendían blandamente. Tiberio señaló de lejos a Laura, para que Nerón la viese.

–Tiberio... –dijo Laura–. ¿Cómo no estás trabajando? ¿Llevas mucho tiempo aquí?

–Languidezco aquí desde las primeras luces. Cuando tú dormías en la frontera, yo ya estaba aquí. En aquel rincón. ¿Cómo estás? ¿Has podido dormir en la litera? Dame tu bolsa.

–No estoy cansada –dijo Laura.

–Claro que lo estás. Sabes perfectamente que el tren cansa. Mira, Laura, te presento a nuestro amigo Nerón, la tercera punta satánica del triángulo demoníaco que baña la ciudad de Roma de sangre y fuego... Lucius Domitius Nero Claudius, sexto César... ¡Avanza Nerón! Mucho cuidado con él, Laura... Está completa y rematadamente loco. Es el loco más completo que Roma haya jamás acogido entre sus muros desde hace mucho tiempo... Pero Roma aún no lo sabe. Ése es el inconveniente.

–¿Tú eres Nerón? Claudio lleva años hablándome de ti –dijo Laura.

–Buena cosa –dijo Nerón–. Soy un tema inagotable.

–Es sobre todo un individuo pésimo –dijo Tiberio–. Inteligencia eruptiva y nefasta para el futuro de las naciones. Pero ¡dame esa bolsa, Laura! No quiero que lleves ninguna bolsa. Pesa y además hace feo.

Nerón caminaba al lado de ambos. Tiberio había descrito mal a aquella mujer, con palabras ambiciosas que quieren decir mucho y no dicen nada. Nerón lanzaba rápidas miradas de soslayo, manteniendo la distancia, con una deferencia respetuosa nada habitual en él. Laura era bastante alta y andaba con una especie de desequilibrio imperceptible. ¿Por qué Tiberio le había expuesto tan mal todo aquello del perfil? Había hablado de un perfil curvo, de labios un poco desdeñosos, de cabellos negros cortados sobre los hombros.

Pero no había explicado hasta qué punto el conjunto resultaba sorprendente a la vista. En este momento, ella escuchaba a Tiberio, mordiéndose un labio. Nerón absorbía con avidez la entonación de su voz.

–¡Pues no, guapo, no llevo nada de comer! –decía Laura, mientras caminaba con rapidez, cruzando los brazos sobre su vientre.

–¿Y qué va a ser de mí?

–Cómprate algo de camino. Tienes que alimentarte. ¿Claudio trabaja de nuevo? ¿Se concentra?

–Por supuesto, Laura. Claudio trabaja mucho.

–Me mientes, Tiberio. Duerme de día y corretea de noche. Mi pequeño Claudio no hace más que tonterías. Dime, Tiberio, ¿por qué no ha venido?

Espantó sus palabras de un manotazo.

–Es por Livia –dijo Tiberio–, ¿no has oído nada del último descubrimiento de tu querido Claudio?

–La última vez sólo mencionó a una tal Pierra.

–¡Oh, no! Lo de Pierra data de hace al menos veinte días, es una historia antigua, antediluviana. No, yo hablo de la maravillosa Livia, ¿no te dice nada?

–No. Creo que no. Veo tantas, ya sabes.

–Muy bien, te la enseñaré esta semana. Siempre que la constancia de Claudio resista hasta entonces.

–Esta vez no me quedo, guapo. Me vuelvo a París mañana por la noche.

Tiberio se detuvo bruscamente.

–¿Te vas tan pronto? ¿Nos dejas?

–Sí –dijo Laura sonriendo–. Volveré dentro de un mes y medio.

–¿Pero acaso no te das cuenta, Laura? ¿No sabes que Claudio y yo, desde que estamos exiliados aquí en Roma, todos los días, me oyes, todos los días lloramos un poquito por tu culpa? Un poquito antes de almorzar y un poquito antes de cenar. Y tú ¿qué haces? ¡Nos dejas durante un mes y medio! ¿Acaso crees que las Pierras y las Livias van a poder animarnos?

–Sí, lo creo –dijo Laura con la misma sonrisa.

Nerón apreció aquella sonrisa.

–Pero yo soy un ángel –dijo Tiberio.

–Claro que sí, guapo. Ahora vete, voy a coger un taxi.

–¿No podemos acompañarte y tomar contigo una copa en el hotel?

–Prefiero que no. Tengo que ver a un montón de gente.

