ÍNDICE
NOTAS
LA VOZ DE UN MAESTRO CRISTIANO
1 Las Audiencias (assizes) eran sesiones judiciales, presididas en una localidad por un juez itinerante. Se celebraban con gran ceremonia, que incluía un servicio religioso con sermón. Keble fue designado predicador para las assizes veraniegas de Oxford en 1833 y predicó su famoso sermón en medio de la tensión provocada por el Bill de reforma de la Iglesia anglicana de Irlanda; defendía el carácter sobrenatural de la Iglesia desde Cristo y sus Apóstoles y condenaba la supresión de las sedes irlandesas decretada por el Parlamento.
PREFACIO DE W.J. COPELAND
1 B.D. significa ‘Bachelor of Divinity’, licenciado en Teología. William John Copeland (1804-85) fue Fellow de Trinity College, Oxford, y coadjutor de Newman en Littlemore desde 1840. Gracias a un encuentro fortuito en junio de 1862, reanudó sus relaciones con Newman, y fue el instrumento para reconectar con los viejos y queridos amigos anglicanos, Keble, Pusey, Church. Reeditó los sermones anglicanos de Newman en 1868. Los Tracts for the Times fueron el órgano oficioso del Movimiento de Oxford, noventa entregas en que se tomaba postura sobre diversos aspectos teológicos intentando recuperar lo Católico (no lo Romano) del decadente Anglicanismo: sucesión apostólica, sacramentos, piedad personal, misión espiritual, independencia de la Iglesia respecto al Estado. Se propagaban en forma de hojas volanderas, sistema muy usado por los evangélicos, y aparecían sin firma. Newman escribió o editó un tercio de ellos. El primer Tracto se publicó en septiembre de 1833. El número 90, último publicado, apareció en enero de 1841 y precipitó la crisis interior que llevó a Newman al catolicismo cuatro años más tarde. Los primeros 46 Tractos se reunieron en un volumen que se publicó a finales de 1834. Los restantes se coleccionaron en otros cuatro volúmenes.
Sermón 1
* Traducción de José Morales revisada por Víctor García Ruiz. El número entre corchetes corresponde a la numeración integral que llevaba Newman de toda su predicación como anglicano.
Sermón 2
* Traducción de José Morales revisada por Víctor García Ruiz.
2 Se elimina aquí un breve párrafo de controversia con los evangélicos acerca de la regeneración bautismal.
Sermón 3
* Traducción de José Morales revisada por Víctor García Ruiz.
3 La alusión difiere un tanto de lo narrado en 1 R 13,1-32 sobre Jeroboam y un «hombre de Dios» que es engañado por un profeta anciano de Betel —por los distintos textos bíblicos empleados, entiendo.
Sermón 6
4 Cita Newman un verso de John Keble en The Christian Year: thoughts in verse for the Sundays and Holydays throughout the year (Philadelphia: Lea & Blanchard 1842, 172). El texto pertenece al sexto Domingo después de la Trinidad, dedicado a «El arrepentimiento del salmista [David]» y con este encabezamiento: «David dijo a Natán: He pecado contra el Señor. Natán le respondió: El Señor ya ha perdonado tu pecado. No morirás» (2 Sam 12,13). El pasaje aludido dice así «and when ye are at rest, / with that free Spirit blest, / who to the contrite can dispense / the princely heart of innocence, / ... / by all the trembling hope ye feel, / think on the minstrel as ye kneel».
Sermón 10
5 Pero Newman ayunaba. En su diario se puede leer: «17 de marzo de 1824, miércoles: he intentado hacer ayuno estas dos semanas últimas y no he conseguido vencer la glotonería más pueril [...]. Hoy, por fin, sí. Dios quiera que sea una fuente de gracias para mí». Trece años más tarde: «30 de enero de 1837, lunes, aniversario del Rey Carlos [ajusticiado por Cromwell]: día de ayuno hasta la 1; de cena, cosas frías». Dos años después: «Viernes Santo, 28 de marzo de 1839, la Hebdomada Magna: hasta ahora, no he tomado desayuno ni cena ningún día; rompo el ayuno con una galleta a mediodía; ayer y hoy me he abstenido también (y quiero decir ‘abstenerme’) del té y el huevo, sin probar otra cosa que pan, galleta y agua en todo el día. Me he propuesto seguir así hasta mañana a la noche cuando termine el ayuno y quizá tome un poco de carne (cumplí esto hasta el final; pero debo decir que tomé el miércoles una copa de oporto. La única molestia importante que he tenido ha sido un dolor en la cara, que he eliminado tomando unas pastillas de sulfato de quinina)».
Sermón 11
6 No estoy seguro de que el Newman protestante esté rechazando aquí la intercesión de los santos; en cualquier caso, hago una traducción muy literal de esa cláusula.
Sermón 12
7 El Book of Common Prayer o Prayer Book (1570) es el ritual y ceremonial de la Iglesia Anglicana. Uno de los tres textos fundamentales de la Iglesia de Inglaterra, junto a los dos Books of Homilies y los Thirty Nine Articles of Religion, interpretación anglicana de la fe y los sacramentos a medio camino entre Roma y las sectas protestantes. Dentro del primer mes desde su llegada al college, los estudiantes de Oxford debían presentarse al Vice-chancellor y firmar los Estatutos de la Universidad, los Artículos y el Acta de Supremacía. Desde 1854 no hay requisitos confesionales.
