ÍNDICE

TABLA DE ABREVIATURAS

Ab Abdías
Ag Ageo
Am Amós
Ap Apocalipsis
Ba Baruc
1 Cor Primera Carta a los Corintios
2 Cor Segunda Carta a los Corintios
Col Carta a los Colosenses
1 Cro Libro 1 de las Crónicas
2 Cro Libro 2 de las Crónicas
Ct Cantar de los Cantares
Dn Daniel
Dt Deuteronomio
Ef Carta a los Efesios
Esd Esdras
Est Ester
Ex Éxodo
Ez Ezequiel
Flm Carta a Filemón
Flp Carta a los Filipenses
Ga Carta a los Gálatas
Gn Génesis
Ha Habacuc
Hb Carta a los Hebreos
Hch Hechos de los Apóstoles
Is Isaías
Jb Job
Jc Jueces
Jdt Judit
Jl Joel
Jn Evangelio según san Juan
1 Jn Primera Carta de san Juan
2 Jn Segunda Carta de san Juan
3 Jn Tercera Carta de san Juan
Jon Jonás
Jos Josué
Jr Jeremías
Judas Carta de san Judas
Lc Evangelio según san Lucas
Lm Libro de las Lamentaciones
Lv Levítico
1 M Libro Primero de los Macabeos
2 M Libro Segundo de los Macabeos
Mc Evangelio según san Marcos
Mi Miqueas
Ml Malaquías
Mt Evangelio según san Mateo
Na Nahum
Ne Nehemías
Nm Números
Os Oseas
1 P Primera Carta de san Pedro
2 P Segunda Carta de san Pedro
Pr Proverbios
Qo Libro de Qohélet (Eclesiastés)
1 R Libro Primero de los Reyes
2 R Libro Segundo de los Reyes
Rm Carta a los Romanos
Rt Rut
1 S Libro Primero de Samuel
2 S Libro Segundo de Samuel
Sal Salmos
Sb Sabiduría
Si Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)
So Sofonías
St Carta de Santiago
Tb Tobías
1 Tm Primera Carta a Timoteo
2 Tm Segunda Carta a Timoteo
1 Ts Primera Carta a los Tesalonicenses
2 Ts Segunda Carta a los Tesalonicenses
Tt Tito
Za Zacarías

Sermón 10
DIOS NOS VISITA EN SECRETO Y DE REPENTE*
[n. 283 | 2 de febrero de 1831]
En la fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen María

«El Reino de Dios no viene con espectáculo» (Lc 17,20)

Celebramos hoy la presentación de Cristo en el templo según el mandato de la Ley mosaica, como se establece en el capítulo 13 del libro del Éxodo y en el 12 del Levítico. Cuando los israelitas salieron de Egipto, los primogénitos de los egipcios fueron visitados por la muerte «desde el primogénito del Faraón que se sienta en su trono hasta el primogénito del cautivo que está en prisión; y también a todo primogénito de animal» (Ex 12,29). Por consiguiente, y en agradecido recuerdo de esta destrucción y de su propia liberación, todo varón israelita nacido primogénito estaba dedicado a Dios, y lo mismo toda primera cría del ganado. Más adelante, los levitas fueron tomados como posesión peculiar de Dios, en lugar de los primogénitos (Nm 3,12-13), pero se siguió llevando de forma solemne a los primogénitos al templo en un determinado momento después de su nacimiento, para ser presentados a Dios y luego redimidos o comprados por una cierta cantidad. También se ofrecían algunos sacrificios por la madre, para su purificación, después del parto y por eso la fiesta de hoy en memoria de la presentación de Cristo en el templo, se llama normalmente la Purificación de la Santísima Virgen María.

Nuestro Salvador nació sin pecado. Su Madre, la Santísima Virgen María, no tenía que hacer ninguna ofrenda porque no necesitaba purificación. Por el contrario, fue precisamente el mismo nacimiento del Hijo de Dios lo que santificó la entera raza de la mujer y convirtió en bendición lo que era su maldición. Sin embargo, como Cristo deseaba «cumplir toda justicia» para obedecer todos los mandatos de la alianza bajo la que había nacido, su Madre María se sometió a la Ley para mostrarle respeto.

