

Índice
Cubierta
El destino de los caballos blancos
Prólogo
Genealogía
Mapa 1
Mapa 2
Mapa 3
I
Con zeta de lipizano
Refrescamiento de sangre
La pata de grulla
Imperial de Austria y Real de Hungría
¡Las leyes de Mendel!
La prueba de obediencia
II
El retorno del tarpán
La vuelta a casa
Espécimen 4711
Orden de apareamiento
El criadero
Operación Cowboy
III
Fraternidad y unidad
Animal Farm
Las caballerías de la Guerra Fría
El parque humano
Conversano Batosta
Fuentes y agradecimientos
Créditos
Para mis hermanos y para mí la guerra transcurrió en paz. En verano no pasaba ni un solo día sin que montáramos a caballo siguiendo el curso del río. Mi padre estaba al frente de una parada de sementales en el sur de Polonia. Tenía a su cargo más de un centenar de animales de raza, los más nobles del Reich. Cada primavera acudían a padrear a la yeguada y en julio volvían con nosotros. Entre ellos había dos esbeltos purasangres ingleses, dos lipizanos de la Escuela Española de Equitación de Viena, cinco bereberes confiscados en Francia, un puñado de árabes tanto cruzados como puros, además de varias bestias de tiro de la raza noric y obedientes huzules, que aprendí a cabalgar con 5 años.
Nosotros vivíamos en Schloss Ochab, una mansión enlucida de blanco que hacía de residencia oficial. Las instalaciones de la parada de sementales de Draschendorf, situadas al otro lado del Vístula, ofrecían cobijo a los talabarteros, los guardianes y los palafreneros polacos, de los cuales los más jóvenes se alojaban en el henar encima de las cuadras. Auschwitz se encontraba a 35 kilómetros río abajo. De niños ignorábamos qué significaba Konzentrationslager, campo de concentración. La palabra nos resultaba tan difícil que acostumbrábamos a sustituirla por Konzertlager, campo de concierto.
En vísperas de Navidad solíamos escoger un cerdo bien cebado para luego sacrificarlo. «¡Adiós, Churchill!», exclamaba mi padre mientras le cortaba el pescuezo. Entre tanto yo daba saltos de entusiasmo, si bien no tenía ni idea de quién pudiera ser aquel hombre. El carnicero nos preparaba embutidos y rollos de carne que nos duraban meses. En Nochebuena mi madre entonaba cánticos del cancionero evangélico, acompañándose a sí misma al piano. Mi padre tocaba el violonchelo. Recibía clases de una chelista a la que hacía venir expresamente desde Viena y hacia la cual sentíamos una gran admiración, pues era la única persona que osaba llevarle la contraria.
Mi padre se mostraba duro y severo con sus subalternos, y también con nosotros. Aunque jamás llegó a azotarnos con el cinturón no dudaba en propinarnos bofetadas. Cada cierto tiempo obligaba a los mozos solteros a formar en fila y bajarse los pantalones ante el veterinario, llamado a averiguar si padecían alguna enfermedad venérea.
En el verano de 1944 mi padre mandó instalar una sirena en el tejado de Schloss Ochab e instauró una ronda de vigilancia nocturna para que pudiéramos dormir tranquilos. Comencé a soñar con los rusos: que conseguían apresarnos o capturar los caballos. Teníamos conocimiento de que se acercaban deprisa. Ya habían rechazado a nuestros soldados desde el Volga hasta bastante más allá del Dniéper. Sin embargo, se nos garantizaba que serían detenidos en el Vístula. Nuestra casa se ubicaba en la orilla segura del río, pero la parada de sementales estaba en la ribera oriental. Había que evitar a toda costa que los animales cayeran en manos del Ejército Rojo.
Mi padre empezó a llevar a cabo simulacros de emergencia. Cada vez que hacía sonar de forma inesperada la sirena, todos se apresuraban a ensillar la mitad de las monturas y uncir la otra mitad a los carros y carruajes de la cochera. Avena y heno, cuerdas, aparejos, las herramientas del herrero y del veterinario... Lo cargaban y lo ataban todo. En menos de tres horas se apostaba en la carretera una columna de personas y caballerías. Durante una de esas demostraciones, en presencia de una visita importante, mi padre hasta dio orden de marcha. En lugar de enviar al cortejo por el puente lo mandó directo al Vístula, obligando a todos a vadear el río y encaramarse a la colina situada en la margen opuesta.
«Por si el enemigo nos deja sin puentes», nos explicó por la noche.
El 7 de agosto de 1944, el primer enjambre de cazas rusos surcó el cielo. Salí corriendo. Desde debajo de un haya contemplé cómo pasaban los aviones. El estruendo hacía vibrar el aire. Eran tantos que el ambiente se fue oscureciendo en plena luz del día. De entre los cientos de aparatos que nos sobrevolaban había uno cuya bodega de pronto se abrió. El proyectil impactó detrás de nuestra casa, junto a las cuadras privadas, donde se alojaban las bestias de tiro así como Hildach, el caballo de silla de mi padre. Me preparé para encajar el golpe, pero no llegó a producirse. Al acercarnos hallamos un depósito de combustible con capacidad para quinientos litros. La gasolina se había desparramado formando unos charcos fangosos. «Una bomba incendiaria», observó mi padre, «destinada para nosotros».
Yo tenía 9 años. En ese momento supe que no nos libraríamos de la guerra.
