PRESENTACIÓN
HENRI BARBUSSE nació el 17 de mayo de 1873 en la
localidad francesa de Asnières-sur-Seine, pueblo cercano a París.
Su madre, de nacionalidad inglesa, murió al dar a luz a su tercer
hijo. La primera pasión del joven Barbusse sería la poesía, género
en el que, todavía adolescente, obtuvo destacados premios que le
decidieron a dedicarse profesionalmente a la escritura. Sus
primeros poemarios, alabados por Mallarmé e impregnados de tristeza
y desencanto, le valen ser comparado con los más grades poetas
franceses, aunque en Barbusse destaca un afán de reflejar la
miseria y el dolor humanos.
En 1898 contrae matrimonio con la compositora
Augusta Holmes, hija del escritor Catulle Mendès, y comienza a
trabajar en la oficina de prensa de los ministerios del Interior y
Agricultura, empleos que abandonará cuatro años más tarde para
ocupar un cargo directivo en las editoriales Lafitte y Hachette.
Atraído por las tesis socialistas, publica artículos sobre arte y
literatura en diarios próximos a esta ideología, como El Popular,
donde mantiene la tesis de acercar la cultura al pueblo para evitar
que sea monopolizada por las clases dirigentes.
Pero su auténtica revolución creativa llegaría
poco después, en 1908, con la aparición de El Infierno, que le
convierte no sólo en el novelista más leído de Francia sino en uno
de los intelectuales más populares de Europa, capaz de añadir al
entretenimiento exigido a una novela un empeño contra de la
injusticia.
La Primera Guerra Mundial le sorprende con 41
años. Participa en ella como soldado raso, rechazando todos los
privilegios que le proponen, y combate en primera línea. Después de
veintitrés meses bajo el fuego, enfermo de disentería, es obligado
a licenciarse. Desde entonces asume un activismo pacifista que le
ocasionará numerosos problemas con las autoridades de su país, lo
que radicalizará sus posiciones hacia un enfrentamiento abierto
contra el capitalismo. En 1923 ingresa en el Partido Comunista y a
partir de entonces los medios de comunicación silencian cada una de
las nuevas obras que publica.
Los últimos años de su vida estuvieron
marcados por su empeño en concienciar a los sectores populares
contra la extensión del nazismo y el fascismo por Europa.
Interviene para tratar de impedir el asesinato de Sacco y Vanzetti
por el gobierno norteamericano, participa en el comité por la
liberación de la India y combate el colonialismo italiano en
Abisiania.
En 1935 contraerá una neumonía nada más llegar
a Moscú, donde muere. Miles de moscovitas desfilaron durante tres
días ante su cadáver, pero aún fueron más los que le rindieron
homenaje póstumo en París, donde más de doscientas mil personas
acompañaron su féretro al cementerio de Père Lachaise.
A su muerte, hasta aquellos que habían
criticado más duramente su activismo político se rindieron al
magisterio literario e intelectual de El Infierno.
RELATO DE UN
MIRÓN
La publicación de este
libro en la primera década del siglo XX marcó a toda una
generación. Vicente Blasco Ibáñez, asombrado por el poder y la
originalidad del texto, ha dejado testimonio escrito de ello:
«Barbusse es un poeta, un robusto y humanitario poeta, que escribe
novelas cuando siente la necesidad de decir algo nuevo a los
hombres o algo viejo que han olvidado […]. El infierno simboliza la
furia de vivir que nos domina a todos. Y la conclusión filosófica
de la obra es que todo está en nosotros y depende de nosotros». En
Francia El Infierno superó enseguida los 200.000 ejemplares
vendidos, extraordinaria cifra que ni siquiera había logrado
alcanzar Emile Zola.
Blasco Ibáñez, reflexionando sobre las dos
corrientes principales de toda novelística, la que incide en
aspectos formales y la queda primacía al argumento, se pregunta
admirado a cuál de ellas se acogió Barbusse para su narración. A
ninguna, se contesta en seguida él mismo, porque, aunque a simple
vista El Infierno carece de un argumento convencional, está
atravesada por el ritmo vertiginoso de un relato de aventuras.
