Soy un gato




Natsume Sōseki


Traducción del japonés a cargo

de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés








Capítulo 1




Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana. Según pude saber más tarde, se trataba de un ejemplar de lo más perverso, un shoshei, uno de esos estudiantes que suelen realizar pequeñas tareas en las casas a cambio de comida y de alojamiento. En algún sitio he escuchado incluso que, en ocasiones, esos crueles individuos nos dan caza y nos guisan, y luego se nos zampan. Aunque he de decir que, debido quizás a mi ignorancia y a mi poca edad, no sentí nada de miedo cuando lo vi. Simplemente noté que el shoshei en cuestión me levantaba por los aires en la palma de su mano, y que yo me sentía flotar. Una vez me acostumbré a esta novedosa perspectiva, tuve ocasión de estudiar tranquilamente su rostro. El sentimiento de extrañeza todavía permanece en mí hoy en día. En primer lugar hablaré de su cara: por lo que yo sabía, las caras de todo bicho viviente suelen estar cubiertas de pelo. Sin embargo, la suya estaba lisa y pulida como la superficie de una tetera. He conocido a lo largo de mi vida a muchos gatos, de orígenes diferentes, pero ninguno tenía una deformidad como la de ese tipo. Pero no sólo era eso. Había más. El centro de su rostro estaba ocupado por una enorme protuberancia, con dos agujeros en medio por los que, de vez en cuando, emanaban pequeños penachos de humo; algo que consideré ciertamente sofocante y fastidioso. Durante un rato me sentí enfermar por causa de esas asfixiantes exhalaciones. Ha sido sólo recientemente cuando he aprendido que aquel humo era producido por el tabaco, una cosa que, por lo visto, a los humanos les pirra.

Durante un rato estuve bastante cómodo, allí en su mano. Hasta que, de pronto, las cosas empezaron a desarrollarse a una velocidad de vértigo. No sabría decir si era el shoshei quien se movía o si era yo, pero, en cualquier caso, noté que empezaba a marearme sin remedio y que el estómago se me revolvía. Estaba ya convencido de que mis días habían llegado a su fin y que el mareo me mataría sin remisión, cuando, de repente, ¡plaf!, sentí un fuerte golpe y mi visión se nubló con miles de estrellas. Mi discernimiento, claro hasta ese momento, se nubló. A partir de ahí, por muchos esfuerzos que haga, no me acuerdo de nada.

Al volver en mí, el shoshei había desaparecido; tampoco había ni rastro de ninguno de mis numerosos hermanos. Ni de mi madre, que hasta entonces había sido la persona más importante de mi vida. Cuando me desperté del todo, descubrí que estaba en un sitio aterrador. Comparado con mi antigua madriguera, aquel lugar estaba excesivamente iluminado. De hecho era tan cegador que los ojos me dolían, hasta el punto de que apenas podía mantenerlos abiertos. ¿Qué me estaba sucediendo? Comencé a arrastrarme como pude, intentando salir de allí, pero la experiencia fue de lo más dolorosa. Al parecer, me habían sacado súbitamente de la cómoda y caliente cama de paja que compartía con mis hermanos para arrojarme de modo inmisericorde a un pinchoso matojo de bambúes.

Después de muchos esfuerzos, me las arreglé para salir gateando de aquel matorral. Un poco más allá de donde yo estaba, pude divisar un estanque. Me senté al borde del agua, realmente desconsolado. Después de un rato de darle vueltas pensé que, quizás, si empezaba a maullar, el shoshei volvería a rescatarme. Pero por mucho que maullaba, nadie venía en mi ayuda. Pronto empezó a soplar un vientecillo suave, y el cielo comenzó a oscurecerse. Tenía hambre. Por mucho que quisiera seguir maullando, estaba tan débil que la voz no me salía del cuerpo. Decidí que allí estaba perdiendo el tiempo, y que lo que debía hacer era procurarme algo de comida. Comencé a rodear lentamente el estanque, entre grandes dolores y sufrimientos. Tras caminar un rato llegué junto a una valla de bambú. Aquel lugar olía a humano. Tras dar un par de vueltas a la valla, encontré un estrecho agujero por el que me escurrí. Algo me decía que si entraba en aquella propiedad mi vida mejoraría. Ciertamente, el destino me había sonreído: si la valla no hubiera estado rota, podría haberme muerto de hambre y de frío allí mismo, a pocos metros de mi salvación. Descubro ahora lo ajustado que es ese adagio que asegura que lo que tiene que ser será. Hasta hoy, no hay día en que no me escurra por ese agujero para hacerle una visita a mi vecino Mike, el gato tricolor.

Ahora bien, una vez me colé a hurtadillas en la casa, no supe exactamente qué hacer a continuación. Pronto oscureció del todo. Y yo estaba allí, cada vez más hambriento y muerto de frío. Por si fuera poco, comenzó a llover a cántaros. Tenía que decidirme, no podía perder más tiempo. No tenía más alternativa que intentar refugiarme en un lugar más luminoso y cálido. Entonces no lo sabía, pero de hecho ya estaba dentro de la casa, lo cual me brindaba una ocasión inmejorable de observar en su hábitat natural a otros especímenes de la raza humana aparte del shoshei. Así fue como conocí a Osan, la criada. Las criadas, como pronto pude comprobar, constituyen una especie aún más violenta que los mismos shoshei. Tan pronto como me puso los ojos encima me agarró del pescuezo y me lanzó volando por la ventana. Una vez en el jardín de nuevo, decidí aceptar la situación con estoicismo y me encomendé a la providencia. Cerré muy fuerte los ojos, a la espera de que la noche pasase y la lluvia escampase. Pero el hambre y el frío me superaban. Decidí esperar al momento en que la criada bajase la guardia, para así aprovechar y colarme de nuevo en la cocina. Sin embargo, cada vez que lo intentaba, ella me volvía a coger del pescuezo y me lanzaba fuera de muy malos modos. Puede que el proceso se repitiera cuatro o cinco veces. Ahora que lo pienso, creo que fue entonces cuando comencé a cogerle manía a esta Osan. He de decir, no obstante, que hace unos días pude al fin desquitarme del agravio y ajustar cuentas con ella, cuando le robé la caballa de la cena. En esas estaba, a punto de ser defenestrado por sexta o séptima vez, cuando por la puerta apareció el que debía de ser el señor de la casa. Empezó a discutir con la criada por el ruido que estábamos montando. Osan me levantó del suelo, me plantó justo frente a las narices del recién llegado y exclamó:

—¡Este gato es un auténtico fastidio! Tan pronto como lo echo a la calle, vuelve a colárseme aquí. Y lo peor es que no me deja en paz con sus maullidos.

El señor, entonces, me escrutó brevemente mientras se retorcía con fruición unos pelillos negros que le salían por sus orificios nasales.

—¡Hum…! En ese caso, dejémosle que se quede —dijo.

Entonces dio media vuelta y se marchó de la cocina. Vaya, aquel caballero parecía un tipo de pocas palabras. La criada, rabiosa, me arrojó de nuevo por los aires hasta que aterricé en el suelo de la cocina. Fue así como hice de esta casa mi guarida.

El señor rara vez se encuentra cara a cara conmigo. He oído por ahí que es maestro. Tan pronto como vuelve a casa de la escuela cada tarde, tiene por costumbre encerrarse en su estudio y no salir de allí durante el resto del día. Todo el mundo en la casa cree que es una persona muy trabajadora. Él mismo finge ser el colmo de la laboriosidad. Pero en realidad no trabaja tanto como los demás piensan. A veces me acerco de puntillas a su despacho para echar un vistazo y casi siempre le pillo durmiendo la siesta. En ocasiones babea encima de algún libro que ha empezado a leer, y que tiene abierto encima de la mesa. Tiene el estómago débil y digestiones difíciles. Su piel es de un color pálido amarillento, sin lustre y carente de vitalidad. No obstante, es un gran glotón. Después de ponerse las botas se toma una dosis de bicarbonato y abre un libro. Cuando ha leído dos o tres páginas le entra un sueño terrible y se queda dormido encima del libro abierto, babeando. En eso consiste su rutina de todas las tardes. Hay ocasiones en las que incluso yo, que soy un simple gato, pienso: «Vaya, pues sí que viven bien los maestros. Si fuera humano me gustaría ser como él, maestro de escuela. Uno puede dormirse cuando quiere y, aun así, siguen considerándote un buen maestro. Así que no le veo yo el problema a ser maestro y gato a la vez». Sin embargo, según el amo, no hay cosa más dura en el mundo que ser maestro. De hecho, cada vez que recibe una visita de sus amigos, no para de quejarse amargamente de esa circunstancia.

En mis primeros días en la casa, creo que no le caía bien a nadie. Excepto al amo, claro está. Allí donde iba no era bienvenido. Nadie quería saber nada de mí. De hecho, hasta hoy ni siquiera se han dignado a ponerme un nombre. Resignado, intentaba pasar todo el tiempo que podía con el amo. Él fue la persona que me acogió. Por las mañanas, mientras él leía el periódico, yo saltaba sobre sus rodillas y me hacía un ovillo. Durante la siesta vespertina me sentaba sobre su espalda, no porque sintiera un cariño especial por él, sino porque no me quedaba otra alternativa. Además, tras hacer varios experimentos, decidí que lo mejor sería dormir también por las mañanas encima del recipiente para cocer arroz, por la tarde a los pies del brasero, y fuera, cuando hace buen tiempo, en la galería. Pero lo que más me gustaba era deslizarme entre las sábanas de la cama de las niñas y acurrucarme junto a ellas. El maestro tiene dos niñas; una tiene cinco años y la otra tres. Tienen su propia habitación y comparten cama. Siempre dejan algo de espacio entre sus pequeños cuerpecitos, así que suelo arreglármelas bastante bien para colarme entre ellas con gran sigilo. Aunque si, por desgracia, alguna se despierta en plena noche, entonces empiezan los problemas. Se me ha olvidado decir que ambas son un poquito antipáticas, especialmente la pequeña. En cuanto se les da ocasión, se ponen a chillar sin importarles la hora:

—¡El gato, que ha venido el gato!

Entonces, invariablemente, el dispéptico de la habitación de al lado se despierta y viene a toda prisa, arrastrando los pies y rezongando. A consecuencia de esos incidentes nocturnos, el amo suele ponerse de bastante mal humor, y creo que nuestra relación se resiente cada vez que lo hago venir a reprenderme en plena madrugada. El otro día, sin ir más lejos, me dio unos azotes en el trasero con su regla reglamentaria de madera.