Éste es el acontecimiento de la infancia de nuestro Salvador que conmemoramos hoy: su Presentación en el templo simultánea a la purificación de su Madre la Virgen. En aquel momento fue algo memorable gracias a los himnos y alabanzas de Simeón y Ana, que habían recibido una revelación sobre Él. Aparte de éstos, había también otros que «esperaban la redención de Israel», a los que también se otorgó la vista del Niño Salvador. Pero lo importante de este acontecimiento es que supone el cumplimiento de una profecía. Malaquías había anunciado la Visitación del Señor a su templo con estas palabras: «enseguida llegará a su Templo el Dueño, a quien buscáis» (Ml 3,1), palabras que aunque se cumplieron de diversas maneras a lo largo de su ministerio público, tuvieron su primer cumplimiento en la humilde ceremonia conmemorada hoy. Al considerar la grandeza de la predicción y lo poco ostentoso de su cumplimiento, nos vemos llevados a meditar en los caminos del Señor y a sacar útiles lecciones para nosotros. Ésta es la reflexión que me propongo hacer sobre el objeto de esta fiesta.

Hoy se nos recuerda lo silenciosamente que actúa la Providencia, cómo Dios realiza de forma serena, sirviéndose de la naturaleza, grandes hechos previstos tiempo atrás y cómo, al mismo tiempo, actúa sobre el mundo de forma repentina y calmada. Pensad en qué consiste su intervención en el caso presente. Llevan al templo a un niño pequeño, como los demás primogénitos. Nada hay aquí raro o llamativo. Sus padres vienen con él, gente modesta, que trae la ofrenda de pichones o palomas para la purificación de la madre. En el templo se encuentran con un anciano que toma al niño en sus brazos, da gracias a Dios y bendice a los padres. A continuación, se les une una mujer de edad avanzada, una viuda de ochenta y cuatro años que, por edad, ya no hacía servicio en el templo y no parecía más que una buena presa para la muerte. También ella hace una acción de gracias y habla sobre el niño a otras personas que están allí presentes. Después, todos se van de allí.

Nada especialmente grandioso o impresionante. Nada que excite los sentimientos, el interés o la imaginación. Sabemos lo que piensa el mundo de un grupo como ése: a los débiles y desamparados, ancianos o niños, se los mira con negligencia y se pasa de largo. Sin embargo, todo aquello era realmente el cumplimiento de una antigua y solemne profecía. El niño en brazos era el Salvador del mundo, el heredero legítimo que venía, disfrazado de forastero, a visitar su propia casa. La Escritura había dicho «el Dueño, a quien buscáis. Ved que ya llega. ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién se sostendrá en pie cuando aparezca?» (Ml 3,1-2). Ahora tomaba posesión. El anciano que tomó al niño en brazos, había recibido los dones del Espíritu Santo y tenía la promesa de ver a su Señor antes de morir; llegó al templo guiado por un impulso del cielo y encontró dentro de sí pensamientos inexpresables de alegría, gratitud y esperanza, extrañamente mezclados con sobrecogimiento, temor, asombro dolorido y «amargura de espíritu». También Ana, la mujer de la doble cuarentena, era profeta, y los que andaban a su lado y la oyeron eran el verdadero Israel que buscaba con fe la anunciada redención de la humanidad; ésos eran los que, según la profecía, «buscaron» y «se regocijaron» por adelantado en el «mensajero» del pacto de misericordia de Dios. Y otra profecía dice: «Mayor será la gloria de este Templo, el postrero, que la del primero» (Ag 2,9). Fijaos qué gloria: un niño pequeño y sus padres, dos ancianos y una partida de gente sin renombre, de quienes no queda recuerdo alguno. «El Reino de Dios no viene con espectáculo».

Así se han sido siempre las intervenciones de Dios, tanto cuando aniquila a sus enemigos como cuando libera a su pueblo: silenciosas, repentinas, imprevistas en lo que respecta al mundo, aunque previstas a los ojos de todos los hombres, y en esa medida comprendidas y esperadas por su verdadera Iglesia. El diluvio fue una de esas intervenciones. Noé predicaba la justicia pero los pecadores estaban cegados ante el juicio divino que les esperaba. «Comían y bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que Noé entró en el arca, y vino el diluvio e hizo perecer a todos». Así fueron derribadas Sodoma y Gomorra. «Lo mismo sucedió en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; pero el día en que salió Lot de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y los hizo perecer a todos» (Lc 17,27-29). Más: «Cuando los caballos del Faraón con sus carros y guerreros entraron en el mar, el Señor hizo que las aguas se volvieran sobre ellos» (Ex 15,19). La caída de Senaquerib fue también silenciosa y repentina, cuando menos lo esperaba su ejército enorme: «Salió el ángel del Señor e hirió a ciento ochenta y cinco mil en el campamento de los asirios. Cuando se levantaron por la mañana, vieron que todos aquellos eran cadáveres» (Is 37,36). Baltasar y Babilonia fueron sorprendidos en medio de la gran fiesta del rey a sus mil nobles. Cuando Nabucodonosor se estaba jactando, perdió la razón de manera súbita. Cuando la muchedumbre lanzaba halagos impíos a la arenga de Herodes, «al instante le hirió un ángel del Señor, porque no había dado gloria a Dios; y expiró comido por los gusanos» (Hch 12,23). Tanto si tomamos el primer juicio sobre Jerusalén como el último, ambas intervenciones fueron predichas como repentinas. Sobre la primera Isaías había declarado que vendría «de repente, por sorpresa» (Is 30,13); de la última dice Malaquías: «enseguida llegará a su Templo el Dueño, a quien buscáis» (Ml 3,1). Y así será también su última venida a la tierra. Los hombres estarán en sus trabajos en la ciudad o en el campo, y los sorprenderá como una tormenta. «Estarán dos moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada. Dos hombres estarán en el campo: uno será tomado y el otro dejado» (Lc 17,34-35).

