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Créditos

Edición en formato digital: noviembre de 2014

Título original: Der Spaziergang (1917)

Del volumen III de la Obra Completa, con permiso

de los propietarios de los derechos: Fundación Carl Seelig, Zúrich

En cubierta: Pies de Robert Walser. Fotógrafo desconocido

© Suhrkamp Verlag, Zúrich 1978

© De la traducción, Carlos Fortea

© Ediciones Siruela, S. A., 1996, 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16280-31-5

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

EL PASEO

 

Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. Podría añadir que en la escalera me encontré a una mujer que parecía española, peruana o criolla. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más que dos segundos con esta brasileña o lo que fuere; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo. Hasta donde puedo acordarme hoy, cuando escribo todo esto, me encontraba, al salir a la calle abierta, luminosa y alegre, en un estado de ánimo romántico–extravagante, que me satisfacía profundamente. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o sa–lirme al paso durante el paseo. Mis pasos eran medidos y tranquilos, y, por lo que sé, mostraba al caminar un semblante bastante digno. Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo que consideraría un gran defecto y una gran tontería. Todavía no había recorrido veinte o treinta pasos de una amplia plaza poblada de gente, cuando me salió ligero al encuentro el profesor Meili, una inteligencia de primer orden. Como la autoridad inconmovible, el profesor Meili caminaba con paso grave, solemne y soberano; en la mano llevaba un inflexible y científico bastón de paseo, que me inspiró espanto, reverencia y respeto. La nariz del profesor Meili era una severa, imperiosa, rigurosa nariz de águila o de azor, y la boca estaba jurídicamente cerrada y apretada. El paso del famoso erudito asemejaba una férrea ley; la Historia Universal y el reflejo de actos heroicos largamente pasados brillaban en los duros ojos del profesor Meili, ocultos tras boscosas cejas. Su sombrero parecía un soberano inderrocable. Los soberanos secretos son los más orgullosos y más duros. Sin embargo, tomado en su conjunto el profesor Meili se comportaba con gran suavidad, como si no necesitara en modo alguno hacer notar la suma de poder e influencia que personificaba, y a pesar de su implacabilidad y dureza su figura me resultó simpática, porque pude decirme que los que no sonríen de forma dulce y bella son sinceros y dignos de confianza. Como se sabe, hay golfos que se hacen los amables y buenos y tienen el espantoso talento de sonreír cortés y gentilmente durante los delitos que cometen.

Venteo algo de un librero y una librería; asimismo, según intuyo y noto, pronto habrá de ser mencionada y valorada una panadería con jactanciosas letras de oro. Pero antes tengo que reseñar a un sacerdote o párroco. Un químico del Ayuntamiento, pedaleando o dando pedales, pasa con rostro amable y de importancia pegado al paseante, es decir, a mí, al igual que un médico de guarnición o de Estado Mayor. No se puede dejar de atender y reseñar a un modesto peatón, porque me ruega que tenga la amabilidad de mencionarle. Se trata de un anticuario y perista enriquecido. Chiquillos y chiquillas corretean al sol libres y sin freno. «Dejémoslos ir tranquilos y sin freno», pensé; «la edad se encargará de asustarlos y frenarlos. Demasiado pronto, por desgracia». Un perro se refresca en el agua de la fuente. Golondrinas, me parece, trisan en el cielo azul. Una o dos damas elegantes, con faldas asombrosamente cortas y botines altos de color sorprendentemente finos, se hacen notar espero que tanto como cualquier otra cosa. Llaman la atención dos sombreros de verano o de paja. La cosa con los dos sombreros de paja es la siguiente: de repente veo dos sombreros en el aire luminoso y delicado, y bajo los sombreros hay dos excelentes caballeros que parecen desearse buenos días mediante un bello y gentil levantar y agitar el sombrero. En este acto, los sombreros son visiblemente más importantes que sus portadores y poseedores. Por lo demás, se ruega humildemente al autor guardarse de burlas y sarcasmos, en realidad superfluos. Se le insta a mantenerse serio, y ojalá lo haya entendido de una vez por todas.

