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Índice

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Portadilla

El Ejército Furioso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Nota

Notas

Créditos

El Ejército Furioso

1

Había un reguero de miguitas de pan desde la cocina hasta la habitación, hasta las sábanas limpias en que descansaba la anciana, muerta y con la boca abierta. El comisario Adamsberg las observaba en silencio, yendo y viniendo con paso lento junto a los fragmentos, preguntándose qué Pulgarcito, o qué ogro en este caso, las había dejado allí. La vivienda era un oscuro apartamento de tres habitaciones en una planta baja del distrito 18 de París.

En la habitación, la anciana tendida. En el comedor, el marido. Esperaba, sin impaciencia ni emoción, tan sólo mirando con anhelo el periódico doblado en la página del crucigrama que no se atrevía a seguir haciendo con tanto policía alrededor. Había contado su breve historia: su mujer y él se habían conocido en una compañía de seguros, ella era secretaria y él contable, se habían casado alegremente sin pensar que la cosa duraría cincuenta y nueve años. Y la mujer había muerto durante la noche. De un paro cardiaco, había precisado por teléfono el comisario del distrito 18. Clavado en la cama, había llamado a Adamsberg para que fuera en su lugar. Hazme ese favor, será máximo una hora, una rutina mañanera.

Una vez más, Adamsberg recorrió las migas. El apartamento estaba impecable, los sillones estaban protegidos con pañitos, las superficies de plástico relucientes, los cristales sin huella, los platos lavados. Remontó el reguero hasta la panera, que contenía media barra y, envuelto en un trapo limpio, un mendrugo vacío de miga. Volvió junto al marido, acercó una silla para aproximarse al sillón.

–No hay buenas noticias esta mañana –dijo el viejo desprendiendo la mirada del periódico–. Hay que decir que este calor le hierve a uno el temperamento. Y eso que aquí, en la planta baja, se conserva bien el fresco. Por eso dejo cerradas las contraventanas. Y hay que beber, también eso dicen.

–¿No se dio usted cuenta de nada?

–Ella estaba normal cuando me acosté. Yo siempre lo comprobaba, como era cardiaca… Fue esta mañana cuando vi lo que había pasado.

–Hay migas en la cama.

–A ella le gustaba. Comer algo acostada. Un trocito de pan, o una tostada, antes de dormir.

–Pues yo habría dicho que limpiaba las migas después.

–Sobre eso no cabe duda. Se pasaba el día limpiando como si le fuera la vida en ello. Al principio, no pasaba nada. Pero con los años se convirtió en una obnubilación. Era capaz de ensuciar para poder lavar. Tendría que haberla visto. Por otra parte, así se distraía, la pobre.

–Pero ¿y el pan? ¿No lo limpió anoche?

–Pues no, claro, si se lo llevé yo. Estaba demasiado débil para levantarse. Me ordenó que quitara las migas, eso sí, pero a mí me traen sin cuidado. De todos modos, ella lo habría hecho por la mañana. Volvía las sábanas todos los días. ¿Para qué? A saber.

–O sea que usted le llevó el pan a la cama y luego volvió a guardarlo en la panera.

–No. Lo tiré a la basura. El pan estaba demasiado duro para ella, no se lo pudo comer. Le llevé una tostada.

–Pues no está en la basura, sino en la panera.

–Sí, lo sé.

–Y no tiene miga dentro. ¿Se comió ella toda la miga?

–Por el amor de Dios, no, comisario. ¿Para qué iba a atiborrarse de miga? De miga rancia, encima. Es usted comisario, ¿verdad?

–Sí. Jean-Baptiste Adamsberg. Brigada Criminal.

–¿Por qué no ha venido la policía del barrio?

–El comisario está en cama con gripe de verano. Y su equipo no está disponible.

–¿Todos con gripe?

–No. Hubo una pelea la noche pasada. Dos muertos y cuatro heridos. Todo por una Vespa robada.

–Qué horror. Hay que decir que, con este calor, le hierve a uno el entendimiento. Yo me llamo Julien Tuilot, contable jubilado de la compañía ALLB.

–Sí, lo tengo anotado.

–Ella siempre me reprochó que me apellidara Tuilot, cuando su apellido de soltera era Kosquer, era más bonito. Y no deja de ser verdad, dicho sea de paso. Ya decía yo que tenía que ser comisario, con tanta pregunta sobre las migas de pan. Su colega del barrio no es así.

–¿Le parece a usted que me ocupo demasiado de las migas?

–Haga lo que quiera, vamos. Para su informe, digo. Algo tendrá que poner en el informe, yo lo entiendo. En la ALLB no hacía otra cosa: informes y cuentas. Y aún, si hubieran sido informes honrados… Pero qué va. El jefe tenía su divisa; él siempre decía: una aseguradora no tiene que pagar aunque tenga que pagar. Cincuenta años de trampas así le dejan a uno el coco hecho un asco. Ya se lo decía a mi señora: mucho más útil sería que me lavaras el cerebro en vez de lavar las cortinas.

Julien Tuilot soltó una risita, puntuando su agudeza.

–Es que no entiendo lo del mendrugo.

–Para entenderlo hay que ser lógico, comisario, lógico y astuto. Yo, Julien Tuilot, soy ambas cosas. Llevo ganados dieciséis campeonatos de crucigramas de dificultad máxima en treinta y dos años. Una media de uno cada dos años, y todo con la cabeza. Lógico y astuto. Hay que decir que a esos niveles la cosa da dinero. Eso –dijo señalando el periódico– es de chiste, es para párvulos. Eso sí, obliga a sacar punta a los lápices con mucha frecuencia, y se hacen virutas. ¡Lo que habré tenido que oír, por culpa de las virutas de marras! ¿Qué le extraña tanto de ese pan?

–El hecho de que no esté en la basura, de que no me parezca tan rancio; y no entiendo por qué no tiene miga.