Viviendo como vivo entre humanos, he de decir que cuanto más los observo más obligado me siento a constatar su egoísmo. Eso es cierto especialmente en lo que se refiere a esas niñas maléficas con las que duermo. Cuando se les antoja, me ponen cabeza abajo, me tapan la cara con una bolsa de papel, me lanzan por ahí y a veces hasta me encierran en el fogón de la cocina. Pero, como sea a mí a quien se le ocurra hacer una travesura, por pequeña que ésta sea, no duden que la casa entera se unirá para perseguirme por todas partes hasta darme caza. El otro día, sin ir más lejos, estaba yo afilándome tranquilamente las uñas en el tatami[1] del cuarto de invitados. Entonces entró la señora, y cuando vio lo que estaba haciendo empezó a dar gritos. Estaba tan indignada que creo que mientras siga viva ya no me dejará volver a entrar jamás en la habitación. Aunque me viera tiritando en el suelo de madera de la cocina, ella indiferente. La señorita Shirokun, la gata blanca que vive enfrente y a quien tanto admiro e idolatro, suele decirme cada vez que nos vemos que no hay criatura viviente tan despiadada como el ser humano. El otro día, sin ir más lejos, dio a luz a cuatro preciosos gatitos. Pero no habían pasado ni tres días cuando el shoshei de su casa los agarró a todos y los tiró al estanque que había al lado de su casa. Shirokun me narró toda la escena entre lágrimas, y me aseguró que si queríamos aspirar a disfrutar de algo de vida familiar, era imprescindible que nosotros, los felinos, entabláramos una guerra total y sin cuartel contra los humanos. Nuestra única alternativa era exterminarlos, acabar con ellos y con su raza entera, así de sencillo. Me pareció una propuesta bastante razonable, a la luz de los acontecimientos. Por su parte, Mike, el gato tricolor que vive en la casa de al lado, también está bastante indignado con los humanos, aunque por motivos diferentes a Shirokun. Según él, los humanos vulneran constantemente nuestros derechos de propiedad. Hay que decir que entre los de nuestra especie se da por sentado que el primero que halla algo abandonado, ya sea la cabeza seca de una sardina o las tripas de un mújol, adquiere de inmediato el derecho a zampárselo. Cuando alguno de nosotros hace caso omiso de esa regla y se apropia de lo que no es suyo, entonces es incluso lícito recurrir a la violencia. Sin embargo, éste es un concepto que se les escapa a los humanos. De hecho, tengo comprobado que cada vez que encontramos algo bueno que llevarnos a la boca, invariablemente viene un humano y nos saquea. Confiados en su fuerza bruta, los humanos nos roban sin ningún tipo de pudor las cosas de comer que por derecho nos pertenecen. Shirokun vive en casa de un militar, y Mike en la de un abogado. Pero yo, como vivo en la de un maestro, no me tomo estas cosas tan en serio como ellos. Yo me conformo con vivir el día a día. Cuantos menos sobresaltos, mejor. Pero les juro que los humanos no se saldrán con la suya eternamente. Tenemos que ser pacientes. Llegará un día, y espero que no tarde mucho, en que los gatos dominaremos el mundo.

Y ahora que hablamos de lo egoísta que es la gente, déjenme que les cuente algo que le ocurrió a mi amo. Esta anécdota servirá para demostrar que ni él está libre de ese horrible defecto, por lo demás tan humano. Pero antes permítanme indicarles un hecho que creo que aclarará bastante la situación. Hay que decir que mi amo carece totalmente de talento para superar el aprobado raspado en cualquier actividad que emprenda. A pesar de todo, no puede abstenerse de intentar que las cosas le salgan, sea cual sea el precio que tenga que pagar por ello. De vez en cuando escribe haikus[2] de lo más arcaicos y los envía a la revista Hototogisu;[3] también escribe poesías en estilo moderno y se las manda a Myōjō;[4] hace poco puso punto final a una especie de bodrio literario en prosa, escrito en un inglés macarrónico y salpicado de errores garrafales; es conocida su pasión por el tiro con arco; toma lecciones de canto para representar teatro Nō.[5] Y, en ocasiones, afortunadamente no muchas, se consagra a arrancarle estridentes chirridos a su violín. Siento mucho decir que de ninguna de estas actividades ha conseguido sacar nada en claro. Pero, a pesar de ser dispéptico y estar siempre de mal humor, se entusiasma enormemente cada vez que se embarca en un nuevo proyecto. En una ocasión los vecinos, hartos de sus estentóreos cánticos en el baño, le pusieron el mote de «El Maestro del Retrete». Pero eso a él le trae sin cuidado. De vez en cuando se le puede escuchar por ahí cantando viejas tonadas pasadas de moda, como «Soy Taira no Munemori».[6] Los vecinos, cuando se cruzan con él por la calle, se parten de risa y comentan entre ellos: «Mira, por ahí va Munemori».

Recuerdo que un buen día, aproximadamente un mes después de que yo llegara a casa, el señor entró muy nervioso con un gran paquete bajo el brazo. Yo estaba intrigadísimo por saber qué habría comprado, y rezaba para que fuese un regalo para mí. Pero resultó que lo que traía era una simple caja de acuarelas, un par de pinceles y unas cuantas láminas de un papel especial llamado «Whatman», o al menos eso me pareció entenderle. Me dio la impresión de que por fin abandonaría la escritura de haikus y los cánticos medievales, y se dedicaría a algo serio: la pintura a la acuarela. En efecto, a partir de ese día, y a lo largo de todos los siguientes sin faltar ni uno en un largo período de tiempo, no hizo otra cosa sino encerrarse en su estudio y pintar. Tan entregado estaba a su nueva afición que incluso abandonó su inveterada costumbre de echarse la siesta al mediodía. Sin embargo, una vez daba por concluidas sus obras, a la vista del resultado final, nadie podía decir qué narices era lo que se había propuesto pintar. Aquello no había quien lo entendiera. Probablemente ni él mismo lo sabía. Un día vino a visitarle un amigo suyo, que se decía especialista en Bellas Artes.

—¿Sabes?, pintar es bastante difícil. Cuando lo ves desde fuera parece sencillo. Pero basta que agarres tú mismo los pinceles para darte cuenta de lo complicado que resulta pintar un cuadro —le confesó el maestro. Y a fe que a mi amo no le faltaba razón.