Como una librería en extremo airosa y bien surtida se mostrara agradablemente ante mis ojos, y sintiera el instinto y el deseo de hacerle una breve y fugaz visita, no dudé en entrar a la tienda con visiblemente buenos modales, permitiéndome pensar en todo caso que quizá estuviera mejor como inspector y revisor de libros, como recopilador de informaciones y fino conocedor, que como querido y bien visto rico comprador y buen cliente. Con voz cortés, en extremo cautelosa, y las expresiones, comprensiblemente, más escogidas, me informé acerca de lo último y lo mejor en el campo de las bellas letras.

–¿Podría –pregunté con timidez– ver y apreciar al instante lo más esmerado y serio, y por tanto naturalmente también lo más leído y más rápidamente reconocido y vendido? Me obligará en alto grado a inusual agradecimiento si me hace el enorme favor y tiene la bondad de mostrarme ese libro, que, como sin duda nadie sabe con tanta exactitud como precisamente usted, ha encontrado el máximo favor tanto en el público lector como en la temida y, por tanto sin duda también, halagada crítica, y lo seguirá encontrando. No sabe cuánto me interesa saber enseguida cuál de todos los libros u obras de la pluma aquí apilados y expuestos es ese libro favorito en cuestión, cuya visión con toda probabilidad, como he de sospechar del modo más vivo, me convertirá en inmediato, alegre, entusiasta comprador. El deseo de ver al escritor favorito del mundo instruido y su obra maestra admirada, entusiásticamente aplaudida, y como he dicho probablemente de comprarla, me hormiguea y cosquillea por todos los miembros. ¿Puedo rogarle que me muestre ese libro exitosísimo para que el ansia que se ha apoderado de todo mi ser se satisfaga y deje de inquietarme?

–Con mucho gusto –dijo el librero. Desapareció como una flecha, para volver al instante siguiente con el ansioso comprador e interesado, y llevando en la mano el libro más comprado y más leído, de valor en verdad perdurable. Llevaba el valioso producto intelectual tan cuidadosa y solemnemente como si portara una milagrosa reliquia. Su rostro mostraba arrobo; su gesto irradiaba el máximo respeto, y con una sonrisa en los labios como sólo pueden tener los creyentes e íntimamente convencidos, me enseñó del modo más favorable lo que traía consigo. Yo contemplé el libro y pregunté:

–¿Podría usted jurar que este es el libro más difundido del año?

–Sin duda.

–¿Podría afirmar que este es el libro que hay que haber leído?

–A toda costa.

–¿Y es realmente bueno?

–¡Qué pregunta tan superflua e inadmisible!

–Se lo agradezco mucho –dije con sangre fría; preferí dejar tranquilamente donde estaba el libro que había tenido la más absoluta difusión, porque había que haberlo leído a toda costa, y me alejé sin ruido, sin perder una sola palabra más.

–¡Hombre maleducado e ignorante! –me gritó, naturalmente, el vendedor, en su justificado y profundo disgusto. Pero yo le dejé hablar y seguí mi camino con lentitud, y además, como enseguida explicaré y haré comprensible, directo al imponente instituto bancario situado en inmediata proximidad.

Adonde creía tener que dirigirme para obtener información fiable sobre ciertos valores. «Hacer de paso una rápida visita a un instituto monetario», pensé o me dije para mis adentros, «para tratar de asuntos financieros y hacer esas preguntas que sólo se hacen en un susurro es bello y de muy buen efecto».

–Está bien y es magníficamente adecuado que haya venido a vernos en persona –me dijo en el mostrador el funcionario responsable, en tono muy amistoso, y añadió, mientras sonreía casi con picardía, pero en todo caso alegre y agradablemente, lo siguiente–:

»Como he dicho, está bien que haya venido. Ahora mismo íbamos a dirigirnos a usted por carta para darle, lo que ahora podemos hacer de palabra, la para usted sin duda satisfactoria noticia de que por mandato de una asociación o círculo de bondadosas y filantrópicas señoras, que a todas luces le tienen a usted estima, hemos no cargado, sino más bien, lo que sin duda le será mucho más bienvenido, abonado

mil francos