FRANKENSTEIN
O
EL MODERNO
PROMETEO
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MARY W. SHELLEY
FRANKENSTEIN
O
EL MODERNO
PROMETEO
Edición y traducción de
MERCEDES ROSÚA
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Primera edición impresa: 2008
Primera edición en e-book: septiembre de 2010
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Castalia, 2010
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ISBN: 978-84-9740-363-4
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“Y seréis como dioses”
Génesis (capítulo III)
Esto promete la serpiente a Eva si come la manzana, que es la sabiduría, el peligro, el bien y el mal. El final del siglo XVIII y comienzos del XIX es el albor y despegue del mundo moderno, el de la ciencia, los derechos universales del hombre, la exploración ilimitada e infinita, la filosofía de la Ilustración y las grandes esperanzas en la mejora de la condición humana; es época de tolerancia y terror, del avance hacia lo desconocido y del vértigo de la libertad. Se especula sobre el origen de la vida y Luigi Galvani, físico italiano muerto en 1798, introduce el galvanismo, la idea de que en la chispa eléctrica reside el poder de animar materia inerte; el conde Alessandro Volta inventa la pila que lleva su nombre; Erasmus Darwin, abuelo del Darwin de la en su momento escandalosa teoría de la evolución de las especies, es físico y poeta y difunde su creencia en la posibilidad científica de dominar desde la génesis de seres humanos hasta las leyes del vasto universo. De hecho, el gran sir Isaac Newton, filósofo natural y matemático inglés que vive de 1642 a 1727, ya ha enunciado la Ley de Gravitación Universal, descubierto la composición de la luz, anticipado la teoría de los cuantos y establecido la dinámica que rige la evolución de los cuerpos celestes. Es tiempo de electricidad y magnetismo, Naturaleza y cambio, experimentos y revoluciones cuyos altos ideales de forjar un edén en la tierra pueden desembocar en terror, exterminio y fanatismos no menos peligrosos que los de épocas pasadas. Los fervientes defensores de la Razón conviven con el torbellino de exaltación romántica de la bondad primigenia, de abolición de límites, de conquista de la energía que es, a la vez, fuego divino, recurso inagotable, amor materializado y principio vital.
William Blake: Satán observando las expresiones de cariño de Adán y Eva
–1807, acuarela para ilustrar el Paraíso Perdido de John Milton.
Pero ¿cómo crear dioses sin crear demonios? ¿Cuál es el precio del peaje hacia el maravilloso mundo que, por medio de la ciencia, apunta en una lejanía que pueden hacer próxima la simple decisión y voluntad humanas? Estamos, en esa época —y en la nuestra—, ante los hombres de diseño, a los que, por medio de la educación, la física, la química, la electricidad, la política, se puede fabricar. El filósofo francés Rousseau (1712-1778) ha plasmado en el Emilio la educación perfecta y defendido la idea del Buen Salvaje, el hombre todavía no corrompido por la sociedad, pero él mismo ha ido entregando sus propios hijos al orfanato. Robespierre, en la revolución francesa de 1789, ha instaurado eficazmente el terror en nombre de la igualdad, dirigido las matanzas, para acabar siendo guillotinado a su vez. Brilla el espíritu prometeico, el mito del Titán que robó el fuego a los dioses para llevárselo a los hombres y que, en su versión romana, volvió a recrear la humanidad modelando figuras de arcilla. El mundo moderno hunde sus raíces en el Renacimiento, la exégesis de la Biblia, los clásicos, la sabiduría acumulada por las Edades Antigua y Media, y lo edifican gentes muy cultivadas, de sólida formación humanística. En los gabinetes del investigador (de los que se denominaban filósofos naturales) y del estudioso, en los incómodos laboratorios, se trabaja con la ilusión y la inquietud del futuro inminente y de la adquisición de la verdad, con la meta del paraíso terrestre, con el temor a los monstruos y dioses que podrían quizás residir en ellos mismos.
La más popular de las imágenes de la Criatura del Dr. Víctor Frankenstein corresponde a la caracterización del actor Boris Karloff para la película de 1931, dirigida por James Whale.
Siempre ha habido monstruos rondando la literatura, el floklore, el arte; proyecciones de la imaginación individual y del inconsciente colectivo, explicaciones fabuladas de lo inexplicable, dragones, minotauros, esfinges y quimeras. Existe en la Edad Media la historia del Golem, leyenda judía sobre un sirviente modelado con arcilla y al que se infunde vida con invocaciones especiales del nombre de Dios. Pero la era moderna será la de nuestros monstruos, casi de la misma especie o de especies inteligentes, cercanas. Sus predecesores son híbridos: arpías, licántropos, centauros. Produce especial terror la semejanza humana, el cadáver animado, el engendro bestial pero reconocible como producto abortado de la Humanidad. El relato de Mary Shelley recoge, asimila, transforma y proyecta a gran altura un género literario llamado al éxito y el consumo del gran público: la novela de terror. En el siglo XVIII aparece la que se llama novela gótica, que suele desarrollarse en castillos medievales en una atmósfera de misterio, seres sobrenaturales, doncellas en peligro, esforzados amantes, estancias lóbregas, tormentas nocturnas, sucesos pavorosos y secretos terribles. Buena parte de sus cultivadores proceden del mundo anglosajón, como A. W. Radcliffe, H. Walpole, W. Godwin , padre de Mary, o M. Lewis.
