Índice

Cubierta

Portadilla

1 «El día en que papá se marchó a la guerra...»

2 «Misión humanitaria, como decía el abuelo, era un eufemismo»

3 «Las guerras de nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos...»

4 «Hay muchas formas de pelear...»

5 «Aquella España de los Reyes Católicos...»

6 «El día en que Colón se encontró con América...»

7 «Carta desde un lugar llamado guerra»

8 «Noticias de la televisión»

9 «La casa de los Austrias era una multinacional extranjera...»

10 «Las guerras de Carlos I»

11 «Los ladrones de la historia»

12 «En máxima alerta...»

13 «¡Felipe II sí que era una industria contaminante y un arma de destrucción masiva...!»

14 «Rematando a la Armada Invencible...»

15 «Felipe III y la manera en que entramos en el siglo XVII...»

16 «Felipe IV y el conde-duque de Olivares...»

17 «Fotos del pasado»

18 «En los campos de refugiados...»

19 «La suma de todas las barbaridades y atrocidades consanguíneas de su familia dio como resultado C

20 «La primera guerra mundial fue la Guerra de Sucesión española...»

21 «Una palabra llamada cáncer...»

22 «La misión humanitaria repele un ataque de los rebeldes...»

23 «Los libros huelen tan bien...»

24 «La feliz España de Carlos III...»

25 «Las Pragmáticas Sanciones que cambiaron la historia...»

26 «Todo es posible (si tú lo quieres)»

27 «Carlos IV, Godoy y la Revolución francesa... ¡Ay!»

28 «Trafalgar y el futuro de España...»

29 «Los soldados también lloran...»

30 «La famosa Guerra de la Independencia...»

31 «Así se las ponían a Fernando VII...»

32 «Y entonces... las crueles Guerras Carlistas»

33 «Los muertos de la misión humanitaria...»

34 «Medallas para los caídos...»

35 «Isabel II, puta, pero piadosa...»

36 «Del sueño o pesadilla de la Primera República a Alfonso XII»

37 «Y más, y más, y más se perdió en Cuba...»

38 «La calma tensa...»

39 «Amaneciendo el siglo XX...»

40 «Fin de la monarquía, dictaduras, Segunda República... La España del caos»

41 «Una llamada del Ministerio de Defensa...»

42 «El fin de la misión humanitaria... al menos para papá»

43 «El camino del regreso»

44 «Y entonces... la Guerra Civil española, la locura, el espanto...»

45 «Mi vida, mis días, quizás un futuro sin guerras...»

Agradecimientos

Créditos

cover
portadilla

LAS GUERRAS DE DIEGO

A mi padre, que murió

sin contarme nada de su guerra.

Y a mis nietas, que lo sabrán todo.

1

«El día en que papá se marchó a la guerra...»

El día en que papá se marchó a la guerra fuimos todos a despedirle.

Él no lo llamaba guerra. Lo llamaba «misión humanitaria». Pero el abuelo dijo que eso era un eufemismo. No tenía ni idea de lo que significaba la palabra y, como no era el momento de hacer preguntas, la memoricé y la busqué en el diccionario cuando llegué a casa. Decía: «Expresión suave con la que se sustituye otra que se considera violenta, grosera o malsonante». Y como ejemplo citaba: «Rellenito es un eufemismo que se utiliza en lugar de gordo».

No me gustó nada saber lo que significaba la palabreja.

Que papá no se iba de «misión humanitaria» lo sabíamos todos, hasta yo. Si no, ¿a qué tanta cara larga y tanta lágrima? Se supone que una «misión humanitaria» es algo feliz y hecho con el corazón para ayudar en algo malo y terrible que ha sucedido previamente. Más o menos aguantábamos el tipo, para darle ánimos y que no se marchara preocupado. Yo colaboré portándome bien por más que lo miraba todo con expresión de pasmo, porque el despliegue que nos envolvía era impresionante. Intenté no dar la nota. Y lo conseguí.

Salvo cuando papá me abrazó y me dio aquel beso.

Fue el beso más beso de todos los besos, y papá nunca los daba así.

Tembló, y esa emoción me alcanzó de lleno.

Ya me había dicho en casa lo más necesario, que me portara bien, que cuidara de mamá, que ahora yo era el cabeza de familia... Lo típico en estos casos, porque lo había visto en una película y las películas son cosas reales que luego alguien recuerda y cuenta. Así que en el aeropuerto militar lo único fue el beso. El superbeso.

Y el abrazo que me quitó el aliento.

La abuela era la que más lloraba. No paraba de decir cosas como «¡Ay, hijo, que no te hagan daño!» y «¡Cuídate mucho, no te metas en líos!». Esto último me sonaba a familiar, porque era exactamente lo que mamá me decía cada vez que me iba de excursión o de colonias con el colegio. Por un momento pensé que una «misión humanitaria», eufemismo de «guerra», era como una excursión a lo bestia. El abuelo, en cambio, era el más serio. Apenas si abrió la boca. Bastaban sus ojos. Lo miraba todo con aquel aspecto grave, sereno y contenido, casi distante. El único punto de emoción, lo vimos perfectamente, fue cuando papá y él se abrazaron. Entonces sí. Entonces su abrazo fue tan fuerte como el que papá me dio a mí. Fuerte y largo, como si les costara dejarlo o estuvieran pegados el uno al otro. Al separarse, las mandíbulas del abuelo estaban muy apretadas. Formaban dos ángulos rectos, marcados a ambos lados de su cara. Por su parte, mamá mostraba toda su entereza. Con dignidad y orgullo. Decían que era lo que se esperaba de la esposa de un militar. Y más de un oficial.

Me pregunto quién dicta esa clase de cosas y normas.

¿Hay algún código secreto?