Sermón 16
8 Richard Hooker (1553-1600) fue fellow de Corpus Christi College en Oxford, autor de A learned discourse of iustification, workes, and how the foundation of faith is ouerthrowne (Oxford: Joseph Barnes, 1612).
Sermón 17
9 En el original, «quinto», porque el mandamiento sobre los deberes familiares ocupa ese puesto entre los anglicanos.
Sermón 20
10 Los Thirty Nine Articles of Religion (1563) son la interpretación anglicana de la fe y los sacramentos cristianos, a medio camino entre Roma y las sectas protestantes. En 1538 Enrique VIII, con el fin de llegar a un acuerdo con los príncipes luteranos de Alemania, promulgó los Trece Artículos, que pasaron a ser los Cuarenta y Dos Artículos en 1553 con el arzobispo Thomas Cranmer, que obligó a los sacerdotes a jurarlos para evitar controversias y eliminar la resistencia de anabaptistas y católicos. El paso decisivo fueron los Treinta y Nueve Artículos de 1563, redactados con deliberada ambigüedad para consolidar una Iglesia Nacional que admitiera el mayor número posible de opiniones. Junto con el Book of Common Prayer (1570), que es el ritual y ceremonial, los Artículos constituyen el texto fundamental de la Iglesia de Inglaterra.
11 En este caso traduzco desde la versión inglesa, ya que Newman se apoya en su literalidad, más expresiva en este caso que mi texto de referencia, que dice: «No sigas tu instinto ni tu propia fuerza para andar según las pasiones de tu corazón».
Sermón 21
* Traducción de José Morales revisada por Víctor García Ruiz.
12 En la cena del Señor ninguna acción es inútil, no hay signo vacío, ni símbolo falso de cosa alguna ausente; como dice la Escritura,... la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor, en una maravillosa encarnación que por obra del Espíritu Santo... es obrada por la fe en las almas de los fieles, por la que no sólo sus almas viven para la vida eterna, sino que esperan con toda seguridad obtener la resurrección del cuerpo para la inmortalidad» (Homilía sobre el Sacramento, parte 1).
Sermón 24
* Traducción de Luis Galván revisada por Víctor García Ruiz.
Sermón 25
* Traducción de Luis Galván revisada por Víctor García Ruiz.
13 Las palabras «que aguardaban el movimiento del agua», así como el «ángel» mencionado en el primer párrafo de la homilía, pertenecen a un segmento que las ediciones modernas de la Biblia consideran adición espuria y prefieren dejar en una nota al pie (LG).
14 En el original, en lugar de «las canciones», se dice «las hijas de la música»; y en lugar de «la alcaparra», «el deseo», pues la alcaparra, que se utilizaba como aperitivo, designa figuradamente el apetito (LG).
Sermón 26
* Traducción de Luis Galván revisada por Víctor García Ruiz.
«Las inadvertencias, ¿quién las puede discernir?
De las faltas ocultas, absuélveme» (Sal 19,13)
Por extraño que parezca, muchos que se llaman cristianos pasan por la vida sin hacer esfuerzo alguno para adquirir un buen conocimiento de sí mismos. Se conforman con impresiones vagas y generales acerca de su estado real; y si pasan más allá se trata de una información sobre sí mismos del todo accidental, forzada por los acontecimientos de la vida. Pero carecen por completo de un conocimiento exacto o sistemático; y tampoco lo pretenden.
Cuando digo que es extraño no quiero decir que conocerse a sí mismo sea cosa fácil; es muy difícil conocernos, incluso en parte, y, por tanto, en cierto sentido, el desconocimiento propio no es cosa extraña. Lo extraño es que, siendo el autoconocimiento condición necesaria para entender la doctrina cristiana, la gente afirme aceptarla y actuar de acuerdo con ella, al tiempo que lo ignoran todo sobre sí mismos. Así que no exagero cuando digo que quienes descuidan habitualmente el deber del examen de conciencia están usando palabras sin significado. La doctrina sobre el perdón de los pecados y la regeneración del pecado no se puede entender sin saber qué es el pecado; es decir, sin conocer el propio corazón. Podemos, sí, asentir a las palabras que explican la doctrina; pero si ese asentimiento, por muy sincero que sea, fuera equivalente a profesarla realmente y a creerla, entonces igualmente podríamos creer en una proposición expresada en un idioma extranjero; lo cual, obviamente, es absurdo. Sin embargo, es muy corriente que la gente piense que, porque las palabras le son familiares, entiende lo que expresan las palabras. La gente educada se sonríe cuando los iletrados emplean palabras cultas que no entienden. Pero luego ellos, y otros, caen en ese mismo defecto, de forma más sutil, cuando piensan que entienden asuntos de moral y religión porque se expresan con palabras del lenguaje ordinario que emplean a diario.
Pero, insisto, si no sabemos cómo es nuestro corazón y qué es el pecado, tampoco conoceremos a Dios, Gobernador moral, Salvador y Santificador; esto es, al decir que creemos en Él estaremos usando palabras sin aplicarles un significado preciso. Este autoconocimiento está en la raíz misma de todo conocimiento religioso auténtico; y no sirve de nada —o peor que de nada: es un engaño y una maldad— pensar que uno entiende la doctrina cristiana, ¡por supuesto!, sencillamente porque la aprendió en los libros o escuchando sermones o por cualquier otro medio externo, por muy bueno que sea en sí mismo. Sólo en la medida en que escrutemos el corazón y conozcamos nuestra naturaleza limitada entenderemos lo que significa que Dios es Gobernador y Juez. Sólo en la medida en que comprendamos la naturaleza de la desobediencia y que somos realmente pecadores, sabremos lo que es la bendición de vernos limpios del pecado, la redención, el perdón, la santificación. Y si no, todo eso no son más que palabras. Dios nos habla primero en el corazón. El conocimiento propio es la llave para entrar en los preceptos y las doctrinas de la Escritura. Lo más que puede hacer un conocimiento exterior de lo religioso es sacudirnos, hacernos recapacitar, examinar el corazón. Después, cuando sepamos lo que significa leer dentro de nosotros mismos, podremos beneficiarnos de lo que enseñan la Iglesia y la Biblia.
