Índice

PRIMERA PARTE
La estructura del fenómeno ético
(Fenomenología de las costumbres)

Sección I: Ética contemplativa y normativa

Sección III: Caminos errados de la ética filosófica

SEGUNDA PARTE
El reino de los valores éticos
(Axiología de las costumbres)

Sección I: Puntos de vista generales para la tabla del valor

TERCERA PARTE
El problema de la libertad de la voluntad
(Metafísica de las costumbres)

Sección I: Cuestiones críticas previas

Nicolai Hartmann
Ética

Prólogo

La ética filosófica del siglo XIX —fiel a las tradiciones del interés moderno por todo lo subjetivo— se agota en el análisis de la consciencia moral y de sus actos. Preocuparse por el contenido objetivo de exigencias, mandatos y valores morales, le quedaba lejos. Solitario, ahí está Nietzsche —un amonestador— con su inaudita afirmación de que nosotros no sabemos aún qué es el bien y el mal. Apenas oída, incomprendida tanto por los adeptos precipitados como por los críticos prematuros, se pierde la más seria llamada a una nueva contemplación del valor. Hasta que se nos ha formado el órgano para oírla desde la lejanía que se ha convertido ya en histórica, han pasado décadas. Y despacio, luchando contra duras resistencias, se abre paso en nuestros días la consciencia de un nuevo estado del problema de la ética en el que por fin se trata otra vez del contenido, de lo sustancial del ser y no ser ético.

En las investigaciones siguientes, situando en el centro un análisis en contenido de los valores, he comenzado a hacer frente a la tradición que ha discurrido de modo fijo desde hace mucho tiempo por un callejón sin salida y a tener en cuenta la nueva situación creada. Lo hice creyendo que desde aquí se ofrecerá la posibilidad en lo venidero de encauzar de nuevo también los problemas del acto. Pues ciertamente estos problemas no han de descuidarse, pero —tal cual es ahora el estado del problema— sí dejarlos a un lado para recobrar entonces lo por otro lado descuidado y más urgente por el momento.

Así al menos entiendo yo el estado del problema. Y no soy el único. Habérnoslo hecho palpable es el mérito de Max Scheler. La idea de la «ética material del valor» está muy lejos de agotarse con la crítica del «formalismo» kantiano. Propiamente es el cumplimiento de ese apriorismo ético que ya constituía en Kant la esencia de la cosa misma. En su fuerza para fundir orgánicamente lo aparentemente heterogéneo y antagónico, se reconocen evidencias pioneras. La ética material del valor, en la medida en que ha abierto las puertas del reino del valor, ha llevado a cabo de hecho la síntesis de dos clases de ideas básicas crecidas históricamente sobre suelos muy diferentes y formuladas en mutua oposición: la aprioridad kantiana de la ley moral y la diversidad del valor, contemplada por Nietzsche sólo desde lejos. Pues Nietzsche vio otra vez como el primero la rica abundancia del cosmos ético, pero se le derritió en el relativismo historicista; Kant, en cambio, tenía en la aprioridad de la ley moral el saber bien ponderado y depurado del carácter absoluto de las auténticas normas éticas; sólo le faltó la contemplación en contenido y la anchura de corazón que le hubieran dado entonces a este saber su pleno valor. La ética material del valor es la reunificación histórica de lo que se corresponde desde el comienzo según la cosa misma. En efecto, es, ante todo, el redescubrimiento de la correspondencia misma. Devuelve al apriorismo ético su rico contenido originario y auténtico; y a la consciencia del valor, la certeza del contenido invariable en medio de la relatividad de la valoración humana.

De este modo queda indicado el camino. Pero una cosa es indicarlo y otra seguirlo. Ni Scheler ni ningún otro lo ha seguido, al menos no en la propia ética —no de modo enteramente casual. Precisamente en este punto se pone de manifiesto que somos todavía muy novatos en el terreno del reino del valor; incluso que, con la nueva evidencia, que en principio nos llega como solución definitiva, estamos una vez más, en verdad, en el comienzo de un trabajo cuya magnitud aún medimos difícilmente.