¿Quién le dice a la novia de un soldado que puede llorar, a la de un suboficial que como mucho ilumine los ojos y a la esposa de un oficial que a ella le toca mantenerse firme?

Yo seguí pendiente del abuelo.

Mi abuelo es único.

A veces los mayores, los ancianos, tienen una mirada distinta, una mirada como de mirar sin ver, perdida, dirigida más hacia dentro que hacia fuera. La del abuelo, esa mañana, era infinita, como si tuviera más espacio en el interior de su cuerpo que en el otro lado. A él, que se le iluminaban los ojos casi siempre, sobre todo al llegar yo, jamás le había visto así, como si nada de lo que sucedía fuera con su persona. Y, sin embargo, iba.

Muchísimo.

El abuelo había sido hippy, rebelde, correcaminos en un mundo sin fronteras, aunque eso fuese en el siglo pasado, o sea, en otro tiempo. Entonces llevaba el cabello muy largo y vestía raro, con ropas que parecían viejas. Siempre que veía esas fotos en su casa me quedaba mirándolas alucinado. Pero las ideas del abuelo eran estupendas. Con él nunca me aburría. Que su único hijo fuese militar parecía un chiste. Militar, militar, porque papá era capitán, y decían que iba para general. Por lo visto, el día en que le dijo al abuelo que ésa sería su carrera, casi le dio un infarto.

Bueno, de eso hablaré más tarde.

Despedíamos a papá.

Tampoco es que hubiera mucho más.

Himnos, desfiles, discursos, saludos, más y más lágrimas, besos, abrazos y de pronto... todo acabó.

Nos quedamos solos.

Solos mientras el avión despegaba rumbo a una tierra extraña de la que nunca había oído hablar, pero que desde ese día se convirtió en mi obsesión.

Allí fue él.

A cumplir con su deber, decía.

Aunque eso significara dejarnos solos.

–Otros niños que no tienen nada ni a nadie también nos necesitan –me había contado.

Supongo que el mundo es demasiado grande y complicado y aún no puedo entenderlo.

Por cierto, me llamo Diego y tengo once años.

2

«Misión humanitaria, como decía el abuelo, era un eufemismo»

Los primeros días sin papá fueron tensos.

Faltaba algo en casa, y no supe exactamente qué era hasta la tercera noche, cuando, mientras veías en la tele un programa de humor, contaron un chiste muy bueno y mamá fue incapaz de reír.

Entonces supe que con papá se había ido la alegría.

La cara de mamá era como de cera, a punto de fundirse sólo con que se le acercara una llamita, tan ingrávida que parecía sujeta a sus huesos con alfileres invisibles y poco profundos. Sin embargo tenía fama de fuerte, de mujer-de-una-pieza. Las amigas se lo decían:

–Es que tú eres muy fuerte, Leo.

Y ella sonreía, o suspiraba, o las dos cosas a la vez, y ya no contestaba porque no valía la pena hacerlo.

Creo que criar fama y echarse a dormir es un dicho muy famoso.

Veíamos los informativos de todas las cadenas, zapeando sin abrir la boca, cómplices. Las noticias, sin embargo, eran escasas.

–No dicen nada –le hice notar yo.

–La mejor noticia es que no hay noticias –objetó ella.

A mí me costaba mucho mantenerme en un segundo plano, no meterme en líos, pasar desapercibido, seguir una rutina que no era tal o no romper nada –yo nunca rompía nada de manera consciente, pero las cosas a mi alrededor solían caerse siempre como si las atrajera mi cuerpo con una poderosa fuerza magnética–. En casa, papá nunca llevaba uniforme, o sea, que era como cualquier otro padre. Siempre tenía un rato para ayudarme en los deberes o contarme cosas. Más bien la que parecía militar a veces era mamá. Así que la ausencia nos desconcertó y nos descolocó un poco. Teníamos que empezar a vivir los dos solos.

Mientras, la alargada sombra de papá se proyectaba por los rincones de nuestro hogar.

En la escuela todos sabían que mi padre se había ido con las tropas en «misión humanitaria» a la otra punta del mundo. La señorita Hortensia, nuestra profesora, nos puso un día un mapa enorme colgado de la pizarra y nos señaló aquellas tierras perdidas. También nos explicó un poco la historia. A papá, que tanto le gustaba el mar y pasear por el bosque y trepar montañas, no me lo imaginaba yo en un lugar tan desértico, sin nada más que tierra y más tierra en cientos de kilómetros a la redonda, sin árboles. ¿Quién podía vivir allí?

Y lo peor: ¿para qué demonios querría alguien entrar en guerra por semejante sitio?

Había gente para todo, y aquello lo probaba.

–Perteneces al lugar en el que naces, Diego –me dijo la profesora cuando se lo hice notar.

–Y los que emigran, ¿qué? –preguntó María.

–A veces no hay más remedio, por hambre o violencia, pero nadie deja de amar la tierra que lo ha visto nacer. Allí también hay personas, como en cualquier parte. Viven de forma diferente, eso es todo. Tienen otras prioridades, otra forma de entender su existencia, carecen de muchas de las cosas que nosotros entendemos como parte de nuestro progreso y que en ocasiones no es tal. Lo que hace el ejército es tratar de ayudar a esos millones de inocentes que se ven atrapados en ese país por la violencia de las partes en litigio.

De mayor seré escritor, porque me gustan las palabras.

Litigio es la mar de fina para definir una pelea.

Lo único bueno de todo aquello era que, sin quererlo, me convertí en una especie de héroe. Me salieron amigos hasta de debajo de las piedras, y las chicas, que antes ni me miraban, empezaron a sonreírme como si de pronto fuera guapísimo. Una me dijo que, si papá me traía algún recuerdo de allí, se lo enseñara. Pensé que como no trajera arena del desierto...