Y a pesar de advertencias tan claras, no puede ser de otra manera si consideramos cómo marcha el mundo, ahora y siempre. Los que andan absorbidos en los asuntos de la vida activa no pueden juzgar del curso y tendencia general de las cosas. Confunden los grandes hechos con los insignificantes, y miden la importancia de los asuntos como en perspectiva: por la mera regla de lo que está más cerca o más lejos. Y en el campo sólo a cierta distancia puede uno hacerse con las líneas maestras y las características del panorama. Ha de ser el santo Daniel, aislado entre los cortesanos, o Elías, el recluso del monte Carmelo, quienes pueden resistir a Baal o predecir el tiempo de las providencias de Dios con las naciones. Para la mayoría de la gente todo marcha a su curso hacia el final, como ha sido desde el comienzo de la creación. Los asuntos de estado, los cambios en la sociedad, la marcha de la naturaleza, todo sigue como siempre hasta la llegada de Cristo. «El sol salió sobre la tierra» y brillaba como siempre ese mismo día de ira en que Sodoma fue destruida. La gente no acepta que su propia época sea un tiempo de especial maldad porque, como no estudian la Escritura ni ejercitan su corazón para ser santos, carecen de término de comparación. No sacan aviso de los problemas e incertidumbres, que más bien los apartan de buscar las causas terrenas de unos y otras, y de sus posibles remedios. Los consideran parte de la humana condición, resultado necesario de esta o aquella situación social.

Cuando el poder de los asirios aumentó, los judíos estaban recibiendo (podemos suponer) una clara llamada a la penitencia. Pues no. Quisieron oponer fuerza a la fuerza. Buscaron refugio contra Asiria en Egipto, su antiguo enemigo. Probablemente, se autoconvencieron de lo que consideraron una visión templada, ilustrada y optimista de los asuntos públicos. Pensarían que el mayor poder de Asiria era una ventaja y no un inconveniente, pues establecía cierto equilibrio frente al poder de Egipto, lo cual redundaba en su propia seguridad. Lo cierto es que los encontramos aliándose primero con un reino, luego con otro, como quienes leen (eso creen) «los signos de los tiempos» y aspiran a cierta sabiduría diplomática. Así va el mundo hasta que cae la ira sobre él, y ya no hay escape. «¡Venid! ¡Voy a tomar vino! ¡Emborrachémonos de licor! Mañana será como hoy, y aún mucho más» (Is 56,12), dicen.

En pleno deleite de sensualidad, de ambición, codicia, orgullo o vanidad, llega la orden de destruir. La orden se da en secreto, los ángeles la oyen en el cielo y unos pocos escogidos en la tierra, pero ningún gran acontecimiento da la alerta al mundo. La tierra estaba condenada al diluvio ciento veinte años antes de que «el decreto saliera» (So 2,2) o los hombres lo oyeran. Las aguas de Babilonia —su suerte— cambió y el conquistador estaba ya entrando en la ciudad cuando Baltasar celebraba su gran fiesta. La soberbia vuelve caprichosos a los hombres y la falta de moderación y el vivir espléndidamente se van metiendo sin sentir, como un fuego sin llama que durante un tiempo no altera la forma exterior de las cosas. Pero al final, corroídas, se desintegran solas y caen por su propio peso o por la acción de un pequeño golpe. Como dice el profeta, «esta iniquidad será para ti como una brecha a punto de romperse, pandeando y abriéndose en el muro, que se rompe de repente y en un instante». Esa misma corrupción interna de un pueblo es lo que parecen significar las palabras de nuestro Señor hablando de Jerusalén: «Dondequiera que esté el cadáver allí se reunirán los buitres» (Mt 24,28).