Nos enseñaron a disparar a mi hermana –dos años mayor que yo– y a mí. «¡Beate! ¡Venga, compórtate como la hija de un soldado!», le gritaban cuando algo le infundía miedo o le resultaba difícil. Ignorábamos que mi padre llevaba semanas tratando de que sus superiores le dieran permiso para retirar los caballos más allá del Óder. Se lo negaron, reacios a mostrar semejante señal de debilidad. Nadie debía saber que el Reich estaba a punto de derrumbarse, de manera que todo siguió como siempre. En la primera semana de 1945 se ultimaron los preparativos para la nueva campaña de cubrición. El 16 de enero celebramos el séptimo cumpleaños de mi hermana Heidi. Vino una amiga suya a casa y todo el mundo estaba alegre. A la mañana siguiente, mi padre recibió una llamada de un teniente coronel. «¡Marchaos de inmediato!», rezaba la orden. Aquella noche los rusos habían cruzado el Vístula y amenazaban con romper las líneas defensivas.
Mi madre se puso a hacer maletas. A mis hermanas Beate y Heidi y a mí nos mandó embalar nuestros cuadernos escolares y un juguete cada uno. Después se sentó a la mesa de la cocina y untó una enorme pila de emparedados. Heidi y yo saldríamos primero, acompañados de un cabo mayor. El cochero ya nos estaba esperando en el trineo para conducirnos a la estación. Aún era de noche y no había más luz que el tenue brillo de la nieve. Me daba la impresión de que el paisaje nos decía adiós. El tren tardó tres cuartos de hora en llegar y, después de hacer cinco transbordos, alcanzamos nuestro refugio al otro lado del Óder, ya no en Polonia, sino en Checoslovaquia.
A altas horas de la noche, nuestro chófer llegó con mi madre, Beate y los dos pequeños en el automóvil oficial. Mi padre venía en coche de caballos. Los soldados y los palafreneros recorrieron el trayecto en cinco días y cinco noches, a –20 ºC. Quien viajaba a lomos de una caballería llevaba otra montura de la mano. Cada hora los jinetes se veían obligados a caminar un buen rato para no congelarse.
Nos instalamos en la finca de una baronesa con suficiente espacio para alojar los caballos. Me creía a salvo, entre otras razones porque el Óder es más profundo que el Vístula. Sin embargo, a primeros de febrero mi madre cayó enferma: sufría un dolor punzante en el bajo vientre. Mi padre la acercó en el coche de servicio al hospital de Olmütz, donde la ingresaron enseguida. Cada dos días, mi padre acudía a verla con uno de sus hijos. Heidi fue la primera en acompañarlo. A la vuelta nos contó que mi madre estaba muy pálida y que tenía las mejillas hundidas. El 15 de febrero fue mi turno. Frau Hartwig, que era quien cuidaba a la paciente, nos estaba aguardando en la entrada. Mi padre se apeó y se dirigió a ella con paso tembloroso. Supe de inmediato que a mamá le había pasado algo. La espera se me hizo eterna, sentado en aquel coche helado. De repente, mi padre se giró hacia mí. «¡Friedel! Mamá ha muerto», me dijo.
Entramos en el hospital, nos apresuramos por los pasillos de alto techo, escaleras arriba. En cuanto divisé el rostro de mi madre, no pude contenerme por más tiempo. Frau Hartwig y las demás enfermeras trataron de consolarme en vano. Hasta que mi padre elevó su voz de comandante. A su juicio, el llanto no era digno de un militar; nos lo tenía prohibido desde pequeños.
Al día siguiente incineramos a mi madre en el cementerio de Olmütz y depositamos sus cenizas en una urna de cobre. Por desgracia, no pudimos entonar su canción favorita, Befiehl du deine Wege, pues el organista no disponía de la partitura. Terminada la ceremonia, mi padre nos encareció a Beate y a mí que en adelante nos armáramos de coraje al ser los mayores. Según nos explicó, habríamos de afrontar más momentos difíciles. No nos atrevimos a preguntar a qué momentos se refería. Aun así ambos presentimos que en ese instante nuestro padre compartía con nosotros algo importante del mundo de los adultos, y eso nos bastó para sentir que habíamos crecido de repente.
Al poco tiempo de mi décimo cumpleaños, él se marchó. Había recibido orden de transportar el mayor número posible de caballos por ferrocarril a Dresde, donde intentaría pasarlos al otro lado del Elba. Tan pronto como lograra su propósito, vendría a buscarnos a nosotros y a los quince sementales que no podría llevar consigo en su primer viaje. Mientras tanto, nosotros formaríamos la retaguardia de la parada de caballos de Draschendorf, bajo el mando del sargento Wiszik. Mi padre partió un Sábado Santo y no volvimos a verlo nunca más. Nos despedimos con prisas, porque había que aprovechar la súbita disponibilidad de unos vagones para ganado.
Esperamos todo el mes de abril a que mi padre regresara. Cada día nos llegaban rumores nuevos sobre los rusos. Mientras la vanguardia del Ejército Rojo avanzaba con paso firme hacia Berlín, mucho más al norte de donde nos hallábamos, desde atrás se nos acercaba el frente abierto en abanico. Y mi padre seguía sin aparecer. A finales de abril, el sargento Wiszik decidió obrar por su cuenta y organizó nuestra evacuación. Además de dos cabos alemanes quedaban siete palafreneros polacos. Y los quince equinos, entre ellos Poseur, un purasangre inglés; Nero, un holsteiner; Ibn Saud y Dakkar, ambos árabes de raza cruzada; y dos lipizanos de las caballerizas imperiales de Viena, Conversano Olga y Conversano Gratiosa, unos señoritos plateados de 16 y 22 años respectivamente. Los diferenciábamos llamándolos por su nombre materno, Olga y Gratiosa, lo cual resultaba de lo más cómico al tratarse de dos sementales. Justo antes de que emprendiéramos la huida, el herrero del pueblo les puso herraduras nuevas.