Pero le dije que sí porque era la chica más guapa de la clase.

Aunque eso me confirmó que la mayoría de las personas son tontas, porque sólo se fijan en lo que tienen delante de las narices y en lo que pasa en la tele.

A partir del quinto día, el panorama cambió.

La televisión habló de un recrudecimiento de la situación después de aquellos días de tregua y del interés de la comunidad internacional en el conflicto. La comunidad internacional era el conjunto de países que había mandado tropas, claro. No creo que al resto le importase mucho. Dudo que incluso le importase a la mayoría de españoles, porque por la calle nadie parecía mucho más preocupado que antes. Yo quería gritarles que mi padre estaba allí, haciendo algo, pero decidí no meterme en líos. Además, tampoco los políticos se ponían de acuerdo. En el Congreso iban a la greña, para variar, sobre la necesidad o no de mantener las tropas mucho tiempo, mandar más o esperar a ver qué pasaba.

Las dos partes en litigio, o sea, los que hacían la guerra, pronto empezaron con los coches bomba, los atentados, los actos suicidas, las venganzas y las matanzas.

Un día vi los cadáveres de unos niños, como yo, incluso más pequeños, tumbados en mitad de una calle sin que nadie los recogiera. Otro día vi los efectos de un coche bomba que había matado a decenas de mujeres que hacían cola en un mercado. Las personas gritaban, corrían, se daban golpes en la cabeza. Otro día vi que quemaban banderas, y eso aún lo entendí menos, porque se suponía que la coalición internacional enviada por la ONU estaba allí para ayudarles.

Mamá trató de explicármelo, pero reconozco que seguí sin verlo claro.

Todas aquellas poderosas imágenes me hicieron abrir los ojos y temblar, así que, después de una noche en la que no pude dormir y acabé muy aterrorizado, mamá me prohibió ver la tele.

Por eso no me enteré del ataque de la «insurgencia» a las tropas españolas.

Según el diccionario, los «insurgentes» eran los sublevados, los que se rebelaban por algo.

No hubo víctimas, ni siquiera heridos, pero fue la primera señal de que las cosas no iban bien y de que lo de «misión humanitaria», como decía el abuelo, era un «eufemismo». Aquel día no se habló de otra cosa en los informativos de televisión, y también en la radio. Por eso me enteré de todo. Dijeron que las tropas españolas iban a aumentar su seguridad.

¿Cómo se aumenta la seguridad en una guerra?

Una semana después de la marcha de papá, yo quería saberlo todo de las guerras, y la única persona capaz de contármelo, de manera que yo lo entendiera y fuera amena, era el abuelo.

De eso estaba seguro.

3

«Las guerras de nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos...»

–¿Cuántas guerras ha habido en la historia?

El abuelo alzó las dos cejas. Las tiene pobladas, muy peludas y enmarañadas, así que su expresión fue la de un demonio amable tomándose muy en serio la pregunta. Como la respuesta no era simple, es decir, como no se trataba de decir «Nueve, doscientas treinta y cuatro o cinco mil setecientas cincuenta y dos», caviló lo que iba a contestarme con la misma parsimonia con que subía las escaleras después de su operación de rodilla.

–Hijo –suspiró–, siempre ha habido guerras, y siempre las habrá, eso es lo malo, porque el ser humano no aprende, es la bestia menos lógica de este planeta. La historia de la humanidad es la historia de todas sus guerras, y todas las guerras son iguales, se hagan para conquistar o defender, por absurdas razones religiosas o por la locura de dictadores que parecen reencarnarse unos en otros. Ha habido guerras que han durado cien años, y guerras que han durado seis días, guerras mundiales y guerras tribales apenas conocidas por unos pocos mientras se desarrollaban. ¿Y qué más da? Cada vez que la violencia supera a la razón estalla una guerra, a veces incluso entre dos simples personas. Nosotros, en España, sabemos bastante de eso.

–¿Ah, sí?

–Desde que Colón se tropezó con América hemos tenido guerras de todos los colores, Diego.

–¿Por qué dices que «se tropezó»?

–Porque la simple palabra «descubrimiento», en este caso, es un insulto.

–Un eufemismo –repuse.

–Exacto –asintió con la cabeza–. Nuestro amado Cristóbal iba hacia las Indias. Nadie imaginaba que hubiera un continente entero ahí en medio, a mitad de camino. El primer mapa que se hizo de la Tierra lo elaboró un tal Toscanelli y tenía diez mil kilómetros menos en su circunferencia. No sabían calcular el diámetro del planeta y no mucho antes todavía se quemaba a las personas por decir que el mundo era redondo, cuando los antiguos mayas ya lo sabían siglos atrás. Por lo tanto, Colón no descubrió nada. A América ya habían llegado otros pueblos antes. Pero eran pueblos sin voz, sin forma de divulgar la realidad. Si tienes medios de información a tu servicio, tienes poder. Eso y que la historia la escriben los vencedores o los que poseen la capacidad de hacerla llegar a los demás.

–¿Tú sabes la historia de todas las guerras?

–Claro, por algo he sido maestro.

–¿Has luchado en alguna?

–Yo no, pero mi padre, tu bisabuelo, sí.

–¿En cuál? –abrí los ojos expectante por la noticia.

–En la Guerra Civil española, la que cambió la vida de este país a lo largo de cuarenta años en el siglo pasado.

–¿La ganó?

–No –fue extraño: lo proclamó con orgullo–. Estaba en el lado republicano, el leal a la Constitución.

–¿Y qué pasó? –me acomodé lo mejor que pude para demostrarle que no se trataba de una conversación trivial.

El abuelo frunció el ceño.

