Créditos
Título original: Tod auf der Warteliste
Edición en formato digital: mayo de 2013
En cubierta: Detalle de la foto Le ruisseau serpente (1932), © Gilberte Brassaï, 1993
© Paul Zsolnay Verlag, Viena, 2003
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco, 2005
© Ediciones Siruela, S. A., 2005, 2013
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-15803-82-9
Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.
www.siruela.com
Índice
Portada
Portadilla
MUERTE EN LISTA DE ESPERA
Cita
Partida
Jubilado
Silicona, colágeno, botox, grasa propia
Noches blancas
Invitados
Comando Faraón
El viaje de Vasile
La edad no protege del vino blanco
Un pelo en la sopa
Bienvenido, perro
Trieste-Estambul-Bucarest
Se abre la veda
Nuevo día, nuevo trabajo
Perros negros
Frutos de la noche
Afilar los cuchillos
Nuevo día, nueva suerte
Despertar de sábado
El camión rojo
Descanso dominical
Créditos
Existen diversos tipos de seres y otros tantos rostros.
Quien es inteligente se adapta a innumerables tipos,
Y al igual que Proteo desaparece ora en agua fluyente,
Ora es león, ora árbol, poco después hirsuto verraco.
Estos peces de aquí se capturan con arpones, aquéllos con anzuelos;
A otros los arrastra, al tirar de la cuerda, la amplia red.
Ovidio
Descanso dominical
Una prostituta se encierra en su autocaravana. La austríaca opone tenaz resistencia. Confiscado su vehículo.
Laurenti se dirigía hacia su despacho antes de las seis, pero hizo un alto en el camino para tomarse un café y echar un vistazo al periódico. Esa tarde llegaban los invitados y el sábado no había regresado a casa hasta entrada la noche. El ambiente era acorde con las circunstancias, es decir, sombrío. Esta vez toda su familia echaba pestes contra su profesión, que acaparaba todo su tiempo. Ni siquiera pudo ayudar en los preparativos de la fiesta de inauguración. Laura y sus hijos tuvieron que hacerlo todo solos. Laurenti tenía otras ocupaciones. Durante la cena apenas siguió la conversación. Los acontecimientos de ese día lo torturaban y se retiró pronto. Al recordar al perro, prometió un buen donativo a san Antón si los veterinarios lograban salvarle la vida. A pesar de su agotamiento, no lograba conciliar el sueño. Cuando Laura se acostó y le preguntó cómo se encontraba, se limitó a murmurar entre dientes. Ni le apetecía ni podía hablar. Pronto oyó la respiración profunda y regular de su esposa. Le había dado la espalda.
Cuando despertó aún estaba oscuro. A pesar de sentirse completamente destrozado, se levantó. No encontraría la paz hasta haber resuelto el asunto.
Una prostituta de Graz que recibía a sus clientes en una autocaravana en el Campo Marzio fue víctima de una redada de la Polizia di Stato en la madrugada del sábado. Cuando, tras repetidos requerimientos, se negó a abrir su vehículo, los agentes se vieron obligados a forzar el burdel ambulante. A la prostituta (bien conocida desde hace años por la policía) se le tomó declaración en la comisaría. En el vehículo se encontraron más de cien preservativos, ropa íntima y otros objetos especiales.
Laurenti dobló el periódico, pagó y se encaminó a su oficina. Eran las seis y media en punto cuando sonó su móvil.
–Es una auténtica bomba –le comunicó Galvano–. Nuestro amigo suizo no es tan inofensivo como creíamos. Tampoco es escritor, sino un periodista bien curtido. Ahora tienes pruebas suficientes para cerrar el chiringuito. Puedes estarle agradecido.
–Despacio, Galvano. ¿De qué me habla?
–Compra La Repubblica. Aparece un artículo a toda página de tu Ramsés sobre La Salvia. Es un escándalo de primera magnitud. Tienes que actuar inmediatamente. Estaré ahí dentro de diez minutos.
Laurenti regresó al quiosco y compró la edición dominical del periódico. El titular resaltaba junto a una foto de archivo de la clínica: Trasplantes ilegales en Trieste. Los médicos de una clínica de cirugía estética, sospechosos de asesinato. Uno de ellos comenzó su sangrienta profesión hace años, en Malta. Las víctimas de accidentes eran despedazadas sin ningún escrúpulo; sus órganos, extraídos y vendidos al mejor postor. También la importación de denominados donantes forma parte de las actividades de la clínica cuya fama traspasa nuestras fronteras. El lunes se celebrará la próxima intervención.
Laurenti tragó saliva mientras echaba un vistazo al artículo. Los datos recopilados por el huraño suizo eran increíbles. Laurenti telefoneó al fiscal, que tras muchos timbrazos se puso al aparato con voz de sueño.
–¡Scoglio! –exclamó Laurenti–. Tenemos que volver a subir al Karst. Es urgente. ¿Cuándo podrá estar aquí?
Las siguientes llamadas fueron a Sgubin y al grupo de guardia.
*
Después de haberse recuperado un poco de los acontecimientos acaecidos en el cementerio de Sant'Anna, el sábado por la mañana regresaron a La Salvia. Laurenti estaba firmemente decidido a no dejar piedra sobre piedra, por muy importantes que fuesen los pacientes de la clínica. Y tanto el questore como el fiscal le habían garantizado respaldo total. Sin embargo primero hubo que convencer a un nutrido grupo de jóvenes para que dejasen libre la entrada. Las sirenas de los coches patrulla apenas les impresionaron, por lo que tuvo que salir Sgubin a parlamentar con ellos.
–Están completamente convencidos de que Michael Jackson está ahí dentro –dijo cuando subió de nuevo al coche y los chicos despejaron el campo malhumorados.
–¡Mientras no aumenten los que se creen semejante estupidez, todavía hay esperanza! En todas partes hay veinte idiotas. Vamos, arranca –apremió Laurenti con tono de impaciencia.