–Misterio doméstico –dijo Tuilot aparentemente divertido–. Eso es porque tengo dos pequeños inquilinos, Toni y Marie, una buena parejita, cariñosos como pocos, se aman de verdad. Pero a mi señora no le caen bien, lo crea o no. No hay que hablar mal de los muertos, pero la verdad es que lo intentó todo para matármelos. ¡Y yo llevo tres años desbaratando sus tretas! Lógico y astuto, ése es el secreto. Mi pobre Lucette, nunca podrás vencer a un campeón de crucigramas, le decía yo. Esos dos y yo hacemos un buen trío; saben que pueden contar conmigo, y yo con ellos. Una visita cada noche. Como son muy listos y muy delicados, nunca vienen antes de que Lucette se haya ido a la cama. Saben perfectamente que los espero, vamos. Toni siempre llega antes, es más grande, más fuerte.

–¿Se comieron ellos la miga? ¿Cuando el pan estaba en la basura?

–Les encanta.

Adamsberg echó una ojeada al crucigrama, que no le pareció tan fácil, y apartó el periódico.

–¿Quiénes son ellos, señor Tuilot?

–No me gusta hablar del tema, la gente lo desaprueba. La gente es muy cerrada.

–¿Animales? ¿Perros, gatos?

–Ratas. Toni es más pardo que Marie. Se quieren tanto que, a menudo, en pleno banquete, lo interrumpen para acariciar la cabeza del otro con las patas. Si la gente no fuera tan limitada, vería espectáculos como ése. Marie es la más despierta de los dos. Después de la comida, se me sube encima del hombro y me pasa las zarpas por el pelo. Me peina, por así decirlo. Es su manera de darme las gracias. O de quererme, a saber. El caso es que reconforta. Y luego, después de decirnos montones de cosas cariñosas, nos despedimos hasta la noche siguiente. Se vuelven al sótano por el agujero que hay detrás del bajante. Un día, Lucette lo tapó todo con cemento. Pobre Lucette. No sabe hacer cemento.

–Entiendo –dijo Adamsberg.

El viejo le recordaba a Félix, que podaba viñas a ochocientos kilómetros de allí. Había domesticado una culebra con leche. Un día, un tipo mató a la culebra. Entonces Félix mató al tipo. Adamsberg volvió a la habitación, donde el teniente Justin velaba a la muerta en espera del médico.

–Mira dentro de la boca –le dijo–. A ver si encuentras residuos blancos, como miga de pan.

–No tengo muchas ganas.

–Hazlo igualmente. Pienso que el viejo la asfixió llenándole la boca de miga de pan. Luego la sacó y la tiró en alguna parte.

–¿La miga del mendrugo?

–Sí.

Adamsberg abrió la ventana y las contraventanas de la habitación. Examinó el pequeño patio salpicado de plumas de ave, medio transformado en trastero. En el centro, una rejilla cubría el sumidero. Estaba todavía mojada, pese a que no había llovido.

–Irás a levantar la rejilla. Pienso que tiró allí la miga y luego vació un cubo de agua por encima.

–Es una tontería –dijo Justin dirigiendo su linterna hacia la boca de la anciana–. Si lo hizo, ¿por qué no tiró el mendrugo vacío? ¿Y por qué no limpió las migas?

–Para tirar el mendrugo, tendría que haber ido hasta los contenedores, o sea que tendría que haber salido a la acera en plena noche. Hay una terraza de café justo al lado, y sin duda mucha gente cuando hace calor. Lo habrían visto. Se ha inventado una muy buena explicación para el mendrugo y las migas. Tan original que hasta resulta verosímil. Es campeón de crucigramas, tiene su propia manera de relacionar las ideas.

Adamsberg, con cierta pesadumbre y, a la vez, cierta admiración, volvió junto a Tuilot.

–Cuando Marie y Toni llegaron, ¿sacó usted el pan de la basura?

–Qué va. Conocen el truco y les gusta. Toni se sienta en el pedal del cubo, la tapa se levanta, y Marie saca todo lo que les interesa. Listillos, ¿eh? Astutos, eso desde luego.

–O sea que Marie sacó el pan. ¿Y luego se comieron juntos la miga? ¿Enamorados?

–Así es.

–¿Toda la miga?

–Son ratas grandes, comisario. Son voraces.

–¿Y las migas? ¿Por qué no se comieron las migas?

–Comisario, nos ocupamos de Lucette o de las ratas?

–No entiendo por qué guardó usted el pan en el trapo después de que lo comieran las ratas. Sobre todo cuando previamente lo había tirado a la basura.

El viejo escribió unas letras en el crucigrama.

–A usted no deben de dársele muy bien los crucigramas, comisario. Si hubiera tirado el mendrugo vacío a la basura, como puede imaginar, Lucette habría comprendido enseguida que Toni y Marie habían pasado por aquí.

–Podría haberlo tirado fuera.

–La puerta chirría como un cerdo que degüellan. ¿No se ha fijado?

–Sí.

–Así que lo envolví en el trapo y punto. Eso me evitaba una bronca por la mañana. Porque lo que son broncas, las hay todos los días y sin parar. Por el amor de Dios, si lleva cincuenta años refunfuñando mientras pasa el paño por todas partes, debajo de mi vaso, debajo de mis pies, debajo de mi culo. Ni que no tuviera uno derecho de andar ni de sentarse. Si usted hubiera vivido eso, usted también habría escondido el mendrugo.

–¿No lo habría visto en la panera?

–Qué va. Por las mañanas come biscotes de pasas. Seguro que lo hace a propósito, porque los biscotes esos sueltan miles de migas. Con lo cual luego se pasa dos horas entretenida. ¿Entiende la lógica?

Justin entró en la sala y dirigió un breve gesto afirmativo a Adamsberg.

–Pero ayer –dijo Adamsberg un tanto abatido– no fue así. Usted sacó la miga, dos puñados compactos, y se la metió en la boca. Cuando dejó de respirar, le sacó la miga y la tiró por el sumidero del patio. Me asombra que haya elegido este método para matarla. Nunca había visto a nadie asfixiar a alguien con miga de pan.

–Es inventivo –confirmó tranquilamente Tuilot.