Esta situación es profundamente característica del nuevo estado del problema. Es tanto más grave cuanto que ya se trata en ella precisamente de las explicaciones decisivas —por ejemplo, sobre el sentido y el contenido de lo moralmente bueno mismo. Y hoy, al volver la mirada hacia el esfuerzo de años, me resulta dudoso que dar un paso más en esta situación hubiera podido salir bien si no se hubiera encontrado ayuda en un lado inesperado: en el antiguo maestro de la investigación ética, Aristóteles. De todas las evidencias que me ha proporcionado el nuevo estado del problema, apenas ninguna me ha resultado más sorprendente y a la vez más convincente que ésta: que la ética de los antiguos era ya ética material del valor muy desarrollada, no en cuanto al concepto o en cuanto a una tendencia consciente, pero sí en cuanto a la cosa misma y al proceder efectivo. Pues no importa si se puede justificar terminológicamente en ellos un concepto material del valor, sino si y cómo ellos han sabido captar y caracterizar los «bienes» y las «virtudes» en su diversa matización de valor. En esto, desde luego, la Ética Nicomaquea se manifiesta, en un examen atento, como una mina de primer rango. Muestra una maestría en la descripción del valor que, notoriamente, ya es resultado y punto culminante del pleno desarrollo de un método cultivado.

Que una nueva evidencia sistemática trae consigo también una nueva comprensión del bien histórico, es cosa bien sabida. Que el pensamiento scheleriano, sin proponérselo en lo más mínimo, pueda proyectar nueva luz sobre Aristóteles, es una sorprendente prueba con el ejemplo de la ética material del valor. Pero que la nueva ética material del valor desarrollada reciba, a su vez, del trabajo de Aristóteles, que se creía sobreexplotado, indicaciones y perspectivas —y debido precisamente a que nos enseña a comprender y a valorar correctamente este trabajo—, demuestra del modo más nítido que nos encontramos aquí con un engranaje insospechadamente profundo de viejas y nuevas conquistas intelectuales; y que en el giro de la ética ante el que estamos, se trata de una síntesis histórica de mayor calado que la síntesis de Kant y Nietzsche: de una síntesis de la ética antigua y moderna.

Pero esta síntesis sólo existe todavía en la idea. Llevarla a cabo es tarea de una época. A esta tarea está llamado quien la capta. Y la labor del individuo sólo puede ser un comienzo.

Marburgo, septiembre de 1925.

Prólogo a la segunda edición

Cuando hace diez años apareció este libro por primera vez, encontró una critica tan diversa que yo hubiera podido decir que, del edificio entero, no quedaba una piedra sobre otra. En un examen más atento, se mostraba que los críticos se contradecían entre sí. Para unos, la diversidad y el contraste de los valores era demasiado grande; para otros, la búsqueda de la posible unidad era ya demasiado arriesgada; para unos, la esencia del hombre era concebida demasiado libre, activa y heroica; para otros, demasiado entregada al destino; los unos encontraban muy demolida la vieja y fiable metafísica; los otros, mantenido en pie aún muchísimo de ella; filósofos prácticos de grave disposición rechazaban cualquier admisión de lo históricamente diverso en la moral; especialistas en las ciencias del espíritu, historicistamente predispuestos, censuraban los límites trazados a la relatividad histórica y el sentido supratemporal del ser valioso en general.

No puede ser la tarea de la ética filosófica satisfacer todos los deseos personales. Tiene que tratar de seguir su camino, debatiendo sus problemas tal y como se encuentran en ese momento. Cuando, con objeto de la nueva edición, examiné otra vez toda esta polémica de entonces, me llamó la atención que la mayoría de los reproches ya encontraban su contestación en el libro que criticaban; sólo que esta contestación no siempre se hallaba en el lugar que era tomado como base de la objeción. Por tanto, ciertos errores provenían en este caso simplemente de la unilateral selección del lector. En una materia tan amplia no se puede evitar que capítulos aislados ofrezcan una imagen parcial; sólo puede experimentar lo aislado su reducción, el conjunto su equilibrio, en el contexto.