Ese autoconocimiento, claro está, admite grados. No hay quien sea completamente ignorante de sí mismo ni tampoco el cristiano más santo tiene un conocimiento propio más que parcial. Sin embargo, la mayoría de la gente se conforma con un conocimiento propio muy ligero y, por tanto, con una fe superficial. Es aquí donde quiero insistir. A la gente no le importa tener innumerables faltas ocultas. No piensan en ellas, ni como pecados ni como obstáculos que les impiden crecer en la fe; y así van adelante como si no tuvieran nada que aprender.
Consideremos ahora esa idea, ampliamente admitida, de que todos tenemos defectos ocultos importantes; cosa que, creo, todos estamos dispuestos a admitir en general, pero que a pocos gusta considerar en concreto, como es mi propósito hacer a continuación.
1. La mejor manera de convencernos de que tenemos defectos que ignoramos es pensar lo fácilmente que vemos los defectos ocultos de los demás. En principio, no hay motivo para suponer que somos distintos de quienes nos rodean y, por tanto, si vemos en ellos pecados que ellos no ven, ellos harán en nosotros sus propios descubrimientos, que nos chocaría llegar a conocer. Por ejemplo, es muy fácil que una persona enfadada piense que sabe controlarse. Y si se le dice que está enfadado, eso le irrita más todavía, y cuando llegue al colmo de la irritación declarará que se encuentra en perfectas condiciones para juzgar con claridad e imparcialidad. Al día siguiente —esto pasa—, quizá le toque a él ver cómo caemos nosotros en ese mismo defecto. En caso de que seamos de natural poco dados a la cólera, tendremos otros defectos igualmente desconocidos para nosotros e igualmente evidentes para los demás, como su mal carácter lo es para nosotros. Por ejemplo, hay personas que obran principalmente en interés propio precisamente cuando piensan que actúan con generosidad. Dan buenas limosnas o se cargan de preocupaciones, y el mundo los alaba, y ellos mismos también se alaban, porque se guían por principios elevados. Pero un observador atento podrá detectar que buscan algo, el gusto de que los aplaudan, o evitarse un bochorno, o la misma satisfacción de sentirse ocupados y en acción constante, y que esos son los motivos de fondo para sus buenas obras. Puede pasarnos a nosotros, lo mismo que a cualquier otro; y, si no esa, otra flaqueza semejante, la atadura de algún otro pecado o pecados, que los demás ven, y nosotros no.
Supongamos un pecado nuestro que nadie viera y del que tampoco nosotros fuéramos conscientes (suposición un tanto atrevida). ¿Por qué el conocimiento accidental de una persona sobre nosotros puede limitar el alcance de nuestras imperfecciones? Vamos a suponer que todo el mundo habla bien de nosotros y las buenas personas nos tienen como hermanos; después de todo, hay un Juez que juzga los corazones y las entrañas. Él sabe cómo somos realmente. ¿Le hemos pedido, con toda sinceridad, que nos dé a conocer nuestro corazón? Si no lo hemos hecho, esa omisión es un argumento en nuestra contra. Aunque nuestra alabanza poblara la Iglesia toda, es seguro que Él vería pecados sin cuento en nosotros, pecados ahincados y atroces de los que no tenemos ni noción. Si los hombres vemos tanto mal en la naturaleza humana, ¿qué no verá Dios? «Si nuestro corazón nos condena, más grande que nuestro corazón es Dios, que conoce todas las cosas». No son sólo actos pecaminosos (de los que nada sabemos) lo que Dios anota en nuestro debe cada día, sino también pensamientos. Movimientos de orgullo, vanidad, codicia, impureza, amargura o resentimiento. Todo eso nos viene, y nos derrota a diario, una y otra vez. Él lo sabe. Nosotros no; pero ¡cuánto nos importa saberlo!
2. Pensemos ahora cómo nuestras debilidades ocultas pueden salir a la luz ocasionalmente. Pedro siguió audazmente a Cristo y no sospechó la menor inseguridad en sí mismo hasta que traicionó y negó a su Maestro en el momento de la prueba. David vivió años de obediencia cuando no era más que una persona corriente. ¡Qué fe tan serena y clara se aprecia cuando responde a Saúl sobre Goliat!: «El Señor, que me ha librado de las garras de leones y de osos, me librará también de la mano de ese filisteo» (1 S 17,37). Y no sólo en su vida de siempre, sino en momentos de dura prueba, cuando Saúl lo maltrataba, continuó siendo fiel al Señor. Años y años siguió así, fortificando su corazón y aprendiendo el temor de Dios. Pero el poder y la riqueza debilitaron su fe y le derrotaron. Llegó un momento en que el profeta le pudo replicar «Tú eres ese hombre» al que estás condenando (2 S 12,7). David conservaba los principios de palabra, pero en su corazón los había perdido. Ezequías es otro caso de hombre piadoso que aguanta bien la tribulación pero que, en un momento dado, cae ante la tentación de la prosperidad; y eso que se le habían otorgado gracias extraordinarias (2 R 20,12-19). Si esto pasa con los santos, favorecidos de Dios, ya podemos suponer cuál será nuestro verdadero estado en su presencia. Meditémoslo seriamente. La advertencia que podemos sacar es esta: no pensemos que nos conocemos bien hasta que no hayamos tenido tentaciones de verdad. La solidez en un terreno no es garantía de integridad en otro. No sabemos cómo reaccionaremos si nos encontramos con tentaciones distintas de las que hemos tenido hasta ahora. Pensar esto nos ayudará a ser humildes. Somos pecadores, sí; lo que no sabemos es hasta qué extremo. Sólo Él lo sabe, que murió por nosotros en la Cruz.