Mi abuela, que vino a vivir con nosotros tras la muerte de mi madre, se acomodó con mis hermanos pequeños en el carromato, cargada como siempre con el bolso de grandes asas donde guardaba la urna que contenía las cenizas de su hija. Estaba previsto que el chófer de mi padre encabezara el cortejo, al volante del automóvil que lucía la banderita de la parada de caballos de Draschendorf, pero, de buenas a primeras, el coche dejó de funcionar y no nos quedó más remedio que llevarlo a remolque. Yo estaba sentado junto al soldado Sylvester en una carreta tirada por los dos lipizanos. Cumplimos a rajatabla las instrucciones de mi padre, con la excepción de que no nos acompañaba ningún explorador montado, ni al frente ni en la retaguardia. En posición de descanso formábamos una pequeña caravana de cerca de 60 metros. Deseábamos marcharnos, pero el comandante local de la Wehrmacht no nos dio permiso. Corría el 30 de abril: nosotros no sabíamos que Hitler acababa de suicidarse. Ni el comandante tampoco.
Hubo que esperar al 6 de mayo para que el hombre nos diera luz verde. Pretendíamos movernos hacia el oeste por un camino conocido como Sudetenstraße, que rodeaba Praga describiendo una amplia curva. Nuestro destino era la gran parada de lipizanos de Hostau en la selva de Bohemia, en las proximidades de la frontera con Alemania. Sin embargo, no tardamos en quedarnos atascados: la ruta era demasiado escarpada, llovía sin cesar y los carros llevaban demasiado peso. Aquel primer día recorrimos apenas 20 kilómetros, como mucho. Por fortuna, pudimos hacer noche en una hilandería de lino con montones de paños que nos sirvieron de cama. Tan pronto como cerré los ojos, vi rusos con rostros enrojecidos de cólera por todas partes.
A la mañana siguiente me tocó cabalgar. Además, cada vez que uno de los palafreneros se adelantaba me arrojaba la cuerda del animal que llevaba de la mano. Vendimos nuestro único caballo castrado por seiscientos Reichsmark a una familia que poseía una carreta, pero carecía de bestia de tiro. Las carreteras se inundaron de refugiados y columnas de prisioneros de guerra evacuados a pie. Todos los alemanes se daban a la fuga. Nos llegaban los mugidos de las vacas sin ordeñar. Al pasar por delante de las granjas abandonadas, los polacos se bajaban de sus monturas en busca de alimentos, entre ellos huevos, que sorbían de un trago. Tras la pausa del mediodía, que se había prolongado en exceso, se amotinaron. Si no se les pagaba por adelantado en eslotis, dejarían de «matarse trabajando para la familia del comandante». Esas fueron sus palabras. Mi abuela se subió al pescante y les habló en tono autoritario, como habría hecho mi padre. Su discurso surtió efecto, pues al menos decidieron quedarse.
Aun así, en la noche del 8 al 9 de mayo, que pasamos bajo las estrellas, se emborracharon. Teníamos la intención de levantar el campamento al alba. Yo iba a guiar los lipizanos y, es más, ya estaba preparado cuando alguien gritó: «¡Los rusos!». No había nada que hacer. A nuestro alrededor fueron apareciendo rostros femeninos, de rasgos mongoles. Jamás había visto mujeres soldado, y mucho menos asiáticas. Llevaban el fusil cruzado al pecho, y de sus cartucheras colgaban enormes cargadores. Algunas se hallaban tumbadas dentro de unos vehículos. Pensé: «Si fueran alemanas, estarían sentadas con la espalda recta». Vinieron hacia mí dos mujeres sonrientes. Vi brillar el oro en sus bocas. Al instante me apuntaron. Con un movimiento de sus fusiles me dieron a entender que debía bajarme. Estaba convencido de que me llevarían a Siberia. Sin embargo, no sentían el menor interés por un chico rubio pajizo de 10 años. Lo que les interesaba eran los lipizanos. Me obligaron a entregar las riendas, y se acabó.




Quien crece en las afueras de una ciudad tiene dos opciones. Ir al centro, a la plazoleta junto a los cines, para fumar cigarrillos de liar con vistas a la calle mayor que al cabo de 30 kilómetros desemboca en otra ciudad más grande. O aventurarse por la campiña.
En el barrio donde vivía yo, el límite de la ciudad estaba formado, de manera muy tangible, por unos edificios de apartamentos situados en la Speenkruidstraat, tres paredes de hormigón colocadas en fila, de once pisos de altura. En cada planta, la galería desembocaba en unas escaleras de emergencia que descendían, dando vueltas acrobáticas, hasta un arroyo y una cerca de alambre. Justo ahí se extendía el primer prado. Nada más atravesarlo, se alcanzaban unas rodadas que discurrían al lado de los montículos de acídulo forraje ensilado hasta llegar al canal de Deurze.
En los cálidos días de verano me dejaba llevar corriente abajo en un bote neumático, acompañado de quienes se habían decidido por la campiña como yo. El punto más lejano era la presa de Deurze. En la época del colegio, aquel paraje se me antojaba el fin del mundo. La ribera inclinada parecía estar hecha para tomar el sol, pero yo no tenía ni paciencia ni ganas de tumbarme ocioso en la hierba. Una tarde, mientras los demás se entregaban al calor como lagartijas, salté una valla dispuesto a explorar tierras desconocidas.