Cualidades que, como advierte Blasco Ibáñez, la dotan de un
magisterio inimitable: «Las novelas de Barbusse son obras de
maestro; pero este maestro conviene que no tenga discípulos».
En la novela se cuenta la llegada de un joven
de provincias a París para trabajar en un banco. Recluido en la
habitación de la pensión donde se aloja, descubre un pequeño
agujero en la pared que le permite ver y escuchar a los huéspedes
que ocupan sucesivamente el cuarto de al lado.
De este modo, el mirón contempla sin ser visto
a amantes adolescentes, parejas adúlteras, moribundos que divagan
sobre su suerte. Barbusse repasa en El Infierno las grandes
obsesiones humanas: el amor, la sexualidad, el engaño, el dolor, la
religión, la muerte y transmite la insignificancia de la
existencia, la fragilidad del hombre. Victor Cyrll definió esta
obra como «uno de los más grandes esfuerzos artísticos de la
producción contemporánea».
Su originalidad y maestría, servidas por una
admirable estructura, atrapan en seguida al lector y le hacen
partícipe de la obsesión del protagonista, en un juego creativo
donde todo cabe, desde los guiños metaliterarios hasta un soterrado
sentido del humor, a veces agrio, a veces poético y
vitalista.
Juan Victorio, premio Stendhal de Traducción,
ha conseguido preservar en español el peculiar estilo de Barbusse,
para recuperar una de las obras fundamentales de la narrativa
universal, extrañamente olvidada en nuestro país tras el éxito de
su primera edición a comienzos del siglo pasado.
EL EDITOR
I
LA PATRONA, MADAME LEMERCIER, me ha dejado solo en la habitación una
vez expuestas en pocas palabras las ventajas materiales y morales
del hotel de la familia Lemercier.
De pie ante el espejo, me quedo parado en
medio de la habitación que voy a ocupar durante algún tiempo y la
examino examinándome a mí mismo.
Es anodina y huele a polvo. Hay dos sillas, en
una de las cuales he puesto mi maleta; dos sillones de endeble
respaldo y tela basta; una mesa con un tapete de lana verde; una
alfombra oriental cuyo dibujo arabesco, repetido al límite,
intentaba ser llamativo. Pero, a esas horas de la tarde, parece
tener color de tierra.
Todo me resulta desconocido, y eso que no me
es nuevo: esa cama de falsa caoba, ese lavabo, esa disposición
inevitable de los muebles y ese vacío entre esas cuatro
paredes…
La habitación está muy
ajada. Parece haber sido ocupada infinidad de veces. Desde la
puerta hasta la ventana, la alfombra muestra su entramado de hilos:
ha sido pateada, con el paso de los días, por una muchedumbre. A la
altura de la mano, las molduras están deformadas, agrietadas,
sobadas y el mármol de la chimenea ha perdido el relieve de los
ángulos. Al contacto con el hombre, las cosas se difuminan con una
lentitud desesperante.
También se oscurecen. Poco a poco, el techo se
ha ensombrecido como un cielo de tormenta. Los paneles blanquecinos
y el papel rosado se han puesto negros por los lugares más
manoseados, así como la hoja de la puerta, el ojo de la cerradura
y, a la derecha de la ventana, la parte de pared de donde se tira
de los cordones de las cortinas. Toda la humanidad ha pasado por
aquí como si fuera humo. Sólo la ventana permanece blanca.
¿Y yo? Yo soy como los demás, de la misma
forma que esta tarde es una tarde como las otras.
Empezó mi viaje esta
mañana: las prisas, las formalidades, el equipaje, el tren, el
aliento de las diferentes localidades.
Hay un sillón. Me dejo caer en él y todo
empieza a ser más tranquilo, más agradable.
Mi venida definitiva de la provincia a París
marca un hito en mi vida. He encontrado un trabajo en un banco. Mis
días van a cambiar, cambio que explica el que esta tarde deje de
pensar en las cosas de siempre y piense en mí.