Siempre es provechoso pensar esto porque en todas las épocas el mundo es profano y ciego, y aunque Dios esconde su providencia, la lleva adelante. Pero es particularmente oportuno ahora, en la medida en que el momento actual está marcado más de lo normal por señas de soberbia y ceguera ante el castigo eterno. Si Cristo está a las puertas o no, es cosa que sólo unas pocas personas en toda Inglaterra pueden conjeturar, con la gracia de Dios. Pero que a todos nos está llamando a prepararnos para su venida, es más que evidente a cuantos tienen oídos y ojos religiosos. Aprovechemos, pues, esta fiesta para reflexionar, tomémosla como un día de recuerdo de sus intervenciones en el mundo. Partiendo de los hechos que celebramos, grabemos hondo en nuestro corazón que cosas pequeñas de este mundo están misteriosamente conectadas con cosas grandes; que ciertos momentos aislados, aprovechados o desperdiciados, son la salvación o la ruina de asuntos muy importantes. Al llegar a la casa del Señor, pensemos que cualquier acto de piedad nuestro podría estar vinculado de forma milagrosa con algún antiguo designio de Dios anunciado antes de nacer nosotros, y podría afectar a nuestra salvación. Tengamos temor a «perder» al Salvador, al contrario que Simeón y Ana, que lo encontraron. Tengamos en cuenta que Cristo no volvió a hacerse visible en el templo más que una sola vez más en treinta años, cuando había desaparecido toda una generación, la que vivía en el momento de aquella primera presencia suya. Llevemos esta consideración a nuestra vida diaria; pensemos que nuestra salvación podría depender de que evitemos este o aquel pecado concreto. Saquemos consuelo de los sucesos de este día cuando nos sintamos abatidos por el estado de la Iglesia. Quizá no logramos ver las señales de Dios. No parece que haya ningún profeta ni maestro para el pueblo, las tinieblas reinan sobre la tierra, no se escucha voz alguna que se alce en protesta. Sin embargo, y concediendo que las cosas están peor que nunca, cuando Cristo fue presentado en el templo, su época no tomó tanta nota, como sí hace la nuestra con su providencia hoy día. En realidad, nuestra situación es tanto peor cuanto más se acerca la Venida de nuestro Liberador. Aunque Él permanezca en silencio, no dudéis de que sus ejércitos avanzan hacia nosotros. Él viene por el cielo y ahora mismo tiene ya su campamento armado en las afueras de nuestro mundo. Aunque Cristo aún mantiene su puesto a la diestra de Dios Padre, ve todo lo que está pasando, y espera, y no faltará la hora de su venganza. ¿No escuchará a sus elegidos cuando claman a Él día y noche? El culto de alabanza y oración continúa; y la multitud lo desprecia. Día tras día, fiesta tras fiesta, ayuno tras ayuno, tiempo litúrgico tras tiempo litúrgico siguen según los mandatos del Señor; y el mundo los desdeña. Pero cuanto mayor sea la espera, más dura será su venganza y más rotunda la liberación de su pueblo.

¡Que el Señor salve a su Iglesia en esta hora de peligro, cuando Satanás pretende minar y corromper allí donde no se atreve a dar el asalto! Que Él suscite instrumentos de su gracia, avezados a reconocer las artes del Maligno, con ojos atentos, corazones templados y brazos poderosos para defender el tesoro de fe encomendado a los santos, y para levantar y avivar a sus hermanos somnolientos. «Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré hasta que su justicia despunte como la aurora, y su salvación arda como una antorcha... Los que invocáis al Señor no os toméis descanso. No le deis descanso hasta que restaure y haga de Jerusalén la alabanza de la tierra... Pasad, pasad por las puertas, preparad el camino al pueblo. Allanad, allanad la calzada, limpiadla de piedras. Alzad una bandera para los pueblos» (Is 62,1-10). Así habla el Todopoderoso a sus «guardianes de los muros de Jerusalén» y a la Iglesia le dice, para nuestro gran consuelo: «Ningún arma forjada contra ti tendrá éxito, y de toda lengua que te acuse en juicio, demostrarás su malicia. Ésta es la herencia de los siervos del Señor y su justicia viene de Mí —oráculo del Señor—» (Is 54,17).

Sermón 16
LA COBARDÍA RELIGIOSA*
[n. 296| 25 de abril de 1831]
En la fiesta de san Marcos, evangelista

«Levantad las manos caídas y las rodillas debilitadas» (Hb 12,12)

Los hechos principales de la vida de san Marcos son los siguientes: primero, que era sobrino de Bernabé y lo acompañó a él y a san Pablo en su primer viaje apostólico; segundo, que al cabo de poco tiempo los dejó y volvió a Jerusalén; y, tercero, que más tarde fue ayudante de san Pedro en Roma y escribió allí su evangelio principalmente a partir de lo que este último apóstol le había relatado; por último, que Pedro lo envió a Alejandría, en Egipto, donde fundó una de las iglesias más estrictas y poderosas de los primeros tiempos.