–Bueno. Cuando veas a Henri, abrázalo de mi parte y de parte de Claudio. Dile que tengo la foto que me ha pedido para su libro. Entonces... ¿te devuelvo la bolsa? ¿Acabas de llegar y ya nos dejas?, ¿y no vuelves hasta dentro de un mes?

Laura se encogió de hombros.

–Vale –respondió él–. Me zambulliré en el estudio. ¿Y tú, Nerón?

–Me ahogaré en la sangre de la familia –dijo Nerón sonriendo.

–Se refiere a la familia imperial –susurró Tiberio–. Los Julio-Claudios. Es una manía que tiene. Muy grave. Nerón el Parricida fue el criminal más peligroso de todos. Prendió fuego a Roma.

–No existen pruebas –dijo Nerón.

–Lo sé –dijo Laura–. Y se hizo dar muerte diciendo: «¡Qué artista muere conmigo!». O algo así.

Tiberio le tendió la mejilla a Laura y Laura le dio un beso. Nerón le estrechó la mano.

Sobre la acera, los dos chicos la miraron mientras se alejaba de espaldas, a grandes zancadas, arropándose con su abrigo negro, los hombros un poco arqueados como si tuviese frío. Se volvió para hacerles una seña. Nerón entornó los ojos. Nerón era miope: se estiraba con los dedos las comisuras de sus ojos verdes para «ver claro» porque se negaba por completo a llevar gafas. Un emperador romano no puede permitirse el llevar gafas, explicaba. Sobre todo si tiene los ojos verdes, que son muy delicados. Resultaría indecente y grotesco. Nerón se había hecho cortar el pelo a la antigua, corto, dejando sobre la frente algunos bucles rubios y regulares que aplastaba cada mañana con gomina.

Tiberio lo sacudió suavemente.

–Puedes dejar de estirarte los ojos –dijo–. Ha doblado la manzana. Ya no se la ve.

–No sabes describir a las mujeres –suspiró Nerón–. Ni a los hombres.

–Cierra la boca –dijo Tiberio–. Venga, vamos a tomar un café.

Tiberio se sintió aliviado. Le hubiese horrorizado que su querido Nerón no apreciase a Laura. Por supuesto confiaba en las fascinaciones extremadas de su amigo, pero, aun así, siempre se corre un riesgo. Por ejemplo, hubiese podido mostrarse simplemente tibio. Hubiese podido no entender nada y decir, sí, que era bastante guapa, pero que ya no era joven y que se le podían reprochar algunos pequeños detalles, que todo aquello distaba de ser perfecto o algo así. Por esa razón, Tiberio y Claudio habían titubeado largamente antes de enseñarle a Laura. Pero Nerón sabía reconocer todo lo que valía la pena en este mundo.

–No, no sabes describir a las mujeres –repitió Nerón revolviendo su café.

–Bébete el café. Me pones nervioso cuando lo revuelves de esa forma.

–Claro, tú estás acostumbrado. La conoces desde que eres un niño.

–Desde los trece años. Pero uno no se acostumbra nunca.

–¿Cómo era antes? ¿Más guapa?

–Yo creo que menos. Tiene un tipo de rostro al que le va bien la fatiga.

–¿Y dijiste que era italiana?

–No por completo, su padre es francés. Nació en Italia y aquí ha pasado toda su juventud, una juventud más bien alocada, creo. Casi no habla sobre ello. Sus padres estaban francamente en la miseria. Debió de ser el tipo de chica que corretea descalza por las calles de Roma.

–Me lo imagino –dijo Nerón soñador.

–Se encontró con Henri Valhubert en Roma, cuando él vino a estudiar a la escuela francesa. Era muy rico, viudo, con un niño pequeño, pero no era guapo. No, Henri no es guapo. Ella se casó con él y se fue a vivir a París. Es inexplicable. Hace ahora casi veinte años. Ella viene a Roma con frecuencia para ver a su familia, para ver a gente. A veces se queda un día, a veces algo más. Es difícil tenerla para uno mucho tiempo de una sola vez.

–¿No me habías dicho que te gustaba Henri Valhubert?