Tengo treinta años, que cumpliré exactamente
el primer día del mes que entra. Se me han muerto mi padre y mi
madre hace dieciocho o veinte años, no sé muy bien. Lo tengo tan
lejos, que da igual. No me he casado, así que no tengo hijos ni
creo que los tendré. Hay momentos en que esto me inquieta: cuando
pienso que a mi muerte se acabará mi árbol genealógico que dura
desde la creación…
¿Soy feliz? Sí, pues no tengo dolores, ni
pesadumbres, ni deseos complicados. Así que soy feliz. Me acuerdo
que, de niño, tenía destellos de sentimientos, arrebatos místicos,
una querencia enfermiza a encerrarme en mi vida. Verdaderamente, me
daba a mí mismo una importancia excepcional, llegando incluso a
pensar que era más que una mera persona. Pero todo eso se ha ido
ahogando poco a poco en la positiva nada de los días.
Y aquí estoy de
nuevo.
Me echo adelante en el sillón para estar más
cerca del espejo y mirarme con atención.
Más bien de baja estatura, con aspecto
reservado (aunque muy exuberante llegada la ocasión); atuendo muy
correcto; no hay en mi apariencia nada que reprochar ni que
resaltar.
Si me miro muy de cerca, mis ojos son verdes
aunque los demás consideran que negros por una inexplicable
confusión.
Creo confusamente en muchas cosas. Sobre todo,
en la existencia de Dios y menos en los dogmas de la religión, que
tienen sin embargo muchas ventajas para los humildes y las mujeres,
cuyo cerebro es menor que el de los hombres.
En cuanto a las cuestiones filosóficas, creo
que son absolutamente inútiles. No sirven para controlar ni para
verificar nada. ¿Qué quiere decir eso de la verdad?
Tengo la conciencia del bien y del mal; jamás
cometería una grosería aunque estuviera seguro de que nadie me
veía. Y tampoco podría admitir cualquier tipo de exageración.
Si todo el mundo fuera como yo, todo iría
bien.
Se ha hecho tarde. Ya no
haré nada más hoy. Me quedaré sentado lo que queda del día, frente
al espejo. En este decorado que la penumbra empieza a invadir,
observo el perfil de mi frente, el óvalo de mi cara mientras que
por mi mirada, bajo mis párpados temblorosos, penetro en mí mismo
como en una tumba.
El cansancio, el sombrío tiempo que hace
(estoy oyendo caer la lluvia en el atardecer), la sombra que
aumenta mi soledad y me hace más grande a pesar de que no quiero,
todo eso y algo más que no sé qué es me pone triste. Cómo me
fastidia ponerme triste. Me rebelo. ¿Qué pasa, pues? Nada, no es
nada. Sólo yo.
Jamás en mi vida he
estado tan solo como lo estoy esta noche. El amor ha tomado para mí
la forma de mi Josette. Hace tiempo que estamos juntos. Hace ya
tiempo que, en la trastienda de la casa de modas en que trabaja en
Tours, viendo que me sonreía con una insistencia notoria, puse mis
manos en su cabeza y la besé en la boca (es cuando me di cuenta de
repente de que la quería).
Ahora ya no me acuerdo muy bien de la extraña
felicidad que sentíamos al desnudarnos. Es cierto que hay momentos
en que la deseo tan locamente como la primera vez, lo que ocurre
cuando ella no está. Cuando sí que está, hay momentos en que me
desagrada.
Nos volveremos a ver allí en vacaciones. Y
podremos contar los días en que estemos juntos hasta que nos
muramos… si nos decidiéramos.
¡Morir! La idea de la muerte es sin duda
alguna la más importante de todas las ideas.
Algún día habré de morirme. ¿He reparado en
eso alguna vez? Me quedo pensándolo. No, nunca. No puedo. Como
tampoco al sol, no se puede mirar cara a cara al destino, aunque
éste no sea deslumbrante.
Y la tarde va cayendo como irán haciéndolo
todas las tardes hasta que llegue la que es insuperable.
Pero he aquí que, de
repente, me he puesto de pie, tambaleante, sintiendo fuertes
latidos de corazón, como aleteando.
¿Qué ocurre? De la calle viene el sonido de un
cuerno de caza… Me parece que viene de un montero, que está ante la
barra de un cabaret, con las mejillas hinchadas, con la boca
impetuosamente apretada, de aspecto feroz, que sorprende y hace
callar a la concurrencia.
