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Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo. Luis Alberto de Cuenca

El balneario

El balneario

Los informes

La oficina

La chica de abajo

Un día de libertad

La trastienda de los ojos

Ya ni me acuerdo

Variaciones sobre un tema

Tarde de tedio

Retirada

Créditos

Prólogo

Fábulas desoladas

Entonces la firma Ediciones Siruela tenía su sede en la madrileña plaza de Manuel Becerra, en una especie de estrambótico palacete que había sido otrora hospital y al que se accedía por un largo pasillo que se iniciaba en el portal número 15 de la rotonda. El fundador de la editorial, Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, conde de Siruela, decidió repartir los espacios del palacete entre la sede de la editorial y un modernísimo gimnasio, atiborrado de benéficas máquinas de tortura, que estuvo muy de moda en la década de los 80 del siglo pasado, cuando atronaban las calles de Madrid las tormentas gloriosas y pasajeras de la movida. Jacobo Stuart solía quedarse a almorzar en alguno de los restaurantes de la zona, entre los que destacaba Viri - diana, hoy trasladado a la calle Juan de Mena, y el que suscribe almorzaba con él con frecuencia, pues éramos –y somos– buenos amigos y eran –y son– innumerables las aficiones literarias compartidas por ambos.

Estoy seguro de que no fue en Viridiana, sino en otro establecimiento menos exquisito, pero limpio y solvente, ubicado tal vez en la calle del Doctor Esquerdo y en la acera de los pares, cuando apareció en la puerta del local la figura irrepetible, exclusiva, señera de Carmen –de CarmiñaMartín Gaite, quien se acercó a la mesa donde nos encontrábamos Jacobo y yo, saludó a su editor –era la época del éxito sin precedentes de su novela Caperucita en Manhattan, publicada en 1990 por Siruela–, dijo que había entrado allí para comer y se sentó con nosotros. Estaba, cómo no, tocada con su inevitable y mitológica boina, que contenía a duras penas el vendaval plateado de su pelo, y la protegía del mundo una sonrisa pícara, enormemente sugestiva e inteligente, que me cautivó de forma inmediata, lo mismo que su simpatía de puella aeterna, su sencillez, su ingenio, su bondad sin fisuras, su magnífica educación de señorita salmantina hija de notario. Téngase en cuenta que yo nunca la había visto al natural y que, curtido como estaba en la lectura de sus libros –había leído por aquel entonces El balneario, Entre visillos, Retahílas, sus dos Usos amorosos y sus Cuentos completos, además de la ya citada Caperucita–, me hizo muchísima ilusión que el azar dispusiera aquel almuerzo a tres tan imprevisto como delicioso, con Carmiña, que casi no comió, en el uso continuo de la palabra, para pasmo y delectación de sus dos chevaliers servants, que la mirábamos arrobados.

Nunca olvidaré aquel primer y único encuentro personal con Carmen Martín Gaite. Estuvo hecho de la misma tela con la que están tejidos los sueños. Esos sueños que forman, asimismo, la materia de El balneario, la prodigiosa nouvelle, rematada por Carmen en marzo de 1954, que obtuvo muy poco después el premio Café Gijón de novela corta y que ahora, acompañada por nueve relatos breves, vuelve a estar a disposición de todos en las librerías de España y América, merced a los buenos oficios de Siruela. Sueños que inscriben El balneario en una especie de notiempo kafkiano que, sin dejar de ser muestra inequívoca de la literatura de un momento histórico concreto –los primeros años 50 del siglo XX–, pertenece a todos aquellos lectores que ayer, hoy y mañana, se han sentido a sus anchas recorriendo los interminables corredores de la casa de baños en busca de Carlos, esperando que vuelva alguna vez del reino de las pesadillas donde habita y de donde no es fácil regresar al mundo real. El balneario es, pues, una his - toria onírica que bien podríamos situar dentro de las fronteras de lo insólito, ese país que el checo Franz Kafka descubrió, conquistó y colonizó como nadie lo hizo antes que él, inaugurando un futuro en el que todavía habitamos.

Junto a esa hermosa fábula de la desolación que es El balneario se alinean –lo he dicho– en esta edición hasta nueve relatos breves, de los que los tres primeros formaron parte de la edición príncipe (1955) de la nouvelle que da título al libro, y que responden a unos moldes de creación menos insólitos y más neorrealistas (si se me permite utilizar un adjetivo más cinematográfico que literario). El primero de ellos, «Los informes», se sitúa de lleno a la sombra de un costumbrismo naturalista, muy cerca de lo larmoyant, contándonos el drama de una chica de servir rechazada por ladrona (entonces no se llevaba lo de «supuesta») por la señora de una casa encopetada, a pesar del buen feeling que la chica tenía con Fernandito, el niño de la casa.