3. Tenemos que admitirlo: no nos conocemos en aquellos terrenos en que no hemos sido probados. Pero hay más. ¿Y si no nos conociéramos ni siquiera allí donde hemos sido probados y hallados fieles? Llama la atención algo muy sabido: si repasamos algunos santos importantes de la Biblia, veremos que sus caídas ocurrieron precisamente en aquellos aspectos en que estaban más probados y habían mostrado mayor obediencia. Abrahán, el hombre de fe, por su poca fe negó a su esposa. Moisés, el más manso de los hombres, quedó excluido de la Tierra Prometida por una palabra destemplada. El sabio Salomón, seducido, dio culto a los ídolos. Bernabé, el hijo de la consolación, tuvo una áspera pelea con san Pablo. Si hombres que se conocen mucho mejor que nosotros a nosotros mismos tenían tantos defectos escondidos hasta en esos puntos de carácter que tenían más libres de culpa, ¿qué pensaremos de nosotros? Si hasta nuestras virtudes están tan salpicadas de imperfección, ¿no habrá múltiples circunstancias desconocidas que harán más culpables nuestros pecados? He ahí una tercera presunción en nuestra contra.
4. Pensemos también en esto: nadie comienza a hacer examen y a rezar para conocerse a sí mismo (como David en el texto) hasta que se encuentra dentro de sí mismo con muchas faltas antes desconocidas, del todo o casi del todo. Que esto es así lo sabemos por las vidas de los santos, y por nuestra experiencia de otras personas. Por eso, los más santos son siempre los más humildes, porque al tener una medida de exigencia más alta que los demás y al conocerse mejor, perciben algo de la anchura y la hondura de su propia naturaleza pecadora, y se asombran y se asustan de sí mismos. La mayor parte de la gente no entiende esto; y cuando una persona piadosa reconoce sus fallos y se desahoga en voz alta, piensan que eso es puro teatro o un pintoresco ataque de malhumor o que se ha puesto melancólica o nerviosa. Cuando, en realidad, al reconocer públicamente un defecto, esa persona está dando todo un testimonio contra la gente irreflexiva que le escucha y haciendo una llamada para que estos examinen su conciencia. Cuanto más nos examinemos, más ignorantes e imperfectos nos veremos.
5. Por mucho que una persona rece y vigile hasta el día de su muerte, nunca llegará al fondo de su corazón. Por mucho que se conozca a fuerza de sinceridad y rectitud, la completa manifestación de los secretos alojados en su corazón está reservada para el otro mundo. En ese día último, ¿quién podrá expresar el espanto y el horror de quien vivió para sí mismo en la tierra, dando rienda suelta a sus pasiones, siguiendo sus propias ideas de lo que es verdadero y falso, rehuyendo la Cruz y esquivando el rechazo que va aparejado con Cristo, cuando finalmente sus ojos se abran ante el trono de Dios, y todos sus innumerables pecados, su habitual olvido de Dios, el mal uso de sus talentos, el tiempo perdido y derrochado, y la pecaminosidad original e inexplorada de su naturaleza, aparezcan ante él íntegra y claramente? Incluso para los verdaderos siervos de Cristo, el panorama es tremendo. «El justo a duras penas se salva» (1 P 4,18), dice la Escritura. Entonces, soportará el justo la visión total de sus pecados, esa que aquí abajo tanto se afanaba por obtener y que sólo en parte logró porque la vida no es tan larga como para conocerlos y someterlos todos. Todos tendremos que pasar por esa visión feroz y terrible de nuestro verdadero ser, ese juicio ardiente del alma antes de ser aceptada (1 Cor 3,13), agonía espiritual y segunda muerte para cuantos no cuenten con la fuerza de Aquel que murió para sacarlos salvos en ese juicio, Aquel en quien creyeron en la tierra.
Hermanos míos, apelo a vuestra razón: estas suposiciones que os hago ¿no están más que justificadas?, ¿no son necesarias? Apelo también a vuestra conciencia: ¿son nuevas para ti? Porque si nunca has recapacitado acerca de tu situación y ni siquiera sabes lo poco que sabes de ti mismo, ¿cómo podrás, con sinceridad, irte purificando para la otra vida o caminar por el sendero estrecho que lleva a la vida?