Pero no es sólo esa música de fanfarria que
resuena en los adoquines de la calle… Cuando era niño y me criaba
en el campo, oía esos sonidos, allá a lo lejos, por los caminos de
los bosques y del castillo. Sonaba exactamente igual. ¿Cómo puede
ser tan exactamente parecido?
Sin yo quererlo, he posado mi mano en mi
corazón de una manera lenta y temblorosa.
¡En otro tiempo… hoy… mi vida… mi corazón… yo!
Pienso en todo eso de repente, sin motivo alguno, como si me
hubiese vuelto loco.
Desde otros tiempos,
desde siempre… ¿qué es lo que he hecho? Nada, y ya estoy en la
pendiente. ¡Ah! Ese sonido recordándome el pasado me ha producido
la impresión de que estoy acabado, de que no he vivido, y añoro una
especie de paraíso perdido.
Pero, por mucho que llore, por mucho que me
rebele, ya no tengo nada que hacer… En adelante, no seré ni feliz
ni desgraciado. No puedo resucitar. Y envejeceré tan quieto como lo
estoy ahora, en esta habitación en la que tantas huellas han dejado
otros seres, en la que ningún ser ha dejado huella.
Habitaciones como ésta se encuentran en todas
partes. Es la habitación de todo el mundo. Piensas que está
cerrada, pero no: está abierta a los cuatro vientos. Es una más
entre una multitud de habitaciones parecidas, perdida como
cualquier astro en el cielo, como un día entre todos los días, como
yo en cualquier parte.
¡Yo, yo! Ahora ya no veo sino la palidez de mi
cara, las ojeras hundidas, enterrado en un atardecer, con mi boca
llena de un silencio que de una manera suave pero también
inexorable me ahoga y aniquila.
Me levanto apoyándome en mi brazo como si se
tratara de un alón de ave. ¡Lo que daría ahora para que me
ocurriera algo grande!
No tengo ingenio, ni una
misión que cumplir, ni un gran corazón que entregar. No tengo nada
y no me merezco nada. A pesar de eso, me gustaría obtener algún
tipo de recompensa…
Por ejemplo, amorosa: sueño con un idilio
increíble, único, junto a una mujer sin la cual mi vida no tendría
sentido, cuyos rasgos no distingo pero de quien sí me figuro su
sombra proyectada al lado de la mía por un camino.
¡Algo infinito, algo nuevo! Un viaje, sí, un
viaje extraordinario en el que zambullirme y multiplicarme. Sueño
con lujosos y atareados viajes entre una multitud de gente humilde,
poses majestuosas en vagones que marchan con la potencia del trueno
entre paisajes que se amontonan y ciudades bruscamente ampliadas
como el viento.
O con barcos, mástiles, asistiendo a maniobras
gritadas en lenguas extrañas, desembarques en puertos dorados,
poblados de rostros exóticos y curiosos tomando el sol, y unos
monumentos, vertiginosamente juntos, cuyas imágenes ya conociera y
que, dado el carácter altivo de mi viaje, han venido hacia
uno.
Mi cabeza está vacía, seco mi corazón: no
tengo a nadie en mi entorno, nunca he encontrado nada, ni un amigo
siquiera; soy un pobre hombre que ha venido a dar por un día en el
piso de una habitación de un hotel a donde viene todo el mundo, de
donde todo el mundo se va. ¡Y, sin embargo, deseo gloria! Una
gloria pegada a mí y sentida como herida extraordinaria y luminosa
de la que todos hablarían; una muchedumbre en la que yo destacara y
que aclamara mi nombre de una manera nunca oída en la faz de la
tierra.
Pero estoy notando que mis sueños de grandeza
se van desvaneciendo. Mi pueril imaginación se entretiene
inútilmente con esas imágenes desmesuradas. No tengo nada, sólo a
mí que, despojado por el atardecer, me elevo como un grito.