Me vi continuamente reforzado en este parecer por la oposición contradictoria entre las objeciones planteadas. Como en una discusión bien ordenada, siempre respondía una a la otra. Se descubrían mutuamente su parcialidad y me dispensaban del esfuerzo de corregir. De este modo, se reflejaba fidedignamente la imagen de unidad del campo problemático entero si es que es verdaderamente antinómico en algún respecto; y el resultado fue que las piedras del conjunto del edificio han quedado incólumes una sobre otra.

No se me censurará que, tras estas experiencias, haya abandonado nuevamente mi primera intención de adentrarme en las objeciones de más peso. Esto ha tenido como consecuencia que haya podido prescindir absolutamente de una reelaboración de la obra. No se trata en ética, por supuesto, de preguntas que cambien de hoy a mañana.

No es que no tuviera nada nuevo que decir en ética. Se me han acumulado algunas cosas que gustosamente hubiera introducido en una nueva edición. Hubiera podido completar los análisis de la esencia-persona y de los actos éticos —disposición interior, conducta, volición, acción; el ethos de la comunidad tendría que experimentar un tratamiento unitario; el análisis del valor precisaría de alguna ampliación. Algo parecido vale para la relatividad histórica de la «valoración» y su relación con los valores mismos; y detrás permanecía, además, la pregunta por el modo de ser de los valores. Por cierto, creía haber puesto en claro la última pregunta en los correspondientes capítulos del libro (especialmente en el cap. XVI), pero después he tenido que constatar que precisamente en este punto se denunciaba contradicción más que en otro cualquiera —no, ciertamente, por los lectores imparciales, pero sí por aquellos que traían consigo un delimitado concepto del valor y cuyos tácitos presupuestos introducían en mis formulaciones.

No hubiera sido posible llevar a cabo un programa semejante sin una ampliación esencial del libro, voluminoso de todos modos. Como mi interés primordial tenía que estar dirigido ahora a abaratar en lo posible la nueva edición y la editorial me complacía de modo generoso en esta aspiración, me parecía obligado renunciar a la satisfacción de tales deseos.

Creí poder hacerlo tanto más cuanto que, en la década que ha transcurrido desde la primera edición, han aparecido dos obras sistemáticas mías que tienen en cuenta de todos modos la necesidad de complemento de la ética: El Problema del Ser Espiritual (1933) y Fundamentación de la Ontología (1935). Ciertamente que estos trabajos no hacen ninguna contribución al análisis del valor. En cambio, el primero, en su parte I, recoge en detalle la problemática de los actos morales y de la persona; igualmente, en su parte II, se introduce la ética de la comunidad en el ámbito del problema del «espíritu objetivo» y, por tanto, lo asienta en terreno apropiado. Al mismo tiempo, desde aquí se proyecta nueva luz sobre la muy invocada relatividad histórica de la valoración; la transformación del «valer» es una transformación del espíritu que vive históricamente y, de este modo, determina en cada época lo que llega a ser actual en la situación históricamente dada. Desde aquí se podría llegar a comprender de modo nuevo por qué el «valer» de los valores en una determinada época no es idéntico a su ser.

En lo concerniente a esto último, creo, sin embargo, haber expresado lo decisivo en la parte IV de la Fundamentación, que en general trata del «ser ideal» y por eso incluye el modo de ser de los valores en un contexto problemático más amplio. A los que en su día se han escandalizado del concepto de «ser en sí ideal», quisiera remitirles a esta investigación, que no se puede disociar de la totalidad del problema del ser. Creo tener que mantener también hoy este concepto; por eso tampoco lo he sustituido por uno más débil, aunque sé perfectamente que con ello habría podido complacer al tradicional hábito del pensar. En asuntos científicos es mejor que cubrir con compromisos la oposición existente y abandonar la cosa misma a la ambigüedad, nombrar con nombres acertados lo inevitablemente nuevo y lo desacostumbrado; y exigir readaptación.