Después de pasar por delante de un saucedal y una bañera reconvertida en abrevadero se elevó ante mí una pendiente, abrupta como un terraplén y coronada por una hilera de álamos. Incapaz de mirar por encima de ella, la escalé reptando, a modo de un espía. Con el cuello estirado –al igual que una lagartija, por cierto– me quedé contemplando un rectángulo de blanca arena con marcas circulares y diagonales.
Sobrias figuras simétricas. El arenal se prolongaba hasta las puertas cerradas de unos establos. Justo cuando pensaba incorporarme, sonó el relincho de un caballo.
Una de las puertas se corrió hacia un lado, dando paso a una mancha oscura en medio de la cual sobresalía un caballo blanco. El animal vaciló un instante, como si estuviera posando. Salió del marco con huesuda parsimonia, de la mano de una muchacha con botas de montar y una melena por debajo de las caderas. La pareja se detuvo a unos veinte o treinta pasos de mi escondite. Cabeza con cabeza, o incluso labio con labio, como acariciándose.
En ese momento se abrió la segunda puerta. Del cuadrado negro surgió otro caballo blanco, todo menos calmoso, trotando, emitiendo bufidos, la cola enarbolada cual estandarte conquistado al enemigo. Un hombre de pelo ralo y llamativas patillas se colgaba del cabestro, tirando de él como de un freno de emergencia. Juntos daban unas cuantas vueltas sobre sí mismos, desatando un torbellino de arena. Me llegó un penetrante olor a cuerpo de caballo.
Cansada de la espera, la primera montura se puso a escarbar en el suelo con un movimiento rítmico del casco. «Será mejor que le pongas el trabón», oí que gritaba el hombre. Al instante, la muchacha empuñó la correa que llevaba atada a la cintura a modo de lazo y, tras varios intentos fallidos, logró sujetar con ella una de las patas traseras del animal. Luego pasó el otro extremo por entre las patas anteriores y terminó abrochándola alrededor del cuello del cuadrúpedo. Comprendí que no habían sacado a los dos caballos tordos para que pasearan al trote por el picadero. Con todo, no estaba preparado para lo que sucedió a continuación. La yegua atada, sí. Se quedó petrificada con la cola echada a un lado, convertida en estatua.
El soberbio macho no paraba de trotar en círculos, sacudiendo la cabeza en un intento por liberarse de la cuerda aflojada. De pronto, se detuvo en seco, los negros ojos fijos en las copas de los álamos o los altos cúmulos, en cualquier caso muy por encima de donde me hallaba yo. Me apreté aún más contra el talud para evitar que me vieran, y también para no tener que verlo todo. De la parte inferior del cuerpo del caballo surgía un miembro telescópico, segmento a segmento. Quería salir corriendo, pero no podía, fascinado por aquella visión. El sexo era negro y desembocaba en una protuberancia color carne. Resultaba ser más largo de lo que habría creído posible, además de curvo y rugoso como la trompa de un elefante. En ese preciso instante, el caballo saltó. El hombre de pelo ralo agarró el gigantesco órgano arqueado y tiró de él con el fin de afinar la puntería. Pataleando en el aire, el poderoso macho se transformó en un ejemplo de torpeza, incapaz de asirse a los flancos que se erigían ante él. A cada embestida, las crines le caían sobre las orejas, confiriéndole un aspecto un tanto ridículo. Recuerdo que ladeaba la cabeza, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, hincando sus amarillentos dientes equinos en la cruz de la yegua. Él la mordía, y ella lo dejaba. La escena se desarrolló en silencio, y a sacudidas, como en una película muda.
Freddy, el del puesto de patatas fritas, sostenía que, mientras que las personas sentimos ganas de practicar sexo a todas horas, los animales solo lo hacen cuando están en celo, y que eso marcaba la diferencia. Nos describió a la chica de la larga melena del picadero, según él con un aire a la cantante Kate Bush, aunque de habla alemana. Eso sí, nos dijo que se apostaba su Seiko a que la muchacha jamás alcanzaría las escalas musicales de «Wuthering Heights».
Aunque Jelle y yo, a nuestros 13 años, no entendíamos a qué se refería, le dábamos la razón. Íbamos los tres, seguidos de Piotr.
–Se ha caído con la moto... ¡Zas!, contra el pilón de un viaducto. Viajaba de paquete. Su novio murió en el acto.
Freddy era muy aficionado a los pañuelos palestinos y nos llevaba al menos cinco años.
Cada vez que pasaba un tractor o una cosechadora arrastrábamos a Piotr hasta la cuneta y lo poníamos a pastar. El maíz estaba tan crecido que no veíamos aparecer las máquinas hasta el último momento, cuando ya hacía rato que el estruendo nos envolvía en una suerte de cápsula de aire trémulo. «Buen chico», decía Freddy a Piotr. Y a mí:
–Ni disparando un cañón se alteraría.
Jelle, el hijo de los vecinos, asintió con la cabeza, como si los caballos ya no tuvieran secretos para él, aunque solo había empezado a montar en las vacaciones de verano.
Yo tenía mis dudas.
–Esa actitud indica que ha perdido el instinto del peligro –tercié.
Freddy se apostó frente a mí y comenzó a explicarme que ese era precisamente el logro más hermoso de la milenaria doma y cría: un caballo bien adiestrado confía a ciegas en el ser humano.
–O sea, en ti.
Acto seguido se le ocurrió una idea a la que ya no renunciaría: que yo también debía probar a cabalgar.