Un grupo de agentes dirigidos por Sgubin inspeccionó al personal extranjero: no tenían permiso de residencia ni de trabajo, sólo un visado de turistas. Todos afirmaron que acababan de llegar y que iban a darlos de alta en los próximos días. Laurenti se encargó de interrogar a los pacientes, en compañía de Galvano y tres hombres del grupo de guardia. Apartamentos lujosamente amueblados para miembros de la clase alta que pagaban con generosidad y que, según se puso enseguida de manifiesto, sólo estaban allí arriba para mejorar su aspecto físico. Estiramientos de piel, liposucciones, regímenes de adelgazamiento... Galvano rezongaba diciendo que no entendía por qué algunos pacientes tenían que pagar más por los zumos y caldos que formaban parte de una dieta cero que por el mejor menú de cinco platos del Ami Scabar o del Risorta de Muggia. Ninguno exhibía en la cara cicatrices de operaciones recientes. Todos se mostraron amables y solícitos. Al contrario de lo que la dirección de la clínica había afirmado siempre en los últimos días, a nadie le enfureció la presencia de la policía.
Uno de los pacientes había desaparecido dejando en su habitación una bolsa de viaje a medio llenar con ropa de hombre. Como si su dueño no hubiera tenido tiempo de terminar de hacer el equipaje. Con las prisas había olvidado incluso su pasaporte en un bolsillo lateral de la bolsa. Laurenti lo examinó con calma: era un pasaporte alemán que caducaría dentro de cuatro meses. A nombre de Friedrich Müller, nacido en 1967 en Dresde. La foto anodina mostraba a un hombre de pelo rubio oscuro, con barba y grandes gafas de gruesos cristales. No tenía sello de visado. Laurenti se guardó el documento. Más tarde lo mandaría examinar. La recepcionista comentó que había salido a dar un paseo a caballo. No sabía cómo se llamaba y su nombre no figuraba en el registro de pacientes. Laurenti ordenó que lo buscaran por el complejo de la clínica. A lo mejor era verdad que estaba haciendo deporte y el asunto se aclaraba rápidamente.
Más tarde, uno de los policías encargados de su búsqueda volvió muy excitado. En las caballerizas habían encontrado al mozo de cuadra visiblemente confundido, el cual había dicho, balbuceando, que un hombre llamado Vasile, que esperaba para ser operado, lo había derribado de un golpe esa mañana sin motivo aparente. Además, faltaba uno de los caballos.
Laurenti ordenó venir al mozo y lo interrogó. Al parecer el tal Vasile era un tipo amable y tímido. No había duda de que ése era su verdadero nombre, el doctor le llamaba así. Por la mañana tenía que ayudarle a cuidar los caballos. Y entonces, de repente... No sabía cuánto tiempo había permanecido atado debajo de las pacas de paja. Había que curar la herida abierta de su cabeza. Le dolía. Laurenti escuchó con paciencia y a continuación mandó llamar a Severino. El médico curó la herida en silencio, sin dignarse mirar a Laurenti, que permaneció en la habitación.
–Este hombre necesita cuidados –se limitó a decir Severino. Al no recibir respuesta, se marchó.
Después de que una patrulla trajera de la ciudad la foto del muerto del canciller austríaco, el mozo de cuadra lo identificó sin vacilar. Insistió en que había visto por primera vez a esa persona el jueves. A continuación, Laurenti le apretó las tuercas a Severino. Éste negó con vehemencia que hubiera visto jamás a ese hombre. Después de haber mostrado la foto al resto del personal de la clínica y de que declarasen también que desconocían su identidad, Laurenti consultó al fiscal.
También Scoglio los había acompañado a La Salvia después de enterarse de lo sucedido en el cementerio. Quería saber de una vez para qué arriesgaba continuamente su cabeza con las órdenes de registro que firmaba. Laurenti se alegró de que el fiscal se ocupase del iracundo Romani, que profería una amenaza tras otra mientras la policía registraba la clínica.
–Desde luego, lo que sabemos es que el conductor del camión estuvo aquí –dijo Laurenti.
–O no. Usted ha mostrado la foto del hombre que falleció bajo las ruedas del coche del canciller alemán.
–Son gemelos.
–Se parecen mucho, eso es cierto –Scoglio vaciló un momento–. Sólo el mozo de cuadras dijo que era él. Los otros han afirmado que no lo habían visto nunca. Incluso los empleados. Todavía no es suficiente. Hay demasiadas habitaciones. Si pretende usted tomar huellas dactilares, necesitará varios días. En una clínica hallará miles. Intente contactar con los rumanos.
Laurenti repuso sin vacilar:
–La última vez que hablé con un colega de Bucarest, me confirmó la identificación del muerto del canciller alemán: Dimitrescu Dealul. A éste lo llamaban Vasile. Pronto sabremos si de verdad eran gemelos.
–Aún así seguiremos necesitando un móvil. ¿Qué piensa hacer, Laurenti? El asunto apesta, pero hay cosas que no encajan. ¿A quién va a imputar? ¿Y por qué? –Scoglio hizo un ademán de desamparo–. Ahora volveré a oír los gritos del abogado. Por ahora el botín es muy escaso. Me temo que tendremos que marcharnos dentro de poco.
*
Viktor Drakic estaba furioso. Había anunciado que daría un largo paseo a caballo, pero cuando retornó a los establos después de comer, no había nadie y los caballos ni siquiera estaban cepillados. Llamó al mozo de cuadra, pero en vano. Recorrió despacio los boxes contemplando a los animales. Luego regresó a la clínica para quejarse. Justo cuando subía las escaleras, oyó al otro lado del portón las sirenas de los coches patrulla. ¿Qué ocurriría? ¿No le había dicho Petrovac que allí estaría completamente seguro? Se dirigió deprisa a su habitación y vio pasar los coches desde la ventana. En ese momento reconoció a Laurenti. Tenía que largarse inmediatamente de allí. Sacó del armario la bolsa de viaje y embutió en ella sus ropas, presa del pánico. ¿Qué iba a hacer con el equipaje? Tenía que volver a las caballerizas antes de que lo encontraran. Viktor Drakic bajó corriendo por el pasillo; en la planta baja encontró una habitación abierta y salió por la ventana. Había policías por todas partes. Aguardó a que los agentes desaparecieran en el interior de la casa, oculto entre los arbustos.
A la yegua blanca sólo le puso el bocado. No le quedaba tiempo para ensillarla. La montura era muy tranquila y le costó espolearla. A trote lento, Drakic siguió las huellas de herraduras junto a la valla del complejo en busca de una salida. Al fin encontró un punto donde la alambrada había sido reparada de manera provisional. Desmontó y con las manos desnudas abrió el espacio suficiente para que pudiera pasar el caballo.