Su amigo, mirando al amo por encima sus gafas de montura dorada, respondió:

—Es natural que te cueste pintar bien, especialmente al principio. Además, es imposible pintar un cuadro sin tener un modelo, sólo con la fuerza de la imaginación. El maestro italiano Andrea del Sarto insistía en que para pintar un cuadro, lo primero que había que hacer era intentar plasmar la naturaleza tal como es. El cielo está plagado de estrellas. En la tierra brilla el rocío mañanero. Los pájaros surcan los cielos. Los animales corretean por las vaguadas. En los lagos nadan los peces de colores. Si uno mira un viejo árbol en invierno, sobre sus ramas verá posados a los cuervos. La naturaleza, amigo mío, es por sí misma un enorme cuadro viviente. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Si quieres pintar un cuadro decente, ¿por qué no intentas primero hacer algún boceto?

—¡Oh, vaya! ¿Así que Andrea del Sarto, el gran maestro italiano, dijo eso? No tenía ni idea. Ahora que lo pienso, no le faltaba razón. De hecho, creo que ha dado en el clavo…

El maestro ponía cara de estar muy impresionado. Tras las gafas doradas de Meitei se adivinaba una risita burlona.

Al día siguiente, estaba yo, como de costumbre, echándome una siestecita de lo más agradable en la galería, cuando de repente vi cómo el señor salía disparado de su estudio en dirección a donde yo estaba. Me extrañó verlo tan excitado. Algo venía trajinando. Abrí un ojo somnoliento y me pregunté qué diablos estaría haciendo, y a qué venía tanto trajín y tanto misterio. El maestro me miraba con ojo escrutador, y luego se iba a su bloc y dibujaba algo. De pronto me di cuenta: estaba intentando emular a ese italiano, Andrea del Sarto. No pude evitar echarme a reír: supongo que había empezado a hacer un bosquejo mío animado por el consejo de su amigo. Yo ya había dormido bastante, y tenía unas ganas tremendas de bostezar y de desperezarme; pero como veía al maestro entregado con tanta seriedad a su trabajo, no tuve el valor de moverme. Así que me sumergí en el aburrimiento con gran resignación. Un rato después, una vez terminó de trazar mi silueta, el maestro empezó con mi cabeza. He de reconocer que algunos gatos son auténticas obras de arte. Aun así, no tengo más remedio que confesar que yo no soy lo que se dice una pieza de coleccionista. Sinceramente, no creo que mi cuerpo o mi pelaje o mis facciones sean muy diferentes a los del resto de gatos vulgares y corrientes que en el mundo han sido. Pero, a pesar de todo lo pedestre y prosaico que pudiera ser mi aspecto, pronto comprobé que no existía ni el más mínimo parecido entre mi humilde persona y esa cosa tan extraña que el señor estaba dibujando. En primer lugar, los colores de su cuadro estaban todos equivocados. Mi pelaje, propio de un gato persa, está marcado con manchas en forma de concha sobre un fondo gris pálido amarillento. Eso es un hecho objetivo, por encima de cualquier argumento que se quiera arrojar sobre el asunto. Sin embargo, el color que el maestro había empleado en su cuadro no era ni amarillo, ni negro, ni gris, ni marrón; ni siquiera era una mezcla de esos cuatro colores a la vez. A lo sumo, se puede decir que lo que había utilizado era «una especie de color». Es más, por alguna extraña razón, la cara que él había dibujado representándome a mí carecía de cuencas oculares. Podría pensarse, en su descargo, que estaba pintando a un gato dormido, pero, en cualquier caso, como ni siquiera era posible encontrar en su dibujo ni una pista de dónde estaban localizados mis ojos, no quedaba muy claro si lo que estaba dibujando era un gato durmiendo o más bien un gato ciego de nacimiento. Me dije para mis adentros que algo así no debería permitírsele ni siquiera al mismísimo Andrea del Sarto. Otro asunto diferente era la admiración que sentía por la implacable determinación de mi amo. Me atrevo a decir incluso que si hubiera dependido de mí, habría mantenido mi pose todo el tiempo necesario. Pero lo cierto es que la naturaleza me reclamaba desde hacía ya un buen rato. Los músculos del cuello se me habían dormido y sentía un aguijoneo de lo más desagradable recorriéndome todo el cuerpo. Cuando el hormigueo alcanzó un punto que podría calificar de insoportable, me vi obligado a reclamar mi libertad. Estiré las patas delanteras todo lo que pude, desentumecí el cuello y bostecé abriendo todo lo que pude mi enorme boca. Una vez realizado el ritual completo de desperezamiento, no había ya ningún motivo para seguir allí quieto sin hacer nada. El dibujo del maestro constituía un intento nulo en cualquier caso, así que ahora yo también podía dedicarme a mis propios asuntos en algún rincón del jardín. Movido por estos pensamientos, así como por mi instinto, comencé a alejarme de la galería.

—¡Eh, tú, idiota! —bramó el maestro desde la sala, con una mezcla de lo que parecía ser cólera y decepción. Tenía el hábito de gritar ese «¡Tú, idiota!» sin parar, pues en realidad no se sabía más insultos. Pero creo que su reacción en ese caso fue de lo más impertinente, además de injustificada. Después de todo, yo había sido tremendamente paciente posando allí para él, máxime cuando se constataba el pobre resultado de su experimento. No me suele desagradar recibir los inofensivos insultos de mi amo en otras circunstancias, como cuando me encaramo a su espalda, siempre y cuando, naturalmente, mi amo me vilipendie haciendo gala de su buen talante. Pero llamarme idiota así como así era algo excesivo. Eso sí que no. No comprendía que lo único que yo quería era orinar a gusto. Mi cuerpo era mi único amo en esos momentos. Si hay algo que odio en los humanos es que tiendan a crecerse en virtud de su extrema tendencia a la autocomplacencia, confiados como están en su fuerza bruta. A menos que aparezcan sobre la tierra unas criaturas más poderosas y crueles que ellos, no podremos saber hasta dónde podrán estirar, y estirar, y estirar su estúpida presunción antes de que se les rompa.