Los caballos no me decían nada. Había acompañado a Jelle para ver a Freddy, del que en el fondo solo sabía que trabajaba en el puesto de patatas fritas situado detrás de la gasolinera Shell del polígono industrial, y que no tenía inconveniente en dejar tirado encima de la mesa de la cocina un billete arrugado de cien euros, como había podido comprobar la única vez que estuve en su casa. Una bolita de papel lista para ser arrojada a la basura. Con la peculiaridad de que era dinero.
Me puse a darle palmaditas en el cuello a Piotr, algo que hasta entonces ni siquiera había hecho.
–Pues debemos desandar todo el camino para ir a buscar una silla –insinué.
Era una bobada. No hacía falta ninguna montura.
–¿Y cómo quieres que monte?
Jelle compuso un estribo con los dedos y me mandó subir con un gesto de la barbilla.
Al agarrar un mechón de crines con una mano y posar la otra sobre el cálido lomo del animal, descubrí que de cerca todos los pelos se veían o negro azabache o blancos. Desde la distancia, el pelaje me había parecido de un gris indefinido y moteado, en todo caso muy distinto. Ante mi sorpresa, Freddy explicó que Piotr había nacido negro y que en unos años se volvería completamente blanco.
–Es un lipizano de media sangre. Los potros nacen negros, pero con 8 o 9 años se vuelven níveos.
Esa fue la primera vez que oí pronunciar el nombre «lipizano», una palabra legendaria cuya zeta chasqueaba como la fusta de un domador de circo.
Pasé la rodilla por encima de la grupa de Piotr y me senté apretando los muslos para no deslizarme hacia abajo. Tan pronto como tensé las pantorrillas, el caballo se puso en movimiento, terminando de masticar la hierba y sacudiendo las crines. Vestido de pantalón corto, notaba mi piel sobre su piel y percibía a la perfección la motricidad de los omoplatos equinos. Hacia arriba y hacia delante, al ritmo de las bielas de una locomotora. Pujante, regular. Me movía sin moverme.
¿Por qué viví aquello como una sensación portentosa? Freddy, Jelle, Piotr y yo pasamos al lado de patatales y campos de maíz, pero yo era el único que no necesitaba caminar. El único en poder otear el horizonte por encima de los cultivos. Desde lo alto de aquella cabalgadura, el mundo se veía de otra manera: los cantos rodados de la cuneta y el cauce reseco del arroyo aparecían bajo un ángulo diferente, más escarpado. Debía agacharme para evitar unas ramas de cuya presencia ni me habría percatado de haber ido andando. Al alzar los ojos se extendía ante mí un panorama mucho más amplio del que conocía. Abarcaba con la mirada toda la cuenca del canal de Deurze hasta más allá de la presa y el puente de madera para ciclistas, de reciente construcción. El horizonte se veía más ancho y más profundo. Me llevaban a hombros como a un campeón de lucha libre. No había nadie que midiera más de 2,10 metros, pero yo le sacaba una cabeza al montenegrino y al nubio más altos. Me sentía elevado. Por un lado estaba la infantería y, por otro, la caballería.
Jelle y yo pasábamos casi todas las tardes en el picadero De Tarpan, y los fines de semana, y las vacaciones. El patio pavimentado era nuestro territorio: el guadarnés, el tejado del granero cuando había que poner fin al traqueteo de alguna chapa ondulada que andaba suelta, los establos donde se escuchaba la respiración de los caballos e incluso la casa del propietario. Aunque no nos quedábamos a dormir en el picadero, daba la impresión de que también nosotros, los mozos y las mozas de cuadra, teníamos nuestra casa en De Tarpan, al igual que los equinos.
A mis padres los mantenía alejados de todo eso, convencido de que no entenderían nada. Dejé de tomar cecina de caballo, aunque en ningún momento se me pasó por la cabeza hacerme vegetariano. En el techo de mi cuarto dibujé al carboncillo un potro árabe de tamaño natural, con ese morro tan característico, curvo como el pico de una tetera de Oriente. Y con una costilla menos que sus congéneres: diecisiete en vez de dieciocho.
Como no tenía miedo a los caballos, contaban conmigo para ayudar a desbravar los ejemplares de 4 años. A veces me tocaba ir de excursión con los niños que montaban los ponis y entonces siempre me decidía por Piotr, cada vez más blanco. Además, Jelle y yo entrenábamos al caballo castrado, de sangre caliente, del director de la planta de cerámica Royal Goedewaagen. El hombre había mordido el polvo después de quedarse enganchado tras la jamba de la puerta corrediza de las cuadras. Por más que se esforzara, Goedewaagen no logró ponerse en pie. Los de la ambulancia se lo encontraron a cuatro patas y con la espalda combada, como un perro, y así fue como lo llevaron al hospital, en esa misma postura.
En principio podíamos montar cualquier caballo, a excepción del macho blanco. No era el animal más grande de la cuadra, pero sí el más «noble». Un cuello como una bóveda, crines plateadas que terminaban en una artística voluta y unos ojos llamativos por su tamaño y negritud. Cuando pasaba a su lado una yegua en celo, golpeaba con fuerza los tabiques de su box. El hocico se hallaba cubierto por manchas faltas de pigmentación. Llevaba grabada una «L» en la mejilla izquierda y, en la nalga, una «P» coronada por una tiara imperial. En la puerta del establo colgaba un cartel que decía:
CONVERSANO PRÍMULA
Prímula, o Prim sin más, pertenecía a Piet. En los cinco años que frecuenté el picadero no vi ni una sola vez al dueño de la escuela de equitación sentado a lomos de su lipizano. Piet amaestraba a Prímula caminando justo detrás de él, empuñando las riendas cual cochero sin carruaje. Solía aprovechar las horas del mediodía, cuando no había clases, para sacarlo y someterlo al ejercicio de «riendas largas». Otros preferían subirse a su caballo y espolearlo, pero para Piet Bakker no existía disciplina más sublime que esta. No precisaba de espuelas, ni tampoco de pantalón o botas de montar.