Pero la novela gótica no es sino un ingrediente menor en la confluencia de géneros literarios que se dan cita en la obra que nos ocupa. Lejos de enmarcarse en el simple relato fantástico, Frankenstein es fiel a su época: apasionadamente ilustrado y apasionadamente romántico. El Romanticismo vibra en cada página con la plasticidad de una pintura. La literatura de ese movimiento se caracteriza por la pasión y la desgracia, por la rebeldía y la soledad del individuo, por la ruptura con los convencionalismos, por la fe en el poder del valor, el genio y la voluntad. Sus historias transcurren en grandes paisajes en los que la naturaleza avanza majestuosa para ocupar el primer plano; sus protagonistas, de por sí extraordinarios, vagan por espacios desiertos, salvajes, tenebrosos o melancólicos, y, como los héroes de la tragedia griega, están abocados a un destino fatal.
Esto sin embargo coexiste con la herencia del Racionalismo y de las Luces por mucho que los románticos pretendan huir a lugares exóticos, lejanos, ajenos al mundo moderno. Se habla de galvanismo, medicina, astronomía, física; se discute en largas tertulias sobre esa misteriosa fuerza eléctrica que hace reaccionar a cadáveres. Se comenta, con toda inocencia, que, mediante descargas, al parecer se había logrado dotar de movimiento a un puñado de fideos. Con la literatura nueva cuyo terror nada tiene de simple, que no recurre sistemáticamente a lo maravilloso, podríamos hablar de una proto-ciencia ficción, de un precedente de ese género literario; mezclado con otro que es la novela filosófica, la fábula moral pero de final totalmente abierto a la consideración de cada lector. Todo esto nutrido de los grandes géneros de las literaturas y mitologías clásicas grecolatinas, de la Biblia y de las epopeyas de descubrimientos geográficos, y penetrado de los escritos e ideas revolucionarios sobre los derechos humanos, el desarrollo del hombre, la lucha contra la superstición, el atraso y la injusticia y la reflexión sociopolítica.
Frankenstein inaugura la genealogía de monstruos inquietantemente próximos, producto de sabios creadores o de un suceso trágico, mucho más terroríficos por su componente humano. Ya en 1816 lord Byron había dejado inacabada una historia que sugirió a Polidori su The Vampyre. Luego vendrán el Drácula de Stoker, el Mister Hyde de Stevenson, el horror en estado puro de Edgar Allan Poe, los monstruos inteligentes de Wells, procedentes de otro planeta. Llega a continuación el tiempo de la beatificación del pobre monstruo, de cualquier monstruo, sólo por ser marginal, minoritario y distinto, con perfecta indiferencia respecto a sus crímenes y víctimas, por parte de una sociedad acobardada ante el mundo y ante sí misma. Y hoy se abre el imprevisible horizonte de la ingeniería genética, de la clonación, imitación, infusión de la vida.
Se trata de una adolescente que ha huido a los dieciséis años de su hogar enamorada de uno de los mejores poetas de Inglaterra, Percy Bysshe Shelley (1792-1822), él también muy joven. Su esposa, Harriet, tendrá el segundo hijo de Percy en 1814 y se suicidará en 1816, poco después de que lo hiciera Fanny, hermanastra de Mary. Mary, que había conocido a Shelley a los catorce años, podría haber disfrutado entre los suyos de un cómodo bienestar, pero eligió el azar, la audacia y el sendero que sus sentimientos le indicaban; vivió un amor grande y apasionado que la marcó de por vida, en un entorno maravilloso y rodeada de poetas excelentes, pero estuvo, desde muy pronto rodeada de muertes. En el verano de 1816 la pareja, otro gran poeta ya de prestigio, lord Byron, (cuya amante, Claire Clairmont, es hermanastra de Mary y la acompañó en su huida de Londres) y el médico y ayudante de éste, Polidori, pasan los días de lluvia y las noches tormentosas en la villa Diodati, junto al lago Leman. Las montañas de Suiza despliegan a su alrededor el magnífico paisaje que el grupo recorre en excursiones cuando el tiempo lo permite. Durante las largas tertulias se habla de filosofía y medicina, de literatura y galvanismo, del origen de la vida y de los descubrimientos científicos. Pese a su juventud, Mary posee una muy seria formación humanística y una extraordinaria capacidad receptiva. En una velada Byron propone que cada uno escriba un cuento de terror. Sólo ella llevará la tarea a término. Tiene un sueño: Ve al pie de su cama a un trágico, espantoso monstruo al que se había infundido artificialmente vida. Al tiempo se gestaban en el vientre de ella hijos: se le ha muerto un bebé prematuro el año anterior y le ha nacido en enero de 1816 William, que morirá pocos años después y al que seguirá una niña, Clara, muerta al año. En su inconsciente yace el recuerdo de que su madre falleció tras darla a luz. Despierta y escribe, sin descanso. Y surge Frankenstein, profunda, estructurada, densa, muy lejos de la simple historia de terror. Desde el cruce de caminos y movimientos en los que ya la sitúan sus lecturas y estudios y su época, teniendo como rampa de lanzamiento la experiencia inmediata y la riqueza intelectual de aquéllos con quienes se mueve y el valor de su iniciativa individual, Mary ha sido elevada súbitamente a esa cumbre creativa a la que sólo se accede con la chispa del genio, tan misteriosa como la de la vida que pretende infundir Víctor Frankenstein.