–Como puede imaginar, señor Tuilot, encontraremos restos de saliva de su mujer en la miga de pan. Y como es usted lógico y astuto, también encontraremos huellas de dientes de ratas en el mendrugo. Les dejó apurar la miga para acreditar su historia.

–Les encanta meterse en los mendrugos, da gusto verlas. Anoche lo pasamos muy bien, de verdad. Incluso me tomé un par de copas mientras Marie me rascaba la cabeza. Luego lavé y guardé el vaso, para evitar la reprimenda. Y eso que ya estaba muerta.

–Y eso que acababa usted de matarla.

–Sí –dijo el hombre con un suspiro distraído, mientras rellenaba unas casillas del crucigrama–. El médico había pasado a verla el día anterior. Me dijo que todavía podía vivir meses. Eso significaba no sé cuántas decenas de martes con empanadillas de carne, cientos de recriminaciones, miles de pasadas de trapo. A mis ochenta y seis años, tengo derecho de empezar a vivir. Hay noches así. Noches en que un hombre se levanta y actúa.

Tuilot se levantó, abrió las contraventanas del comedor, dejando paso al calor excesivo y tenaz de ese principio de agosto.

–Tampoco quería abrir las ventanas. Pero no diré nada de todo esto, comisario. Diré que la maté para ahorrarle sufrimiento. Con miga de pan porque le gustaba el pan, como una última golosina. Aquí dentro lo tengo todo previsto –dijo dándose con el dedo en la frente–. No hay nada que demuestre que no lo hice por caridad, ¿verdad? Por caridad. Quedaré absuelto y, al cabo de dos meses, estaré de nuevo aquí, dejaré el vaso directamente en la mesa, sin sacar el tapete, y viviremos felices los tres. Toni, Marie y yo.

–Sí, eso creo –dijo Adamsberg levantándose lentamente–. Pero es posible, señor Tuilot, que no se atreva a dejar la marca del vaso en la mesa. Y puede que saque el tapete. Y limpiará las migas.

–¿Por qué voy a hacer eso?

Adamsberg se encogió de hombros.

–Es lo que tengo visto. A menudo es lo que sucede.

–No se preocupe por mí, vamos. Soy astuto, ¿sabe?

–Es verdad, señor Tuilot.

Fuera, el calor hacía que la gente anduviera por la sombra, pegada a los edificios con la boca abierta. Adamsberg decidió tomar las aceras expuestas al sol, y vacías, y dejarse ir a pie hacia el sur. Una larga caminata para desprenderse del rostro risueño –y efectivamente astuto– del campeón de crucigramas. Que, quizá, algún martes venidero, se compraría una empanadilla de carne para cenar.

2

Llegó a la Brigada una hora y media después, con la camiseta negra empapada en sudor y los pensamientos recolocados. No era frecuente que un pensamiento, bueno o malo, permaneciera mucho tiempo en la mente de Adamsberg. Cabía preguntarse si tenía una mente, decía a menudo su madre. Dictó su informe para el comisario con gripe, pasó por recepción a recoger los mensajes. El cabo Gardon, encargado de la centralita, inclinaba la cabeza para captar el soplo de un pequeño ventilador colocado en el suelo. Dejaba revolotear su pelo fino en la corriente de aire fresco, como si estuviera sentado bajo el casco de una peluquería.

–El teniente Veyrenc lo está esperando en el café, comisario –dijo sin enderezarse.

–¿En el café o en la brasserie?

–En el café, en el Cubilete.

–Veyrenc ya no es teniente, Gardon. Hasta esta tarde a última hora no sabremos si se reengancha.

–De todos modos, lo está esperando en el café.

Adamsberg contempló unos instantes al cabo, preguntándose si Gardon tenía una mente y, en caso afirmativo, qué tendría dentro.

Se sentó en la mesa de Veyrenc, y los dos hombres se saludaron con sonrisa clara y un largo apretón de manos. A Adamsberg el recuerdo de la aparición de Veyrenc en Serbia1 todavía le daba a veces un escalofrío en la espalda. Pidió una ensalada y, mientras comía lentamente, hizo un relato bastante largo sobre la señora Lucette Tuilot, el señor Julien Tuilot, Toni, Marie, su amor, el mendrugo, el pedal del cubo de basura, las contraventanas cerradas, la empanadilla de carne de los martes. De vez en cuando iba echando ojeadas a través de la ventana del café, que Lucette Tuilot habría limpiado mucho mejor.

Veyrenc pidió dos cafés al dueño, un hombre grueso cuyo humor, siempre gruñón, empeoraba con el calor. Su mujer, una corsa menuda y muda, pasaba cual hada negra llevando los platos.

–Un día –dijo Adamsberg señalándola con un gesto– lo asfixiará con dos puñados de miga de pan.

–Es muy posible –asintió Veyrenc.

–Sigue esperando en la acera –dijo Adamsberg tras una nueva mirada por la ventana–. Lleva casi una hora esperando bajo este sol de plomo. No sabe qué hacer, qué decidir.

Veyrenc siguió la mirada de Adamsberg, que examinaba a una mujer bajita y enjuta, pulcramente vestida con una bata floreada de las que no se encuentran en las tiendas de París.

–No puedes estar seguro de que esté allí por ti. No está frente a la Brigada, va y viene a diez metros de allí. Debe de tener una cita y le han dado plantón.

–Es por mí, Veyrenc, no cabe duda. ¿A quién se le ocurriría dar cita a alguien en esta calle? Tiene miedo, eso es lo que me preocupa.

–Es porque no es de París.

–Incluso puede que sea la primera vez que viene. Lo cual quiere decir que tiene un problema serio. Lo cual no resuelve el tuyo, Veyrenc: llevas meses pensando con los pies en tu río y aún no te has decidido.

–Podrías ampliar el plazo.

–Ya lo hice. A las seis de esta tarde tienes que haber firmado, o no. Que volver a ser policía o no. Te quedan cuatro horas y media –añadió al desgaire Adamsberg mientras consultaba el reloj, más exactamente los dos relojes que llevaba en la muñeca sin que nadie supiera exactamente por qué.

