A mí mismo, tartamudo y raro,
con mucho orgullo y honra.
HUGO SE SENTÍA RARO.
Siempre había sido así, desde muy pequeño.
Para empezar, cuando balbuceó sus primeras palabras, todo lo decía por triplicado.
— ¡Pa-pa-pá! ¡Ma-ma-má! ¡Yo-yo-yo!
Sus padres creían que era para insistir, para dejarlo claro, o, tal vez, porque para eso estaba aprendiendo a hablar.
Pero no.
Un día, en lugar de decir “ ¡Pa-pa-pá! ”, dijo:
—P-p-p-p-pa-p-p-p...
Y no llegó a la última sílaba.
Más aún: dejó de respirar, empezó a ponerse verde, azul, violeta, más bloqueado que un alumno de filosofía y letras en un examen de matemáticas.
— ¡Hugo, respira! —se alarmó su padre.
— ¡Te estás ahogando! —se asustó su madre.
— ¡Empieza! —le dio un golpecito en la espalda su abuela, que era más práctica.
Y lo intentó.
—P-p-p...
No pudo.
Fue la primera vez, pero no la última. Desde ese momento todas las palabras que empezaban con ce, pe o te, por ejemplo, las alargaba hasta lo indecible, y muchas veces no conseguía completarlas. Lo de ponerse verde, azul y violeta fue habitual. Lo de dejar de respirar, un tormento. Al momento que abría la boca, su familia lo miraba con cierta angustia.
Estaba claro que no era un juego, ni una fase del aprendizaje infantil. A Hugo le pasaba algo, y ese algo tenía un nombre.
—El niño es tartamudo.
Es todo.
Lo primero que aprendió Hugo es que la vida es injusta porque para definir lo que le sucedía y a muchos como él, se empleaba una palabra impronunciable. Una palabra con dos tes, una de las letras malditas porque percutía en la boca.
— ¿Qué te pasa, niño?
—Nada, es que soy t-t-tar-t-t-tamudo.
A Hugo le gustaban tres bebidas, y el colmo de su mala suerte era que no podía pedirlas, porque una empezaba con ce, la otra con pe y la otra con te: Coca-Cola, Pepsi-cola y Tri-limón.
A los siete años Hugo ya no hablaba demasiado. ¿Para qué?
A los ocho se limitaba a asentir con la cabeza.
A los nueve empezó a pasarlo mal en la escuela.
Siempre había chicos mayores dispuestos a meterse con los pequeños, pero más aún con los que, según ellos, eran raros, o tenían defectos, o los traían de encargo.
Había dos o tres energúmenos que en cuanto lo veían gritaban:
— ¡El metralleta!
Y se enojaba.
Unas veces se burlaban de él, otras lo imitaban, otras incluso le daban zapes, y lo peor era que el resto de la clase se reía de sus gracias.
¡Qué poca solidaridad con los más débiles!
Así que cuando empezó a estudiar de verdad, a partir de los diez años, la escuela acabó convirtiéndose en un infierno para él. La aborrecía. No quería ser pasto de las burlas de los demás. Tonto no era, al contrario, leía mucho y se sabía inteligente, pero como le daba vergüenza hablar... No era el preferido de los profesores, quienes tampoco lo apoyaban mucho.
Bueno, había una profesora que sí: la miss Amalia, la de historia.
Fue la primera ventaja que le sacó Hugo a su “defecto ”.
Por ejemplo, se aprendía las cinco primeras líneas de la lección del día, y luego en clase, la miss Amalia se la hacía “cantar ”, pero de verdad, sin música pero entonándola, para que no se trabara. Y Hugo recitaba:
—El-im-pe-rio-ro-ma-no-se-for-mó-con-Ró-mu-lo-y-Re-mo-dos-her-ma-nos-que-un-día-se-per-die-ron-y-una-lo-ba-los-a-ma-man-tó-y-p-p-p-p-p-p-p...
Justo al llegar donde ya no se sabía más, se ponía a tartamudear adrede, y la buena miss Amalia le decía:
—Bien, bien, Hugo, tranquilo, ya con eso. Veo que te sabes la lección.
Y le ponía un ocho.
Así que, por lo menos, le sacaba algo de provecho a lo suyo, aunque era muy poco comparado con lo mal que se sentía y lo mal que lo hacían sentir los demás.
Su padre solía decirle:
—Mira, Hugo, lo tuyo no es un defecto, es solo... una circunstancia. Tú al menos sabes que eres tartamudo. Es mucho peor ser idiota, como todos los que se ríen de ti, y no saberlo. Tranquilo que a esos la vida les pasará factura tarde o temprano.
A Hugo la factura que les pasase la vida a los energúmenos le daba igual.
Su vida era ahora.
El futuro, aunque fuese el lugar en el que iba a vivir, quedaba muy lejos.