Cierto es que la vida, en tales circunstancias, puede hacerse perfectamente soportable. Sin embargo, en una ocasión tuve noticia de algunas indignidades humanas infinitamente más deplorables que las que acabo de describir.

Detrás de mi casa hay una pequeña plantación de té. No es un lugar muy grande, pero sí bastante agradable y soleado. Tengo por costumbre dejarme caer por ese pequeño huerto cuando necesito reafirmarme moralmente, cuando las niñas están haciendo tanto ruido que no puedo dormir a gusto, o cuando el aburrimiento me indispone. Un día, en pleno veranillo de San Martín, a eso de las dos de la tarde, después de una apacible siesta, me desperté y decidí que tocaba hacer un poco de ejercicio. Me entretuve un buen rato olfateando una por una las raíces de las plantas de té, y me llegué hasta la valla de cedro que quedaba en la parte más occidental de la plantación. Había un enorme gato negro dormido sobre una cama de crisantemos. Las flores se doblaban bajo el peso de su cuerpo. No pareció darse cuenta de que me acercaba, o al menos no mostró ningún tipo de reacción. En cualquier caso, allí estaba, acostado todo lo largo que era, roncando ruidosamente. Estaba realmente sorprendido del atrevimiento que mostraba durmiéndose tan despreocupadamente en un jardín ajeno. Era negro como el carbón. El sol del mediodía derramaba sobre él sus más brillantes rayos, y parecía como si de su pelo resplandeciente se desprendiesen llamas invisibles. Tenía un físico imponente. Un físico que uno diría propio del Emperador del País de los Gatos. Fácilmente me duplicaba en tamaño. Absorto y lleno de curiosidad y admiración por aquel soberbio ejemplar, me olvidé completamente de mí mismo. El viento suave y apacible de aquel veranillo movía dulcemente la rama de una paulonia, que asomaba por encima de la valla de cedro, y unas cuantas hojas cayeron sobre los crisantemos. El Emperador de los Gatos abrió de pronto sus grandes y redondos ojos. Todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Brillaban más que dos cristales de ámbar, esa joya tan apreciada por los humanos. No movió ni un músculo. Lanzó sobre mi diminuta frente un rayo de luz salido de la enorme sima de sus cristalinos y dijo:

—¿Quién demonios eres tú?

Sus palabras me parecieron poco elegantes para tratarse de un Gran Rey, pero su voz era tan profunda y llena de fuerza que podría haber atemorizado incluso a un perro de presa. Me estremecí de puro miedo, pero pensé que sería poco civilizado no atender a su pregunta, así que respondí con una falsa sangre fría y una voz tan impostada como pude.

—Soy un gato. Todavía no tengo nombre.

Mi corazón latía tan fuerte que parecía que en cualquier momento se me iba a salir del pecho. Con un enorme desdén, el gato negro respondió:

—¿Tú, un gato…? Me sorprende que lo seas. Bien, ¿de dónde diablos has salido?

Vaya un gato mal hablado, pensé yo.

—Vivo aquí al lado, en la casa del maestro…

—Eso me parecía a mí. Por eso estás tan raquítico, ¿no? —Su discurso era vehemente. Se notaba que le gustaba mandar.

A juzgar por su forma de dirigirse a mí, se podía deducir que no era un gato de origen distinguido precisamente. Pero, por su aspecto, parecía próspero y bien alimentado, casi obeso en su grasienta corpulencia. Me vi obligado a preguntarle:

—¿Y tú, quién eres?

—¿Yo? Parece que no me conoces… Yo soy Kuro, el gato del carretero. Mi amo tira de un rickshaw —respondió con altanería. Su voz rezumaba orgullo.

¡Kuro, el del carretero! Este gato era de sobra conocido en el vecindario por ser un matón. Como bien se podía esperar de alguien que ha crecido en el garaje de un carretero, era fuerte pero bastante maleducado. De ahí que pocos de nosotros nos mezclásemos con él. Nuestra política consistía en mantener una prudente distancia. Al oír su nombre me temblaron las patas, pero al mismo tiempo quería mostrarme desdeñoso con él, a fin de que no me perdiera el respeto. Para comprobar hasta qué punto aquel gato era un ignorante y un necio, le pregunté:

—Y hablando de nuestros amos, ¿tú quién crees que es más respetable? ¿El carretero o el maestro?

—Bueno, el carretero tiene más fuerza, naturalmente. Si no, fíjate en el tirillas de tu amo. No es más que pellejo y huesos.

—Tú, como buen gato de carretero que eres, pareces muy fuerte. Compruebo que comes bien en tu casa.

—Bueno, lo cierto es que encuentro comida allá donde voy. Tú podrías hacer lo mismo en lugar de estar todo el día perdiendo el tiempo por ahí. ¿Por qué no te vienes conmigo? En un mes estarás tan gordo y enorme que no te reconocerían ni en tu casa.

—En cuanto se me presente la ocasión no dudes que me iré contigo de aventuras. Pero, dado que insistes en que entremos en comparaciones, a mí me parece que la casa del maestro es más grande que la del carretero, se mire por donde se mire.

—¡Pero mira que eres simple! Por muy grande que sea una casa, eso no ayuda a llenar una barriga vacía.

Parecía bastante molesto, la verdad, por mis apreciaciones. Estiró brutalmente las orejas como si fueran tallos puntiagudos de bambú, pegó un salto y desapareció.