–Tengo todo el tiempo del mundo –dijo Veyrenc removiendo el café.

El comisario Adamsberg y el exteniente Louis Veyrenc de Bilhc, oriundos de sendos pueblos de los Pirineos, tenían en común una especie de tranquilidad desprendida que resultaba bastante desconcertante. En Adamsberg podía presentar todos los signos de una falta de atención y una indiferencia chocantes. En Veyrenc, ese desapego generaba alejamientos inexplicables y una obstinación persistente, en ocasiones maciza y silenciosa, eventualmente marcada por arranques de ira. Cosas de la vieja montaña, decía Adamsberg sin buscar más justificación. La vieja montaña no puede producir gramíneas divertidas y juguetonas como las hierbas ondulantes de las grandes praderas.

–Salgamos –dijo Adamsberg pagando de repente la comida–, la mujer se irá si no. Mira, ya se está desanimando, la invade la duda.

–Yo también dudo –dijo Veyrenc tomándose el café de un trago–. Pero a mí no me ayudas.

–No.

–Muy bien. Así va el que vacila, por meandros, rodeos, / Solo y sin una mano que le brinde socorro.

–Uno siempre conoce su decisión mucho antes de tomarla. En realidad, desde el principio. Por eso los consejos no sirven de nada. Salvo para decirte una vez más que tus versificaciones irritan al comandante Danglard. No le gusta que se destroce el arte poético.

Adamsberg saludó al dueño con gesto sobrio. Era inútil decirle nada, al orondo hombre no le gustaba; o, para ser más precisos, no le gustaba ser simpático. Era como su establecimiento: desangelado, ostensiblemente popular y casi hostil a la clientela. La lucha era áspera entre ese orgulloso bareto y la opulenta brasserie de enfrente. A medida que la Brasserie des Philosophes acentuaba su aspecto de vieja burguesa rica y estirada, el Cubilete empobrecía su apariencia, en una lucha social sin piedad entre ambos establecimientos. «Algún día», mascullaba el comandante Danglard, «habrá un muerto». Sin contar con la corsa menuda que atiborraría el gaznate a su marido con miga de pan.

Al salir del café, Adamsberg bufó al contacto con el aire ardiente y se dirigió con cautela hacia la mujer bajita y enjuta, que seguía apostada a unos pasos de la Brigada. Había una paloma en el suelo, delante de la puerta del edificio, y pensó que, si al pasar hacía que el pájaro levantara el vuelo, la mujer volaría con él por mimetismo. Como si fuera leve, volátil, capaz de desaparecer cual brizna al viento. De cerca, calculó que debía de tener unos sesenta y cinco años. Había tenido cuidado de ir a la peluquería antes de viajar a la capital, unos bucles amarillentos resistían en sus cabellos grises. Cuando habló Adamsberg, la paloma no se inmutó, y la mujer se volvió hacia él con semblante temeroso. Adamsberg se expresó lentamente, preguntándole si necesitaba ayuda.

–No, gracias –contestó la mujer desviando la mirada.

–¿No quiere entrar? –dijo Adamsberg señalando el viejo edificio de la Brigada Criminal–. Para hablar con un policía, o algo. Porque en esta calle, aparte de eso, no hay gran cosa más que hacer.

–Pero, si la policía no le hace caso a uno, no sirve de nada ir allí –dijo ella retrocediendo unos pasos–. La policía no la cree a una, ¿sabe?

–Pero es allí adonde iba usted, ¿no? A la Brigada…

La mujer bajó las cejas casi transparentes.

–¿Es la primera vez que viene a París?

–Sí, desde luego. Y tengo que estar de vuelta esta noche. No tienen que darse cuenta.

–¿Ha venido a ver a un policía?

–Sí. Bueno, puede que sí.

–Soy policía. Trabajo allí.

La mujer echó una ojeada al atuendo un tanto descuidado de Adamsberg y pareció decepcionada o escéptica.

–Entonces debe de conocerlos bien.

–Sí.

–¿A todos?

–Sí.

La mujer abrió su gran bolso marrón, raído por los lados, y sacó un papel que desdobló con esmero.

–El señor comisario Adamsberg –leyó con aplicación–. ¿Lo conoce?

–Sí. ¿Viene de lejos para verlo?

–De Ordebec –dijo como si esa confesión personal le costara.

–No me suena.

–Digamos que está cerca de Lisieux.

Normandía, pensó Adamsberg, lo cual podía explicar la reticencia a hablar de la mujer. El comisario había conocido a varios normandos, unos «calladizos» a quienes había tardado días en domesticar. Como si soltar unas cuantas palabras equivaliera a dar un doblón de oro no necesariamente merecido. Adamsberg echó a andar, animando a la mujer a que lo acompañara.

–Hay policía en Lisieux –dijo–. Incluso puede que la haya en Ordebec. En su tierra hay gendarmes, ¿no?

–No me harían caso. Pero el vicario de Lisieux, que conoce al cura de Mesnil-Beauchamp, dijo que el comisario de aquí podría escucharme. El viaje me ha salido caro.

–¿Se trata de algo grave?

–Sí, claro que es grave.

–¿Un asesinato? –insistió Adamsberg.

–Puede, sí. Bueno, no. Es gente que va a morir. Tengo que avisar a la policía, ¿no?

–¿Gente que va a morir? ¿Han recibido amenazas?

Ese hombre la tranquilizaba un poco. París la asustaba, y su decisión todavía más: irse a escondidas, engañar a los hijos. ¿Y si el tren no la llevaba de vuelta a tiempo? ¿Y si llegaba tarde al autobús de línea? El policía hablaba con suavidad, un poco como si cantara. Sin duda no era de su tierra. No, más bien un hombrecillo del sur, de piel morena y rasgos marcados. A él le habría contado de buena gana su historia, pero el vicario había sido muy tajante. Tenía que ser al comisario Adamsberg y a nadie más. Y el vicario no era cualquiera; era primo del antiguo fiscal de Rouen, que sabía mucho de policías. Le había dado el nombre de Adamsberg a regañadientes, desaconsejándole que hablara y seguro de que la mujer no haría el viaje. Pero no podía quedarse agazapada mientras se desarrollaban los acontecimientos. No fuera que pasara algo a los hijos.