Los temas que cabe estudiar en esta historia son éstos: que abandonó la causa del Evangelio en cuanto apareció el peligro y que después demostró ser no sólo un cristiano sino un cumplidor y decidido siervo de Dios, que fundó y rigió aquella iglesia de Alejandría. Y el instrumento de este cambio fue, al parecer, la influencia de Pedro, que recuperó un discípulo timorato y reticente.

La enseñanza que recibimos de estas circunstancias de la historia de san Marcos es que incluso el más débil de nosotros puede hacerse fuerte, a través de la gracia de Dios. Y la advertencia que hay que entresacar es que debemos desconfiar de nosotros mismos y no despreciar a los miembros más débiles del rebaño ni retirarles nuestra esperanza sino cargar con sus cargas y ayudarles a seguir adelante si queremos devolverlos al camino. Estudiamos con más detalle esta cuestión.

Algunos hombres son activos e impetuosos por naturaleza; otros aman la tranquilidad y ceden en seguida. Al que es demasiado celoso hay que atemperarlo, al indolente hay que moverlo a la acción. La historia de Moisés nos ofrece el ejemplo de un espíritu orgulloso y áspero, pero sometido a una extrema delicadeza de conducta. En la grandeza del cambio obrado en él, que de fiero aunque honrado vengador de su pueblo se convirtió en el más humilde de los hombres, se demuestra el poder de la fe y la influencia del Espíritu en el corazón. La historia de san Marcos aporta un ejemplo del otro tipo de transformación: desde la pusilanimidad hacia la audacia. Por muy difícil que resulte someter las pasiones más violentas, creo que es aún más difícil superar la tendencia a la pereza y la cobardía, y aunque ese progreso delata una fe débil podemos creer que a veces el Espíritu Santo obra a través de estos medios, aunque lenta e imperceptiblemente. Por otra parte, estas circunstancias no hacen sino acrecentar los defectos del tímido o poco resuelto, que se hacen más indolentes, egoístas y débiles de corazón según pasan los años, y encuentran una especie de confirmación de su indebida precaución en su experiencia de las vicisitudes de la vida.

Por tanto, el cambio que vivió san Marcos puede considerarse aún más sorprendente que el del gran legislador hebreo. «Por medio de la fe» se hizo «fuerte, siendo débil», y se convirtió en testimonio de los maravillosos y gloriosos dones de la última manifestación de la gracia de Dios en el Evangelio.

Veamos en qué consiste la flaqueza de san Marcos. Existe la deserción repentina, producto de la confianza en uno mismo, que es la que había protagonizado san Pedro. Había confiado demasiado en sus buenos sentimientos: era honrado y sincero, y creyó que podía hacer lo que deseaba, pero ¡qué cosas más distintas son desear y hacer! Y, sin embargo, somos capaces de confundirlas. Es verdad que a veces el deseo intenso de un cierto objeto superará mediante un impulso repentino todas las dificultades y alcanzará su meta sin práctica previa. Sin duda el entusiasmo hace maravillas en este sentido, del mismo modo que a veces hombres de constitución débil pueden dar golpes de increíble fuerza debido a la excitación. A veces ese entusiasmo nos pone en marcha y, una vez superados los primeros obstáculos, proseguimos el camino con muy poco esfuerzo, comparativamente. Todo esto, que de vez en cuando comprobamos que es posible, nos deja con la convicción, que por nosotros mismos desconocíamos, de que un temperamento excitable es la condición principal que se requiere para cualquier trabajo. Y cuando, en nuestra imaginación, nos vemos a nosotros mismos participando con gran esfuerzo en una empresa, o cuando vemos a otros haciéndolo, el heroísmo parece tan fácil que no podemos aceptar la posibilidad de nuestro fracaso si la circunstancias nos pusieran ante un deber penoso. San Pedro creyó que podía preservar su integridad porque deseaba hacerlo, y cayó por ignorar la dificultad de lo que deseaba hacer.

En cambio, en san Marcos no tenemos ningún indicio de que existiera esa confianza en sí mismo. Más bien vemos en ella el estado de las multitudes en nuestros días, que pasan por la vida con un cierto sentido religioso en su cabeza, que han recibido una buena educación y conocen la Verdad, que se retiran cuidadosamente cuando el peligro se presenta a cierta distancia pero que se desdicen de su profesión de fe cuando se les presenta inesperadamente alguna prueba. La madre de Marcos era una mujer de cierta influencia entre los cristianos de Jerusalén y su tío, Bernabé, un eminente apóstol. Seguro que había recibido una educación religiosa y, como amigo de los apóstoles en el seno de la pura Iglesia de Cristo, contaba con los mejores modelos de santidad ante sus ojos, con la enseñanza más clara, con las más plenas influencias de la gracia. Estaba protegido contra la tentación. Pero le llegó el momento de poner a prueba la verdadera fortaleza de su fe y su obediencia: Pablo y Bernabé fueron enviados a predicar a los paganos, y se llevaron a Marcos como ayudante. Primero fueron en barco a Chipre, la tierra natal de Bernabé, la recorrieron y regresaron al continente. Ésta parece haber sido su primera salida a un país desconocido. Marcos se asustó ante la proximidad del peligro, y volvió a Jerusalén.