Esta hora tardía me ha cegado. Más que verme,
me adivino en el espejo. Constato mi pequeñez y mi cautividad. Doy
unos pasos hacia la ventana notando mis manos estiradas, cuyos
dedos le dan un aire de cosa desgarrada. Desde mi rincón en la
sombra, levanto la cara al cielo. Me echo hacia atrás y me apoyo en
la cama, esa gran cosa que tiene un vago aspecto de persona, como
un muerto. ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Ten compasión de mí! Me creía
cuerdo y contento de mi sino, decía que estaba libre del instinto
de todo vuelo. Pero no; desgraciadamente, no. No es verdad, ya que
quisiera tener todo lo que no tengo.
II
HACE YA RATO que ha dejado de oírse el cuerno de
caza. La calle, las casas, todo está en calma. Silencio. Me paso la
mano por la frente. Mi ataque intimista se ha acabado. Mejor. Hago
un esfuerzo de voluntad y recupero mi equilibrio.
Me siento a la mesa, sobre la que había dejado
mi maletín, y saco unos papeles que tengo que leer y ordenar.
Hay algo que me cosquillea; voy a ganar algo
de dinero. Podría enviarle parte a mi tía, que me ha criado y que
sigue esperando en la salita en donde, cada tarde, se oye el sonido
de la máquina de coser, tan monótono y destructor como el de un
reloj, junto a la cual hay una lámpara que, llegada la noche y no
sé por qué, se le parece mucho.
Los papeles… Contienen el informe por el que
se van a juzgar mis aptitudes y hacer definitiva mi admisión en el
banco Berton… Berton es ese señor que tiene pleno poder sobre mí
con sólo decir una palabra, el dios de mi vida hoy.
Me dispongo a encender la lámpara. Cojo una
cerilla. No se enciende, el fósforo se descascarilla y acaba
rompiéndose. La tiro y, un tanto fastidiado, espero…
En ese momento oigo el murmullo de un canto
muy cerca de mi oreja.
Como si alguien a mi espalda cantase para mí,
para mí sólo, y confidencialmente.
¡Debe de ser una alucinación!… Pues mi cabeza
no anda bien. ¡Eso por haber pensado demasiado hace un rato!
Estoy de pie, agarrado a la mesa con mi mano
crispada, dominado por una sensación de irrealidad; husmeo al azar,
ojo alerta, muy atento y suspicaz.
Sigo oyendo el canturreo, que no se me aparta
del oído. Mi cabeza gira…Viene de la habitación de al lado… ¿Cómo
es posible que suene tan puro, tan extrañamente próximo, por qué me
afecta así? Dirijo la mirada al tabique que me separa de esa
habitación y reprimo un grito de sorpresa.
Arriba, cerca del techo, por encima de una
puerta condenada, se refleja una luz titubeante. El canto procede
de esa estrella.
El tabique tiene una ranura, por donde se
cuela la luz de la otra habitación hasta la noche de la mía.
Me subo encima de la cama. Me alzo todo lo que
puedo y, apoyándome en la pared, mi cara llega hasta la ranura. La
madera está podrida y hay dos ladrillos separados; parte de la
escayola se ha desprendido permitiendo que se ofrezca a mis ojos
una abertura tan grande como mi mano, pero invisible desde abajo
debido a las molduras.
Me pongo a mirar… consigo ver… La habitación
de al lado se ofrece totalmente desnuda a mis ojos.
Se me muestra a mí, y eso que no es mía… La
voz que cantaba se ha ido, pero la puerta no se ha quedado cerrada
del todo, parece moverse aún.
Mirada de lejos, la mesa parece una isla. Los
muebles, azulones y rojizos, me dan la impresión de ser órganos
corporales, obscuramente vivos, que han quedado dispuestos
allí.
Observo el armario, un conjunto de líneas
brillantes y enhiestas, cuyas patas quedan ocultas en la sombra;
después el techo, su reflejo en el espejo, y la pálida ventana que
gravita como una figura en el cielo.
Vuelvo a mi habitación —como si acaso hubiese
salido de ella— de nuevo extrañado, con unas ideas tan confusas,
que me hacen olvidar quién soy.
Me siento en la cama, pienso vertiginosamente,
un tanto tembloroso, angustiado por el porvenir…
Ya tengo dominada la habitación de al lado
como si fuese mía… Mi mirada penetra en ella, estoy presente en
ella. Todos los que entren ahí, estarán conmigo sin saberlo. ¡Los
veré, oiré lo que digan, estaré tan a su lado como si la puerta
estuviera abierta!