Fue así como tuve conocimiento de la existencia de Kuro, y desde aquel día han sido muchas las ocasiones en las que hemos paseado por ahí juntos. Cada vez que nos encontramos él se expresa igual de bruscamente que aquel primer día. No obstante, qué vas a esperar del gato de un carretero. Fue él, precisamente, quien me contó ese deplorable incidente al que antes hacía referencia.

Un día estábamos Kuro y yo tomando el sol en el huerto del té, como teníamos por costumbre. Hablábamos de esto y de lo otro, y nos contábamos las mismas aventuras de siempre como si fueran nuevas. De repente, Kuro se quedó pensativo y me preguntó:

—Dime, ¿cuántos ratones has cazado en tu vida?

He de decir que, si bien mi entendimiento es más selecto y profundo que el de Kuro, debo admitir que mi fuerza física y mi coraje no son nada comparados con los suyos. O, lo que es lo mismo, esta pregunta, hecha a quemarropa, me dejó, naturalmente, algo anonadado. Sin embargo, un hecho es un hecho, y uno debe afrontar la verdad con valentía. Respondí:

—En realidad, no hago más que pensar en que algún día tendría que decidirme. Pero, a día de hoy, todavía no he tenido oportunidad de cazar ninguno.

Kuro se rio a carcajadas, agitando sus largos bigotes. Como todos los fanfarrones, tenía su punto débil. Si aparentabas escuchar con atención sus historias, automáticamente se mostraba más dócil y manejable. Desde la primera vez que nos cruzamos me di cuenta de esa debilidad suya, y supe cómo había que tratarle. Por eso pensé que no era conveniente seguir defendiéndome. Sería más prudente esquivar simplemente el asunto, induciéndole a vanagloriarse de sus propios logros. Le lancé mi mirada más dócil y le dije:

—Pues me imagino que tú has debido de cazar cientos y cientos de ratones.

No perdió la oportunidad de alardear de sus triunfos:

—Bueno, no tantos. Habrán sido unos treinta o cuarenta. Pero si me dieran la oportunidad, podría hasta con cien o doscientos —contestó triunfante—. Sin embargo, con lo que no puedo es con las comadrejas. Una vez lo pasé fatal con una…

—¿En serio? —respondí con cara de inocente. Kuro parpadeó y siguió con su historia:

—Fue el año pasado. Era día de limpieza general. Mi amo estaba tirado en el suelo, arrastrándose con un saco de cal, cuando de repente vimos aparecer una comadreja enorme y sucia. No sé de dónde diablos pudo salir esa alimaña…

—¿De verdad? —exclamé tratando de hacerme el sorprendido.

—Recuerdo que me dije a mí mismo: al fin y al cabo, ¿qué es una comadreja sino un ratón bien alimentado? Así que me lancé a perseguirla hasta que al final logré arrinconarla en una zanja.

—¡Bien hecho! —exclamé.

—De eso nada, compañero. Yo ya creía que la tenía acorralada. Pero entonces, al ver que no tenía escapatoria, la comadreja levantó la cola, y sin mediar palabra me lanzó un cuesco de lo más fétido. ¡Vaya peste! Se me pusieron los ojos bizcos, y noté que me entraba un mareo. Naturalmente, la muy guarra logró escapar. Desde entonces, basta con que me nombren a una comadreja para que me entren ganas de vomitar.

En ese momento se llevó la zarpa a la punta de la nariz y se la tapó. Lo sentí por él, así que traté de animarle.

—Pero si se trata de ratones, seguro no se te escapa ni uno, ¿no es verdad? Supongo que por eso estás tan gordo y tan hermoso.

Mis palabras sólo pretendían infundirle ánimo y alimentar su ego, pero extrañamente surtieron el efecto contrario. Kuro bajó la mirada y respondió con un semblante abatido:

—Es deprimente. Por muchos ratones que caces, al final te da lo mismo… Te aseguro que no hay criatura peor en el mundo que el ser humano. Cada vez que cazo un ratón, mi amo me lo confisca y lo lleva al puesto de policía más cercano. Le dan un céntimo por pieza cada vez que lleva uno. Meses hay en los que ha llegado a ganarse hasta un yen, y todo gracias a mí. Y luego ni siquiera es capaz de ponerme una comida decente. ¡La verdad, por cruda que suene, es que los hombres son todos unos ladrones!

A pesar de estar convencido de la supina ignorancia de Kuro, aquello me demostró que aquel zopenco también era capaz de razonar. Por momentos pareció enojarse, y se le comenzó a erizar el pelo de la espalda. Preocupado por la historia que acababa de contarme, pero también por su extemporánea reacción, le di una vaga excusa y me volví cabizbajo a casa. Desde ese día me hice el firme propósito de no cazar un solo ratón. No lo haría ni aunque me lo pusiesen delante. Pero esa decisión no me convirtió ni mucho menos en el subordinado de Kuro a la hora de buscar comida. Soy de los que prefieren llevar una vida muelle. Realmente es más cómodo echarse a dormir tranquilamente que estar por ahí dando tumbos a la caza de la sardina. Puede que el hecho de vivir en la casa de un maestro me haya contagiado el indolente carácter de mi amo. Aunque espero no acabar convertido en un dispéptico, como él.