A pesar de llevar más de tres años sin poner un pie a este lado de la frontera, seguía conociendo bien la región. En el Karst nada había cambiado. Eslovenia apenas distaba dos kilómetros en línea recta, pero no podía cabalgar campo a través, porque el suelo era inseguro. Agudas piedras calizas difíciles de ver, muros que delimitaban los campos, y una maleza impenetrable. Drakic no se apartó de los senderos, y siempre que tenía que cruzar una de las carreteras que recorrían el Karst se mostraba inquieto. Caminó mucho más tiempo del esperado hasta que al fin, a doscientos metros de distancia, vio ante él un pequeño paso fronterizo que sólo podía utilizarse con lasciapassare, un pase especial para los naturales del país. Unos ciclistas con tricots de colores lo adelantaron, indicándole con una seña que podía pasar sin problemas. Drakic azuzó a su montura. El aduanero italiano esperaba junto a la barrera.
–Me he perdido –dijo Drakic con marcado acento esloveno–. De repente me he encontrado a este lado de la frontera. Ni siquiera llevo encima la documentación.
El aduanero observó con desconfianza al hombre vestido con vaqueros y zapatos que montaba un caballo sin silla.
–¿De dónde procede usted? –preguntó.
–De Komen –contestó Drakic, y añadió–: Comeno –el nombre italiano del pueblo que conocía bien, pues uno de sus ayudantes había dirigido desde allí durante muchos años el paso ilegal por la frontera de las mujeres jóvenes que la organización de Drakic introducía en el mercado italiano.
–La próxima vez no se olvide de la documentación –le recomendó el aduanero antes de franquearle la barrera.
En el lado esloveno tampoco le crearon dificultades. Drakic soltó un suspiro de alivio. A trote ligero se acercó al pueblo situado en una colina cuyos tejados brillaban al sol.
*
Laurenti hervía de rabia. El sábado por la mañana se habían retirado de la clínica sin haber obtenido ninguna prueba sólida, y había que contar con que las amenazas de Romani no quedarían reducidas a palabrería hueca. Pero al menos el questore le había prometido su respaldo y el fiscal también había estado presente en la acción. Tras examinar algunos de los datos que daba el suizo, quiso confrontarlos con los resultados.
Ramsés no estaba solo. No necesitaba que le presentara la rubia a Laurenti, pues éste ya se imaginaba quién era la dama. Sentados en el salón, ante el fuego de la chimenea, Ramsés sirvió unos whiskys.
–El asunto es muy grave –dijo Laurenti–. Primero: en la autocaravana confiscada no se ha encontrado documento alguno.
–Pero eso es imposible –replicó Silvia, que estaba sentada en el sofá al lado de Ramsés.
Laurenti no le prestó atención.
–Segundo: no tienes ninguna hija en la Universidad de Duino. Tercero: te pincharon las ruedas del coche. Pero lo peor viene ahora: hace dos años te detuvieron en Malta y te expulsaron por el procedimiento de urgencia por haber agredido a un médico. Ese médico se llamaba Leonardo Lestizza. Y, fíjate qué curioso, precisamente hoy por la mañana estabas en el cementerio de Sant'Anna para llevar flores a la tumba de tu mujer. Aunque no estabais casados. La familia Leone ha confirmado que Matilde falleció en Malta y que el médico que la atendió fue Lestizza. Como ya sabemos, hace unos días atacaron y castraron a Lestizza. A consecuencia de ello murió desangrado. Sinceramente, Ramsés, ¿no crees que estás de mierda hasta las orejas?
–¿Y eso por qué? –Ramsés sonrió–. Es cierto, me hice pasar por novelista. Para camuflarme. También es cierto que iba detrás de Lestizza. Periodísticamente hablando. El resultado podrás leerlo muy pronto. Es una lástima que no me preguntaras antes. Silvia, déjanos solos, por favor, me gustaría hablar con el comisario en privado.
La rubia austríaca se levantó.
–¿Puedo irme a Graz? –preguntó.
–¿Qué le han dicho mis colegas?
–He aceptado el procedimiento de urgencia.
–Hasta entonces debe mantenerse a disposición de las autoridades. ¿Qué dirección ha dado usted?
–Ésta –miró a Ramsés, a quien ella aún no se lo había confesado.
–En su lugar, yo hablaría con un abogado.
–No conozco a ninguno.
Laurenti sacó del bolsillo su libreta de notas y apuntó un número de teléfono.
–En otras circunstancias le recomendaría a Romani. Pero será mejor que llame a éste. Es amigo mío. Dígale que he sido yo quien le ha proporcionado el número.
Cuando Silvia salió de la habitación, Laurenti habló del registro de la clínica.
–Si no hubiera desaparecido del vehículo de Silvia el material, tendrías todas las pruebas para cerrar inmediatamente La Salvia. ¿Encontraste allí a un paciente de Basilea?
Laurenti repasó mentalmente la lista de los pacientes y al fin asintió.
–Haz que lo examinen. Dentro de pocos días tiene que recibir un riñón nuevo. ¡En una clínica de belleza! Mis informaciones son irrefutables. Lo único que me falta es el donante. No sé de dónde viene, pero apuesto lo que sea a que es extranjero.
–No encontramos a nadie.
–¿Y qué me dices del conductor del camión?
–Puede ser. Llevaba mucho dinero encima.
–Todos los médicos son reputados especialistas en ese ámbito. Lo comprobé.
–¿Dónde estabas el martes por la mañana?
–Camino de París. En el avión. Regresé el miércoles. Te enseñaré con mucho gusto la tarjeta de embarque.
–¿Qué pasó con las ruedas de tu coche? ¿Quién te amenazaba?
–Supongo que los de la clínica descubrieron mis intenciones.
–¿De qué murió Matilde Leone?
–De un accidente.
–¿Y Lestizza?
–Fue el médico que la atendió. Un chapucero.
–Hay una denuncia anónima acusándote de haberlo asesinado. Eso es grave.
Ramsés se echó a reír.
–Apuesto lo que que quieras a que fue uno de ésos. Tengo una coartada a toda prueba.
–Por tu bien, así lo espero –Laurenti se levantó–. Continuaremos mañana.
–¿Cuándo empieza la fiesta?
Laurenti lo miró con incredulidad.
–Ni idea. A las dos, creo. Pregúntale a mi mujer.