Vista actual de la villa Deodati, el escenario de los acontecimientos del verano de 1816, y tres protagonistas: de izquierda a derecha, Lord Byron, el doctor Polidori y Shelley. Debajo, la tumba del marido de Mary en el Cementerio protestante de Roma.
Richard Rothwell: Retrato de Mary Shelley –1840. National Portrait Gallery, Londres.
Debajo, los padres de la escritora:
Mary Wollstonecraft h.1797 (y detrás, un ejemplar de la primera edición, en 1792, de Reivindicación de los Derechos de la Mujer) y William Godwin.
Mary Wollstonecraft (1797-1851) es hija única de un escritor y filósofo político materialista, racionalista y anarquista, William Godwin, autor de Investigación sobre la justicia política y Aventuras de Caleb Williams, y de la escritora Mary Wollstonecraft, que fallece como consecuencia del parto y era autora de una Reivindicación de los Derechos de la Mujer, que constituye el primer gran documento feminista. El viudo se volvió a casar con una chica de escasa cultura mucho más joven que él, con la que la hija no tuvo trato, y que acabaría poniendo fin a sus días. Mary contrajo matrimonio con Shelley en Londres, en diciembre de 1816, tras el suicidio de la primera esposa de éste. Percy morirá ahogado en 1822; poco antes había salvado con su pronta asistencia la vida a Mary, que se desangraba por un aborto. La viuda tiene veinticinco años. Siempre rechazará a los que pidan su mano; pasa penurias económicas, vive en Italia, viaja con el hijo que le queda, Percy Florence, por Alemania y muere a los 53 años en su Inglaterra natal. Además de encargarse de la publicación de las obras de Shelley, relató sus viajes y experiencias y compuso poemas y novelas, como Valperga, The Last Man, Perkin Warbeck, Falkner y Rambles in Germany and Italy, pero sus escritos de madurez nunca alcanzaron la altura de aquella obra de juventud concebida en los momentos más intensos de su existencia.
Podría haber sido uno más entre los miles de cuentos de miedo, una historieta de fantasmas, seres diabólicos o bestias insólitas aderezada con las indispensables gotas de aventura amorosa, desafío, torreones y tesoros. Pero resultó una obra de esa envergadura que traspasa la línea del buen oficio para situarse en el selecto círculo de la excelencia y la fama. Frankenstein o el moderno Prometeo pertenece por derecho propio a la galería de personajes que, salidos de la ficción, han adquirido una entidad que sobrepasa a la de sus autores y a los seres reales, como también ocurre con don Quijote, la Celestina, Julieta, Otelo, don Juan o Hamlet. Y ello no es casual ni reside en una faceta o en algunas páginas; es el fruto de un equilibrio entre el fondo y la forma, de una adecuación del elemento narrativo y de la disposición de las palabras que sorprendió y sorprende en una obra primeriza y se encuentra a veces en poesía pero raramente en prosa.
El título procede de una antigua ciudad de Silesia (hoy Zabkowice Slaskie), hogar histórico de la familia Frankenstein. Mary conoció a uno sus miembros y el recuerdo fue lo suficientemente poderoso como para dar nombre a su relato (es dudoso que la familia haya apreciado que su nombre pase a la posteridad como el de un monstruo horrendo). La novela se extiende en círculos concéntricos autobiográficos en boca de distintos personajes, que toman a veces forma epistolar y engloban diálogos, descripciones, meditaciones, monólogos, historias dentro de historias, y cuyo punto central es la voz del monstruo cuando pasa, en los capítulos situados en la mitad del libro, a relatar su propia biografía desde el instante de su iniciación vital. La narración se va apoyando en dualidades de las que la principal y más trágica es la tensión entre el monstruo y Víctor, las tragedias simétricas de creador y criatura, perseguidor y víctima. El primer círculo que encierra al resto es las cartas y anotaciones de Walton, semejante al Víctor joven (y a Clerval) en audacia, nobleza, ilusión y juventud. Él es albacea y testigo de cuanto la novela contiene pero no es un mero recurso literario; tiene personalidad, meta y aventura personal, pronto eclipsadas por la fuerza de la historia del doctor Frankenstein. A través de Walton toma aquél la palabra, y a través de Víctor la toma el monstruo. La segunda mitad del libro sigue, a la inversa, el mismo proceso, de forma que el narrador que la abrió cierra la historia. A lo largo de ella se ha sabido mantener el suspense, la certidumbre del final fatal pero la incertidumbre respecto a su progresión, la cadena de asesinatos y el desenlace final. El todo está presidido por la idea de la fracasada creación, un remedo de la función divina, una copia del Génesis en la que Víctor es Dios y su criatura una mezcla del Hombre expulsado del Paraíso y de Satán, el ángel caído.