Y, ya que hablamos del maestro, eso me recuerda que recientemente el señorito parece haberse dado cuenta de su ineptitud en lo referido a hacerse un nombre en el sublime arte de la acuarela. He aquí lo que escribió en su diario con fecha de 1 de diciembre:


«En la reunión de hoy he coincidido con un señor cuyo nombre no recuerdo. Nos ha contado que llevaba una vida muy disoluta, y en verdad aparentaba ser un hombre de mundo. Como a las mujeres les gustan los hombres con ese carácter, creo que es más adecuado decir que se había visto “obligado a llevar una vida disoluta”. Escuché que su mujer es una geisha, y es por eso que le envidio. Entre los que critican a los libertinos, muchos carecen de lo necesario para llevar una vida licenciosa. Y muchos que sí lo hacen, no son arrastrados a ello por su propia voluntad. Pues bien, lo mismo me sucede a mí con las acuarelas. Un libertino piensa que sólo hay una persona en el mundo: él mismo. Si admitimos la teoría de que con sólo beber sake en los restaurantes o frecuentando casas de citas uno se convierte en un libertino, también se puede admitir que yo podría llegar a ser un gran pintor a la acuarela con sólo proponérmelo. Pero la sola idea de que mis acuarelas serían mejores con tal de que yo no las pintara, me lleva a concluir que un simple campesino es infinitamente superior a cualquiera de esos hombres de mundo».


Sus observaciones sobre los hombres de mundo me sorprendieron en cierto modo, aunque me parecieron poco convincentes. Confesar que sentía envidia de ese hombre que vivía con una geisha era algo estúpido, e impropio de un maestro. Sin embargo, la apreciación que hacía de sus obras era, ciertamente, justa. En efecto, el maestro era buen juez de su propio carácter, pero mantenía un insoportable aire de vanidad. Tres días más tarde, el 4 de diciembre escribía en su diario:


«Anoche soñé que alguien cogía una de mis acuarelas, dese-chada por mí a causa de su escaso valor artístico. Colocaba la pintura en un fantástico marco y lo colgaba de la pared. Sintiéndome el gran autor de un cuadro enmarcado, de pronto me di cuenta de que me había convertido en un verdadero artista. Me sentía enormemente agraciado. Me pasaba el día ensimismado disfrutando de mi trabajo, y convencido de que constituía una auténtica obra de arte. Pero de pronto amaneció, desperté y todo se desvaneció cuando comprobé con la luz del sol que el cuadro seguía siendo igual de horrible que cuando lo había pintado».


Está visto que el maestro parece arrastrar sus reproches sobre sus acuarelas incluso en sueños. El hombre que acepta la carga de los reproches, sea en lo referente a las acuarelas o a cualquier otra cosa, no está hecho de la misma pasta que los pintores y los hombres de mundo.

El día siguiente vino el esteta de las gafas doradas, en inesperada visita. Hacía tiempo que no aparecía por allí. No bien tomó asiento, preguntó:

—Y bien, ¿cómo van esos ejercicios pictóricos?

El maestro adoptó un aire despreocupado y respondió:

—Bien. Seguí tus consejos y ahora estoy bastante comprometido con mi obra. Debo decir que cuando uno pinta, empieza a tomar conciencia real de las cosas, de los sutiles cambios de color que hasta ese momento habían pasado inadvertidos. Yo creo que en occidente se ha insistido mucho, incluso históricamente, en la necesidad de retratar la naturaleza tal como es, y de ahí su extraordinario desarrollo. Ya lo decía Andrea del Sarto…

Sin aludir a lo que había escrito en su diario el día anterior, el maestro continuó explayándose con su cháchara sobre el pintor italiano. El esteta se rascó la cabeza y dijo entre risas:

—Bueno, en realidad lo de Andrea del Sarto era una historia que me inventé.

—¿Que era qué?

—Todo eso sobre Andrea del Sarto, a quien tanto admiras; era un cuento que me inventé para ti. Nunca pensé que te lo tomarías tan en serio.

Las carcajadas no le dejaron continuar.

Yo escuchaba la conversación desde la galería y me imaginaba la siguiente entrada que el maestro escribiría en su diario aquella noche. Este esteta era el tipo de persona cuya máxima afición era reírse de los demás. Aparentó no darse cuenta del impacto que esta historia de Andrea del Sarto había causado en el maestro, y continuó hablando pretenciosamente:

—A veces me invento pequeñas historias para los amigos, pero a veces os las tomáis demasiado en serio. Las situaciones cómicas que esto provoca me parecen verdaderamente interesantes. El otro día, sin ir más lejos, le dije a un estudiante que Nicholas Nickleby, el héroe de la novela de Dickens, aconsejó a Gibbon no escribir en francés su monumental Historia de la Revolución Francesa,[7] sino hacerlo en inglés y publicarla en ese idioma. Pues bien, ese estudiante, que tiene una memoria prodigiosa, repitió palabra por palabra lo que le dije en una respetable sesión de la Sociedad Literaria Japonesa. Fue todo bastante gracioso, ¿no crees? Pero lo mejor es que en el auditorio habría como unas cien personas y todos le miraban boquiabiertos, absolutamente fascinados por su erudición. Pero escucha, escucha. Todavía tengo una historia mejor. Hace poco estaba en compañía de unos amigos, escritores para más señas, cuando salió el tema de esa novela histórica que acaban de publicar, y que habla sobre los cruzados, ya sabes, Theophano,[8] de Aisnworth. Aproveché la ocasión para decir que era un espectacular relato romántico y que la escena en que la heroína muere era el epítome de lo espectral. El hombre que estaba sentado frente a mí, incapaz de pronunciar las tres simples palabras «no-lo-sé», respondió al instante que ese párrafo en concreto del que yo hablaba estaba excepcionalmente logrado. De lo cual deduje que aquel tipo, al igual que yo, nunca había leído el libro.

Mi pobre y dispéptico maestro, con los ojos como platos, dijo:

—Pero si hubiera leído realmente el libro, ¿qué habrías hecho? —El maestro parecía no preocuparse tanto por lo deshonesto del engaño, como por lo embarazoso de que le pillaran en una mentira. La pregunta dejó a su amigo bastante indiferente.