Antes de bajar a su casa, telefoneó de nuevo al despacho y le pidió a Marietta que revisase la lista de pasajeros. Además debía ponerse en contacto con los colegas de París para averiguar dónde habían trasladado a Matilde antes de ser llevada a Trieste. Laurenti deseaba saber si los franceses habían tenido algo que ver con el caso. Era sábado por la mañana, Marietta tendría que presionar para recibir una respuesta ese mismo día. Y, maldita sea, ¿por qué no había aún noticias sobre el estado de su perro?
Laurenti se sentó en la escalera que bajaba hasta su casa. Necesitaba reflexionar. No le había sonsacado mucho a su extraño vecino. El tal Ramsés era un tipo raro. Al principio lo había considerado inofensivo, pero después llegó esa denuncia anónima. El hombre también había esparcido un buen montón de mentiras sobre su vida. Y además estaban los pantalones que se encontraron en el aparcamiento y que pertenecían a los dos tipos en prisión preventiva a los que habían pillado con el culo al aire en la Piazza Unità. ¿Era el suizo un asesino? A Laurenti le resultaba inconcebible.
*
Tardaban mucho en abrir, pero cuando Laurenti estaba a punto de ordenar a dos de sus hombres que saltaran el portón, por fin contestaron. El domingo por la mañana, poco después de las siete, aún no había nadie en recepción y el ojeroso portero de noche esperaba el relevo. Al parecer, de los médicos sólo se encontraba allí Urs Benteli. Laurenti se quedó pasmado cuando Adalgisa Morena abrió la puerta de sus habitaciones. Estaba descalza y cubierta únicamente con un albornoz de hombre que más que ocultar su cuerpo, lo desvelaba. Una mujer hermosa. Al verlo, le dio con la puerta en las narices.
–Abra o echaremos la puerta abajo –gritó Laurenti furioso; se le había agotado la paciencia.
–Espere a que me vista –gritó ella.
Dos minutos después, la dama apareció en la puerta.
–¿Y ahora qué es lo que pasa?
–Esto.
Laurenti le puso delante de las narices la nueva orden de registro y la página del periódico. Ella se las arrancó de la mano.
–Urs, llama a Romani. Dile que venga inmediatamente.
Ni siquiera gruesas capas de polvos, rímel, afeites y demás recursos de maquillaje habrían podido ocultar que la sangre había huido de sus mejillas. Se apoyó en el marco de la puerta sin prestar la menor atención a los dos agentes a los que Laurenti ordenaba entrar en el apartamento.
–Bonita sorpresa, signora –dijo Laurenti muy serio–. Y esta vez no estamos solos. Los colegas de la Guardia di Finanza y del servicio médico ya vienen de camino. Por favor, lléveme junto al paciente de Basilea.
–No sé a quién se refiere usted.
–Ríndase de una vez, señora. El juego ha terminado.
–¿Cree que va a conseguir algo con esto? –sus ojos relampaguearon de odio y su mano temblaba–. El proceso será archivado rápidamente. Y usted saldrá escaldado.
–Pues entonces seguro que no me opero aquí –replicó Laurenti, haciendo una seña a un policía para que esposara a la mujer.
Marietta desvió la llamada de Bucarest al teléfono móvil de Laurenti, no sin antes comunicarle que contactaba cada hora con la clínica veterinaria. La vida de Cluzot seguía pendiente de un hilo.
Ypsilantis Cuza, el colega rumano, confirmó que eran hermanos gemelos. Además, sus colegas de Constanta habían interrogado a la familia. Hacía más de tres semanas que esa gente se había enterado por casualidad de la muerte de Vasile. Les habían enseñado una foto con el sello de la policía de Trieste y la tarjeta de visita de Laurenti. Una semana antes, Dimitrescu, al igual que hiciera su hermano a principios de mes, se había marchado sin decir adónde.
Laurenti informó de lo sucedido. El rumano escuchó en silencio.
–Hay una mafia que trafica con órganos humanos en el puerto –confirmó–. Hasta ahora utilizaban la ruta marítima hacia Estambul. Las víctimas suelen ser hombres jóvenes en paro. Los reclutan con falsas promesas. Les dicen que los llevarán a Canadá o a Estados Unidos y allí les conseguirán un buen trabajo. En Estambul se enteran de que las cosas no serán así. Demasiado tarde: firman que donan un riñón de manera voluntaria y sin contraprestaciones económicas, percibiendo por ello una suma de dinero ridícula. Un juego de niños para la mafia. Casi dos tercios de la población viven por debajo del umbral de la pobreza. Pero en este contexto, Trieste es nuevo para nosotros.
Antes de que pudiera hacer otra cosa, volvió a sonar el timbre de su móvil. Al oír la noticia frunció el ceño y se sentó en la escalera. Se olvidó hasta de colgar.
–Pero ¿qué te pasa? –preguntó Galvano.
–Espere y deme uno de sus malditos cigarrillos.
–Olvídalo –replicó Galvano–. No te hace ningún bien. Tampoco funcionó la última vez. Es mejor hablar.
Sin embargo, al ver el ademán imperioso de Laurenti y su mirada ausente, sacó la cajetilla del bolsillo de su americana y se la ofreció.
Laurenti extrajo un cigarrillo, pero no lo encendió. No vio que Galvano le ofrecía fuego.
–Romani –gritó–. Concédame dos minutos en privado.
El abogado, que acababa de apearse de su coche, se detuvo.
–¿Recuerda usted a Viktor Drakic?
Romani calló.
–¡Vamos, abogado! Claro que lo recuerda. Han interceptado una llamada suya. Mis colegas croatas. ¿Sabe con quién habló? Con Petrovac. ¿Y sabe de dónde procedía la llamada? De la red italiana. Pero estaba en Eslovenia, acababa de cruzar la frontera y se burlaba por ello.
–¿Y qué?
–¿Y qué? ¿No se lo imagina? Estuvo aquí, Romani. En La Salvia. Hemos encontrado un pasaporte falso con sus huellas dactilares. ¡Mire! –Laurenti trazó con el dedo dos líneas en la aleta del coche–. Éste es Drakic y este otro, Pe;trovac. ¿Qué nos falta para formar un triángulo?
–¿Es que ahora se dedica a dar clases de geometría? –Romani parecía haber recuperado sus antiguos modales.
–El tercer punto: ¡usted!