Pasado un momento, y con
un estremecimiento en el cuerpo, me subo hasta la ranura y vuelvo a
mirar.
La luz está apagada, pero hay alguien
dentro.
Es la criada. Seguro que ha entrado para
hacer la habitación, y después se ha quedado.
Está sola. Muy cerca de donde estoy. Sin
embargo, no llego a distinguir bien ese ser humano quizás porque
estoy deslumbrado al verla tan real: delantal azul oscuro, de un
color casi nocturno, cuyas líneas le caen por delante como rayos de
atardecer; puños blancos, manos renegridas a causa sin duda de su
trabajo. El rostro parece indeciso, apagado y sin embargo
sobrecogedor. Sus ojos me están ocultos pero brillan; la línea del
moño resalta por sobre su cabeza como una corona.
Hace sólo un momento he visto a esta muchacha
en el rellano, plegada en dos mientras frotaba el pasamanos, con la
cara enrojecida entre sus gruesas manos. En ese momento me ha
parecido muy poco agraciada, sin duda por lo negro de sus manos y
por esas labores polvorientas que la obligan a agacharse y estar
doblada… También la he visto en el pasillo. Iba delante de mí, con
paso nada grácil, el pelo desgreñado, desprendiendo un olor
desagradable de todo su cuerpo, que se adivinaba anodino y envuelto
en ropa sucia.
Y ahora la estoy
mirando. La oscuridad deja dulcemente al lado su fealdad y borra la
miseria, el horror; muy a mi pesar, el polvo se transforma en
sombra, como si de una maldición se hiciera una bendición, dejando
en ella sólo un color, una bruma, un contorno; ni siquiera eso: un
escalofrío y el latir de su corazón. De ella no queda más que ella
misma.
Es que está sola. Es inaudito, un tanto
divino: está verdaderamente sola, en esa inocencia, en esa pureza
perfecta que da la soledad.
Estoy violando su soledad con los ojos, pero
ella no lo sabe, no se ve violada.
Se dirige a la ventana con los ojos
brillantes y los brazos caídos a lo largo de su delantal. Su rostro
está iluminado: parece como que estuviera en el cielo.
Se sienta en un sofá, grande, bajo, de un
rojo oscuro, que está situado al fondo, junto a la ventana. Apoyada
en el marco, la escoba.
Saca una carta del bolsillo y se pone a
leerla. A la luz del crepúsculo, esa hoja es la cosa más blanca que
pueda existir, y se mueve entre los dedos que la sujetan suavemente
como una paloma en el aire.
Se lleva a la boca esa palpitante carta y la
besa.
¿La carta de quién? No de su familia. Una
muchacha, convertida ya en mujer, no guarda aún un fervor familiar
tan fuerte como para besar una carta de sus padres. De un amor, de
un novio, eso sí… Por mi parte, no conozco el nombre de ese amor
que otros muchos sí deben de conocer, pero asisto a ese acto mejor
que ellos. Y ese sencillo gesto de besar ese papel, ese gesto
sepultado en una habitación, ese gesto desnudado y liberado por la
sombra, tiene algo de soberano y sobrecogedor.
Se levanta y se dirige a la ventana; se apoya
en ella con ese blanco papel plegado en su oscura mano.
La noche va sembrando la paz en todos los
rincones. ¿Qué edad tiene, cómo se llama, está empleada aquí acaso
por casualidad? Nada de eso puedo precisar, ni nada de ella, nada…
Mientras tanto, está mirando la pálida inmensidad que la rodea. Sus
ojos brillan, hasta parecería que están llorando. Pero no:
desbordan claridad. Los ojos no brillan por ser ojos, son ni más ni
menos la misma luz. ¿Qué sería esta mujer si la realidad floreciera
en la tierra?
Suspirando, se acerca lentamente a la puerta,
que se cierra tras ella como algo que se desploma.
Se ha ido sin haber hecho otra cosa que leer
la carta y besarla.
Yo vuelvo a mi rincón,
sintiéndome solo, mucho más solo de lo que ya estaba. Este
encuentro tan simple me ha turbado profundamente.