Por tanto, lo más urgente podría estar atendido hoy mejor que hace diez años sin ampliación de la Ética. De este modo, los nuevos grupos de problemas que han surgido desde ese tiempo han de esperar a otra ocasión y los viejos toman su camino por el mundo en la forma antigua. No dudo de que provocarán las mismas protestas también ahora. El tiempo enseñará si también por segunda vez se reflejará en ellas la más alta justicia de un equilibrio no buscado.

Berlín, mayo de 1935.

Prólogo a la tercera edición

También hoy, tras largos 14 años —y casi un cuarto de siglo desde la primera aparición de este libro—, el estado de la ética en Alemania aún es el mismo. No desconozco que Otto F. Bollnow, Hans Reiner y algunos otros han continuado con lo esencial de los problemas del valor. Estas contribuciones, sin embargo, no atañen a los puntos principales. Y aún es así que las cosas que desde el principio me eran las más importantes —la investigación de la legalidad de la tabla del valor (cap. 59-64) y de la segunda antinomia de la libertad (cap. 74-83)— han permanecido sin aparente toma de posición por parte de los llamados a ello. Son, claro está, las preguntas más difíciles las que se concentran en estas partidas. Pero son los viejos problemas fundamentales de la ética. Y no veo la posibilidad de penetrar en ellos más allá sin la activa colaboración de los contemporáneos.

En tales circunstancias, permito que la obra aparezca inalterada por tercera vez, cuanto más que la agitación de la última década no era favorable para una reelaboración.

Gotinga, junio de 1949.
Nicolai Hartmann

Introducción

1. La primera pregunta básica

La tradición del pensamiento moderno pone a la filosofía, en el umbral de su trabajo, ante tres preguntas actuales: ¿Qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer? y ¿qué nos cabe esperar? La segunda de ellas se considera como la pregunta ética básica. Es esa forma del preguntar humano en general que proporciona a la ética el carácter de filosofía «práctica»; una forma de preguntar que pide más que una captación meramente cognoscitiva de lo real y menos, desde luego, que aquello que, en último término, buscan el anhelar y el esperar humanos. Con independencia de toda garantía en el logro, con independencia tanto del saber de lo limitado y palpable como del creer sobre lo más lejano, lo más remoto y lo absoluto, esta forma de preguntar se pone en medio entre las duras realidades de la vida y los ideales flotantes de la contemplación visionaria, no dirigida ella misma a nada real como tal y, sin embargo, cercana a la realidad como ninguna teoría y ningún anhelo, siempre asentada en lo real y preguntando desde su darse; y siempre ante los ojos la realidad de aquello que no es real en lo dado.

Esta forma de preguntar acrece desde todo lo más cercano, desde el flujo de la sencilla vida diaria —no menos que desde las grandes y decisivas preguntas vitales ante las que el individuo se ve puesto de vez en cuando. Estas últimas preguntas, por la dificultad de sus pros y contras que están por resolver de una vez para siempre, son las que arrancan al individuo del semiconsciente dejar correr las cosas y lo llevan a un cálculo de su vida, hacia una perspectiva de ineludible e inmensa responsabilidad. Pero en verdad no sucede de manera distinta con las pequeñas. Pues el estado de cosas ante el que estamos puestos muestra el mismo rostro tanto en lo pequeño como en lo grande: nos fuerza a la decisión y a la acción; y ante este tener que decidir no hay ninguna escapatoria; pero el estado de cosas no nos dice cómo debemos decidir, qué debemos hacer, qué consecuencias debemos querer y traer.