–Sólo puedo hablar con este comisario.

–Yo soy el comisario.

La mujer pareció a punto de rebelarse, a pesar de su fragilidad.

–Entonces ¿por qué no lo ha dicho enseguida?

–Tampoco sé quién es usted.

–No serviría de nada. Una dice su nombre, y luego todo el mundo lo airea.

–¿Y qué más le da?

–Problemas. Nadie debe saberlo.

Una lianta, pensó Adamsberg. Que quizá acabaría un día con dos grandes bolas de miga de pan en la garganta. Pero una lianta aterrorizada por un hecho preciso, y eso seguía preocupándolo. Gente que va a morir.

Habían desandado en dirección a la Brigada.

–Sólo he querido ayudarla. Llevaba rato viéndola aquí fuera.

–¿Y ese hombre? ¿Va con usted? ¿Él también me miraba?

–¿Qué hombre?

–Ése, el del pelo raro, con mechas naranjas. ¿Va con usted?

Adamsberg alzó la mirada y vio a Veyrenc a veinte metros, apoyado en el marco de la puerta. No había entrado en el edificio; esperaba junto a la paloma, que tampoco se había movido.

–Lo hirieron a cuchilladas de pequeño –dijo Adamsberg–. Y en las cicatrices le ha crecido el pelo así. No le aconsejo hacer alusión al tema.

–No pensaba nada malo, no sé expresarme. Casi no hablo en Ordebec.

–No pasa nada.

–En cambio, mis hijos hablan mucho.

–De acuerdo –dijo Adamsberg–. Pero ¿qué demonios le pasa a esa paloma? –añadió en voz baja–. ¿Por qué no vuela?

Cansado de la indecisión de la mujer, el comisario la abandonó para dirigirse hacia el pájaro inmóvil cruzándose con Veyrenc y su paso pesado. Muy bien, que se ocupe de ella si es que eso vale la pena. Se las arreglaría muy bien. El rostro compacto de Veyrenc era convincente, persuasivo, y en eso ayudaba poderosamente una sonrisa poco frecuente que alzaba bonitamente la mitad del labio. Una clara ventaja que Adamsberg había detestado2 durante un tiempo y que los había enfrentado en una rivalidad destructora. Ambos acababan de borrar los pocos fragmentos residuales que quedaban de esa época. Mientras Adamsberg levantaba con las manos la paloma inmóvil, Veyrenc volvió hacia él sin prisa, seguido de la mujer transparente, que jadeaba un poco. En el fondo, era tan insignificante que posiblemente Adamsberg no la habría visto de no ser por el vestido floreado que le dibujaba el contorno. Era probable que, sin el vestido, no se la viera.

–Un hijo de perra le ha atado las patas –dijo a Veyrenc examinando el pájaro sucio.

–¿Se ocupa también de las palomas? –preguntó la mujer sin ironía–. He visto muchas por aquí. No es muy higiénico.

–Pero ésta no son muchas, es una paloma a secas, una paloma sola. Es la diferencia.

–Claro –dijo la mujer.

Comprensiva y, al fin y al cabo, pasiva. Quizá se hubiera equivocado acerca de ella, y no acabaría con miga de pan en la garganta. Puede que no fuera una lianta. Puede que estuviera realmente en apuros.

–¿Es porque le gustan las palomas? –preguntó la mujer.

Adamsberg levantó hacia ella su mirada vaga.

–No. Pero no me gustan los hijos de perra que les atan las patas.

–Claro.

–No sé si en su tierra se practica este juego, pero en París existe: atrapar un pájaro, atarle las patas con tres centímetros de cuerda. Entonces la paloma ya sólo puede andar a pasitos minúsculos y no puede volar. Agoniza lentamente de hambre y de sed. Es un juego. Y odio ese juego, y encontraré al tipo que se ha estado divirtiendo con esta paloma.

Adamsberg entró en la Brigada dejando a la mujer y a Veyrenc en la acera. La mujer miraba fijamente el pelo del teniente, muy moreno y estriado de chocantes mechas rojas.

–¿De verdad va a ocuparse de eso? –preguntó desconcertada–. Pero si es demasiado tarde, ¿sabe? El comisario tenía muchas pulgas saltándole por el brazo. Eso demuestra que la paloma no tiene ni fuerzas para acicalarse.

Adamsberg confió el pájaro al gigante del equipo, la teniente Violette Retancourt, con fe ciega en su capacidad para curar el animal. Si Retancourt no salvaba la paloma, ninguna otra persona podría hacerlo. La mujer, muy alta y gruesa, había torcido el gesto, lo cual no era buena señal. El pájaro estaba en mal estado, la piel de las patas estaba serrada de tanto intentar deshacerse de la cuerda, que se había incrustado en la carne. Estaba desnutrido y deshidratado. Ya vería lo que se podía hacer, había concluido Retancourt. Adamsberg asintió, apretando brevemente los labios, como cada vez que se cruzaba con la crueldad. Y ese trozo de cuerda lo era.

Siguiendo a Veyrenc, la mujer pasó delante de la inmensa teniente con instintiva deferencia. Ésta envolvía eficazmente el animal con una tela mojada. Más tarde, contó a Veyrenc, se ocuparía de las patas para tratar de extraer la cuerda. En las anchas manos de Retancourt, la paloma no intentaba siquiera moverse. Se dejaba cuidar, como cualquiera habría hecho en su lugar, inquieto y admirado a la vez.