Ahora bien, ¿quién no ve que un carácter, una prueba y una caída como éstas se dan en todos los tiempos, además de los de los apóstoles? O, por expresarlo de modo más exacto: ¿quién negará que hoy hay multitudes en la Iglesia que sólo pueden dar pruebas de esa fe y virtud pasivas que tan insuficientes se demostraron en Marcos ante una pequeña prueba? ¿Quién no alberga dudas en su corazón, y más en tiempos como los presentes, en los que la firmeza de los cristianos se ve tan raramente puesta a prueba, de que su propia lealtad a la causa de su Salvador no sea tal vez más verdadera ni más firme que la de aquel sobrino de un gran apóstol? Cuando la Iglesia no se ve perseguida, como ha sido el caso durante mucho tiempo en este país, cuando se preserva el orden público en la sociedad y se garantizan los derechos y las propiedades, corremos el peligro de juzgarnos por lo que hay fuera de nosotros y no por lo que hay dentro. Damos por supuesto que somos cristianos porque hemos recibido una buena educación y porque frecuentamos los sacramentos de Cristo. Pero, aunque los medios de la gracia constituyen un gran privilegio y un deber, la lectura y la oración no son suficientes ni nos harán cristianos por sí mismas. Nos darán un conocimiento adecuado y buenos sentimientos, pero no una fe firme y una decidida obediencia. Los cristianos como Marcos abundarán en una iglesia próspera, pero cuando lleguen los problemas no estarán preparados. Han estado tan acostumbrados a la paz en las cosas exteriores que no les gusta que se les diga que el peligro está cerca: en su imaginación han establecido que van a vivir mucho tiempo y van a morir tranquilos. Miran los acontecimientos del mundo con optimismo, como dicen ellos, y se convencen a sí mismos. A continuación, hacen concesiones para que sus predicciones y deseos se cumplan, y entregan la causa de Cristo para que los no creyentes no lancen contra ella un ataque abiertamente. Algunos de estos cristianos son hombres cultivados y de gusto refinado, que abandonan pronto la vida dura del peregrino, a la que se les llama, como algo extraño y extravagante. Consideran a aquellos que tienen una visión más simple de los deberes y las posibilidades de la Iglesia como meros exaltados o personas de mente perversa. Para decirlo claramente, un estado de persecución no es lo que se suele llamar familiarmente su elemento natural; en él no pueden respirar. ¡Qué distinto del apóstol que, se encontrase en el estado en que se encontrase, aprendió a estar contento y a ser todo con todos! Así, si a veces nos hemos acomodado debido a una prolongada seguridad y nos vemos tentados de preferir los tesoros de Egipto a los reproches de Cristo, ¿qué podemos hacer, qué debemos hacer sino rezar a Dios para que de algún modo ponga a prueba el corazón mismo de la Iglesia y nos aflija aquí mejor que en la otra vida? Por muy terrible que sea la posibilidad del triunfo temporal de Satán y por muy fieros que sean los cascos de sus caballos y detestable la causa por la que combaten, es mejor que esa angustia caiga sobre nosotros que ver cómo nuestros herederos se convierten en el escondite de un espíritu de autocompasión y de tibieza. ¡Que Dios surja y sacuda terriblemente la tierra (por muy terrible que sea esta oración) antes de que la doblez se oculte entre nosotros y las almas se pierdan debido a la comodidad presente! ¡Que se alce Dios, si no hay otra posibilidad, y nos castigue con su suave disciplina, la que mejor soportan nuestros corazones, expulsando nuestros pecados de este mundo para que no nos condenemos en el día del Señor, avergonzándonos aquí y reprobándonos por boca de sus siervos, acogiéndonos luego y conduciéndonos por un mejor camino a una esperanza más verdadera y santa! ¡Que nos sacuda hasta separar el grano de la paja! —aunque, al invocarlo así, sabemos lo que pedimos y, aun sintiendo que el fin es bueno, no podemos saber lo terrible de ese castigo del que hablamos con tanto desparpajo. Ciertamente no podemos medir los terrores del juicio de Dios y empleamos las palabras a la ligera. Pero no puede estar mal usarlas si vemos que son la mejor ofrenda que podemos hacer a Dios y por eso le pedimos que, mientras tanto, siga conduciéndonos y nos dé la fuerza para soportar la prueba cuando nos llegue el turno. Así, de pusilánimes desertores de la causa de la verdad nos convertiremos en evangelistas, hablando las palabras de Cristo y refiriendo su vida y su muerte, soportando con fortaleza nuestros padecimientos y construyendo la Iglesia con el celo y la rectitud de los que desprecian esta vida excepto en la medida en que conduce a otra.