Con toda su carga de referencias religiosas, mitológicas, griegas, latinas, científicas, literarias, esta obra es sin embargo totalmente original, avanza hacia la pesadilla, hacia los ojos del monstruo, y entra en él para descubrir una bestia que lee y razona, un infierno de soledad y horror de sí mismo, una tragedia cuyo desenlace no puede ser sino la destrucción de todos los implicados.
Did I request thee, Maker, from my clay
To mould Me a man? Did I solicit thee
From darkness to promote me?
Paradise Lost (X. 743-5)
¿Acaso te pedí yo, Hacedor, que de mi barro
me hicieras Hombre? ¿Te solicité yo acaso
que me ascendieras desde la oscuridad?
El Paraíso Perdido (X. 743-5)[2]
ESTOS VOLÚMENES
ESTÁNRESPETUOSAMENTE
DEDICADOS POR LA AUTORA
A WILLIAM GODWIN
AUTOR DE JUSTICIA POLÍTICA,
CALEB WILLIAMS, ETC. [3]
«Cuando puse la cabeza en la almohada no dormí, tampoco podría decirse que estaba pensando. Mi imaginación, desatada, me guiaba y poseía, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza que sobrepasaba con mucho los normales límites del ensueño.»
Introducción/pág. 31
Johann Heinrich Füssli:
Pesadilla nocturna
–1791, fragmento.
Goethe Museum, Frankfurt.
[1831]
Los editores de Standard Novels, al seleccionar Frankenstein para una de sus series, expresaron el deseo de que yo les proporcionara alguna explicación sobre los orígenes de la historia. Estoy tanto más inclinada a hacerlo cuanto que, así, tendré la ocasión de responder en general a la pregunta, que me plantean con tanta frecuencia: “¿Cómo es posible que a mí, por entonces una chica joven, se me ocurriera, y me complaciese en desarrollar, una idea tan horrible?”. Es cierto que estoy muy en contra de ponerme a mí misma en primer plano en letra impresa, pero, dado que mi explicación sólo aparecerá como apéndice de una obra anterior, y teniendo en cuenta que, en tanto que tal, se limitará a incidir en temas que sólo se relacionan con mi autoría, no puedo acusarme a mí misma de intrusismo personal.
No tiene nada de raro que, al ser hija de dos personas de conocida fama literaria, pensara, desde tiempos muy tempranos de mi vida, en escribir. De niña garabateaba, y mi pasatiempo favorito durante los ratos de esparcimiento era “escribir historias”. Tenía un placer aún más profundo que éste: hacer castillos en el aire, abandonarme a soñar despierta encadenando pensamientos cuyos temas se basaban en una sucesión de incidentes imaginarios. Mis sueños eran a la vez más fantásticos y más agradables que mis escritos. En estos últimos era una cuidadosa imitadora, más dada a hacer como otros habían hecho que a escribir lo que me sugería mi propia mente. Lo que escribía por lo menos se suponía que iba a ser visto por otros ojos, mi compañero y amigo de infancia. Pero mis sueños no me pertenecían sino a mí, no respondía de ellos ante nadie, eran mi refugio cuando no me sentía a gusto, mi mayor placer cuando estaba libre.
De joven viví principalmente en el campo, y pasé bastante tiempo en Escocia. Hice visitas ocasionales a las zonas más pintorescas, pero mi residencia habitual estaba en las desiertas y tristes riberas del Tay, cerca de Dundee. En retrospectiva las llamo desiertas y tristes; entonces no me lo parecían. Eran el inaccesible refugio de la libertad y la agradable región donde, inadvertida, yo podía comunicarme con las criaturas de mi fantasía. Escribía entonces, pero con un estilo de lo más común. Fue allí, bajo los árboles de los campos que pertenecían a nuestra casa, o en las desiertas laderas rasas de las montañas cercanas, donde nacieron y se criaron mis verdaderas composiciones, los etéreos vuelos de mi imaginación. No me puse a mí misma como heroína de mis cuentos. La vida me parecía un asunto demasiado vulgar para implicarme en él. No podía imaginar que las desventuras románticas o los sucesos maravillosos podrían alguna vez sucederme a mí, pero no estaba confinada en mi propia identidad, y podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes para mí, a aquella edad, que mis propias sensaciones.
Después de esto mi vida se llenó de ocupaciones y la realidad tomó el lugar de la ficción. Mi marido, sin embargo, se mostró, desde el principio, muy interesado en que yo probara que era digna de mi linaje y me incorporara a la página de la fama. Me incitaba todo el tiempo a que lograra reputación literaria, la cual incluso también yo misma por entonces deseaba, mientras que después me he vuelto infinitamente indiferente a ella. Por entonces él quería que yo escribiese, no tanto por la idea de que podía producir algo digno de mención como por el hecho de que así él podría juzgar por sí mismo en qué medida se encerraba en mí la promesa de hacer cosas mejores más adelante. No hice, sin embargo, nada. Viajar, y las tareas familiares, me ocupaban el tiempo, y toda la labor literaria a la que dedicaba mi atención se concentraba en el estudio, en el sentido de leer o de ir mejorando mis ideas por medio de la comunicación con su mente, mucho más culta que la mía.