–No hay mucho que contar, Diego –suspiró–. Una guerra civil es la que emprenden hermanos contra hermanos, porque unos quieren hacer las cosas de una forma y otros de otra. Es la peor de las contiendas imaginables. En España, el ejército se alzó en armas contra la legalidad, hubo muertos y matanzas por ambos lados, pero los vencedores desencadenaron una represión aún más brutal que la guerra en sí sobre los vencidos. Tu bisabuelo murió construyendo ese horror llamado Valle de los Caídos, en el que está enterrado el único dictador de nuestro tiempo para vergüenza de todos nosotros. Tu bisabuelo era un buen hombre, un simple maestro de geografía que se perdió, como tantos otros miles de aquel tiempo.

–Tú apenas lo conociste.

–Hasta eso me robaron, sí.

–Cuéntame más.

–¿De verdad quieres saber esas cosas?

–Sí.

–¿Por qué?

–Para entender por qué papá se ha ido tan lejos a luchar por una gente que no conoce en una tierra que no es la suya.

Hundió sus ojos eléctricos en mí. Cada vez que lo hacía, yo podía sentirlos en mi cabeza, en mi pecho, escudriñándome por dentro, como la vez que arrugué la portada de uno de sus viejos discos y al decirle que no había sido yo me atravesó con la mirada y me puse rojo como un tomate, delatándome a mí mismo.

–¿Qué te dijo tu padre acerca de eso?

–Que era su deber.

–¿Y qué más?

–Que si no hubiera misiones de paz aún sería peor, moriría más gente inocente, más niños.

–Es una buena razón, ¿no te parece? –me puso a prueba.

–¿Tú estás de acuerdo?

–Una moneda tiene dos caras, y las dos forman parte de ella, inseparables, como el bien y el mal, el yin y el yang...

–¿Y cómo se sabe que una cara es mejor?

–No se sabe.

–Así que es tan correcto despreciar la guerra como estar de acuerdo con ella.

–Yo no he dicho tal cosa.

Me carga cuando las personas mayores hacen eso.

No definirse, responder con preguntas, cubrir de misterio su incapacidad para decir sí o no...

–Abuelo...

–¿En serio te interesa el tema?

–Ahora sí.

Apartó sus ojos de los míos. Los depositó en una fotografía muy vieja, en la que se le veía a él, con barba y el cabello largo y revuelto, llevando sobre los hombros a su hijo, mi padre, más o menos con mi edad. Los dos reían felices, con la boca abierta. El abuelo en aquella imagen era más o menos como un dinosaurio rescatado del tiempo. Símbolos hippies, collares, pegatinas, una cinta de color rojo en el pelo, una camiseta que decía que era de un héroe legendario llamado Che Guevara y que yo, durante un tiempo, pensé que era valenciano... Papá también llevaba el pelo largo, ropa vaquera, el símbolo de la paz en la suya.

La única fotografía de la habitación en la que él se refugiaba para leer, estudiar, escribir...

–Nunca es tarde para aprender –suspiró.

–Abuelo, ¿papá y tú estáis enfadados?

–No. Es mi hijo. Respeto sus ideas aunque me duelan.

–Pero tú no estás de acuerdo con esas cosas.

–¿Cuáles?

–Ya sabes –me encogí de hombros.

–Aborrezco los uniformes que disfrazan a los hombres y les dan causas y motivos para emplear su violencia sobre los demás, las banderas que no son más que trapos de colores con los que los fanáticos y los intolerantes se arropan, las palabras pomposas que buscan justificar a unos seres humanos que se creen mejores o con más razones que otros sólo por utilizarlas. Aborrezco que se cite a dioses para matar, y que se apele a la historia, a la raza, o que alguien se llene la boca con abstracciones como Dios, patria y honor para justificar su fascismo. Y aborrezco expresiones como «castrense», «obediencia ciega», «orgullo» y otras cuando tratan de eliminar el único privilegio de que dispone el ser humano en esta vida: su libertad.

Me quedé impresionado con el discurso de mi abuelo. Porque había sido un discurso en toda regla. No es que papá fuera todo el día un militar estricto, pero a veces le oía hablar y algo de todo aquello me resultaba ya muy familiar. Nunca le había dicho que a mí las marchas militares tampoco me gustaban.

No quería herirle.

–Me gustaría saber lo que sabes –le dije de nuevo al abuelo.

–Es muy fácil: estudia.

–Eso requiere años. A mí me gustaría saberlo ahora. Cosas sobre las guerras.

–Sería un poco largo.

–No todas, sólo las últimas, y de aquí, de España. Desde el descu... el tropiezo con América, por ejemplo.

–Es igualmente largo.

–¿Ha habido tantas? –abrí los ojos.

–Sí –fue rotundo.

–Por favor... –protesté–. ¡Luego decís que no tengo interés por nada!

–Yo nunca he dicho eso –quiso dejarlo claro.

–¿Y si cada vez que nos veamos me cuentas un poco?

–¿No te cansarás?

–¡No!

–Mira que si empiezo... ya me conoces.

–Que sí, abuelo, que sí.

Se animó. Cuando el abuelo se animaba asentía con la cabeza, él solito, como si se diera caña a sí mismo. Siempre me había contado o leído cuentos. Le encantaba. Decía que un minuto conmigo era un bálsamo, y una hora algo así como una descarga de adrenalina, un descenso a la realidad y una vuelta a la inocencia. No siempre le entendía, pero me gustaba escucharle. La voz del abuelo es igual que un día de verano, cálido y de vacaciones.

–Entonces el martes, ¿de acuerdo?

–Vale –le abracé feliz.

–Vale –repitió él imitando mi tono con aquella punta de ironía que a mí tanto me gustaba, aunque poco a poco iba desprendiéndose de su carácter tanto como el cabello de su cabeza.

4

«Hay muchas formas de pelear...»