Un día le pregunté en qué se diferenciaba Prímula de los demás caballos.
–La diferencia está en la sangre –me contestó.
–¿Y eso?
–La tiene azul. Más azul que cualquier otro caballo.
Decidí quedarme para asistir a la sesión de doma del mediodía. Prímula galopaba a un ritmo tan pausado, casi a cámara lenta, que Piet le daba alcance sin necesidad de correr. Así era como tenía que ser: durante el ejercicio de riendas largas, el domador no debía acelerar el paso. La fuerza del caballo se dirigía principalmente hacia arriba, de modo que acababa por levantarse del suelo. Donde mejor se apreciaba ese movimiento era en el trote elevado, cuando parecía que Prímula saltaba en una cama elástica y, después de cada bote, permanecía por un breve instante suspendido en el aire.
Las carreras de caballos a galope tendido eran sinónimo de extenuación y agotamiento, como su propio nombre indicaba. Piet solía compararlas con el campeonato de motociclismo que se celebraba todos los años en la cercana ciudad de Assen. Ni siquiera se conformaba con las disciplinas consideradas más selectas. Los saltos eran mero atletismo. Y el adiestramiento, gimnasia. Lo que se estilaba en De Tarpan era la doma clásica. Arte. Ballet.
Al cabo de la sesión del mediodía, Piet me invitó a que me acercara a la blanca arena de la pista exterior. Mientras Prímula masticaba una ración de pienso concentrado, él me contó que la raza lipizana se llevaba refinando desde hacía siglos. En 1580, en la yeguada imperial de la Casa de Austria, ubicada en una cresta montañosa en lo alto de Trieste, se dio forma a un caballo llamado a servir de cabalgadura de reyes y emperadores. Allí, los caballerizos del Imperio austrohúngaro crearon una raza noble y pura. Símbolo de vigor y gracia, de lealtad y afán por aprender. Todo ello reunido en un único solípedo, fruto del proceso de selección y cruce.
Piet recorrió la espina dorsal de Prímula con las yemas de los dedos, igual que un veterinario, contando las vértebras desde el nacimiento de la cola. Entre la trece y la catorce se detuvo y apretó el cartílago.
–Asombroso, ¿verdad?
Debí de alzar los hombros.
Me explicó que era un rasgo propio de los lipizanos: los criaban así, dotándolos de una flexibilidad extraordinaria a partir de la decimotercera vértebra. Por eso se les daba tan bien la levada, la postura en la que, durante unos segundos, se elevan sobre los miembros posteriores, como si se encabritaran de forma controlada. Recuerda la pose de un general victorioso que se presenta ante su soberano, tantas veces inmortalizada en cuadros y esculturas.
Prímula se echó a un lado y sacudió la cabeza. «¿Qué? ¿Se acabó la inspección?» Piet lo miró como un padre mira a su hijo y le acarició el cuello.
–Ahora tú –me ordenó.
Creí que quería hacerme ver que el caballo no había derramado ni una sola gota de sudor, pero sí transpiraba.
–¿Lo notas?
–¿A qué te refieres?
–Acariciar un lipizano es acariciar la Historia.
Construimos una tribuna única y exclusivamente para poder contemplar a Conversano Prímula, el macho de sangre pura.
Lo hicimos por iniciativa de Leny, la esposa de Piet. Después de adquirir un lote de bancos de iglesia, llamó a Freddy, que tenía permiso para conducir un tractor, y le dio un papel con una dirección.
Jelle y yo lo acompañamos, subidos a los guardabarros y agarrados con ambas manos a una suerte de soporte. Salimos a la ciudad al son del golpeteo de la carreta que llevábamos a remolque, pasando por debajo de la vía del tren, al lado de la lechera de Acmesa y la sede de la compañía explotadora que dirigía el padre de Jelle.
Al llegar al semáforo nuevo, me apeé del tractor para preguntar por el camino. ¿Dónde estaba la Groningerstraat? ¿Al fondo a la izquierda o a la derecha? La señora a la que había abordado de buenas a primeras tomó el papel, le echó una ojeada y luego me examinó a mí.
–¿Buscas la sinagoga?
–No, una iglesia –contesté–. Vamos a recoger unos bancos.
El número 74 de la Groningerstraat se encontraba a la vuelta de la esquina, a mano derecha. Resultaba ser un edificio estrecho con tres vidrieras alargadas y otras tantas torrecillas. Nos abrió la puerta un individuo con los hombros invadidos por la caspa. Le seguimos por el enlosado lleno de grietas. La hilera de bancos, la pila bautismal y el púlpito se hallaban cubiertos por un velo gris. El suelo estaba sembrado de restos de excrementos de paloma mezclados con esquirlas de cristal. Según nos comentó el hombre, aquella era la antigua sinagoga, reconvertida en iglesia calvinista tras la guerra. Sin embargo, desde hacía poco, los protestantes se reunían en un espacio más pequeño, de modo que, por fin, se podría proceder al derribo de la vieja mole.