—Bueno. Si llega a pasar algo así, habría dicho que me había confundido con otro libro. Algo se me habría ocurrido.

Totalmente despreocupado, continuó riéndose a carcajadas.

A pesar de su apariencia refinada y de su atildado rostro adornado con esas gafas de montura de oro, en el espíritu de ese hombre había algo muy parecido al carácter de Kuro. El maestro, mientras tanto, guardaba prudente silencio. Se limitaba a exhalar anillos de humo por sus peludas narices, como si fuera una demostración de su incapacidad para incurrir en las audacias de su amigo. El esteta, por su parte, insinuando con la mirada que no merecía la pena el esfuerzo de seguir pintando, dijo:

—Bromas aparte. La pintura es un arte verdaderamente complicado. Parece que Leonardo da Vinci le dijo en una ocasión a sus alumnos que reprodujeran en sus dibujos las manchas de las paredes de las catedrales. He ahí las palabras de un gran maestro. En un baño, por ejemplo: si observas con detenimiento las señales de la lluvia en las paredes, aparece invariablemente un asombroso diseño, una creación de la Naturaleza misma. Debes mantener los ojos abiertos e intentar aprender de la Naturaleza, querido amigo. Estoy seguro que, si lo intentas, puedes hacer algo interesante.

—¿Ésta es otra de tus bromitas?

—No, te lo aseguro. Es cierto. De hecho, creo que esa mancha que tienes en la pared de tu baño es realmente ingeniosa, ¿no crees? Ésa es la clase de cosas que habría dicho Leonardo da Vinci…

—Sí. Sin duda es una imagen de lo más chocante —afirmó el maestro con cierto reparo. Ahora que lo pienso, sinceramente no creo que hasta ese momento hubiera prestado ninguna atención a la susodicha mancha del baño.

Kuro se ha quedado cojo recientemente. Su brillante pelaje ha perdido fulgor y eso le desluce bastante. Sus ojos, que una vez me parecieron más hermosos que el mismo ámbar, ahora están llenos de legañas. Lo que más llama la atención es su pérdida de vitalidad y lo rápido que se ha deteriorado físicamente. La última vez que le vi en el huerto del té le pregunté qué tal estaba, y su respuesta fue deprimentemente precisa:

—Estoy harto de que me atufen con su hedor las comadrejas, pero más harto estoy de las palizas que me da el pescadero.

Las hojas de otoño, arremolinadas en dos o tres pisos de color escarlata entre los pinos, han caído como sueños antiguos. Las camelias rojas y blancas cerca de la pila ornamental del jardín pierden sus pétalos; ahora uno blanco, ahora uno rojo, hasta quedarse completamente desnudas. El sol de invierno ya no cubre totalmente la galería de unos seis metros de largo orientada al sur, y cada vez las jornadas son más cortas. Raro es el día en que no sopla un viento infernal. Mis horas de siesta se están reduciendo de modo drástico.

El maestro sale para la escuela todas las mañanas y tan pronto como vuelve a casa se encierra en el estudio. Le dice a todos sus visitantes que está harto de su profesión. Rara vez pinta. Dejó de tomar bicarbonato, porque, según él, no sirve para nada. Las niñas, esas encantadoras criaturas, en cuanto regresan del parvulario cantan canciones tontas, juegan a la pelota y, en ocasiones, me levantan por la cola.

No recibo ningún alimento especialmente nutritivo y, por tanto, no engordo especialmente. Pero me mantengo relativamente en forma y, al menos, estoy sano y no cojeo. No cazo ratones y sigo odiando a Osan con toda mi alma. Nadie se ha dignado todavía a ponerme un nombre, pero tampoco es cuestión de pedir tanto. He decidido quedarme el resto de mi vida en la casa del maestro, aunque sea a condición de seguir sin nombre.



[1]Un tatami es una estera rígida de un metro ochenta por noventa centímetros, hecha de paja de arroz, que conforma el piso habitual de una habitación tradicional de estilo japonés. (Todas las notas son de los traductores.)

[2]El haiku consiste en un poema breve de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. Es una de las formas más extendidas de poesía tradicional japonesa.

[3]Hototogisu (que en japonés significa «cuclillo») fue una revista literaria creada por el poeta Masaoka Shiki. Sōseki empezó a publicar, como un relato corto, Soy un gato en esta revista, en 1905.

[4]Myōjō (Estrella de la mañana), fue una conocida revista literaria japonesa especializada en poesía.

[5]El Nō es el género teatral japonés por excelencia. Sus orígenes se remontan al siglo xiv. La música tiene una importancia esencial en el desarrollo de las piezas, la mayoría de tema histórico. Cada representación de teatro Nō dura una jornada entera, y consiste en cinco obras entre las que se intercalan breves piezas humorísticas. Los actores son siempre hombres, frecuentemente tocados con máscaras, que representan personajes de ambos sexos.

[6]Taira no Munemori es uno de los personajes de Yuya, una obra de teatro Nō debida a Zeami, uno de los más importantes autores de este género. Históricamente, Taira no Munemori (11471185) fue uno de los comandantes en jefe del clan Taira en su enfrentamiento contra el clan Minamoto, en lo que se conoce como las guerras Genpei.

[7]En realidad Edward Gibbon (1737–1794) no es autor siquiera de esa obra, sino de la monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. Nicholas Nickleby, de Charles Dickens, fue publicada en 1840.

[8]William Harrison Ainsworth (1805–1882) fue un conocido novelista inglés, que nada tiene que ver con Frederic Harrison (1821–1923), autor, en 1904, de una monografía sobre el siglo x titulada Theophano.