Miguel de Cervantes Saavedra
Las dos
doncellas
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Novela de las dos doncellas.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard
ISBN rústica: 978-84-9816-379-7.
ISBN ebook: 978-84-9953-280-6.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Las dos doncellas 9
Libros a la carta 45
Brevísima presentación
La vida
Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616). España.
Era hijo de un cirujano, Rodrigo Cervantes, y de Leonor de Cortina. Se sabe muy poco de su infancia y adolescencia. Aunque se ha confirmado que era el cuarto entre siete hermanos. Las primeras noticias que se tienen de Cervantes son de su etapa de estudiante, en Madrid.
A los veintidós años se fue a Italia, para acompañar al cardenal Acquaviva. En 1571 participó en la batalla de Lepanto, donde sufrió heridas en el pecho y la mano izquierda. Y aunque su brazo quedó inutilizado, combatió después en Corfú, Ambarino y Túnez.
En 1584 se casó con Catalina de Palacios, no fue un matrimonio afortunado. Tres años más tarde, en 1587, se trasladó a Sevilla y fue comisario de abastos. En esa ciudad sufrió cárcel varias veces por sus problemas económicos. y hacia 1603 o 1604 se fue a Valladolid, allí también fue a prisión, esta vez acusado de un asesinato. Desde 1606, tras la publicación del Quijote, fue reconocido como un escritor famoso y vivió en Madrid.
Aquí se narra una serie de amores y aventuras, disfraces y casualidades, engaños y reparaciones entre gente de la nobleza. Los engaños de las doncellas Teodosia y Leocadia componen una intriga con temas pastoriles y técnicas de la novela bizantina. Ellas, disfrazadas de hombres (recurso muy utilizado en las novelas y el teatro de la época), van tras sus amores hasta que consiguen contraer matrimonio con ellos.
Las dos doncellas
Cinco leguas de la ciudad de Sevilla está un lugar que se llama Castilblanco, y en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que anochecía, entró un caminante sobre un hermoso cuartago extranjero. No traía criado alguno, y sin esperar que le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran ligereza. Acudió luego el huésped (que era hombre diligente, y de recado) mas no fue tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que en el portal había, desabrochándose muy aprisa los botones del pecho, y luego dejó caer los brazos a una y a otra parte dando manifiesto indicio de desmayarse. La huéspeda, que era caritativa, se llegó a él y rociándole con agua el rostro le hizo volver en su acuerdo; y él, dando muestras que le había pesado de que as í le hubiesen visto, se volvió a abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se recogiese; y que si fuese posible, fuese solo. Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa y que tenía dos camas, y que era forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en la una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno. Y sacando un escudo de oro se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho vacío. No se descontentó la huéspeda de la paga, antes se ofreció de hacer lo que le pedía aunque el mismo Deán de Sevilla llegase aquella noche a su casa. Preguntóle si quería cenar y respondió que no, mas que solo quería que se tuviese gran cuidado con su cuartago. Pidió la llave del aposento, y llevando consigo unas bolsas grandes de cuero se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun (a lo que después pareció) arrimó a ella dos sillas.
Apenas se hubo encerrado cuando se juntaron a consejo el huésped y la huéspeda, y el mozo que daba la cebada, y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron, y todos trataron de la grande hermosura y gallarda disposición del nuevo huésped, concluyendo que jamás tal belleza habían visto. Tanteáronle la edad y se resolvieron que tendría de dieciséis a diecisiete años. Fueron y vinieron, y dieron y tomaron (como suele decirse) sobre qué podía haber sido la causa del desmayo que le dio; pero como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración y su gentileza. Fuéronse los vecinos a sus casas y el huésped a pensar el cuartago y la huéspeda a aderezar algo de cenar, por si otros huéspedes viniesen; y no tardó mucho, cuando entró otro de poca más edad que el primero, y no de menos gallardía; y apenas le hubo visto la huéspeda, cuando dijo:
—¡Válame Dios! y ¿qué es esto? ¿vienen por ventura esta noche a posar ángeles a mi casa?
—¿Por qué dice eso la señora huéspeda? —dijo el caballero.
—No lo digo por nada, señor —respondió la mesonera—, solo digo que vuesa merced no se apee porque no tengo cama que darle, que dos que tenía las ha tomado un caballero que está en aquel aposento, y me las ha pagado entrambos aunque no había menester más de la una sola, porque nadie le entre en el aposento, y es que debe de gustar de la soledad; y en Dios y en mi ánima que no sé yo por qué, que no ti ene él cara ni disposición para esconderse sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
—¿Tan lindo es, señora huéspeda? —replicó el caballero.
—Y ¡cómo si es lindo —dijo ella—, y aún más que relindo!
—Ten aquí, mozo —dijo a esta sazón el caballero—, que aunque duerma en el suelo, tengo de ver hombre tan alabado.
Y dando el estribo a un mozo de mulas que con él venía, se apeó e hizo que le diesen luego de cenar, y así fue hecho. Y estando cenando entró un alguacil del pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa) y sentóse a conversación con el caballero en tanto que cenaba, y no dejó entre razón y razón de echar abajo tres cubiletes de vino y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dio el caballero, y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la Corte y de las guerras de Flandes y bajada del Turco, no olvidándose de los sucesos del Transilvano, que nuestro Señor guarde. El caballero cenaba y callaba, porque no venía de parte que le pudiese satisfacer a sus preguntas.
Ya en esto había acabado el mesonero de dar recado al cuartago y sentóse a hacer tercio en la conversación y a probar de su mismo vino no menos tragos que el alguacil, y a cada trago que envasaba, volvía y derribaba la cabeza sobre el hombro izquierdo y alababa el vino que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle mucho en ellas porque no se aguase.