Por último, no olvidemos, debido a una fantasía demasiado excitable o a la añoranza de glorias pasadas, las ventajas con las que contamos. No hace falta pasar por las tribulaciones de los apóstoles para alcanzar su fe. Incluso en tiempos más tranquilos podemos alcanzar la santidad si empleamos los medios que se nos han dado. Las pruebas llegan cuando olvidamos los dones recibidos —llegan entonces para recordárnoslos y hacernos dignos de emplearlos y usarlos como conviene.

Sermón 27
SIN DOBLEZ*
[n. 308 | 24 de agosto de 1831]
En la fiesta de san Bartolomé, apóstol

«Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:
‘aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez’» (Jn 1,47)

San Bartolomé, cuya fiesta celebramos hoy, parece ser el mismo que el Natanael mencionado en el texto. En efecto, Natanael fue uno de los primeros seguidores de Cristo, pero su nombre no vuelve a aparecer hasta el último capítulo del evangelio de san Juan, donde se lo menciona en compañía de algunos de los apóstoles a quienes Cristo se apareció después de resucitar. ¿Y por qué se iba a registrar la llamada de Natanael al comienzo del evangelio, entre los actos con que Cristo inauguraba su ministerio, si no fuese un apóstol? Felipe, Pedro y Andrés, mencionados en la misma ocasión, eran todos apóstoles; y el nombre de Natanael se introduce sin preámbulos, como si fuese familiar a cualquier lector cristiano. Cuando aparece de nuevo, al final del evangelio, otra vez está entre los apóstoles. Además, los apóstoles fueron especialmente testigos de Cristo resucitado. Él se manifestó «no a todo el pueblo», dice Pedro, «sino a testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos» (Hch 10,41). La ocasión en que se menciona a Natanael fue una de esas manifestaciones. «Ésta fue la tercera vez», dice el evangelista, «que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos» (Jn 21,14). Natanael estaba presente cuando Él dio a san Pedro su misión y predijo su martirio y la larga vida de san Juan. Todo esto nos lleva a conjeturar que Natanael es uno de los apóstoles bajo otro nombre. Ahora bien, no es Andrés, Pedro ni Felipe, pues a éstos se los menciona junto con él en el primer capítulo del evangelio; tampoco es Tomás, Santiago ni Juan, en compañía de los cuales se encuentra en el último capítulo; tampoco es Judas —como parecería— porque el nombre de Judas se halla en el capítulo 14 de san Juan. Quedan cuatro apóstoles cuyo nombre no da este evangelio: Santiago el Menor, san Mateo, san Simón y san Bartolomé. De éstos, se sabe que san Mateo se llamaba por otro nombre Leví, y Santiago era pariente de nuestro Señor, no un extraño, como evidentemente era Natanael. Así que Natanael, si era un apóstol, era o Simón o Bartolomé. Nótese ahora que, según san Juan, fue Felipe quien llevó a Natanael ante Cristo; por tanto, Natanael y Felipe eran amigos. En los otros evangelios, en la lista de apóstoles, Felipe se asocia con Bartolomé: «Simón y Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé» (ver Mt 10, 3). Esto prueba en alguna medida que Bartolomé, y no Simón, es el Natanael de san Juan. Es verdad que otros han sugerido que era Matías, y no uno de éstos, porque su nombre significa más o menos lo mismo que Natanael en el idioma original. Sin embargo, como autores de fecha temprana han optado en favor de Bartolomé, yo haré lo mismo en lo que sigue.

Así pues, ¿qué aprendemos de su carácter e historia tal como han quedado registrados? Nos proporcionan una lección instructiva. Cuando Felipe le dijo que había encontrado al tan esperado Mesías, de quien había escrito Moisés, Natanael —es decir, Bartolomé— al principio dudó. Conocía las Escrituras, y sabía que el Cristo tenía que nacer en Belén, mientras que Jesús vivía en Nazaret, lo que hizo suponer a Natanael que éste era su lugar de nacimiento; él no sabía de ninguna promesa especial relacionada con esta ciudad, que tenía mala fama, y pensó que nada bueno podía salir de allí. Felipe le dijo que fuese con él a verlo, y él fue a verlo, como hombre humilde y sencillo que era, con un deseo sincero de llegar a la verdad. En consecuencia, se le concedió una entrevista con nuestro Salvador, y se convirtió.