En el verano de 1816 visitamos Suiza, y nos hicimos vecinos de lord Byron[4]. Al principio pasábamos nuestras horas de esparcimiento en el lago, o paseando por sus orillas, y lord Byron, que estaba escribiendo el tercer canto de Childe Harold, era el único de nosotros que ponía por escrito sus pensamientos. Éstos, que él nos iba aportando sucesivamente, estaban investidos de toda la luz y armonía de la poesía, parecían participar de la divinidad de las glorias del cielo y de la tierra, cuyas influencias compartíamos con él.
Pero aquel verano se reveló como húmedo y poco propicio para el genio, y la lluvia incesante nos confinaba frecuentemente durante días enteros en la casa. Cayeron en nuestras manos algunos volúmenes de historias de fantasmas traducidas del alemán al francés. Había la historia del Amante Inconstante, el cual, cuando creía haber asido a la novia a la que había dado palabra de compromiso, halló entre sus brazos al pálido fantasma de aquélla a la que abandonó. Había el cuento del pecador fundador de su estirpe, cuyo miserable destino era dar el beso de la muerte a todos los jóvenes hijos de su linaje maldito, justo cuando éstos llegaban a la edad prometedora. Su gigantesca forma sombría, vestida como el fantasma de Hamlet, con armadura de la cabeza a los pies, pero con la babera alzada[5], se veía a la medianoche, iluminado por los rayos irregulares de la luz de la luna, mientras avanzaba lentamente por la avenida tenebrosa. Su forma se perdía en las sombras de los muros del castillo, pero de repente chirriaba el portalón, se oían pasos, la puerta de la habitación se abría, y él avanzaba hacia el lecho de los lozanos jóvenes, sumidos en un sueño saludable. En su faz se plasmaba la pena eterna cuando se inclinaba y besaba la frente de los niños, que, a partir de aquel momento, se marchitaban como las flores cuyo tallo se ha quebrado. No he visto esas historias desde entonces, pero sus episodios están tan frescos en mi mente como si los hubiese leído ayer.
“Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas” dijo lord Byron, y se aceptó su propuesta. Éramos cuatro. El noble autor comenzó un cuento, del que publicó un fragmento al final de su poema de Mazeppa. Shelley[6], más apto para expresar ideas y sentimientos por medio del brillo de una imaginería brillante y con la música de los versos más melodiosos que adornan nuestra lengua que para inventar la trama de una historia, empezó una basada en las experiencias de su juventud. El pobre Polidori tuvo cierta terrible idea sobre una dama con cabeza de calavera, que había sido castigada de esa forma por espiar por el ojo de la cerradura; he olvidado lo que vio, algo muy escandaloso e incorrecto, por supuesto. Pero cuando la dama estuvo ya reducida a un estado peor que el del célebre Tom de Coventry[7], Polidori no supo qué hacer con ella, y se vio obligado a despacharla a la tumba de los Capuletos, el único sitio que le convenía. También los ilustres poetas, aburridos por la vulgaridad de la prosa, abandonaron prontamente esa tarea impropia de su genio.
Me dediqué a pensar una historia, una historia que compitiera con aquéllas que nos habían impulsado a emprender esa tarea. Una historia que hablase de los misteriosos temores de nuestra naturaleza, y despertara estremecimientos de horror; una que hiciese que el lector tuviese miedo de mirar a su alrededor, que helara la sangre y apresurara los latidos del corazón. Si no conseguía eso mi historia de fantasmas no merecería tal nombre. Pensé, y sopesé, vanamente. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es la mayor miseria de un autor, cuando la insípida Nada responde a nuestras ansiosas invocaciones. Cada mañana me preguntaban ¿Has pensado una historia?, y cada mañana me veía obligada a responder con una humillante negativa.
Todo debe tener un comienzo, por emplear una frase de Sancho[8], y ese comienzo debe estar ligado a algo que ha ocurrido anteriormente. Los hindúes dicen que el mundo es sostenido por un elefante, pero que el elefante está de pie sobre una tortuga. Es forzoso admitir humildemente que la invención no consiste en crear del vacío sino del caos; en primer lugar hay que disponer de materiales, hay que dar forma a sustancias carentes de ella a partir de la oscuridad, pero la imaginación no puede dar existencia a la sustancia misma. Siempre que se trata de descubrimiento e invención, incluso en aquellos casos que pertenecen a la imaginación, se nos recuerda continuamente la historia de Colón y su huevo. La invención consiste en la capacidad de captar las posibilidades de un tema, y en el poder de moldear y vestir las ideas que éste sugiere.