Y eso que no dejaba de ser un ser humano,
alguien como yo. ¿Es que acaso no hay nada más tierno y más fuerte
que estar cerca de una persona, sea quien sea?
Esta mujer no es indiferente a mi intimidad;
afecta a mi corazón. ¿Cómo y por qué? No lo sé… ¿Y a qué se debe
esa importancia?… No por ella misma: ni la conozco ni pienso hacer
nada por conocerla. Pero sí por el mero valor de su existencia a mí
expuesto un instante, por el ejemplo que me ha dado, por la estela
de su presencia real, por el sonido de sus pasos.
Tengo la impresión de que ese sueño insólito
que he tenido hace un momento ha quedado exorcizado y que lo que
consideraba infinito se ha producido. Lo que me ha proporcionado
sin saberlo esa mujer que acaba de pasar ante mis ojos mostrándome
su beso desnudo, ¿no es acaso la belleza triunfante cuyo reflejo te
cubre de gloria?
El aviso para la cena
suena por el hotel.
Esta llamada a la realidad de cada día y a
las ocupaciones de siempre rompe momentáneamente el hilo de mis
pensamientos. Me preparo para ir al comedor. Me pongo un chaleco de
fantasía, un traje oscuro y un alfiler de perla en el pañuelo. Pero
no salgo inmediatamente y espero pegando la oreja a la puerta hasta
oír, de cerca o de lejos, ruido de pasos o de voces.
Bajo junto a los otros huéspedes. En el
comedor, decorado de marrón y oro y con luces por todas partes,
tomo asiento en una mesa común, donde reina un tintineo
generalizado, un tumulto, ese apresuramiento vacuo que suele
preceder al inicio de la comida. Hay mucha gente, y cada cual ocupa
su sitio con la discreción de una sociedad bien educada. Sonrisas
generalizadas, ruido de sillas, palabras dispersas que se aventuran
en un intento de entrecruzarse, de entablar un diálogo… Finalmente,
se inicia un concierto uniforme y cada vez más grande de cubiertos
y platos.
Mis dos vecinos hablan cada uno por su lado.
El murmullo que me llega de ambos me aísla. Alzo la vista. Frente a
mí se alinean frentes relucientes, ojos brillantes, pañuelos,
blusas, manos ocupadas y apoyadas en una mesa de una muy notoria
blancura. Todo eso atrae mi atención para repelerla
inmediatamente.
No sé qué piensa toda esa gente; tampoco
quiénes son; se están evitando unos a otros no sin mirarse. Por mi
parte, me enfrento a sus miradas, tanto de frente como de
reojo.
Pulseras, collares, anillos… Los destellos de
las joyas me dejan tan allá como las mismas estrellas. Una joven de
ojos verdes y distantes me mira. ¿Qué puedo hacer ante esta especie
de zafiro?
Se habla, pero ese ruido deja a cada cual
encerrado en sí mismo, de la misma forma que a mí me ha cegado la
luz.
Sin embargo, aunque al azar de la
conversación han estado pensando en cosas que les interesaban, en
ciertos momentos se han mostrado como si estuviesen solos. Me he
dado cuenta del hecho, lo que me ha producido un temor ante su
recuerdo.
Se habla de dinero; la conversación se
generaliza con el tema, el cual ha provocado que la concurrencia
quede sacudida como por un ideal. Un sueño de coger y de tocar
aparece en sus ojos como una oleada, un poco como esa especie de
adoración que se mostró en los ojos de la criada cuando se vio
sola: infinitamente tranquila y liberada.
Se evoca después a gloriosos héroes
militares. Alguno habrá pensado: «¿Y yo?», enardeciéndose con su
pensamiento, sin reparar en la desproporción ridícula y humillante
de su verdadera situación social. El rostro de una joven me ha
parecido que se embelesaba. No ha podido retener un suspiro de
arrebato: bajo el efecto de un pensamiento impenetrable, se ha
ruborizado: he constatado cómo una ola de sangre se propagaba por
su rostro, y cómo su corazón se iluminaba.