–Sandeces –Romani hizo ademán de irse–. Eso tendrá que demostrarlo.
–Todavía no he terminado –Laurenti le franqueó el paso–. Usted escribió la denuncia anónima contra el periodista suizo. Y además tenemos a los dos hombres que usted puso tras él y que ahora disfrutan de alojamiento y comida gratis a costa del Estado. Lo primero fue realmente refinado. Lo segundo, un grave error. Esos tipos acabarán cantando.
–Elucubraciones mentales –opinó Romani–. Tenga mucho cuidado con las falsas imputaciones.
–Lo sé, Romani. Como es natural, usted se escudará en sus derechos como abogado. Esperemos a ver quién desenreda mejor la madeja. No obstante, a partir de ahora olvídese de dormir tranquilo. Esta vez ya no hablamos de unas cuantas multas impagadas.
El abogado dio media vuelta y le lanzó una mirada aviesa. Pareció que iba a decir algo, pero después cambió de opinión y desapareció en la sección de administración de la clínica.
Laurenti encomendó el trabajo a los demás. El asunto le repugnaba y contaba con gente de sobra. Sólo una cosa le atormentaba aún. Encontró al fiscal enzarzado en una dura discusión con Romani. A un gesto suyo, Scoglio la interrumpió, y se dirigió hacia él.
–Da igual cómo estén por el momento las pruebas, debemos detener inmediatamente al tal Benteli por riesgo de fuga y trasladarlo a la ciudad –dijo Laurenti–. Eso provocará la primera fractura en el grupo.
–Ya lo he ordenado –le informó Scoglio–. Y los demás, dicho sea de paso, también pasarán la noche en la cárcel.
–Los colegas eslovenos ya han sido informados. Ahora también allí han dictado una orden de búsqueda contra Drakic.
–La verdad es que nunca me lo habría imaginado –dijo Scoglio.
–La tozudez también tiene sus ventajas –repuso Laurenti–. Regreso a la ciudad. Quedan todavía unos flecos que sólo puedo terminar desde el despacho. ¿Nos veremos esta tarde?
–Aún no lo sé.
Laurenti pensó con tristeza en su perro mientras circulaba despacio atravesando los pueblos de vuelta a la ciudad. El veterinario de Udine le había comunicado que Cluzot continuaba grave. Laurenti no estuvo de acuerdo con su sugerencia de ponerle una inyección y matarlo.
–Haga usted todo lo que pueda, es un perro policía –rugió por teléfono cuando al fin consiguió hablar personalmente con el director de la clínica veterinaria. Éste le aseguró que haría cuanto estuviera en su mano.
El sol lucía alto sobre el Karst y los primeros frutales exhibían sus flores blancas. El paisaje parecía idílico y exuberante. Para los extraños debía de ser inconcebible cuánto dolor yacía oculto en aquella región a la que se sumaban continuamente nuevas desgracias.
–Parece que por aquí anda un puma suelto –se dijo Lau–renti–. Y cruza la frontera cuando se le antoja.
El cenicero de la mesa de Marietta rebosaba. Laurenti abrió las ventanas de par en par nada más llegar.
–¿Qué hay de nuevo? –preguntó mientras vaciaba las colillas en la papelera.
Ella sacó del caos varias hojas escritas y suspiró.
–Más de lo que desearías. Esto es como un jersey tejido a mano. Si coges el hilo adecuado entre tus dedos, se sueltan todos los puntos. El admirador de tu mujer no estuvo en París. Tenía previsto un vuelo con escala en Munich, pero no subió al avión.
Laurenti silbó entre dientes.
–Pero curiosamente sí estaba a bordo durante el vuelo de regreso, aunque sólo desde Munich. ¿Y cómo llegó a Munich? Con un coche alquilado. Lo dejó allí, en el aeropuerto.
–¿Qué dices?
Marietta enarcó las cejas.
–Es un tipo de lo más astuto. Un truco casi perfecto. Facturó en Trieste y desapareció camino del avión. A primera vista uno podría dejarse confundir por las apariencias. Creo que se considera listísimo.
Marietta tenía el don natural de dramatizar las cosas. Le comunicó que al preguntar a las empresas de alquiler de coches se había enterado de que Ramsés era buen cliente de todas ellas. Después entregó a Laurenti el informe sobre las huellas dactilares del pasaporte alemán. También habían aparecido en la habitación y en la bolsa de viaje: Viktor Drakic. Habían llegado asimismo los resultados sobre el conductor del camión rojo, enviados por la sucesora de Galvano. Completó el informe realizado por el equipo de huellas. Le habían alcanzado tres balas de la pistola de Laurenti, una le acertó justo en el corazón. El hombre murió en el acto. Laurenti se estremeció. No se tenía por un buen tirador; hacía mucho que no visitaba la galería de tiro. La edad y la estatura del rumano se correspondían con el muerto del canciller alemán, cuya incineración se había autorizado unos días antes. Marietta no había encontrado a nadie en el crematorio. En domingo allí no había nadie. No acertó a decirle si el hombre seguía en alguna de las cámaras frigoríficas. Luego sacó un correo electrónico de la comisaría del Distrito VI de París. Laurenti se quedó sin respiración. «La autopsia del cadáver de Matilde Leone reveló que en el hospital de Valletta/Malta le habían sido extraídos todos los órganos internos. No se pudo averiguar la causa concreta de su muerte. El cadáver fue trasladado a Trieste.»
*
Oyó las voces y las risas desde la calle. Le costó trabajo encontrar un aparcamiento libre. Era tarde. El sol caminaba cada vez más deprisa hacia la laguna situada al oeste y no tardaría en ponerse. Laurenti bajó despacio las escaleras y escuchó ruidosos saludos cuando lo descubrieron los invitados. Laura salió a recibirlo rebosante de alegría.
–Por fin has llegado –dijo besándolo–. ¿Qué tal está Cluzot?
Laurenti se encogió de hombros.
–No hay nada nuevo. Por desgracia.
Ella le acarició la mejilla con la mano al ver su mirada de tristeza.
–Yo también confío en que salga adelante, Proteo.
–¿Qué tal la fiesta?
–Han venido todos, incluyendo a Galvano. Marietta ha llegado hace media hora. También está Ramsés. Sólo faltan el fiscal y el questore.