Hubo muchas y largas conversaciones entre lord Byron y Shelley, durante las cuales yo era un oyente devoto pero casi silencioso. Durante una de ellas se discutieron varias doctrinas filosóficas, y entre ellas la naturaleza del principio de la vida, y si existiría alguna probabilidad de que éste alguna vez se descubriera y comunicara. Hablaron de los experimentos del doctor Darwin[9] (no me refiero a lo que el doctor realmente hizo, o dijo que había hecho, sino, como conviene a lo que trato, a lo que se dijo entonces que él había hecho), el cual metió en un recipiente de cristal un puñado de fideos hasta que, por algún medio extraordinario, comenzaron a moverse voluntariamente. Sin embargo no se habría infundido vida de este modo. Quizás un cadáver podría ser reanimado; el galvanismo ha dado pruebas de tales casos: quizás las partes que componen una criatura pueden ser tratadas, unidas e infundidas de calor vital.
Anocheció mientras se hablaba, e incluso había ya pasado la hora bruja antes de que nos retirásemos a descansar. Cuando puse la cabeza en la almohada no dormí, tampoco podría decirse que estaba pensando. Mi imaginación, desatada, me guiaba y poseía, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza que sobrepasaba con mucho los normales límites del ensueño. Vi, vi con los ojos cerrados pero con aguda visión mental, al pálido estudiante de artes sacrílegas de rodillas junto a la cosa que había ensamblado. Vi al horrible fantasma de un hombre tendido, y luego, por efecto de cierta poderosa máquina, mostraba señales de vida, y se estremecía con un torpe movimiento semi-vital. Debía ser espantoso, porque sería infinitamente espantoso el efecto de conducta humana alguna destinada a parodiar el espléndido mecanismo del Creador del mundo. El éxito conseguido llenaría de terror al artífice, huiría de aquella odiosa obra de sus manos, lleno de pánico. Abrigaría la esperanza de que, dejada la cosa a sí misma, la leve chispa de vida que él le había comunicado se extinguiría; que aquel ser, que había recibido una animación tan imperfecta, volvería a ser materia muerta, y que él podría dormir en el convencimiento de que el silencio de la tumba absorbería para siempre la fugaz existencia del odioso cadáver que él había considerado la cuna de la vida. Se duerme, pero se despierta, abre los ojos, contempla la cosa horrenda que está de pie al lado de su cama, que descorre sus cortinas y le mira con ojos amarillos, acuosos, pero inquisitivos.
Abrí los míos aterrorizada. La idea poseía mi mente de tal forma que un escalofrío de miedo me recorrió, y deseé cambiar la fantasmal imagen de mi fantasía por la realidad que me rodeaba. Las veo todavía, la misma habitación, el parquet oscuro, las contraventanas cerradas, con la luz de la luna que luchaba por penetrar a través de ellas, y la sensación que tuve de que el lago cristalino y las blancas cimas de los Alpes estaban más allá. No me fue tan fácil librarme de mi horrible fantasma; me seguía obsesionando. Debía intentar pensar en otra cosa. Recurrí a mi historia de aparecidos, ¡mi malhadada fastidiosa historia de aparecidos! ¡Oh, si por lo menos pudiera idear una que inspirase a mi lector el mismo miedo que yo había experimentado aquella noche!
La idea me vino tan rápida y esperanzadora como la luz. “¡Lo encontré! Lo que a mí me aterró aterrará a otros, y lo único que necesito es describir el espectro que se me ha aparecido junto a mi lecho a medianoche”. A la mañana siguiente anuncié que yo tenía pensada una historia. Comencé ese mismo día con las palabras Era una triste noche de noviembre, limitándome a transcribir los macabros terrores de mi sueño despierta.
Al principio pensé que serían unas pocas páginas, un cuento breve, pero Shelley me instó a que desarrollara la idea con mayor extensión. Ciertamente no debo la sugerencia de ningún episodio, ni siquiera apenas sucesión alguna de sensaciones, a mi marido, y sin embargo, de no haber sido por su sugerencia, la historia nunca habría tomado la forma en que fue presentada al mundo. Debo exceptuar de esta declaración el prólogo. Hasta donde puedo recordar, fue escrito enteramente por él.
Y ahora, una vez más, ordeno a mi horrible progenie que avance y prospere. Le he cogido cierto cariño, porque fue el fruto de días felices, cuando muerte y dolor no eran sino palabras, que no hallaban verdadero eco en mi corazón. Sus numerosas páginas hablan de muchos paseos, salidas y conversaciones, cuando yo no estaba sola y mi compañero era alguien a quien, en este mundo, no volveré a ver nunca más. Pero esto se queda para mí misma; mis lectores no tienen nada que hacer con estas asociaciones.
Sólo añadiré unas palabras sobre las correcciones que he hecho: Son principalmente de estilo. No he cambiado parte alguna de la historia, ni introducido nuevas ideas o circunstancias. He mejorado el lenguaje allá donde era tan escueto que interfería con el interés de la narrativa, y esos cambios se dan casi exclusivamente en el comienzo del primer volumen. Cualesquiera que éstos sean, están además confinados exclusivamente a partes que son simples accesorios de la historia, por lo que dejan el núcleo y sustancia de ésta intocados.