Después se pasa a una discusión sobre
ocultismo, sobre el más allá: «¿Quién sabe?», ha dicho alguien. De
ahí, al tema de la muerte. Y mientras se discutía, dos de los
presentes, hombre y mujer, situados a cada extremo de la mesa, que
no se habían dirigido la palabra y parecían ignorarse, intercambian
una mirada que yo capto. Y me doy cuenta, al ver brotar esa mutua
mirada al mismo tiempo cuando se citaba la idea de la muerte, de
que esas dos personas se aman y se pertenecen desde el fondo de las
noches de sus vidas.
…Terminada la cena, los
jóvenes han pasado al salón.
Un abogado cuenta a los que están a su lado
un juicio de ese día. Se expresa reservadamente, casi
confidencialmente, al relatar el caso. Se trata de un hombre que
había degollado y violado a una niña, el cual, para que no se
oyeran los gritos de la víctima, se había puesto a cantar a voz en
grito. En la declaración ante el juez, el animal había dicho: «De
todas formas, y tal como gritaba, se la habría oído de no tener la
desgracia de ser tan niña».
Una a una, las bocas callan, y todos los
semblantes, como quien no quiere la cosa, escuchan; por su parte,
los que están más alejados quisieran haber estado más cerca y
reptar hasta el narrador.
Ante la escena descrita, ante ese paroxismo
espantoso de nuestros instintos más ocultos, un silencio interior
se ha propagado circularmente, como un ruido formidable.
Después, oigo la risa de una mujer, de una
buena mujer: una risa seca, rota, que ella quizás cree inocente,
pero que al brotar la acaricia plenamente: un estallido hecho de
gritos informes e instintivos que resuena como obra de la carne…
Calla a continuación, sumiéndose en el silencio. Mientras tanto, el
narrador continúa lanzando sobre la concurrencia la confesión de
ese monstruo, apoyándose en una voz pausada con la que cuenta
producir efecto: «La chica lo estaba pasando mal, y gritaba y
gritaba. Así que me vi obligado a destriparla con un cuchillo de
cocina».
Una mamá joven, con su hija al lado, hace un
intento de levantarse, pero no llega a irse. Se vuelve a sentar de
manera que su niña quede oculta: siente a la vez deseo y vergüenza
de estar escuchando.
Otra más permanece inmóvil, con la cara
ladeada. Pero tiene la boca cerrada como conteniéndose
trágicamente, permitiéndome ver cómo se dibujaba, a pesar de la
composición mundana de sus rasgos, una especie de escritura, una
sonrisa alocada propia del mártir.
¡Y los hombres!... A ése de ahí, que parece
tranquilo y simple, lo he oído claramente jadear. Ese otro, con la
fisonomía neutra del burgués, se esfuerza en hablar de unas cosas y
otras a su joven vecina. Pero la está mirando de una forma que
parece que quiere llegarle a la carne, y más lejos aún,
avergonzándose él mismo de esa su mirada más fuerte que él, cuyo
brillo le obliga a parpadear y cuyo peso le aplasta.
Y el de más allá: le noto también una
mirada cruda, una boca temblorosa que intenta entreabrirse. He
podido sorprender el desencadenamiento de las piezas de la máquina
humana, el crujido de dientes convulsivo ante la carne fresca y la
sangre del otro sexo.
Y todos acaban manifestándose, y
sinceramente. Casi se están confesando sin ser conscientes de ello,
e incluso sin saber lo que confiesan. Casi han sido ellos mismos.
Las ganas y el deseo han salido a la superficie, su reflejo se ha
dejado ver, permitiendo aflorar lo que estaba sellado por los
labios.
Es eso, ese pensamiento, ese espectro vivo,
lo que quiero ver. Me levanto arrastrado por el ansia de notar esa
sinceridad de hombres y mujeres que se muestra a mis ojos, la cual,
si bien no es hermosa, no deja de ser una obra de arte; y ya de
vuelta a mi habitación, con los brazos abiertos y apoyado en la
pared haciendo como que la quiero abrazar, la observo de
nuevo.
Está extendida ante mí, a mis pies. Incluso
vacía, está más viva que la gente con la que uno se cruza y entre
la que vive, esas personas que cuentan con la inmensidad del grupo
para borrarse, hacerse olvidar, que tienen una voz para mentir y un
rostro para ocultar.