A pesar de todo, cuántas posibilidades hay de que algunos de quienes me escuchan ahora no tengan conocimiento suficiente de sí mismos o noción de su ignorancia, y pongan en peligro su alma. Los ministros de Cristo no pueden decir quién es y quién no es un verdadero elegido; pero cuando se considera lo difícil que es conocerse bien a sí mismos, pasa a ser cuestión muy seria y acuciante para vosotros saber si uno está o no viviendo una vida de autoengaño, creyendo que su estado espiritual es mucho más holgado de lo que tiene derecho a pensar. Piensa en las dificultades que se oponen a tu conocimiento propio o a que percibas tu ignorancia; entonces podrás juzgar.
1. En primer lugar, el autoconocimiento no viene solo; implica un esfuerzo y un trabajo. Tanto se podría pensar que aprender idiomas es cosa natural como que conocerse a uno mismo es natural. El mismo esfuerzo de reflexionar constantemente cuesta mucho a la mayoría de la gente, por no hablar de la dificultad de reflexionar correctamente. Cuesta preguntarse por qué hacemos esto o lo otro, darnos cuenta de los principios que gobiernan nuestros actos y ver si actuamos en conciencia o movidos por otros motivos menos nobles. Estamos siempre muy atareados y en cuanto encontramos un poco de tiempo libre, lo dedicamos a asuntos menos severos y fatigosos.
2. Y luego está el amor propio. Nos creemos los mejores; esto nos quita el problema de examinarnos. El amor propio avala nuestra seguridad. Nos parece suficiente precaución admitir, como mucho, algunas posibles faltas desconocidas, e incluirlas en el cálculo cuando hacemos cuentas con la conciencia; pero si conociéramos la verdad, sabríamos que no tenemos más que deudas, mucho más grandes de lo que podemos imaginar, y que aumentan a cada día que pasa.
3. Este juicio tan favorable de nosotros mismos se impondrá del todo si tenemos la desgracia de gozar de buena salud, buen humor y buena casa. La salud corporal y anímica es una gran bendición para quien pueda soportarla, pero a menos que se castigue con observancias y ayunos (2 Cor 11,27), normalmente llevará a la persona a creerse mucho mejor de lo que es en realidad. Las dificultades para obrar bien, interiores o exteriores, ponen a prueba nuestros principios; pero cuando las cosas van por sí mismas, y no tenemos más que desear algo para poder hacerlo, no es fácil decir hasta qué punto obramos por sentido del deber. Cuando uno está de buen humor, todo le agrada, en especial uno mismo. Actúa pronta y vigorosamente, y confunde esta energía meramente constitucional con la fuerza de la fe. Está alegre y contento, y confunde ese sentimiento con la paz cristiana. Si es feliz en su familia, confunde el mero cariño natural con la benevolencia y el temple aplomado que trae consigo la caridad cristiana. En suma, vive en un sueño del que nada podrá sacarle más que una profunda humildad, y normalmente nada podrá rescatarle excepto el dolor inesperado.
Hay otras circunstancias accidentales que son con frecuencia causa de un autoengaño semejante. Mientras estamos alejados del mundo, no nos conocemos; lo mismo nos ocurre después de algún gran don o prueba que nos haya afectado mucho, y dado un impulso momentáneo a nuestra obediencia; o cuando estamos muy empeñados en obtener algo bueno que nos emociona y, durante un tiempo, ese tesón amortigua las tentaciones. En esas circunstancias estamos demasiado dispuestos a pensar bien de nosotros mismos. El mundo está lejos; y confundimos nuestra tranquilidad meramente pasajera con la paz cristiana, y nuestra fogosidad interior sobreexcitada con el celo cristiano.
4. A continuación hemos de tener en cuenta la fuerza de la costumbre. La conciencia al principio nos advierte contra el pecado, pero si no la atendemos, pronto deja de reprendernos y entonces los pecados, ya conocidos, pasan a ser pecados ocultos. Parece, pues (y es una reflexión sorprendente), que cuanto más culpables, menos conscientes somos, porque cuanto más pecamos, menos nos duele. Muchos podréis recordar casos, por propia experiencia, de cómo vamos olvidando poco a poco que son malas cosas que una vez nos escandalizaron. Es la fuerza de la costumbre. Es así como algunos se permiten diversos tipos de deshonestidad. Por ejemplo, en los negocios, se dejan llevar y afirman cosas que son falsas, o que no saben si son verdad. Se extralimitan, engañan y, sin darse cuenta, son proclives a caer en acciones aún peores y más egoístas, al tiempo que siguen asistiendo celosamente a la Eucaristía y observando una apariencia de religiosidad; o bien, viven sin negarse nada, comen y beben más de lo que es justo, en sus casas exhiben una pompa y un esplendor innecesarios, sin la menor aprensión. Ni siquiera se les ocurre pensar que la sencillez y la abstinencia son deberes del cristiano. Pero no hay que suponer que estos siempre creyeron que su actual modo de vida es justificable, ya que a los demás todavía les llama la atención por lo impropio, y lo que ahora sienten los demás lo han tenido que sentir ellos alguna vez. Es la fuerza de la costumbre. Otro ejemplo: la obligación de rezar en privado en momentos fijos. Al principio se omite con remordimiento; poco después, con indiferencia. Pero no es menos pecado porque no lo sintamos como tal. La costumbre lo ha convertido en un pecado oculto.