La palabra «sinagoga» seguía rondándome la cabeza. Habían transcurrido veinticinco años desde que se instalara –justo en el lugar donde Freddy cambió de sentido– una lápida conmemorativa cuya inscripción rezaba:
ESTE ERA EL BARRIO DONDE
EN 1940 VIVÍAN 550 JUDÍOS.
DESPUÉS DE LA GUERRA,
SOLO 25 REGRESARON.
Coincidiendo con la inauguración de ese modesto recordatorio, los grandes almacenes Vanderveen publicaron un libro sobre la historia de los judíos de Assen, en cuyas páginas se detallaba que una parte del mobiliario que veníamos a recoger nosotros ya había sido transportado al campo de Westerbork en 1940 para servir de escenario.
Los bancos que quedaban medían cuatro metros de largo. Pesaban tanto que apenas podíamos cargarlos entre los tres. Freddy en un extremo, Jelle y yo en el otro. Para colmo, cada vez que salíamos a la calle con un armatoste de esos bajo el brazo, el viento nos llenaba la cara de polvo. Colocamos los bancos en el remolque, alternando filas de tres y de dos, dispuestos respectivamente en sentido longitudinal y transversal. Luego los atamos con cuerda.
De regreso en el picadero, Freddy llevó el tractor directo hasta la pista exterior, al espacio reservado para el público, donde dejamos los trastos sobre un entarimado de palés desechados.
Una vez montada la tribuna, Piet se acercó a inspeccionar la formación de veinte bancos dispuestos en cuatro hileras de cinco cada una. Paseó la mano por los respaldos y palpó la parte inferior de los asientos, donde habíamos descubierto no mucho antes una batería de chicles. Con cara de reprobación, Piet nos encargó que quitáramos aquellos mazacotes con ayuda de una espátula. Se llevó un disgusto aún mayor al comprobar el estado deplorable de la madera. Arrancó un trozo, lo apretó con la mano hasta reducirlo a polvo y se alejó a zancadas, de vuelta a sus clases de equitación.
En el camino nos gritó por encima del hombro: «¡Retiradlo todo! ¡Las piezas malas van a la chimenea y las buenas se guardan!».
Nosotros le seguimos a una distancia prudente, en busca de palancas y martillos de carpintero. Bueno, qué se le iba a hacer, nos quedaríamos sin tribuna.
Aprendimos que, al separar a golpes los laterales, la parte central se estrellaba por su propio peso. Después ya solo faltaba soltar el respaldo del asiento y listos. Descargamos nuestra frustración a martillazos. De pronto, Freddy se acordó del cronómetro de su Seiko y decidimos tomarnos aquello como un campeonato. De dos en dos, con el mazo en ristre, aguardábamos el «¡Ahora!» del tercero en liza. Al final, conseguimos destrozar los bancos de la sinagoga en menos de seis minutos, con el rostro acalorado.
La última noticia que tuve de Prímula me llegó a través del cine. Corría el año 1991. En la sala prácticamente vacía vi desfilar ante mí a cinco hijos suyos. Primero Piotr, luego Lublice, Tarras, Latka y Sarpa, todos ellos caballos cruzados maduros y, por tanto, blancos como lipizanos. Junto con Nóbila, yegua lipizana de pura sangre, participaban en La tempestad, una obra de Shakespeare.
La escena que más me interesó se produjo transcurridas alrededor de tres cuartas partes de la película. Los descendientes de Prímula se paseaban con toda su blancura por el largo corredor de un palacio. Asomaban por las puertas laterales situadas a izquierda y derecha del pasillo, sin previo aviso y como de casualidad, semejando espectadores que acceden sin querer al escenario por la entrada de los artistas. Juntos hacían de telón de fondo para una historia de amor que se desarrollaba en medio de una orgía de colores y figuras ideada por el director Peter Greenaway. Transformado en un pintor de la luz, proyectaba sin cesar cuadros vivos, recargados y coloristas, uno encima de otro, con el actor John Gielgud como único remanso de paz, robusto en sus 88 años, entregado a su papel de Próspero.
Sin sobresaltos y aparentemente sin instrucción alguna, los caballos fueron ocupando poco a poco el primer plano, hasta rodear por completo a la hija de Próspero y el encadenado príncipe Fernando. Mientras los dos jóvenes se declaraban su amor («¡Admirable Miranda, cumbre de la admiración! / Qué tonta. Lloro por lo que me alegra»), las cabalgaduras iban a lo suyo, sin alterarse, olfateando el vestido de Miranda, rascando la alfombra, hasta que Nóbila se giró hacia el ojo de la cámara reclamando para sí todo el encuadre. Shakespeare/Próspero me miró mientras declamaba: «Somos de la misma materia que los sueños y el sueño envuelve nuestra breve vida».
En la sala había seis espectadores, incluyéndome a mí. Durante noventa minutos nos sumergimos en un mundo de ensueño, poblado por alígeros ángeles en columpios, y galgos, los más aerodinámicos de todos los animales terrestres. Shakespeare no parecía dar a entender que el indolente Homo sapiens fuera la cumbre de la creación. Todo lo contrario, retrataba a un demonio («Un diablo, un diablo de nacimiento, en cuya naturaleza nunca prenderá la educación») para subrayar que la especie del villano es incorregible. En aquella ambientación, los lipizanos irradiaban calma e inocencia, como si estuvieran muy por encima del hormigueo de las personas. Se me antojaban más sinceros que sus amos.