–Lo siento –dijo Laurenti cogiendo a su esposa por los hombros–, no he podido venir antes. Y si he de serte sincero, preferiría que celebraseis la fiesta sin mí.
–Ramsés ha venido acompañado. ¿Conoces a la mujer?
–Sí, es una puta.
–¿Cómo? –Laura lo miró furiosa, pero se dio cuenta en el acto de que su marido no bromeaba.
–La austríaca de la autocaravana. No me apetece nada la fiesta.
–Pasa un momento. Seguro que todavía no has probado bocado. Los entrantes han desaparecido casi todos, pero el brasato de caballo ha quedado fantástico. Y después puedes tumbarte un rato hasta que te encuentres mejor.
Ella tiró de su brazo. Laurenti saludó con la mano a los invitados y estrechó la mano de algunos. Tras servirse un vaso de vino tinto, se dirigió hacia Ramsés.
–Complimenti –dijo Laurenti–. Has hecho un buen trabajo. Han cerrado la clínica. Los pacientes han sido trasladados a otros hospitales de la ciudad. No son tan lujosos como el de ahí arriba, pero sí mucho más baratos.
–El caso va a darte mucha publicidad –comentó Ramsés.
–De eso puedo prescindir –sintió que la rabia crecía en su interior y buscó un lugar donde nadie los molestara–. Mentiste –le espetó el policía–. No estuviste en París, sino que te limitaste a facturar en el avión de las ocho y cuarto. Viajaste en un coche alquilado y lo entregaste en Munich a eso de las tres de la tarde.
–Sufría problemas de estómago y tuve que ir al servicio. Entretanto despegó el avión –el suizo no parecía impresionado, su voz sonaba casi alegre.
–¡Tonterías! Lestizza fue atacado a eso de las nueve. Tuviste tiempo suficiente para regresar a la ciudad desde el aeropuerto, cortarle los huevos y llegar luego a Munich por autopista. Todo encaja a la perfección. Bien planeado. Pero no lo suficiente.
–Interesante teoría. ¿Móvil?
–Matilde Leone regresó sin sus órganos internos.
Durante un momento, las mejillas de Ramsés palidecieron, pero recuperó el control enseguida.
–Eso es cierto –reconoció–. Y fue Lestizza –acechó un instante a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos.
–Los colegas de París dijeron además que estaba esperando un hijo. ¡Basándose en tus declaraciones! No existe la menor prueba médica al respecto. ¡Era un cadáver de paja!
–¿Y? –Ramsés tragó saliva.
–¿Qué hiciste con su miembro?
Ramsés exhibió una sonrisa atormentada y apartó los ojos de Laurenti.
–¡Te he hecho una pregunta!
–Debió de comérselo el perro, pues debía estar en su boca cuando lo encontrasen –era imposible soslayar su tono burlón.
–Déjate de chistes –Laurenti apretó el puño detrás de la espalda.
–¡Mafias! En mi artículo explico con claridad que el tráfico de órganos no es un delito cometido por personas individuales. Nunca. Es un nuevo negocio que aumentará a velocidad vertiginosa. En todos los países, tanto del este como del oeste. Ve a Suiza, a Francia, a Italia o a Alemania. A cualquier sitio. Afecta a los más pobres entre los pobres. Y además de la organización, se lucran cerdos como Lestizza. No merecía otra cosa.
–Y tú te consideras un vengador divino que se limita a impartir justicia.
–No puedes probar nada, Proteo.
–He enseñado tu foto a los dos tipos que encontraron sin pantalones. Te han identificado.
Ramsés se echó a reír.
–Espero que tengas sentido del humor. ¿Por fin algo diferente, verdad? Los de la clínica me los echaron encima porque en el curso de mis investigaciones descubrí su pista. Tú te mueves en el reino de la especulación, comisario. Ningún juez instructor firmará una orden de detención por un par de pantalones. Y nadie ha oído nuestra conversación.
A Laurenti le costó contenerse.
–Lárgate. Ahora mismo. Y sin despedirte.
Le señaló la escalera y Ramsés se alejó despacio. Silvia, que hasta entonces había permanecido apartada y sola, lo siguió en silencio.
Laurenti esperó hasta perderla de vista y llamó por su móvil al equipo de guardia, ordenando detener a Ramsés inmediatamente. Esperó unos momentos y recibió la confirmación de que un coche patrulla se encontraba muy cerca de allí. Esperarían al suizo arriba, en la carretera.
–Sospechoso de asesinato. Que espere, ya le apretaré las tuercas mañana. Después examinaremos su casa con lupa.
Volvió al buffet y se sirvió vino. Vació el primer vaso de un trago. Escuchó la voz de Galvano procedente de una de las mesas en las que los invitados comían el brasato.
–Debéis saber que Trieste –le decía a un pequeño círculo de oyentes que aún no se habían librado de él– desempeñó un papel destacado en la investigación médica del reino de los Habsburgo. La Ospedale Maggiore era entonces la segunda clínica después de Viena. Muy por delante de todas las demás. Todavía quedan rastros de ello. En el desván de Maggiore. Una increíble colección de singularidades anatomo-patológicas comenzada en 1841. No daríais crédito a vuestros ojos. Bubones de peste, úlceras purulentas, adherencias, abortos, fetos de todos los tipos, incluso uno sin cráneo, úlceras cancerosas en cantidades masivas. Antes, allí arriba apestaba porque los recipientes de cristal estaban cerrados con cera de abejas, que se derretía en verano. Pero ahora han renovado el formol y todo vuelve a estar cerrado herméticamente. Es una pena que el Ayuntamiento no facilite dinero para crear un museo. Si os apetece, os acompañaré a verlo.
–¡Basta, Galvano! –gritó Laura–. ¿Es que no se da cuenta de que nos quita el apetito?
–Eres demasiado sensible. Así es la vida –Galvano cortó un buen trozo de carne y se lo metió en la boca.
–Que le aproveche –dijo Laurenti con tono sombrío–. Pero una cosa está clara. Usted se ha traicionado.
El viejo se asustó. No había reparado en la presencia de Laurenti.
–Yo no fui.
–No sabe de qué estoy hablando.
–Suéltalo de una vez. ¡Al grano!
–Fue usted, doc, quien envió los paquetes al questore y al prefecto. Al primero un culo, al segundo, un pene. Ambos de la colección descrita por usted. Todo está claro.
–¿Qué paquetes? No sé de qué me hablas. ¿Queda vino?