5. A la fuerza de la costumbre, hay que añadir la de los usos sociales. Toda época tiene sus malos pasos, que tienen tanta influencia que incluso los buenos, de vivir en el mundo, se descaminan sin darse cuenta. En otros tiempos predominaba un encono ardiente en la persecución de quienes erraban en la doctrina cristiana; en otros una indigna sobreestimación de la riqueza y sus medios, en otros una veneración irreligiosa del puro talento intelectual; en otra época, una laxitud moral, o el desprecio de las formas y disciplina de la Iglesia. Las personas más religiosas, a no ser que vigilen con cuidado, sentirán que les influyen las modas de su tiempo, y les harán caer como a Lot en la pervertida Sodoma, aunque no se den cuenta. Pero su ignorancia del daño no cambia la naturaleza de su pecado. Sigue siendo pecado; sólo los usos lo convierten en un pecado secreto.
6. Y ¿cuál es nuestro principal guía entre las malas y seductoras costumbres del mundo? Es obvio: la Biblia. «La palabra del Señor permanece para siempre» (1 P 1,25). ¡Cómo se fortalece y se extiende el secreto dominio del mal sobre nosotros cuando consideramos lo poco que leemos la Escritura! A nosotros se nos corrompe la conciencia, sí; pero las palabras de la verdad, aunque se borren del alma, permanecen en la Escritura, brillantes en su eterna juventud y pureza. Sin embargo, no estudiamos la Escritura para aguijonear y refrescar el alma. Preguntaros, hermanos, ¿qué sé yo de la Biblia? ¿Habéis leído con atención alguna parte completa? ¿Algún evangelio, por ejemplo? Aparte de lo que has oído en la iglesia, ¿qué otras cosas sabes de los dichos y hechos de tu Salvador? ¿Has comparado sus mandamientos, o los de san Pablo o cualquiera de los apóstoles, con tu conducta diaria, y has rezado y te has esforzado por obrar de acuerdo con ellos? Si lo has hecho, vas bien, sigue así. Si no, está claro que no tienes (porque no te has esforzado en tener) una idea adecuada del carácter de perfección cristiana al que es tu deber tender ni una idea adecuada de tu situación real de pecado. Eres de los que «no vienen a la luz, no sea que sus hechos sean reprobados».
Estos comentarios pueden servirnos para grabar en nosotros la dificultad de conocernos bien y el daño a que estamos expuestos de llevar la paz a nuestras almas, cuando no tenemos esa paz.
Muchas cosas tenemos en contra, es evidente. Pero ¿es que el premio que nos espera no merece esa lucha? ¿No vale la pena fastidiarnos aquí abajo y sufrir dolor para escapar del fuego que nunca se apagará? ¿Podemos soportar el pensamiento de ir a la tumba con el alma cargada de pecados que no conocemos y de los que no nos hemos podido arrepentir? ¿Nos conformaremos con una fe en Cristo tan irreal que no implique un auténtico abajamiento, o el agradecimiento o el deseo y el esfuerzo por ser santos? ¿Cómo vamos a sentir la necesidad de su ayuda o nuestra dependencia de Él o nuestra deuda hacia Él o la naturaleza del don que nos ha hecho, si no nos conocemos? ¿Cómo obtendremos esa «mente de Cristo» a que nos exhorta el apóstol si no le seguimos en las alturas y las profundidades, si no alcanzamos en alguna medida a discernir la causa y el sentido de sus dolores, sino que contemplamos el mundo y el hombre y el plan de la Providencia a una luz distinta de la que ofrecen sus palabras y sus obras? Si recibes la verdad revelada sólo con los ojos y los oídos, no crees más que palabras, no cosas. Te engañas. Quizá pienses que tienes fe, pero lo cierto es que no sabes nada. La obediencia a los mandatos de Dios, que implica conocimiento del pecado y de la santidad, y el deseo y el esfuerzo por agradarle, ese es, en la práctica, el único intérprete de la doctrina de la Escritura. Sin conocimiento propio no tienes raíz en ti mismo. Quizá aguantes un tiempo; pero cuando llegue el dolor o la persecución, tu fe no resistirá. Por eso muchos en esa hora (y siempre) pierden la fe, o son herejes, o cismáticos o desprecian deslealmente a la Iglesia. Arrojan de sí la fórmula de la verdad porque nunca ha sido para ellos más que una fórmula. No aguantan porque nunca han probado que el Señor es bueno; nunca han tenido experiencia de su poder y su amor, porque nunca han conocido su propia debilidad e indigencia. Si hoy endurecemos el corazón, el futuro de alguno de nosotros puede ser la apostasía. Algún día, y ya en este mundo, podemos contarnos abiertamente entre los enemigos de Dios y de su Iglesia.
Y aunque nos libremos de ese vergonzoso final, ¿de qué le sirve al hombre profesar lo que no entiende, decir que tiene fe cuando no tiene obras? (St 2,14). En ese caso seguiremos allí en la viña, como plantas atrofiadas, sin principio de crecimiento, yermas. Y al final, quedaremos avergonzados en la presencia de Cristo y de los santos ángeles «como árboles de frutos que se marchitan, dos veces muertos, arrancados de raíz», aunque muramos en unión formal con la Iglesia.
Pensar estas cosas y alarmarse es un primer paso en el camino de la obediencia; estar uno a sus anchas equivale a estar en peligro. La maldad del pecado la conoceremos en la otra vida, si no lo hacemos aquí. Que Dios nos dé a todos la gracia de escoger el dolor del arrepentimiento ahora, antes de la ira que ha de venir.