Mamá leía un libro en la sala, bajo un silencio impresionante. La única luz era la que le caía encima, directamente sobre el libro, y que provenía de una lamparita de pie ubicada a su lado y con el cono superior vuelto hacia las páginas que devoraba con placidez. Para ser escritor hay que tener sensibilidad, y a mí, en ese momento, la imagen de mamá se me antojó de lo más sensible. Era hermosa. Tenía las dos piernas recogidas sobre el asiento y los pies atrapados por el peso de su cuerpo. Papá siempre decía que era la mujer más guapa que había visto jamás. Y es que papá, aunque fuera militar y llevase armas y todo eso, en el fondo no dejaba de ser hijo del abuelo. Tenía un punto romántico.

–¿Qué quieres, Diego? –me preguntó de pronto sin levantar la vista del libro.

Las madres tienen tres ojos.

–Nada.

–¿Y por eso estás ahí, quieto?

–No quería molestarte.

Cerró el libro y lo dejó a un lado, sobre la mesita en que reposaba un vaso de agua al que sólo le quedaba un dedo de líquido. Me miró con aquellos ojos limpios y grandes con que solía expresarlo todo.

–Ven.

Fui.

Bajó los pies al suelo y dejó un hueco a su lado en el que me senté, reclinando la espalda en su brazo. No me gusta mucho el silencio, prefiero que haya cosas que escuchar, pero reconozco que en ese instante nos vino bien. Las emociones son como las nubes, aparecen, desaparecen, crecen, pasan de ser algodonosas a ser negras, se rompen, descargan agua, van, vienen.

Incontrolables.

–Cuéntame –me pidió mamá–. ¿Cómo está tu abuelo?

–Bien –me encogí de hombros.

–¿Te ha dicho algo de papá?

–No.

–¿No?

–Ha hablado de él, de lo que piensa.

–Tu abuelo es todo un personaje.

–¿Y eso qué significa?

–Que debes quererle mucho, pero también escucharle lo justo.

–¿Por qué?

–Tiene sus ideas, y no diré si son acertadas o no. Es un hombre de carácter. Pero vivió en una época muy romántica de la historia, en un tiempo irrepetible, y de eso han pasado muchos años.

–A mí me gusta como cuenta las cosas.

–Por supuesto –asintió ella–. Los abuelos son padres que han olvidado serlo y recuperan esa sensación con los nietos. Y me refiero a padres jóvenes en ejercicio, porque uno es padre o madre de una forma u otra desde el primer día y hasta siempre.

–¿Cómo era ser hippy?

–Bueno, ser hippy a la española no era gran cosa. Era más bien una cuestión mental. El movimiento hippy nació en Estados Unidos a mitad de los años sesenta como respuesta a la Guerra de Vietnam, y tiene que ver con muchas otras cosas, un tiempo de libertad, la música, la psicodelia, las drogas alucinógenas... En España, los cabellos largos estaban muy mal vistos, y la dictadura aún mantenía su mano de hierro sobre la gente.

–Tú aún no habías nacido.

–Mis padres me lo contaron.

–¿Qué hizo el abuelo?

–Luchó por la democracia.

–¿Cómo se lucha si no hay guerra?

–Hay muchas formas de pelear, hijo. A finales de los años sesenta del siglo pasado los jóvenes españoles estaban hartos de dictadura y falta de libertad. Había revueltas estudiantiles, movimientos de izquierda... Tu abuelo era un ácrata convencido, libre pensador y revolucionario. Escribía en una revista clandestina, un panfleto de poca monta, pero fue suficiente para que los detuvieran a todos y les fichara el TOP.

–¿Eso no es una lista de éxitos?

–No –se echó a reír–. Una cosa es el top 100 o el top 50 de los más vendidos o escuchados, y otra el TOP en la España franquista. Son las siglas de Tribunal de Orden Público.

–¿El abuelo fue a la cárcel? –me asombré mucho.

–No se llegó a tanto, pero le ficharon y le prohibieron meterse en más líos, porque entonces sí habría acabado en una celda. Eso le costó no poder salir de España, ya que aún no había hecho el servicio militar, que entonces era obligatorio.

–¿El abuelo estuvo en el ejército?

–No. Y entonces no existía la objeción de conciencia, como años después, antes de que la famosa mili dejara de ser obligatoria. De alguna forma se libró, supongo que arriesgando el pellejo, no estoy segura. Para él, ponerse un uniforme habría sido como matar su alma, rendirse y sufrir la peor de las humillaciones.

–¿Por qué papá y el abuelo son tan diferentes?

–Los padres y los hijos suelen serlo, por oposición, rebeldía, búsqueda de una identidad propia... Cosas así. Aunque en el fondo, posturas aparte, la mayoría de padres e hijos son tal para cual.

–Las dos caras de una misma moneda –recordé las palabras del abuelo.

Mamá se quedó impresionada.

–Exacto –asintió.

–Cuando papá le dijo que se iba a hacer militar...

–Casi le da un infarto, aunque el ejército de ahora no tenga ya nada que ver con el de antes. Pero a tu padre siempre le han gustado otras cosas, ya ves. Uniformes, viajes...

–¿Y a ti, te gusta?

–Yo le quiero a él, haga lo que haga.

Los mayores tienen muchas formas de eludir la responsabilidad de decir sí o no.

–El abuelo me dijo que su padre luchó en la Guerra Civil española, y que la perdió, pero que fue leal al Gobierno de entonces –busqué la forma de retomar el tema.

–Veo que has tenido una charla muy curiosa con él –mamá plegó los labios haciendo una mueca de sorpresa.

–Es que todo esto de las guerras me interesa –afirmé rotundo.

–No deberías.

–Yo creo que sí. Papá está en una.