–Un bonito saludo de despedida, Galvano. Muy original.
Laurenti deseaba estar solo y bajó las escaleras hasta llegar a la plaza. Sentado en una roca, contempló las olas que se deslizaban suaves al sol de la tarde.
Se compraría una caña, o mejor aún, dos, y traería pescado a casa. El golfo era un hervidero de branzini y doradas. Tardaría mucho tiempo en volver a comer carne. Ni siquiera de caballo, aunque en este caso, según decía Laura, uno sabía al menos lo que comía.
El aire era diáfano. Al sur, la catedral de Pirano bailaba sobre las olas, irradiando una paz mayestática. Laurenti sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Ziva. Ella no le contestó.
Pediría permiso mientras durasen las investigaciones. Si el perro se salvaba, lo cuidaría y daría paseos con él. Pobre Cluzot, alias Almirante, bastardo negro al que por lo visto nadie quería, excepto él. ¡Ah! También se compraría una motosierra y trabajaría en el jardín. Le apetecía. Sembrar plantas y bancales de hortalizas, tal como deseaba Laura. Y también pensaba buscar un cachorro de bobtail para ella.
Muerte en lista de espera
Partida
Un gélido viento del este barría la ciudad costera situada a orillas del mar Negro. A principios de mayo había vuelto a nevar con fuerza en Constanta, y la nieve chirriaba bajo las suelas. El hombre pisoteaba el suelo para entrar en calor. En cuanto estuviera a bordo del carguero, seguramente hallaría un lugar resguardado en el que cobijarse hasta llegar a Estambul. Más tarde, en el otro barco que debía conducirlo hasta Trieste disfrutaría de mejor alojamiento, según le habían prometido. Pero antes tenía que partir de Rumanía sin pasaporte.
Había alcanzado sin problemas y sin ser visto la zona al aire libre del puerto, intensamente iluminada. A la sombra de los contenedores que se apilaban hasta alcanzar la altura de una casa aguardaron en silencio la señal que debía llegar a las veinte treinta en punto desde el barco atracado en el muelle, al que Dimitrescu debía subir corriendo a toda velocidad por la escalerilla del portalón. Al final del viaje percibiría diez mil dólares, descontados los gastos de su intermediario, que ya había cobrado quinientos por adelantado. Diez veces el salario medio mensual que se ganaba en Rumanía en esa época... si se tenía trabajo.
Se habían conocido poco tiempo antes. El intermediario, un tipo untuoso vestido con un traje barato, no había necesitado insistir para convencerle del negocio, como él lo denominaba. Ignoraba que Dimitrescu llevaba varios días buscándolo. Según le había explicado el intermediario, una persona con los dos riñones sanos podía prescindir de uno de ellos, que sería infinitamente valioso para otra con los dos enfermos. La determinación del grupo sanguíneo y el test inmunológico fueron realizados con rapidez. Al intermediario le habían encargado contactar con Dimitrescu después de que Vasile, su hermano gemelo, no hubiera regresado de su viaje.
La familia esperó largo tiempo su vuelta, confiando día tras día en que subiera por fin las escaleras del edificio barato, frío y lleno de corrientes de aire, situado a las afueras de Constanta; que entrase, un poco cansado quizá pero sonriente, con un fajo de dólares en la mano, en la vivienda en la que residían las dos familias de los gemelos y de la que quería sacar por fin a su esposa y a sus tres hijos. Cada vez que oían pasos en la escalera, se avivaba la esperanza, pero la preocupación posterior de que le hubiera sucedido algo crecía con el paso de los días. Nunca antes los había dejado sin noticias cuando había permanecido fuera durante un período tan largo, guiado por el deseo de ganar dinero en otra ciudad. Vasile no había revelado ni siquiera a su mujer las razones de su partida. Sólo había puesto al corriente a Dimitrescu. Éste intentó quitarle la idea de la cabeza, pero fracasó. Las ganancias eran elevadas, y Vasile creyó que era la única forma de solucionar su desastrosa situación. Otros muchos antes que él habían emprendido el viaje a Estambul, donde se efectuaban las intervenciones. Allí proliferaban las clínicas ilegales, que generalmente cambiaban de emplazamiento antes de que las autoridades, no especialmente activas, lograsen descubrirlas y desmantelarlas. El negocio era lucrativo, y expertos carentes de escrúpulos abastecían a la clientela de Occidente o de Oriente Próximo con métodos rápidos y fiables.
Sin embargo, antes de que Dimitrescu encontrase al intermediario de Vasile llegó la terrible noticia. Una noche apareció Cezar, un pariente lejano que se ganaba la vida haciendo rutas de largo recorrido con un camión y que viajaba mucho por el mundo. Hacía tiempo que no lo veían, y al principio ninguno supo lo que quería, pero en cierto momento sacó una foto arrugada del bolsillo de la chaqueta y la depositó sobre la mesa. La mujer de Vasile se cubrió el rostro con las manos y profirió un prolongado grito de dolor. Cezar contó que un policía le había entregado la fotografía en Trieste. Vasile había muerto. Las manos de Dimitrescu temblaban al coger la foto y la tarjeta del policía que le entregaba su pariente.
Aún tuvieron que mantenerse ocultos entre las hileras de contenedores durante un cuarto de hora escaso. Dimitrescu rebuscó en el bolsillo de su chaqueta de fieltro tosco, sacó una cajetilla de cigarrillos y ofreció uno al intermediario. «Esto es jugar limpio», pensó. Su decisión era firme. Le dio fuego al otro, que se giró enseguida para mirar hacia el barco. En el aire, frío como el hielo, su aliento flotaba mezclado con el humo.
Dimitrescu sacó del bolsillo de la chaqueta el hilo de alambre con las dos agarraderas que él mismo le había colocado esa tarde. Rápido como el rayo se lo colocó al otro alrededor del cuello y apretó. Los brazos y las manos del intermediario se agitaron, desvalidos, en el aire. No acertaron a agarrar a Dimitrescu, que apretó el lazo con una última y vigorosa sacudida. El hombre se desplomó en el suelo como un guiñapo. Dimitrescu tiró el alambre y rodeó la cabeza del otro con ambas manos. Las vértebras cervicales crujieron ruidosamente al fracturarse.