En «La oficina», tan siniestra por lo menos como la de Bartleby el escribiente o como la popularizada por La Codorniz, nos encontramos con perdedores como Matías Manzano y Mercedes García, maravillosamente dibujados por el pincel de Carmen, siempre dentro de la misma atmósfera asfixiante con que la escritora de Salamanca delinea las estrecheces de la clase media en sus relatos. «La chica de abajo» no es otra que Paca, la hija de la portera, íntima amiga de Cecilia, la señorita del segundo, que la busca para dis - traer se y luego no la considera; no olviden el pañuelo, porque este cuento hace llorar lo suyo a los lectores sensibles (y hasta a los insensibles, si me apuran). «Un día de libertad» lo escribió Carmen en el Puerto de Navacerrada (julio de 1953, poco antes de casarse con Rafael Sánchez Ferlosio), y cuenta en plan kafkiano, una vez más, el desgaste vital de una persona del montón, en este caso un individuo que decide romper con las ataduras laborales y luego se arrepiente de ese momento pleno, y efímero, de libertad.

En «La trastienda de los ojos» se hace hincapié en la importancia de la mirada. «Todo el misterio está en los ojos», defiende Martín Gaite en boca de Francisco, otra criatura perdida en la selva del mundo y en un marco de hiperprotección familiar. Huir, huir de la provincia profunda, de las oposiciones, de la tiranía materna. Y mirar a los ojos mostrando con descaro los ojos propios, venciendo el miedo atávico, el que te paraliza los miembros y te sepulta en la parálisis incurable de la costumbre. Ganarle la partida al miedo, aunque sólo sea una vez.

No resulta fácil encontrar, en la logia mayor de la lite - ratura española contemporánea, una observadora de la co - tidianidad tan aguda, profunda y lúcida como Carmiña Martín Gaite. Nadie como ella para reparar en ese detalle, aparentemente nimio, que revela una dependencia, subraya un ejercicio de poder, señala con el dedo un terror, un ataque de angustia o de soledad. La chica que protagoniza «Ya ni me acuerdo» es un ejemplo de todo eso: lo que para un ser humano constituye una jornada histórica, para otro puede significar un episodio borroso y sin interés. Siempre nos acordamos de la escena que el otro, o que la otra, no tomó en cuenta. Los recuerdos y los olvidos sólo pueden compartirse cuando no tienen importancia, cuando no hay emoción ni sentimientos que los justifiquen o rechacen, cuando las apuestas personales brillan por su ausencia y todo es un inmenso «qué más da». Martín Gaite procura evitar ese crudo relativismo en sus tiernísimos y desgarradores relatos.

«Variaciones sobre un mismo tema» es el último cuento presente en la segunda edición de El balneario (Alianza Editorial, 1968). Cuenta el choque de Andrea, una chica de pueblo, con la gran ciudad. Quedarse, irse: cualquiera de las dos opciones habría significado para ella un fracaso. Quizá porque el fracaso no es un azar en la existencia de los hombres, sino una asignatura obligatoria, una odiosa nece - sidad.

La edición de El balneario que se reproduce a continuación es la aparecida en mayo de 1977 en el volumen 515 de la colección Áncora y Delfín (Barcelona, Ediciones Destino). Incluía, por vez primera, dos últimos cuentos, respectivamente titulados «Tarde de tedio» y «Retirada» y escritos por Carmiña veinte años después que los anteriores. En el primero de ellos asistimos a una demostración palpable del vacío que envuelve a una mujer burguesa de cuarenta años que no sabe qué hacer con tanto aburrimiento como se agita –o, más bien, permanece inmóvil– en su interior. En «Retirada», el retrato de la misma mujer, en otra etapa de su tedio, se refleja en palabras que empiezan con la letra d como «desintegrar, derrota, desaliento, desorden, duda, destrucción, derrumbar, deterioro, dolor y desconcierto». Burla burlando, esas palabras, que aparecen en el relato a cuenta de una partida, jugada por la protagonista y sus hijas, al conocido juego «De La Habana ha venido un barco cargado de…», me parecen un resumen admirable de lo que viven y sienten los personajes de Carmen Martín Gaite en El balneario y en los nueve cuentos que lo acompañan. Esos personajes no son felices, desde luego, ni un solo instante, pero son lo suficientemente generosos como para hacer felices a sus lectores, que van a serlo deslizándose por sus vidas en las hermosas páginas del libro que está a punto de comenzar.

Luis Alberto de Cuenca

Madrid, 30 de agosto de 2009

EL BALNEARIO

«Cuando un hombre dormido e inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?»

Miguel de Unamuno, Niebla