M. W. S.
Londres, 15 de octubre de 1831
[1818]
El suceso en el que se basa esta obra de ficción ha sido considerado por el doctor Darwin, y algunos de los escritores fisiologistas de Alemania, como no completamente imposible. No debe suponerse que yo otorgue seriamente el más leve grado de credibilidad a tales fantasías; sin embargo, al asumirlo básicamente como un producto de la imaginación, no me he considerado a mí misma como un mero tejedor de tramas de terrores sobrenaturales. El hecho del que depende el interés de la historia carece de las desventajas de un simple cuento de fantasmas o encantamientos. Se apoyaba en la novedad de las situaciones que desarrolla, y, aunque es imposible como hecho físico, aporta a la imaginación un punto de vista respecto a la definición de las pasiones humanas más amplio y exigente que ninguno de los que los ordinarios relatos de tales sucesos de los que ahora se dispone es capaz de ofrecer.
Me he propuesto, pues, preservar la veracidad de los principios elementales de la naturaleza humana, al tiempo que no he tenido escrúpulos en innovar en lo que se refiere a sus combinaciones. La Ilíada, el poema trágico de Grecia, Shakespeare en La Tempestad y en El sueño de una noche de verano, y muy en especial Milton en El Paraíso Perdido, se atienen a esta regla, y el más modesto novelista, que busca proporcionar o recibir distracción por medio de su trabajo, puede, sin pecar de atrevimiento, aplicar a la ficción en prosa una licencia, o más bien una regla, cuya adopción en numerosas combinaciones exquisitas de sentimientos humanos ha dado como resultado los más sublimes ejemplos de poesía.
Las circunstancias en las que se apoya mi relato fueron sugeridas durante una conversación trivial. Tuvo comienzo en parte como forma de diversión y en parte como una manera de ejercitar recursos de la mente aún intactos. A medida que la obra avanzaba otros motivos se mezclaron a éstos. No me deja en absoluto indiferente la forma en la cual las inclinaciones morales que puedan existir en los sentimientos o personajes que contiene la obra sean susceptibles de afectar al lector; empero mi principal preocupación al respecto se ha limitado a evitar los deprimentes efectos de las novelas de hoy en día, y a la exhibición de la afabilidad de los afectos domésticos y la excelencia de la virtud universal. Las opiniones que surgen naturalmente del carácter y situación del héroe no deben en absoluto ser entendidas como si fueran siempre mías propias; tampoco debe inferirse de las páginas que siguen prejuicio alguno contra ningún tipo de doctrina filosófica.
Es también para la autora objeto de interés añadido el hecho de que esta historia se comenzara en la majestuosa región donde se desarrolla principalmente el argumento, y en una compañía que no puede dejar de echarse en falta. Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La estación fue fría y lluviosa, y por las tardes nos agrupábamos alrededor de un brillante fuego de leña, y a veces nos distraíamos con algunas historias alemanas de fantasmas que habían llegado a nuestras manos. Aquellos cuentos despertaron en nosotros un juguetón deseo de imitación. Otros dos amigos (un cuento de la pluma de uno de ellos sería, de lejos, mucho más aceptable para el público que cualquiera que pueda yo nunca tener la esperanza de escribir) y yo misma nos pusimos de acuerdo para escribir cada uno una historia, basada en algún suceso sobrenatural.
El tiempo, sin embargo, se despejó repentinamente, y mis dos amigos me dejaron para irse de viaje por los Alpes, y, ante los magníficos paisajes que se les presentaban, olvidaron por completo sus visiones fantasmales. El cuento que sigue es el único que fue terminado.
Marlow, septiembre de 1817
FRANKENSTEIN
O
EL MODERNO
PROMETEO
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17... Te alegrarás de saber que ningún desastre ha acompañado el comienzo de una empresa que tú considerabas bajo tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es tranquilizar a mi querida hermana respecto a mi bienestar y creciente confianza en el éxito de mi propósito.
Ya me encuentro muy lejos de Londres, al norte, y, cuando ando por las calles de San Petersburgo, siento que una fría brisa septentrional me acaricia las mejillas, lo que tonifica mis nervios y me llena de placer. ¿Entiendes este sentimiento? Esa brisa, que ha viajado desde las regiones hacia las que yo me dirijo, me da un anticipado sabor de aquellos climas helados. Inspirado por este viento prometedor, mis ilusiones se hacen más fervientes y vívidas. En vano intento persuadirme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación; siempre se presenta a mi imaginación como la sede de la belleza y el placer. Allí, Margaret, el sol siempre está visible, su ancho disco se limita a rozar el horizonte, y a difundir un esplendor perpetuo. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía concederé algún crédito a anteriores navegantes—, allí la nieve y el hielo no existen y, navegando por un mar en calma, podemos ser suavemente llevados hasta una tierra que sobrepasa en prodigios y en belleza a cualquier región de las hasta ahora descubiertas en el mundo habitado. Puede que sus recursos y peculiaridades carezcan de parangón, como indudablemente ocurre con los fenómenos de los cuerpos en aquellas soledades inexploradas.