La mujer se sentó, apaciguada, en el despacho de Adamsberg. Era tan estrecha que sólo ocupaba la mitad de la silla. Veyrenc se puso en una esquina, examinando el lugar que tan familiar le había resultado tiempo atrás. Sólo le quedaban tres horas y media para tomar una decisión. Una decisión ya tomada, según Adamsberg, pero que desconocía. Al atravesar la gran sala común, ya se había encontrado con la mirada hostil del comandante Danglard, que rebuscaba en los archivadores. A Danglard no sólo le molestaban sus versos, también le molestaba él.

3

La mujer había aceptado por fin dar su nombre, y Adamsberg lo estaba apuntando en una hoja cualquiera, descuido que la inquietó. Quizá el comisario no tuviera ninguna intención de ocuparse de ella.

–Valentine Vendermot, con «o» y «t» –repitió Adamsberg, pues tenía grandes dificultades con las palabras nuevas, y más aún con los nombres propios–. Y viene usted de Ardebec.

–De Ordebec. Está en Calvados.

–Tiene hijos, ¿no es así?

–Cuatro. Tres chicos y una chica. Soy viuda.

–¿Qué ha pasado, señora Vendermot?

La mujer recurrió de nuevo a su voluminoso bolso, del cual extrajo un periódico local. Lo desplegó ligeramente y lo puso sobre la mesa.

–Es este hombre. Ha desaparecido.

–¿Cómo se llama?

–Michel Herbier.

–¿Es un amigo suyo? ¿Un pariente?

–Huy, no. Todo lo contrario.

–¿Es decir?

Adamsberg esperó pacientemente la respuesta, que parecía difícil de formular.

–Lo odio.

–Ah, muy bien –dijo cogiendo el periódico.

Mientras Adamsberg se concentraba en el breve artículo, la mujer lanzaba miradas inquietas hacia las paredes, observando la de la derecha, luego la de la izquierda, sin que el comisario comprendiera el motivo de la inspección. Algo la atemorizaba de nuevo. Miedo a todo. Miedo a la ciudad, miedo a los demás, miedo al qué dirán, miedo a él. Tampoco entendía aún por qué había venido hasta aquí para hablarle de Michel Herbier si lo odiaba. El hombre, jubilado, cazador empedernido, había desaparecido de su domicilio con la moto. Tras una semana de ausencia, los gendarmes habían entrado en su casa por control de seguridad. Vieron que el contenido de los congeladores, abarrotados de piezas de todo tipo, había sido completamente desparramado por el suelo. Eso era todo.

–No puedo meterme en eso –se excusó Adamsberg devolviéndole el diario–. Si ese hombre ha desaparecido, comprenderá usted que es obligatoriamente la gendarmería local la que debe encargarse del caso. Y si sabe usted algo, es a ellos a quien hay que ir a ver.

–No puedo, señor comisario.

–¿No se entiende usted con la gendarmería local?

–Eso es. Por eso el vicario me dio su nombre. Por eso he hecho este viaje.

–¿Para decirme qué, señora Vendermot?

La mujer se alisó la bata floreada, cabizbaja. Hablaba más fácilmente si no la miraban.

–Lo que le ha pasado. O lo que le va a pasar. Ha muerto, o va a morir si no se hace nada para evitarlo.

–Aparentemente, el hombre se ha ido, sin más, puesto que su moto ha desaparecido. ¿Se sabe si se ha llevado equipaje?

–Nada, salvo uno de sus fusiles. Tiene muchos fusiles.

–Entonces volverá dentro de un tiempo, señora Vendermot. Ya sabe usted que no nos está permitido buscar a un hombre adulto sólo porque se ausente unos días.

–No volverá, comisario. Lo de la moto no cuenta. Ha desaparecido para que nadie lo busque.

–¿Lo dice porque recibió amenazas?

–Sí.

–¿Tiene algún enemigo?

–Santa madre de Dios, el más espantoso de los enemigos, comisario.

–¿Sabe cómo se llama?

–Dios mío, no se puede pronunciar su nombre.

Adamsberg suspiró, sintiéndolo más por ella que por sí mismo.

–Y según usted, ¿Michel Herbier huyó?

–No, no lo sabía. Seguramente ya está muerto. Estaba prendido, ¿entiende?

Adamsberg se levantó y anduvo unos instantes de una pared a la otra, con las manos en los bolsillos.

–Señora Vendermot, me parece muy bien escucharla, incluso alertar a la gendarmería de Ordebec. Pero no puedo hacer nada sin entender por qué. Deme un segundo.

Salió del despacho y fue a ver al comandante Danglard que, muy enfurruñado, consultaba el archivador de carpetas. Entre varios miles de datos más, Danglard almacenaba en su cerebro casi todos los nombres de los jefes y subjefes de las gendarmerías y comisarías de Francia.

–¿Le suena el capitán de la gendarmería de Ordebec, Danglard?

–¿En Calvados?

–Sí.

–Es Émeri, Louis Nicolas Émeri. Se llama Louis Nicolas en referencia a su antepasado por la rama bastarda, Louis Nicolas Davout, mariscal del Imperio, comandante del tercer cuerpo del Gran Ejército de Napoleón. Batallas de Ulm, Austerlitz, Eylau, Wagram; duque de Auerstädt y príncipe de Eckmühl, nombre de una de sus célebres victorias.

–Danglard. Lo que me interesa es el hombre de ahora, el policía de Ordebec.

–Precisamente. Su ascendencia cuenta mucho, no permite que nadie la olvide. Puede ser altanero, orgulloso, marcial. Aparte de la herencia napoleónica, es un hombre bastante simpático, un buen policía, prudente; quizá demasiado prudente. De unos cuarenta años. No se ha lucido especialmente en sus anteriores destinos, en el extrarradio de Lyon, creo. Se hace olvidar en Ordebec. Es un sitio tranquilo.

Adamsberg volvió a su despacho, donde la mujer había reanudado su observación minuciosa de las paredes.

–No es fácil, ya me hago cargo, comisario. Es que normalmente está prohibido hablar de ello. Es algo que puede atraer problemas espantosos. Oiga, ¿están bien sujetas las estanterías murales? Porque ha puesto documentos pesados arriba y ligeros abajo. Podrían caerse sobre alguien. Siempre hay que poner lo pesado abajo.