Allí fue donde me asaltó por primera vez una pregunta que desde entonces me persigue. ¿Qué pretende expresar el ser humano a través de sus animales de compañía? En el caso concreto del caballo: ¿qué representa para el hombre? Comprendí que era portador de muchos rasgos humanos. Aunque esos rasgos le fueran impuestos, inculcados y atribuidos desde fuera, no dejaba de estar imbuido de ellos. De entrada, el hombre había sometido al caballo, volviéndolo dócil y manso. Necesitó seis mil años para lograr ese propósito, pero el resultado mereció la pena: a diferencia de la cebra, el caballo comía de nuestra mano. No protestaba cuando se le ponían herraduras o se le limpiaban los dientes con hilo dental, como se acostumbraba a hacer a diario con los árabes del rey Hasán. En prácticamente todas las culturas, el caballo se situaba un peldaño por encima del resto del ganado, erigiéndose en su pastor. Envuelto en correas, empleaba la fuerza de sus músculos para surcar la tierra, contribuyendo a que se multiplicara la cosecha, y él mismo se encargaba de llevar el excedente a la ciudad. No pocas civilizaciones se levantaron sobre cuatro pezuñas y, si chocaban entre ellas, solían ser la rapidez y la agilidad del caballo las que determinaban el desenlace.
Si el perro podía llegar a traicionar a su amo –lo que, por otra parte, se consideraba una característica típicamente animal–, el caballo era valiente y orgulloso. En todas las épocas abundaron los hombres que amaban más a su montura que a su esposa. ¿Cuál era la última voluntad de los estrategas romanos? Despedirse de su caballo. El emperador Calígula, coetáneo de Jesús de Nazaret, engalanó a su Incitato de púrpura e incluso barajó la posibilidad de nombrarlo cónsul.
La humanización del caballo acabó penetrando en el lenguaje. Ni siquiera el percherón más tosco tenía patas, sino brazos y piernas. Desde que, en un pasado lejano, el caballo fuera admitido en los círculos de la nobleza se le trataba cada vez menos como a un animal.
Conversano Prímula estaba inscrito en una agencia de modelos y actores. Durante años protagonizó los spots de las galletas y el chocolate de la marca Verkade. Obtuvo incluso algún papel más relevante. En su día, ayudé a prepararlo para una participación en Iris, un largometraje de producción holandesa. Durante dos o tres semanas enseñamos a Prímula a permanecer quieto ante la llegada de automóviles que llevaban las luces puestas. Por la noche, lo colocábamos junto a la puerta del picadero cubierto. Cuando Piet se acercaba en el coche con las largas encendidas abríamos la puerta al grito de: «¡So, so!». Pese a que su instinto le pedía que saliera huyendo, conseguimos que el animal no se inmutara hasta dar casi con el parachoques. Se le veía alerta, pero inmóvil.
Además, lo entrenamos para que se encabritara tan pronto como la actriz Monique van de Ven, en el papel de veterinaria, se disponía a agarrarlo del cabestro.
La única que tenía permiso para presenciar las grabaciones era la estudiante en prácticas del picadero. Nos contó que había estado agazapada al abrigo de un arbusto, embutida en un traje de neopreno, para no aterirse bajo la lluvia artificial. Prímula salió airoso del reto. Ufano, una figura blanca como la nieve bajo un foco azulado y frío. Su hieratismo advertía contra la desgracia hacia la que se abocaba Iris.
El lipizano era el caballo por excelencia. Se había convertido en la raza más próxima a los bastiones del poder humano. No solo amenizaba la coronación de sahs, monarcas advenedizos y dictadores del Tercer Mundo, sino que también estuvo presente en Washington, en 1980, con motivo de la ceremonia de juramento de Reagan. ¿Qué tenía este animal que tanto atraía a los poderosos? ¿La fuerza contenida? ¿El grado de adiestramiento? ¿O tal vez el blanco pelaje y la noción subyacente de pureza? El género humano no se dejaba moldear ni doblegar con la misma facilidad. Los avances del saber y la ciencia seguían sin propiciar una mejora sustancial de la propia especie, a pesar de los magníficos resultados alcanzados con los animales domésticos. Los humanos habían diseñado el haflinger, el trotón de Orlov, el caballo de tiro belga, el frisón, el poni de Connemara, por citar algunos. El prestigio del lipizano como raza de cría más antigua se basaba en más de cuatro siglos de refinamiento. Generación tras generación, los ejemplares habían sido seleccionados por su belleza interior y exterior, o lo que la Casa de Austria entendía por ello en cada momento. Todos los veranos, los machos de 4 años que destacaban sobre sus congéneres viajaban a Viena para ascender a la cúspide de la pirámide de la civilización. Recibían cobijo en el palacio y comían en pesebres de mármol rojo. Se tardaba entre diez y doce años en formar a cada caballo en las diferentes disciplinas de la doma clásica. Superadas todas las pruebas, el lipizano exhibía su arte en un marco imperial al compás de Händel, Chopin y Strauss. Bailando.
Cuando empezaron a pasar los créditos, esperé a que apareciera el agradecimiento a «Piet Bakker / De Tarpan», y ni siquiera entonces me levanté. La luz se fue encendiendo poco a poco, pero yo continuaba absorto en el flujo de mis pensamientos. El hombre, ajeno a cualquier influencia religiosa, había creado su caballo ideal, transformando el rudo Equus ferus de las estepas en el Equus caballus, un animal con 64 cromosomas, dos menos que su antepasado salvaje. Ni Dios ni la lenta evolución de Darwin habían intervenido en ello. El resultado era una especie nueva, capaz de actuar en una obra de teatro de Shakespeare con un mínimo de indicaciones escénicas.