–Claro. Es la costumbre. Siempre ha sido despiadado con Claudio. Anotábamos en un cuaderno sus accesos de ternura, porque a veces tenía alguno por las mañanas. Laura nos daba dinero a sus espaldas y mentía por nosotros, porque Henri Valhubert era contrario a todo tipo de locura. Trabajo y sufrimiento. ¿Resultado? Claudio no hace nada y eso pone a su padre furibundo. No es un hombre fácil. Creo que Laura le tiene miedo. Una noche, Claudio se quedó dormido sobre su cama y yo atravesé el gran despacho para volver a casa. Vi a Laura llorando en un sillón. Era la primera vez que la veía llorar y me quedé petrificado, tenía quince años, entiéndeme. Al mismo tiempo, era un espectáculo excepcional. Se sujetaba el pelo negro con el puño y lloraba sin hacer ruido. Con el arco de la nariz tenso, divino. Es lo más bello que he visto en toda mi existencia.

Tiberio frunció el entrecejo.

–Fue mi primer paso hacia el conocimiento –añadió–. Antes era imbécil.

–¿Por qué lloraba?

–Nunca lo supe. Y Claudio tampoco.

IV

Claudio golpeó apresuradamente la puerta de la habitación de Tiberio y entró sin esperar respuesta.

–Me molestas –dijo Tiberio sin volverse de su mesa.

–Supongo que trabajas.

Tiberio no respondió y Claudio emitió un suspiro.

–¿De qué te sirve?

–Lárgate, Claudio. Nos vemos en la cena.

–Dime, Tiberio, cuando viste a Laura hace dos semanas, cuando fuiste a buscarla a la estación, ¿hablasteis de mí?

–Sí. Bueno, no. Hablamos de Livia. No nos vimos mucho tiempo, ¿sabes?

–¿Y por qué de Livia? Por si no lo sabes la dejé hace dos días.

–Eres agotador. Y esta vez, ¿qué le pasaba a esta chica?

–Se estaba apresurando.

–Cuando están enamoradas, tienes miedo, cuando no lo están te ofendes y cuando lo están modestamente, te aburres. ¿Qué buscas exactamente?

–Dime, Tiberio, ¿es que has hablado de mí con Laura? ¿O de mi padre?

–Ni siquiera mencionamos a Henri.

–¡Vuélvete cuando me hables! –gritó Claudio–. ¡Ni siquiera puedo ver si mientes!

–Me agotas, amigo –dijo Tiberio obedeciéndole–. No me gusta nada cuando te pones así, tan agitado. ¿Qué es lo que pasa ahora?

Claudio apretó los labios. Siempre había sido así. Tiberio conseguía exasperarlo. Desde que se conocieron hace catorce años y fueron al colegio juntos y después al instituto y luego a la universidad, nada había cambiado. Más bien había empeorado. A medida que Tiberio crecía ante sus ojos, adquiría más encanto y más fuerza. A veces resultaba fastidioso. Un día, de todas formas, la edad acabaría con el rostro anguloso de Tiberio, acabaría con sus pestañas negras de prostituta y deformaría su cuerpo. Cuando llegase ese momento, veríamos si Tiberio seguía siendo el hombre noble, el trabajador infatigable y rápido, el tierno protector de su amigo Claudio. Ya veríamos. Hasta entonces, aún faltaba tiempo. Claudio se separó de la ventana donde se veía su reflejo. «Escuchimizado», lo llamaba su padre. Tenía un rostro irregular que sobresalía por todas partes y que además había heredado de aquel maldito padre. Felizmente en la vida existen los milagros y él podía tener a todas las chicas que se le antojaban, sin conseguir explicarse aún cómo. Todo hay que decirlo, invertía mucho tiempo en ello. Más tarde, cuando fuese extremadamente rico, es seguro que ganaría tiempo. He ahí algo que Tiberio no iba a tener jamás. Tiberio era un pobretón. Sin un céntimo en el bolsillo. Tiberio era un desarrapado. Tiberio se había hecho a sí mismo, picoteando aquí y allá. Magistralmente, quizás, pero picoteando aquí y allá. Tiberio ni siquiera era alumno de la escuela francesa de Roma. Él, Claudio, había entrado fácilmente gracias a la recomendación de su padre. Pero Tiberio y Nerón se habían quedado en puertas. Entre los dos no habían conseguido más que una beca de la universidad que les había permitido seguir a Claudio a Italia y que compartían. Pero Claudio sabía perfectamente que su madrastra le daba un poco de dinero a Tiberio igual que cuando era pequeño. Saltaba a la vista. Era de extrañar que él mismo fuese capaz de adorar a un tipo que al mismo tiempo le ponía tan nervioso. Nunca había podido prescindir de él. Y cuando habían formado aquel «triunvirato», en los primeros años de la universidad, cuando conocieron a David –Nerón–, aquello se había convertido en algo aún peor, en algo indisoluble, sagrado. David ya estaba completamente pirado a los diecinueve años, y aquello no arreglaba las cosas. Le había parecido maravilloso que Claudio llevase desde su nacimiento el nombre de pila de un emperador romano. Decía que le iba bien a causa, ya entonces, de sus correrías erráticas con las mujeres. «¡Bienaventurado él si hubiese podido gobernar su casa como gobernó su imperio!», declamaba a cada momento, cuando Claudio le presentaba a una nueva novia. A partir de ahí, David había bautizado de manera natural a Thibault con el nombre de «Tiberio», y él se había hecho llamar a sí mismo «Nerón», «debido a sus malos instintos». Y aquella historia los había aprisionado a los tres dentro de la misma familia. Había resultado inevitable. Fue un verdadero drama cuando se tomó la decisión de que Claudio partiría durante dos años a Roma sin los otros dos. Incluso Laura hacía ya mucho tiempo que había olvidado el verdadero nombre de Tiberio: y, todo hay que decirlo, Thibault es un nombre bonito.