Por lo sucedido en esta entrevista descubrimos algo del carácter de san Bartolomé. Nuestro Señor dijo de él: «aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). Además, al parecer, antes de que Felipe lo invitase a venir ante Cristo, estaba en meditación u oración, en el recogimiento que le proporcionaba una higuera. Ésta parece haber sido la vida de alguien que estaba destinado al activo papel de apóstol: serena por fuera, sin doblez por dentro. ¡Ésta era la tranquilidad que lo preparaba para grandes peligros y sufrimientos! ¡Ya vemos quiénes resultan ser los cristianos más heroicos y los más honrados por Cristo!

Una vida corriente y sin alteraciones es lo que ha tocado en suerte a la mayoría de las personas, aunque haya a veces problemas o accidentes de algún tipo; y tendemos a despreciar esa vida y a cansarnos de ella, y a sentir anhelos de ver mundo; o, en cualquier caso, pensamos que una vida así no da grandes oportunidades para actuar con fidelidad cristiana. Levantarse, recorrer las mismas obligaciones, y volver a descansar, día tras día; pasar semana tras semana, empezando por el servicio divino el domingo, y de nuevo a las tareas mundanas; continuar así año tras año, mientras vamos envejeciendo: una vida monótona como ésta nos parecerá inútil cuando nos paremos a pensar en ella. En realidad, hay muchos que no piensan en absoluto, sino que viven metidos en su ronda de ocupaciones, sin cuidarse de Dios ni de la religión, arrastrados por el curso natural de las cosas en un tedio irracional, como los animales que mueren. Pero cuando una persona empieza a sentir que tiene un alma, y una tarea que llevar a cabo, y una recompensa que ganar —mayor o menor según haga prosperar los talentos que se le han confiado—, entonces es natural que se inquiete, deseando ser salvado, y que diga: «¿Qué debo hacer para agradar a Dios?». Y a veces llega a pensar que debería ser útil en una medida grande, y abandona su estilo de vida para poder hacer algo que cree que merece la pena. Aquí tenemos la historia de san Bartolomé y los demás apóstoles para hacernos volver en nosotros mismos, y para asegurarnos que no tenemos que abandonar nuestro modo de vida habitual para servir a Dios; que la condición más humilde y tranquila es agradable a Él si se aprovecha debidamente; más aún, en ella hay medios para que madure el más elevado carácter de cristiano, incluso el de un apóstol. Bartolomé, leyendo las Escrituras y orando a Dios, se preparó para finalmente dar su vida por Cristo cuando Él se lo pidió.

Pasemos a considerar particularmente la alabanza que nuestro Salvador le dirige: «aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez». Éste es el carácter que alcanzan más completamente, con la gracia de Dios, los que viven fuera del mundo según el modo discreto que he mostrado; un modo que la gente estima muy poco, y que se piensa que es un obstáculo para triunfar en la vida, aunque nuestro Salvador lo escogió para resistir a todo el poder y la sabiduría del mundo. Los mundanos piensan que ignorar cómo va el mundo es una desventaja o una desgracia, como si fuese poco viril y una flaqueza el haberse abstenido de toda familiaridad con sus impiedades y prácticas relajadas. ¡Cuántas veces los oímos decir que un hombre debe hacer esto o lo otro para no aislarse ni parecer extraño; que no debe ser demasiado estricto ni fantasear con nociones superelevadas de virtud, que pueden estar bien para una charla, pero no son realistas en este mundo! Cuando oyen que un joven se resuelve a ser coherente con su religión, o a ser estrictamente honrado en el comercio, o a cuidar una noble pureza en su lenguaje y su trato, ellos se sonríen y piensan que eso está muy bien, pero que ya se le pasará con el tiempo —es más: se le debe pasar. Y se avergüenzan de ser inocentes, y simulan ser peores de lo que realmente son. Caen en toda clase de ruindades: son avaros, celosos, suspicaces, críticos, tramposos, insinceros, egoístas; y piensan que los demás son tan rastreros como ellos, aunque tengan el orgullo, o en cierto sentido la hipocresía, de negarse a confesar sus auténticos motivos y sentimientos.

Lo opuesto a esta multitud envilecida e irreligiosa es el verdadero israelita en quien no hay doblez. David describe su carácter en el salmo 15; y no es fácil encontrar a alguien que reúna todas las condiciones. Pregunta David: «Señor, ¿quién puede morar en tu Tienda? ¿Quién puede habitar en tu monte santo? El que camina con integridad, el que practica la justicia, el que habla con corazón sincero, no calumnia con su lengua, no hace mal a su hermano, ni levanta infamia contra su prójimo; el que tiene por vil al réprobo y honra a los que temen al Señor; el que no se desdice aunque jure en propio daño» (Sal 15,1-4).