Ya no me habló de «misión humanitaria».

–No seas tonto y vete a jugar –pareció decidida a concluir la conversación.

–¡Vamos, mamá! –le dije lo mismo que le había dicho al abuelo–: ¡Si no pregunto, decís que no tengo interés, y, si pregunto, que tengo demasiado o que son cosas que no puedo comprender!

Sabía por dónde pillarla.

–De acuerdo, ¿qué quieres saber?

El abuelo ya iba a contarme la historia de las guerras. Él sabía más que mamá de eso.

Pero la tenía a ella para mí solo, dispuesta a hablar de lo que quisiera.

–Cuéntame todo lo que sepas de él.

–¿Del abuelo? –alzó las dos cejas.

–Sí –asentí–. De él, de su padre, de la Guerra Civil, de lo que hizo en esos años en que fue hippy...

Era una buena forma de iniciar mi aprendizaje: saber lo máximo de la persona que iba a enseñarme la historia de las guerras de los últimos quinientos años.

Saber lo máximo de la persona a la que más quería junto con papá y mamá.

Mi abuelo Nicolás.

5

«Aquella España de los Reyes Católicos...»

La abuela era algo así como la noche del día que representaba el abuelo, o viceversa. Callada, siempre en un segundo plano, reservada, hablaba más con las manos y los ojos que con la boca. A ella bastaba con verle la cara. Si decía mi nombre, sólo eso, en plan latigazo verbal, lo mejor era quedarse quieto y no tentar al destino. Si me acariciaba, en cambio, uno podía esperar cualquier cosa buena, desde la aparición de una propina en forma de cinco euros para que me comprara algo o una merienda suculenta como la que disponía en aquel momento sobre la mesa.

–Nora, te superas –ponderó el abuelo.

–Si vais a hablar toda la tarde, es mejor que recuperéis fuerzas de antemano.

–¿Has puesto un anuncio en el periódico o qué? –le pregunté a él.

–Tu abuela y yo no tenemos secretos.

–No sabes dónde te metes –ella me miró así como con resignación–. Soltarle la lengua a ése es tentar al diablo –señaló a su marido.

–Vamos a hablar de historia –se defendió el aludido.

–Y a ti que te encanta.

–Todos los nietos se arrepienten de no haber hecho preguntas a sus abuelos cuando podían. De mayores ya es tarde. Cuando muere un anciano...

–Muere una enciclopedia con patas, sí, ya lo sé –terminó la frase ella cortándole.

–Nora...

–¡Que os aproveche! –salió del despachito dejándonos solos.

Yo alargué una mano para atrapar una tostada y un taquito de queso. Los piñones, para después. También había jamón y aceitunas. Un banquete. Y una limonada de litro y medio.

El abuelo me vio comer. Puso cara de chiste.

–Empiezo a tener mis dudas acerca de la sinceridad de tu propuesta –me dijo.

–Caray, si se ha tomado todo el trabajo... –abarqué la merienda con las dos manos.

–De acuerdo, ¿por dónde quieres que empiece?

–Por el principio, cuando Colón desc... digo... se tropezó con América.

–Primero hay que saber cómo estaba el mundo en 1492.

–Pues vale –ataqué la segunda tostada y esta vez la acompañé con jamón.

–Mejor me espero a que termines, porque haces tanto ruido masticando que no vas a oírme.

No quería perder tiempo, así que mastiqué con menos ferocidad.

El abuelo soltó un resoplido de sarcasmo.

–Te quiero, Diego –me dijo sin más.

–Yo también a ti –me quedé un poco inquieto por la muestra de afecto inesperada, porque en una película había visto que la gente decía esa clase de cosas antes de irse a alguna parte o morirse.

Y el abuelo no se marchaba a ningún lado ni tenía aspecto de ir a morirse, desde luego.

–La vida en este país, España –lo pronunció con acento folclórico–, empezó a cambiar cuando en el año 1469 se casaron Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, más conocidos como los Reyes Católicos. ¿Te suenan?

–Claro, hombre.

–Bien por tu cultura. Sigo. Como bien decían sus nombres, Isabel era la heredera de la Corona de Castilla, y Fernando el heredero de la Corona de Aragón, los dos reinos más importantes del norte de España, aunque Aragón era una mezcla de identidades muy variopintas: aragoneses, valencianos, catalanes... , cada cual con su propia idiosincrasia. Los catalanes, por ejemplo, tenían una marina muy potente con un código de derecho marítimo modélico y aceptado por las restantes marinas europeas. Lo llamaban Libro del Consulado del Mar. El nuevo reino estaba inmerso todavía en aquellos días en lo que se dio por llamar la Reconquista.

–Porque España estaba invadida por los árabes, ¿no?

–Más o menos. Digamos que estaban aquí desde el año 711, y que la idea era convertir a la península Ibérica en una sola nación, con una única corona y una única religión: la católica. Isabel, hija del rey Juan II de Castilla y nacida en 1451, era una señora de armas tomar. Fernando era un año más joven que ella, del 1452. Así que cuando contrajeron nupcias ella contaba dieciocho años y él, apenas diecisiete. Unos críos. Pero es que ella se casó pasando por encima de su hermano Enrique IV, el rey de Castilla, escogiendo a su marido e ignorando su otra opción, que era el rey Alfonso de Portugal. Eran primos segundos y tuvieron que presentar una dispensa papal más falsa que lo de las armas de destrucción masiva del Bush.

–¿Por eso dices que era una señora de armas tomar?