«Ya es hora de que despertéis del sueño» (Rm 13,11)
Con «sueño» san Pablo se refiere en este pasaje a un estado de insensibilidad hacia las cosas tal y como son realmente a los ojos de Dios. Cuando estamos dormidos nos ausentamos del mundo; es como si ya no fuera asunto nuestro. El mundo sigue adelante sin nosotros y, aunque se altere nuestro descanso y alcancemos una ligera noción de la gente o de las cosas que pasan a nuestro alrededor, u oigamos alguna voz o frase, o veamos alguna cara, realmente no somos capaces de captar esos objetos externos tal y como son. Los hacemos parte de nuestro sueño, los contrahacemos y pierden su semejanza con lo que realmente son. Ese es el estado de los hombres en lo que se refiere a la verdad religiosa. Dios es en todo momento Todopoderoso y Omnisciente. Habita en su trono del cielo, juzgando los corazones y los reinos; y Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, está a su derecha, y diez mil ángeles y santos le sirven contemplándole arrobados o cumpliendo misiones amorosas que unen este mundo de aquí abajo con la corte celestial de allá arriba, yendo de un lado a otro como en la escala que vio Jacob. La revelación de este mundo invisible y glorioso nos llega principalmente a través de la Biblia, en parte mediante el despliegue del mundo natural, en parte a través de las cambiantes opiniones de los hombres, en parte por las sugerencias del corazón y de la conciencia. Y todos esos medios de conocer lo invisible los recopila y combina la Iglesia Santa, que anuncia la Buena Nueva a toda la tierra y la aplica a cada uno de nosotros, bien porque nos la enseña directamente, bien porque su mismo modo de ser y actuar nos sirve de testimonio. Y así las verdades de la religión van circulando por el mundo como la luz del día; y a todo rincón y recoveco alcanza alguno de sus rayos benditos.
Esa es la situación en una tierra cristiana. ¿Cuál es la situación de los que habitan en ella? La recuerda el texto citado: están dormidos. Mientras los ministros de Cristo usan la armadura de la luz y todas las cosas hablan de Él, ellos no «andan como conviene, a la luz del día». Hay muchos que viven por completo como si el día no brillara y permanecieran las sombras; y la gran mayoría de la gente es insensible a las grandes verdades que se proclaman a su alrededor. Ven y oyen gente, como en un sueño; confunden la palabra de Dios con sus propias imaginaciones ociosas; y si se les despierta por un momento, en seguida recaen en el sopor. No quieren despertar, piensan que su felicidad consiste en seguir como están.
Hermanos, no quiero decir que os encontréis en el profundo sueño del pecado. Ese es un triste estado, en que se encuentran sólo unos pocos, al menos en este lugar. Pero, dicho esto, abundan las razones para temer que muchos de vosotros no estéis despiertos del todo; que aunque os hayan despertado, sigáis en el sueño, y que esa visión de la religión que tenéis como verdadera, no sea la visión de la Verdad que veríais si tuvierais los ojos abiertos, sino la vaga, defectuosa y extravagante imagen que ve una persona dormida. Sea cual sea vuestro estado, bueno será que os preguntéis, uno a uno, «¿cómo sé yo que estoy en el buen camino? ¿Cómo sé que mi fe es auténtica, que no estoy dormido?».
La vida en nuestros tiempos hace difícil contestar esta pregunta. Cuando el mundo estaba en contra de los cristianos, era comparativamente fácil. Pero, en cierto sentido, el mundo hoy está a favor. Hay personas turbulentas y sin Dios, que todo lo confundirían si pudieran; otros odian la religión y echarían abajo todas sus instituciones. Hay muchos así, pero la religión nada tiene que temer de ellos. La verdad siempre ha florecido y se ha robustecido en tiempos de persecución. Lo que hay que temer es lo contrario, que gente de todas las posiciones sociales, la inteligencia y los poderosos del país se manifiesten a favor de la religión. Da miedo el hecho mismo de que las instituciones del país se basen en el reconocimiento expreso de la religión como verdad. Quienes asentaron la sociedad sobre esos principios merecen que les honremos; y vituperio quienes han intentado, y conseguido en parte, remover fundamentos tan santos. Pero a menudo ocurre que nuestros más encarnizados enemigos no son los más peligrosos; y, por otro lado, ocurre que los más grandes dones pueden convertirse en ocasión de grandes caídas si no se actúa con prudencia. El peligro que tenemos hoy es el de quien tiene una actitud favorable a lo religioso, pero está tan metido en sus asuntos temporales, que le es difícil distinguir si realmente actúa movido por la fe o por el deseo de obtener ventajas de este mundo. A un hombre así no es fácil hacerle ver esta verdad ni acomodar su corazón al de Aquel que desde su trono allá en lo alto juzga los corazones con sabiduría infinita. Atender a los deberes religiosos se ha convertido en una moda entre amplios sectores de la sociedad; tanto que, para muchos, esos sectores representan «todo el mundo». De vez en cuando nos llevamos una sorpresa al ver que observan la oración familiar, leen la Escritura o se acercan a la Comunión personas de quienes, en principio, no esperaríamos tales manifestaciones de fe; o quizá les oímos reconociendo en público las altas verdades evangélicas del Nuevo Testamento y apoyando a quienes las mantienen. En suma, declararnos discípulos de Cristo resulta beneficioso.