¿Qué es imposible esperar en un país de luz eterna? Puede que allí yo descubra la fuerza prodigiosa que atrae la aguja de la brújula y pueda verificar un millar de observaciones celestes que precisan sólo de este viaje para aclarar para siempre sus aparentes excentricidades. Saciaré mi ardiente curiosidad con la visión de una parte del mundo que nunca antes ha sido visitada, y podré quizás hollar un suelo en el que nunca se ha imprimido antes la huella del hombre. Éstos son mis alicientes, y son lo bastante para vencer todo temor al peligro o a la muerte, y para inducirme a comenzar este trabajoso viaje con la alegría que siente un niño cuando se embarca en un pequeño bote, con sus compañeros de vacaciones, en una expedición de descubrimiento de su río natal. Pero, suponiendo que todas esas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento de un paso cerca del Polo hacia aquellos países a los que actualmente se requieren varios meses para llegar; o al desvelar el secreto de la aguja magnética, lo cual, de ser posible, sólo puede llevarse a cabo con una empresa como la mía.
Estas reflexiones han disipado la agitación con la que di comienzo a mi carta, y siento resplandecer mi corazón con un entusiasmo que me alza hasta los cielos, porque nada contribuye tanto a tranquilizar la mente como un propósito firme, un punto en el que el alma puede fijar su mirada intelectual. Esta expedición ha sido el sueño favorito de mi edad temprana. He leído con fervor los relatos de diversos viajes hechos con la finalidad de alcanzar el Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. Quizás recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas consistía en la historia de todos los viajes de descubrimientos. Mi educación fue descuidada, pero adoraba leer. Esos volúmenes fueron noche y día mi materia de estudio, y mi estrecho contacto con ellos acrecentaba aquella pena que sentí, de niño, cuando supe que en sus últimas voluntades mi padre había prohibido a mi tío que me permitiera emprender una vida de marino.
Esas visiones se disiparon cuando, por vez primera, recorrí las líneas de aquellos poetas cuyas pasiones me arrebataron el alma y la elevaron a los cielos. Me convertí también en un poeta, y viví durante un año en un paraíso creado por mí; imaginaba que yo también podría hacerme un hueco en el templo donde eran venerados los nombres de Homero y de Shakespeare. Estás bien al corriente de mi fracaso, y de cuán profundamente me afectó el desengaño. Pero justo por entonces heredé la fortuna de mi primo, y mis pensamientos volvieron a fluir por el canal que anteriormente los encauzaba.
Han pasado seis años desde que tomé mi actual resolución. Incluso ahora, puedo recordar el momento a partir del cual me dediqué a esta gran empresa. Empecé por someter mi cuerpo a una vida dura. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al Mar del Norte, soporté voluntariamente el frío, el hambre, la sed y la falta de sueño. Muchas veces trabajé durante el día más de lo que normalmente lo hacen los marineros y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la medicina teórica y a aquellas ramas de las ciencias físicas que podrían resultar más útiles para un aventurero marítimo. De hecho, me enrolé en dos ocasiones como ayudante en un ballenero de Groenlandia, y desempeñé mi tarea con felicitaciones. Debo reconocer que experimenté cierto orgullo cuando mi capitán me ofreció el puesto de segundo de a bordo en el navío, e insistió con el mayor empeño en que me quedara; hasta tal punto consideraba valiosos mis servicios.
Y ahora, mi querida Margaret, ¿acaso no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Mi vida podría haber discurrido en la comodidad y el lujo, pero preferí la gloria a cualquiera de las tentaciones que la riqueza situó en mi sendero. ¡Oh, si alguna voz alentadora respondiese afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes pero mis esperanzas fluctúan, y mi ánimo está con frecuencia deprimido. Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil, cuyas vicisitudes exigirán toda mi fortaleza. Se me pide, no sólo levantar el ánimo de los otros, sino algunas veces saber mantener el mío propio cuando los suyos flaqueen.
Ésta es la época más favorable para viajar por Rusia. Ellos vuelan con rapidez sobre la nieve en los trineos, el movimiento es agradable y, en mi opinión, mucho más cómodo que el de una diligencia inglesa. El frío no es excesivo si uno está bien envuelto en pieles, una vestimenta que ya he adoptado, porque hay una gran diferencia entre caminar por la cubierta y permanecer sentado sin moverse durante horas, cuando no existe ejercicio alguno que impida a la sangre helarse materialmente en las venas. No tengo intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arcángel.
Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y me propongo alquilar allí un barco, cosa que puede hacerse fácilmente pagando el seguro al dueño, y pienso contratar a tantos marineros como crea necesarios, entre aquéllos que están acostumbrados a la pesca de la ballena. No tengo intención de hacerme a la vela hasta el mes de junio, y ¿cuándo volveré? Ah, querida hermana, ¿cómo puedo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, pasarán quizás muchos, muchos meses, tal vez años, antes de que tú y yo podamos reunirnos. Si fracaso, quizás me verás de nuevo pronto, o nunca.
Adiós, mi querida, excelente Margaret. Que el Cielo derrame sus bendiciones sobre ti, y me proteja de forma que yo pueda una y otra vez de nuevo darte testimonio de mi agradecimiento por todo tu amor y bondad.
Tu hermano que te quiere,
R. Walton
«Ciertamente no hallaré amigo alguno en el ancho océano, ni siquiera tampoco aquí, en Arcángel, entre comerciantes y marineros.»
Carta II/pág. 48
Arcángel hacia 1835
–grabado, detalle.
Institut Hildburghause.