A los once años su vida escolar era ya terrible.
Por eso, al empezar aquel curso, se alegró de encontrar a alguien como él.
¿Tartamudo?
No, no precisamente.
EL PRIMER DÍA DEL CURSO, en clase de matemáticas, el nuevo, Bernardo, confundió un 4 con una A y un 3 con una E. A la tercera que metió la pata, toda la clase (menos Hugo) estalló en una carcajada.
Bernardo se puso tan verde, azul o violeta como Hugo, aunque sin necesidad de dejar de respirar.
— ¿Qué pasa contigo? —se enfadó el señor Rodolfo, el profesor, que era más duro que un hueso de diplodocus.
—Es que...
— ¿Qué, qué, qué? —pegó su nariz a la de Bernardo—. ¡Vamos, di algo!
—Es que... soy disléxico —balbuceó el niño.
Nadie sabía lo que era eso, pero daba lo mismo. La clase entera volvió a estallar en una carcajada.
— ¡Silencio! —tronó la voz del señor Rodolfo mientras su bigote de puercoespín se ponía de punta.
Y siguió con la nariz pegada a la de Bernardo, tratando de ver si le tomaba el pelo o no.
—Me-me-me... lo dijeron hace unos me-me-meses, profesor.
— ¿Así que es verdad?
—Sí.
— ¡Lo que faltaba! —pareció enfadarse.
¡Y miró a Hugo como queriendo decir: “ ¡Otro! ”.
Cuando acabó la clase, un par de chicas y chicos se acercaron a Bernardo para preguntarle:
— ¿Qué dijiste que tienes?
—Que soy disléxico —bajó la cabeza, temeroso y avergonzado.
— ¿Y eso qué es?
—Pues que confundo letras y números y me hago bolas y me cuesta más entender las cosas y a veces parezco tonto.
—Eres tonto —dijo Vicente, uno de los mayores y remedadores—. Nadie confunde un 3 con una E ni un 4 con una A.
—Los disléxicos sí —Bernardo apretó las mandíbulas.
—Eso es una tontería —dijo el grandulón.
Bernardo no era de los que se callaba. A fin de cuentas él podía hablar.
—Más tontería es que tú no sepas qué es esto y encima quieras opinar —le contestó.
Vicente abrió los ojos como platos.
— ¿Me estás llamando tonto? —cerró su puño derecho.
—No, yo solo digo que si no sabes de lo que hablas mejor no lo hagas.
El puño de Vicente impactó en el estómago de Bernardo.
— ¡Oye, no le pegues! —lo defendió tímidamente una de las chicas.
— ¡Me llamó tonto! ¡Tiene una cosa rara y encima me llama tonto!
Se lo llevaron. Se quedaron Hugo y él, solos, el primero mirándolo con curiosidad y el segundo con tristeza.
— ¿Y a ti qué te pasa? —lamentó Bernardo. —N-n-nada.
— ¿Qué culpa tengo yo de ser disléxico?
—N-n-ninguna.
El golpeado frunció el ceño.
— ¿Por qué hablas así?
—P-p-por nada —Hugo se dispuso a irse.
—Oye, ¿me estás tomando el pelo?
—N-n-no.
Pasaron más o menos tres segundos. Entonces, a punto de dar media vuelta para irse, Hugo se lo dijo:
—Es q-q-que yo soy t-t-t-t-tar-t-t-tamudo. Por lo menos lo soltó de un jalón, sin quedarse bloqueado como le sucedía casi siempre.
— ¡Orale! —Bernardo lo vio con sorpresa.
— ¿T-t-tú t-t-también vas a reírte?
— ¡No, espera! —lo detuvo.
Hugo hundió los ojos en el suelo.
—Imagino que la pasas mal —se solidarizó Bernardo.
—Sí —asintió Hugo.
—Yo la pasé fatal en mi anterior colegio, hasta que descubrieron lo que tenía. Entonces me llevaron al oculista y al psiquiatra.
— ¿En serio?
—Sí.
—P-p-pues yo aquí la p-p-paso p-p-peor —suspiró Hugo, que a veces estaba seguro de que todas las palabras empezaban por pes, ces y tes, sin olvidar las cus o las kas, las des y alguna que otra más.
Bernardo ya se había olvidado del puñetazo. Le pasó un brazo solidario por encima de los hombros a su nuevo amigo.
—Tú y yo vamos a ser buenos compañeros —asintió.
— ¿Solo por ser los t-t-tarados de la c-c-clase?
—No digas eso.
—T-t-tarados, d-d-defectuosos... es como nos llaman —insistió.
—Mira, si somos dos, ya no estaremos solos. Algo se nos ocurrirá, ya verás —Bernardo sonrió—. Dicen que la unión hace la fuerza.
Hugo se asomó a sus ojos.
Y por primera vez vio un rayo de esperanza en su vida.