–No sólo por eso. En diciembre de 1474 Enrique IV murió e Isabel no perdió ni un día en proclamarse reina de Castilla en Segovia. Su marido ni se enteró. Cuando lo supo, emprendió viaje desde Aragón un poco bastante molesto, porque el gesto de su muy dilecta esposa le convertía a él más o menos en un marido consorte. Fernando invocó la ley llamada sálica, vigente en Aragón pero no en Castilla. Esa ley decía que los varones eran preferidos por delante de las mujeres para reinar. A Isabel se le ocurrió entonces diseñar un pacto de Estado mediante el cual los dos iban a ser exactamente iguales al frente de la Corona. De ahí la famosa frase de «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando».

–¿Se querían?

–Hijo, no lo sé –fue categórico el abuelo–. Pero me da en la nariz que no, que en aquella época las cuestiones de Estado y la política gobernaban la razón y no los asuntos del corazón.

–Pero ése fue el origen de España tal y como la conocemos hoy.

–En 1479, al morir el padre de Fernando, empezó a fraguarse, porque entonces él heredó las posesiones aragonesas e italianas de la Corona de Aragón y se equilibró con lo que tenía su mujer. Fernando era un tipo hábil. Y avispado aun en su juventud. Había estado en la guerra civil catalana de 1462 a 1472, cuando era un adolescente. Sin embargo, las cosas no eran todavía tan plácidas. Persistían algunas pugnas por el poder. La princesa Juana, hija de Enrique IV y apodada la Beltraneja porque se rumoreaba que su padre no era el rey sino un tal Beltrán de la Cueva, fue la que se casó con el rey Alfonso de Portugal, y reclamó los derechos de la Corona de Castilla, contando con el apoyo del rey Luis XI de Francia, que estaba enfrentado a Juan II de Aragón por los condados de Cerdeña y Rosellón.

–Ya empieza el lío.

–¿Cuándo no es un lío la política, el tema de las alianzas y los intereses estratégicos?

–¿Pactaron o algo así?

–Qué va. Los que abogaban por Juana como reina tenían menos fuerza que los que apoyaban a Isabel, así que le pidieron a Alfonso V de Portugal que los ayudara, ya que él era tío de Juana. Más aún, le propusieron que se casara con ella, para así ser rey también de Castilla cuando ganaran la guerra.

–Pero ¿no eran tío y sobrina?

–¿Y qué? En aquella época no había programas de telebasura, pero el mangoneo con la Iglesia era el mismo. Hoy se anula un matrimonio de veinte años con diez hijos y en aquel tiempo se le pidió al Papa que hiciera la vista gorda y eximiera el tema de la consanguinidad. Eso se llama una «dispensa». Así que dicho y hecho. El portugués atravesó la frontera con mil seiscientos peones y cinco mil caballos. Cruzó Extremadura, llegó a Plasencia, se casó con Juana y allí unió sus fuerzas con las de los nobles que apoyaban a su esposa, el duque de Arévalo y el marqués de Villena. Eso sucedió el 12 de mayo de 1475.

–¿Cuántas guerras civiles ha habido en España?

–La tira, hijo. La tira –la voz del abuelo se envolvió de tristeza–. Fernando e Isabel presentaron batalla y lograron reunir cuatro mil hombres de armas y ocho mil jinetes, además de treinta mil peones. Una gran fuerza para ese tiempo. Alfonso de Portugal cometió el error de pasarse más tiempo del necesario en Plasencia, y los Reyes Católicos atacaron un montón de lugares diferentes, incluso en Portugal. Había un detalle más: los españoles que servían bajo la bandera portuguesa no se sentían muy felices. Hubo cruentas batallas, en Toro, Zamora, Segovia, Ávila... hasta que Alfonso comprendió que la causa estaba perdida y entonces pidió, para firmar la paz y reconocer a Isabel, nada menos que Galicia y las ciudades de Toro y Zamora junto a una gran suma de dinero. Los Reyes Católicos le dijeron que sí a lo del dinero, pero de lo de darle un trozo del país, ni hablar. Era muy normal en aquellos tiempos dar tierras aquí y allá para sellar la paz, por eso había lugares que a lo largo de cien años cambiaban media docena de veces de bandera. Un lío.

–Se acabó la guerra.

–Todavía no. Juana vivía en Toro como la reina que quería ser. No es fácil renunciar a algo, y más si crees tener tus derechos. Y no preguntes cuál tenía razón, porque argumentos hay a favor de ambas. Cosas de la realeza de aquellos tiempos. La batalla de Toro inclinó la balanza a favor de Isabel y Fernando en marzo de 1476, y otras plazas como Madrid o Zamora también se rindieron. Juana regresó a Portugal, pero mientras un Papa había autorizado la dispensa para legalizar la boda con su tío, el siguiente, Sixto IV, la anuló. En 1478, Alfonso de Portugal trató de volver a las hostilidades y la nueva guerra duró hasta 1479. Otra sangría. Pero ya inútil. No voy a marearte con detalles, sólo te diré, para que veas lo complicadas que eran las cosas, que Isabel pactó con Beatriz de Portugal, la hermana política de Alfonso V, una serie de medidas para acabar con la guerra. Entre ellas, que Juana se casara con el infante Juan, el hijo de Isabel y Fernando, cuando éste llegase a una edad adecuada, o en caso contrario que internase en un convento y tomara el velo. Encima, el infante podía rechazarla si, en su mayoría de edad, no le satisfacía tal enlace, con lo que ella recibiría entonces una compensación de cien mil ducados. Juana la Beltraneja no quiso rendirse ni humillarse hasta el punto de casarse con un niño o ser despreciada por él, y se retiró al convento de Santa Clara, en Coimbra. Al año ya era monja.

–No me digas que, encima, la hicieron santa.

–No, de santa nada. Era monja de puertas adentro, porque se pasó más tiempo fuera del convento que en él. Incluso le pidieron la mano en 1482. Lo hizo un sobrino del rey de Francia para incordiar a los Reyes Católicos. Y en 1504, al morir Isabel, el propio Fernando la pidió en matrimonio para acabar con los problemas, pero ella, muy digna, no quiso aceptar como marido al que tiempo atrás la trató como hija ilegítima.