Cuando la Marina aún les pagaba a su hermano Vasile y a él por ser buzos de combate, tenían pocas preocupaciones. Aunque la paga no era abundante, solían recibirla con regularidad... Pero llegó un momento en el que el Estado rumano ya no pudo satisfacer sus sueldos y los de otros muchos colegas de profesión. Entonces comenzaron las desgracias para ellos. Dimitrescu, sin embargo, había aprendido a eliminar a alguien con rapidez y sigilo. «Es como nadar o montar en bici», bromeaba antaño, «una vez que lo aprendes, no se olvida jamás».
La muerte de su hermano no quedaría impune. Dimitrescu seguiría sus huellas hasta el final. El intermediario que había planificado el viaje había sido el primero. Registró deprisa sus bolsillos y sacó unos billetes del monedero arrojándolo con desgana sobre la nieve. Las huellas le importaban un bledo, no era de suponer que las autoridades emprendieran largas pesquisas. Miró al muerto por última vez, escupió y lanzó su cigarrillo hacia la oscuridad. Después vio brillar la señal luminosa por encima de la escalerilla del portalón del barco. Echó a correr. Al día siguiente arribaría a Estambul, y unas jornadas después, a Trieste. Aunque desde primeros de año los rumanos ya no necesitaban visado para viajar a Europa Occidental, tenían que esperar muchos meses para conseguir un pasaporte. El único camino para seguir el rastro de su hermano era viajando en barco. A pesar de los rigurosos controles, la posibilidad de que no lo pillaran durante su entrada ilegal era mayor. Centenares de camiones llegaban a diario a Trieste vía Estambul. La organización tenía el asunto bajo control. A Dimitrescu eso no le preocupaba, sólo pensaba en su plan.
Jubilado
El terror es más viejo que la ira. Sus mejillas estaban cenicientas y parecían exangües. A tan sólo medio metro del escritorio, gritaba a Proteo Laurenti como si intentase volver a hacerse dueño de la desesperada situación.
–¿Sabes lo que ha pasado? ¿Sabes lo que se proponen hacer conmigo esos cabrones? ¡De eso, nada...! Durante toda mi vida he hecho el trabajo sucio para ellos... ¿y ahora? ¡Pero se llevarán una sorpresa, te lo prometo!
Galvano tenía el rostro lívido, sus ojos desprendían un fulgor salvaje y en las comisuras de sus labios se habían quedado adheridos restos de saliva. El viejo al que todos creían imperturbable, aquel anciano que siempre comentaba con cinismo el nerviosismo de los demás, apenas era capaz de articular palabra. Sus manos se agitaban sin cesar en el aire, sus largos dedos huesudos se contraían y la piel que cubría sus nudillos se tensaba.
Proteo Laurenti cerró la puerta de su oficina sin agraciar a Marietta, su secretaria, que lo esperaba, con una mirada de complicidad. Cuando Galvano se interrumpió frotándose despacio sus manos temblorosas, Laurenti le ofreció una silla, pero el viejo ya estaba disparando una nueva andanada.
–¡Casi sesenta años! ¿Sabes lo que eso significa? ¡Bah, cómo vas a saberlo! Eres demasiado joven.
Así eran las cosas en Trieste. Todos se conocían desde hacía una eternidad. Laurenti celebraría en otoño sus 25 años al servicio de la ciudad, le llevaba un año de ventaja al Papa. Se había casado hacía casi un cuarto de siglo, el mismo tiempo que llevaba con su secretaria, que jamás había manifestado el menor deseo de alejarse de su lado. También conocía a Galvano desde su llegada a la ciudad. En su última visita al médico, las escasas víctimas de asesinato que se habían registrado en Trieste durante las tres décadas anteriores habían ido a parar a la consulta de Galvano, sin la menor esperanza de curación. Pero al menos no sentían ya el corte de su escalpelo cuando les hacía la autopsia en los sótanos del Instituto Anatómico Forense, revestidos de azulejos blancos.
–Cincuenta y siete años –escupió el viejo, y Laurenti recordó las numerosas historias que le había referido Galvano.
Ese hijo de emigrantes italianos nacido en Boston había llegado con los aliados a la ciudad liberada de los alemanes y recién ocupada por los yugoslavos en mayo de 1945... y se quedó prendado de ella. Su esposa había fallecido unos años antes y sus hijos, que vivían en América, lo visitaban una sola vez al año durante la temporada estival. Sus nietos ya no dominaban la lengua materna de su abuelo y se reían de su inglés anticuado.
–Todos yacieron delante de mí, de sobra lo sabes, Laurenti. Los muertos que dejó la guerra, las putas cincuentonas asesinadas, el maricón que degollaron los marineros egipcios, el pobre Diego de Henríquez, que se abrasó en su cobertizo. Todos, sin excepción. Hasta el muerto metido en los tres sacos de basura. ¡Y el arponeado en el Karst! Y los suicidas, faltaría más. En una palabra, todo aquel que no hubiera fallecido como es debido, vino a parar a mis manos. ¿Por qué no dices nada?
Llevaban trabajando una larga temporada. El viejo siempre lo había tuteado, igual que a todos los demás, y siempre le había dado a entender con una peculiar indignación que no podía ser de otra manera. No respetaba la cuna, ni la riqueza, ni el poder. Únicamente ante los jueces exhibía formas exquisitas. Galvano era un forense destacado gracias, entre otras cualidades, a su olfato para las personas, y le complacía que le pidieran consejo en asuntos privados. Cuando al final lo jubilaron, el día siguiente a su fiesta de despedida acudió al trabajo como de costumbre. Su sucesor fue eliminado de un plumazo y cuando apareció otro cadáver volvieron a tomar juramento a Galvano para permitirle trabajar diecisiete años más. Hasta esa misma mañana.
–Este día tenía que llegar tarde o temprano –dijo Laurenti mirando por la ventana.
Galvano lo contempló con sus grandes ojos de un gris verdoso y se desplomó en la silla.
–Mírame –replicó–. Muéstrame a alguien que esté más en forma que yo. ¿Padezco esclerosis, demencia o la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob? ¿Acaso me tiemblan las manos? Aún me sostengo sobre las piernas, seis horas de autopsia sin parar apenas me afectan, y mis ayudantes se quedan atrás cuando dicto. Así que dame una sola razón por la que deba jubilarme.
–¿Quién se lo ha dicho?
–El prefecto en persona junto con el questore