Tiberio había aprovechado su silencio para ponerse de nuevo a trabajar.

–No me escuchas –dijo Claudio.

–Espero a que hables.

–He recibido una carta de mi padre. Llega mañana a Roma. Me escribe que es un asunto urgente.

–Vaya, ¿qué pinta Henri en Roma? Nunca viene cuando hace calor.

–Naturalmente, me da una pequeña explicación que no vale nada, pero es evidente que viene por mi culpa, para sermonearme, para encarrilarme sobre las vías del honor familiar. Es insoportable. ¿Crees que ha descubierto algo sobre aquella chica que estaba embarazada?

–No creo.

–¿No le habrás dicho nada?

–Venga, compañero...

–Perdona, Tiberio. Ya sé que no has dicho nada.

–¿Qué te ha escrito Henri?

–Dice que ha tenido entre sus manos un pequeño Miguel Ángel inédito. Sospecha que la cosa pudo haber sido robada de un fondo de archivos inexplorado y ha pensado en la Vaticana. Después llamó a Lorenzo para hablarle del asunto, porque piensa que como trabaja en el Vaticano puede haber advertido algún tipo de tráfico, si es que lo hay. Lorenzo ha interrogado a Maria, que no ha notado nada de especial en la biblioteca en estos últimos tiempos. Ahí se termina toda la historia. Y a pesar de todo, aunque le horroriza molestarse por minucias, desembarca en Roma para «estudiar el asunto más de cerca». En pleno mes de junio. Es absurdo.

–Puede que no lo haya dicho todo, puede que tenga una pista sólida, dudas sobre sus antiguos colegas. A lo mejor quiere silenciar todo el asunto personalmente.

–Y, en ese caso, ¿por qué no me habría dicho nada?

–Para que no levantes la liebre contando toda la historia por ahí.

Claudio puso mala cara.

–No lo tomes mal, compañero. Sabes perfectamente que con tres copas sufres un enternecimiento generalizado que te conduce, con una indulgencia carente de discernimiento, a un mundo mejor, en el que de pronto todas las mujeres se te antojan deseables y todos los hombres, encantadores. Es una tendencia tuya. Henri puede que esté, simplemente, tomando sus precauciones.

–¿Entonces no crees que venga para encarrilarme?

–No. ¿Estará Lorenzo en casa de Gabriella esta noche?

–Normalmente sí. Es viernes.

–Llámala. Pasaremos a saludar a nuestro amigo el obispo y quizás descubramos algo más. Dile que cenaremos en su casa.

–Es viernes, habrá pescado.

–¿Qué más da?

Claudio salió y volvió de inmediato.

–¿Tiberio?

–¿Sí?

–¿Crees que no hubiese debido dejar a Livia?

–Es asunto tuyo.

–¿Acaso no sabes que las mujeres serán mi perdición?

–¿Por qué? ¿Sólo porque el emperador Claudio fue ridiculizado por su tercera esposa y asesinado por la cuarta?

Claudio se rió. Abrió la puerta y murmuró mientras salía:

–Cuarta esposa que no era otra que la madre de Nerón. No lo pases por alto.

Tiberio corrió hacia la puerta y gritó en el pasillo:

–Nerón, que mató a su madre para acceder al trono, no lo olvides.