–O sea, que antes de que Colón llegase a América hubo que asentar la Corona mediante una guerra.

–Ahí voy: las guerras. Siempre ellas. De hecho, la que te acabo de explicar no fue sólo civil, sino internacional, con Francia y Portugal. El Tratado de Alcaçovas de 1479 asentó no sólo a los monarcas en el trono sino que estableció un pacto sobre el espacio marítimo entre España y Portugal, definitivamente sellado en el Tratado de Tordesillas de 1494.

–Eso fue dos años después de que Colón llegara a América.

–Sí, pero no corras tanto. La situación no estaba ni mucho menos controlada en el nuevo reino de Castilla y Aragón. Esta guerra civil trajo mucho descontrol, y en esas situaciones siempre hay alguien que trata de aprovecharse en su propio beneficio. Andalucía, Galicia y Valencia, o sea, las zonas más alejadas de Castilla y Aragón, trataron de buscarse la vida por su cuenta. En Andalucía, el marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia intentaron controlar las ciudades más importantes. El marqués de Villena, que tenía posesiones en Valencia, La Mancha y la propia Andalucía, hizo lo mismo. Cuando Isabel, de nuevo haciendo gala de su temperamento, entró en Sevilla, se acabó la rebelión de los señores feudales, y de paso rescató Cádiz y Gibraltar para la Corona, ampliando su dominio sobre el territorio peninsular. En Galicia, la cosa fue mucho más peliaguda, y la dama se pasó por el forro tanto los símbolos de ese poder feudal como las ciudades y los castillos que arrasó, hasta instituir la Audiencia de La Coruña, con poderes absolutos, y dejar así controlado el territorio. El marqués de Villena perdió sus tierras, que también pasaron a la Corona, aunque no se quedó con todo para no granjearse más enemigos de los necesarios. Las Cortes de Madrigal en 1476 y las de Toledo de 1480 dictaminaron el triunfo de Isabel y Fernando, y la nobleza más rebelde tuvo que bajar la cabeza ante su poder. Bueno... la nobleza y la Iglesia. El arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, que había apoyado a la Beltraneja, fue perdonado a cambio de perder su poder militar.

–¿Un sacerdote tenía poder militar?

–Lo que no sabes tú de la Iglesia, hijo.

–¿Como qué?

–Recuerdo que de joven vi una película titulada El tormento y el éxtasis, sobre el trabajo de Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina en el Vaticano. En las primeras escenas se veía a un caballero de reluciente armadura matando moros a diestro y siniestro. ¡Hay que ver qué forma de cortar cabezas! Luego, el caballero llegaba a su campamento, se bajaba del caballo... y resultaba ser un Papa, Julio II, creo. Yo me quedé estupefacto. En aquella España gris, con Franco en El Pardo y la Iglesia intocable, aquello fue un golpe para mí. Se me cayó una venda de los ojos. ¿O cómo te crees que la Iglesia ha construido su poder a través de los siglos?

–Qué fuerte.

–No nos desviemos. Vamos rectos al año 1492. ¿Qué sabes del viaje de Colón?

–Lo que nos contaron en el cole, que él era un visionario y que convenció a Isabel la Católica para que le financiara el viaje. La reina le entregó sus propias joyas.

–¿Y tú te lo crees?

No supe qué decir. Se supone que uno va a la escuela para que le enseñen. Si ha de cuestionárselo todo...

–Los musulmanes estaban ahí, seguían ahí –continuó el abuelo–. El sur de la península pertenecía al reino nazarí, que era vasallo de la Corona de Castilla pero... foco de tensiones constantes. Durante dos siglos y medio España no estuvo «completa», pero los reyes hicieron la vista gorda con Granada. Mientras los moros pagasen, y pagaban, todos contentos. Lo malo fue que un buen día Portugal ahogó el flujo de oro granadino, que procedía de Sudán, y cuando el reino nazarí dejó de aportar su dinero... Para postre, un buen día a los árabes no se les ocurrió nada mejor que hacer que tomar Zahara, y ésa fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Isabel y Fernando, llamados ya los Reyes Católicos. Dado que lo eran, emprendieron una especie de cruzada, palabra tan de moda siglos atrás cada vez que se trataba de darles caña a los musulmanes. Esa guerra se prolongó por espacio de diez años, diez, y dejó las arcas del reino absolutamente exangües. Por suerte, los árabes también andaban a la greña con disputas internas. ¿Paso?

–No, cuenta, cuenta –quise dejarle bien claro que estaba metido de lleno en lo que me decía.

–Primero se produjo una rebelión, llamada de los abencerrajes, porque ellos fueron sus protagonistas. El reino se dividió en dos. Por un lado, el emir Abu I-Hasam; por el otro, su hermano Muhammad ibn Sa’d, alias el Zagal. Era lo que más convenía a los Reyes Católicos. Tras sublevarse, enfrentarse a su padre en 1483 y llegar al trono Muhammad XII –el famoso Boabdil, del que hablan las crónicas diciendo que lloró como mujer lo que no había sabido defender como hombre–, la lucha con su tío el Zagal continuó, y eso desgastó fatalmente a los musulmanes. Málaga cayó en 1487 y con ella la mitad occidental del reino nazarí. Luego la siguió Baza en 1489 y Granada acabó capitulando el 2 de enero de 1492, tras un largo asedio. Los árabes se iban de España. La realidad nacional era un hecho.

–Entonces llegó lo de América.

–Qué prisa tienes –chasqueó la lengua el abuelo–. ¿No ves que para situar la historia primero hay que hacer también historia de ella?