Miedo a la policía, miedo a la caída de las librerías.

–¿Por qué odia a ese Michel Herbier?

–Todo el mundo lo odia, comisario. Es una bestia parda, siempre lo ha sido. Nadie le habla.

–Eso podría explicar que se haya ido de Ordebec.

Adamsberg volvió a coger el periódico.

–Es soltero –dijo–, y jubilado. Tiene sesenta y cuatro años. ¿Por qué no va a empezar una nueva vida en otro lugar? ¿Tiene familia en algún sitio?

–Estuvo un tiempo casado. Es viudo.

–¿Desde hace cuánto?

–Uf, más de quince años.

–¿Se lo encuentra de vez en cuando?

–No lo veo nunca. Como vive un poco en las afueras de Ordebec, es fácil no toparse con él. Y todo el mundo contento.

–Pero aún así algún vecino se ha preocupado por él.

–Sí, los Hébrard. Son buena gente. Lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Viven al otro lado de la carretera, ¿sabe? En cambio, él vive a cincuenta metros de allí, metido en el bosque Bigard, cerca del antiguo vertedero. Es un sitio muy húmedo.

–¿Por qué se preocuparon si lo vieron irse en moto?

–Porque de costumbre, cuando se ausenta, les deja la llave del buzón. Pero esta vez no. Y no lo oyeron volver. Y las cartas se salían del buzón. Eso quiere decir que Herbier se había ido por poco tiempo y que algo le impidió volver. Los gendarmes dicen que no lo han encontrado en ningún hospital.

–Cuando fueron a visitar la casa, el contenido de los congeladores estaba tirado por los suelos.

–Sí.

–¿Por qué tiene toda esa carne? ¿Tiene perros?

–Es cazador, mete sus piezas en congeladores. Mata mucho y no comparte.

La mujer se estremeció ligeramente.

–El cabo Blériot, que es bastante amable conmigo, a diferencia del capitán Émeri, me contó la escena. Era espantoso, dijo. Había en el suelo media jabalina, con la cabeza entera, piernas de cierva, liebres hembras, jabatos, perdigones. Todo ello tirado de cualquier manera, comisario. Llevaba días pudriéndose cuando entraron los gendarmes. Con el calor que hace, la podredumbre es peligrosa.

Miedo a las librerías y miedo a los microbios. Adamsberg echó una mirada a las grandes cuernas de ciervo, que seguían en el suelo de su despacho, cubiertas de polvo. Regalo suntuoso de un normando, precisamente.

–¿Liebres hembras, ciervas? Es observador ese cabo. ¿También es cazador?

–Qué va. Es que todo el mundo lo dice sistemáticamente, sabiendo como es Herbier. Es un cazador asqueroso, un malhechor. Sólo mata hembras y crías, camadas enteras. Dispara incluso a hembras preñadas.

–¿Cómo lo sabe?

–Todo el mundo lo sabe. Herbier fue condenado una vez por haber matado una jabalina con sus jabatos todavía pequeños. Y cervatos también. Qué lástima. Pero normalmente, como lo hace de noche, Émeri no lo pilla nunca. Lo que sí es seguro es que ningún cazador quiere ir con él. Ni siquiera los más carniceros lo admiten. Ha sido expulsado de la Liga de Caza de Ordebec.

–Entonces tiene decenas de enemigos, señora Vendermot.

–Más que nada es que nadie lo frecuenta.

–¿Piensa usted que algún cazador podría querer matarlo? ¿Es eso? ¿O algún anti-caza?

–Oh no, comisario. Ha sido algo muy distinto.

Tras un rato de cierta fluidez, la mujer volvía a tener dificultades para hablar. Seguía teniendo miedo, pero aparentemente ya no la preocupaban las estanterías. Era un temor resistente, profundo, lo que llamaba la atención a Adamsberg; en cambio, el caso de Herbier no requería ese viaje desde Normandía.

–Si usted no sabe nada –insistió en tono cansado–, o si le está prohibido hablar, no puedo ayudarla.

El comandante Danglard se había apoyado en el marco de la puerta y le dirigía señales de urgencia. Había noticias de la niña de ocho años, que se había fugado al bosque de Versalles tras haber roto una botella de zumo de frutas en la cabeza de su tío abuelo. El hombre había conseguido llegar al teléfono antes de desmayarse. Adamsberg dio a entender a Danglard y a la mujer que cerraba. Las vacaciones de verano iban a empezar y, al cabo de tres días, la Brigada iba a verse mermada en un tercio de sus efectivos. Había que cerrar los casos en curso. La mujer comprendió que no le quedaba mucho tiempo. En París la gente no se toma su tiempo, se lo había advertido el vicario, por muy amable y paciente que hubiera sido con ella el comisario bajito.

–Lina es mi hija –anunció apresuradamente–. Ha visto a Herbier. Lo vio dos semanas y dos días antes de su desaparición. Se lo contó a su jefe y, al final, todo Ordebec se ha enterado.

Danglard se había puesto de nuevo a clasificar archivos, con una barra de contrariedad atravesándole la ancha frente. Había visto a Veyrenc en el despacho de Adamsberg. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Iba a firmar? ¿A reengancharse? La decisión era para esa misma tarde. Danglard se detuvo junto a la fotocopiadora y acarició al gatazo allí tumbado, buscando consuelo en su pelaje. Los motivos de su aversión a Veyrenc no eran confesables. Unos celos sordos y tenaces, casi femeninos, la necesidad imperiosa de apartarlo de Adamsberg.

–Tenemos que darnos prisa, señora Vendermot. ¿Su hija lo vio, y algo le hizo pensar que alguien lo había matado?

–Sí. Gritaba. Y había otros tres con él. Era de noche.

–¿Había habido una pelea? ¿Por las ciervas y los cervatos? ¿En una reunión, una cena de cazadores?

–No, qué va.

–Vuelva mañana, o en otro momento –decidió Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta–. Vuelva aquí cuando pueda hablar.