Hay que señalar que, no obstante esa declaración de celo por el Evangelio de parte de las personas respetables hoy día, hay motivos para temer que el objeto de ese celo no sea el auténtico Evangelio. Damos gracias a Dios cuando vemos personas tan ocupadas en tales actos de piedad. Sin embargo, hay motivos para sentirse a disgusto con la religión de nuestros días. A disgusto, primero, porque con frecuencia esas personas no son coherentes. Por ejemplo, no es raro que usen un lenguaje irreverente, que ridiculicen o tomen a la ligera las cosas sagradas, que critiquen a la Iglesia o digan cosas contra los santos de los primeros tiempos, o incluso contra los siervos de Dios de que nos habla la Escritura. O siguen la corriente del mundo y obran como gente de la peor clase, incluso cuando no hablan como ellos. Hacen más caso de estos que de los ministros de Dios, o son muy tibios, laxos y poco estrictos en materia de conducta; tanto, que se diría que no se mueven por principios sino sólo por lo que en cada momento les conviene más. De todas formas, dejando a un lado el juicio que nos merecen esas personas y pensando de ellos todo lo bien que podemos (como es nuestro deber), si tomamos lo mucho que abunda esa gente como síntoma de todo un estado de cosas, debo decir que me resulta muy sospechosa una religión nacional u oficial. El Señor dijo: «El camino es estrecho». Palabras que hay que interpretar con sumo cuidado, sí; pero, con todo, el tenor del libro inspirado nos lleva a pensar que no serán recibidas de corazón por la mayoría y que van contra la opinión y el sentido de la gente y contra el curso del mundo; y que aunque una persona las acepte, no deja de oponerles resistencia, porque el hombre viejo permanece dentro de él, casi en la misma medida que en cuantos no han aceptado esas palabras. «La luz que brilla en las tinieblas» es la señal de la verdadera religión y, aunque hay épocas en que surge un entusiasmo repentino en favor de la verdad (como san Juan Bautista a cuya Luz los judíos quisieron alegrarse por un momento (Jn 5, 35) hasta el punto de que «eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados», Mt 3,6), esa popularidad de la verdad es sólo pasajera, tan rápida como aparece desaparece, no crece, no dura. Sólo el error crece a gran escala y es recibido de buen grado en los corazones. En su última epístola, san Pablo advierte contra la idea de que la verdad será realmente aceptada en el corazón, por mucho que así lo parezca externamente. Así, le dice a Timoteo, entre otras profecías tristes, «que los hombres malos y embaucadores irán de mal en peor, engañando a otros y engañándose a sí mismos» (2 Tm 3,13). La verdad puede hacer que los hombres la profesen de palabra pero cuando se pasa a los hechos, en lugar de obedecerla, ponen un ídolo en su lugar. Por todo ello, cuando en un país se habla mucho de religión y la gente pondera la general preocupación por lo religioso, las almas precavidas sentirán en seguida el temor de que, en la práctica, se esté honrando una verdad falsificada; les dará miedo que se haya vuelto popular el sueño del hombre y no las verdades de la palabra de Dios, y que eso que la gente acepta no tenga en sí más verdad que la imprescindible para no repugnar ni a la razón ni a la conciencia. En suma, que sea Satanás transformado en Ángel de Luz, y no la Luz misma, quien atraiga seguidores.
Si este fuera un momento (y sí lo es) en que se juzga respetable entre las gentes de bien hacer manifestaciones de religiosidad, esta circunstancia no debería disminuir vuestro cuidado sobre el propio estado ante Dios, sino, más bien, yo diría, incrementarlo. Por dos razones: primero, porque tendréis la tentación de hacer el bien por motivos mundanos; y después porque os podrían hacer pasar por Verdad lo que no lo es, como una moneda falsa.
Algunos que me escuchan se encuentran casi a salvo de cualquier influencia del mundo. Los hay que tienen superiores religiosos que les dirigen sólo hacia lo bueno y que les quieren bien y que aman a Dios. Esa es su felicidad y deben agradecer a Dios ese don; pero también es un peligro. Cuando menos, se encuentran bajo una de las dos tentaciones arriba mencionadas. En su caso, comportarse bien no es sólo una cuestión de obligación, sino también de interés. Si obedecen a Dios obtienen buena fama entre los hombres y también ante Él, lo cual les hace difícil distinguir si hacen lo justo en conciencia o por respetos humanos. Así pues, tanto en las familias como en sociedad, a las personas corrientes les amenaza hoy el peligro considerable, y más que ordinario, de autoengañarse; es decir, de estar dormidos cuando se creen despiertos.
¿Cómo poner a prueba nuestra alma? ¿Hay algún modo de tener certeza en este punto? No. No hay un sistema indiscutible. No podemos estar seguros. No hay que impacientarse por conocer nuestro verdadero estado. El mismo san Pablo (por lo que sabemos), hasta los últimos días, no supo que era uno de los elegidos de Dios. «Aunque en nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4,4). Es decir, ‘aunque no soy consciente de haber faltado, no tengo seguridad de haber sido aceptado por Dios’. No juzguéis antes de tiempo. Y dice en otro sitio «castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, después de haber predicado a otros, quede yo descalificado» (1 Cor 9,27). Y aunque no podemos tener una certeza absoluta de haber sido elegidos para la gloria, aunque el deseo de obtenerla es una impaciencia que no corresponde precisamente a los pecadores, no obstante, podemos alcanzar un esperanza segura y una fe sobria y sumisa de que Dios nos ha perdonado y justificado por los méritos de Jesucristo (¡bendito sea!), gracias a estas palabras de san Juan: «Si el corazón no nos acusa, tenemos plena confianza ante Dios» (1 Jn 3,21). La pregunta es: ¿cómo lograr esto en nuestras circunstancias? ¿En qué consiste?