Danglard esperaba al comisario, de pie y desabrido, apoyado en la esquina de la mesa.

–¿Tenemos a la niña? –preguntó Adamsberg.

–Los chicos la han encontrado en un árbol. Se había subido hasta lo más alto, como un joven jaguar. Tiene un gerbillo en las manos, y no lo suelta de ninguna de las maneras. El gerbillo parece estar bien.

–¿Un gerbillo, Danglard?

–Es un pequeño roedor. A los niños les encanta.

–¿Y la niña? ¿Cómo está?

–Más o menos como su paloma. Muerta de hambre, de sed y de cansancio. Está recibiendo cuidados. Una de las enfermeras se niega a entrar por el gerbillo, que se ha escondido debajo de la cama.

–¿Ha explicado por qué lo ha hecho?

–No.

Danglard respondía con reticencia, rumiando sus preocupaciones. No tenía el día parlanchín.

–¿Sabe que su tío abuelo se ha salvado?

–Sí, pareció aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Vivía sola con él desde no se sabe cuándo, y nunca ha puesto un pie en la escuela. No hay seguridad ninguna de que sea realmente su tío abuelo.

–Bien. Delegamos la continuación en Versalles. Pero diga al teniente encargado del caso que no mate al gerbillo de la niña. Que lo pongan en una jaula y le den de comer.

–¿Es tan urgente?

–Claro, Danglard. Puede que sea lo único que tiene esa niña en el mundo. Un momento.

Adamsberg se dirigió apresuradamente hasta el despacho de Retancourt, que se disponía a empapar las patas a la paloma.

–¿La ha desinfectado, teniente?

–¡Momento! –contestó Retancourt–. Primero había que rehidratarlo.

–Perfecto, no tire la cuerda, quiero pedir muestras. Justin ha avisado al técnico, ya viene.

–Se me ha cagado encima –observó tranquilamente Retancourt–. ¿Qué quiere esa mujer? –preguntó señalando el despacho.

–Decir algo que no quiere decir. Es la indecisión personificada. O se va ella sola, o la echamos cuando vayamos a cerrar.

Retancourt se encogió de hombros, un poco despectiva. La indecisión era un fenómeno ajeno a su modo de acción. De ahí su potencia de propulsión, que sobrepasaba con diferencia la de los otros veintisiete miembros de la Brigada.

–¿Y Veyrenc? ¿También está indeciso?

–Veyrenc ha tomado su decisión desde hace tiempo. ¿Policía o profesor, usted qué eligiría? La enseñanza es una virtud que amarga. La policía es un vicio que enorgullece. Y como es más fácil abandonar una virtud que un vicio, no tiene elección. Me voy a ver al supuesto tío abuelo al hospital de Versalles.

–¿Qué hacemos con la paloma? No puedo llevármela a casa, mi hermano es alérgico a las plumas.

–¿Tiene a su hermano en casa?

–Provisionalmente. Se ha quedado sin trabajo. Robó una caja de pernos en el garaje y unas buretas de aceite.

–¿Puede dejarlo en mi casa esta noche? Me refiero al pájaro.

–De acuerdo –masculló Retancourt.

–Tenga cuidado, hay gatos andando por el jardín.

La mano de la mujer menuda se posó, tímida, sobre el hombro de Adamsberg. Éste se volvió.

–Esa noche –dijo lentamente–, Lina vio pasar al Ejército Furioso.

–¿A quién?

–Al Ejército Furioso –repitió la mujer en voz baja–. Y allí estaba Herbier. Y chillaba. Y también otros tres.

–¿Es una asociación? ¿Tiene que ver con la caza?

La señora Vendermot miró a Adamsberg, incrédula.

–El Ejército Furioso –volvió a decir muy bajo–. La Gran Cacería. ¿No lo conoce?

–No –dijo Adamsberg sosteniéndole la mirada estupefacta–. Vuelva usted otra vez, ya me lo explicará.

–Pero ¿ni siquiera le suena el nombre? ¿La Mesnada Hellequin? –susurró.

–Lo siento –repitió Adamsberg volviendo a su despacho seguido de la mujer–. Veyrenc, ¿conoce a una pandilla que se llama «el Ejército Curioso»? –preguntó mientras se metía en el bolsillo las llaves y el móvil.

–Furioso –corrigió la mujer.

–Eso. La hija de la señora Vendermot vio al desaparecido con ellos.

–Y a otros –insistió la mujer–. Jean Glayeux y Michel Mortembot. Pero mi hija no reconoció al cuarto.

Una expresión de intensa sorpresa pasó por el rostro de Veyrenc, que luego sonrió ligeramente, levantando el labio. Como un hombre a quien traen un regalo muy inesperado.

–¿Su hija lo ha visto de verdad? –preguntó.

–Por supuesto.

–¿Dónde?

–Donde suele pasar en nuestra tierra, en el camino de Bonneval, en el bosque de Alance. Siempre ha pasado por allí.

–¿Está delante de la casa de su hija?

–No, vivimos a más de tres kilómetros.

–¿Su hija había ido a verlo?

–No, ni hablar de eso. Lina es una chica muy razonable, muy sensata. Estaba allí, eso es todo.

–¿De noche?

–El Ejército Furioso siempre pasa de noche.

Adamsberg arrastró a la mujer menuda hacia fuera, pidiéndole que pasara al día siguiente o llamara otro día, cuando tuviera las cosas más claras. Veyrenc lo retuvo discretamente, mordisqueando un bolígrafo.

–Jean-Baptiste –preguntó–, ¿de verdad no has oído nunca hablar de eso? ¿Del Ejército Furioso?

Adamsberg sacudió la cabeza, peinándose rápidamente con los dedos.

–Entonces pregunta a Danglard –insistió Veyrenc–. Le interesará mucho.

–¿Por qué?

–Porque, por lo que sé, es el anuncio de una sacudida. Puede que de una sacudida del copón.

Veyrenc esbozó de nuevo una sonrisa y, como decidido súbitamente por la irrupción del Ejército Furioso, firmó.