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DesHielo

Ilija Trojanow

Traducción de Rosa Pilar Blanco

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La traducción de esta obra ha sido apoyada por una subvención del Goethe-Institut, que está financiado por el Bundesminister des Auswärtigen.

Goethe Institut

Primera edición: octubre 2012

Título original, EisTau

© 2011 Carl Hanser Verlag München

Creative Commons

CC de la traducción del alemán, Rosa Pilar Blanco

CC de esta edición, Rayo Verde Editorial, S.L., 2012

CC de la obra, Ilija Trojanow

Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons

Se permite compartir la obra en parte o en su totalidad bajo las siguientes condiciones: Atribución – No Comercial – Distribuir Igual

Diseño de la cubierta: Noemí Giner

Ilustración de la cubierta: Elena Macías

Diseño editorial: Ana Varela

Corrector: Óscar Mora

Composición ePub: Pablo Barrio

Publicado por Rayo Verde Editorial S. L.

Comte Borrell 115, ático 2ª

Barcelona 08015

rayoverde@rayoverde.es

www.rayoverdeeditorial.com

BIC: FA

ISBN: 978-84-15539-19-3

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para uso personal.

Contenido

Prólogo de Jorge Riechmann

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Notas

Prólogo de Jorge Riechmann

Pérdidas

¿Saben ustedes qué significa criosfera? Se trata de algo que estamos perdiendo rápidamente. ¿No deberíamos conocer los nombres de las cosas y los seres que se nos van, antes de perderlos definitivamente? Ah, dice alguien, ya está otra vez jodiéndola este iluso, el mundo real no funciona así.

En la novela que van ustedes a leer, los glaciares mueren, y se sabe que los historiadores se extinguirán antes que la última ave marina. Memoricen la palabra criosfera.

Amenazas

El cambio climático no amenaza al planeta como tal: la Tierra ha conocido violentas trasformaciones climáticas en el curso de su larga existencia. Los niveles más básicos de la biosfera lo aguantan todo —pensemos en el mundo bacteriano—. Pero el calentamiento sí que amenaza a buena parte de las especies que habitan nuestro mundo, a las que nos importan más —esos animales y plantas que llamamos «superiores»—; y supone una amenaza muy seria para el futuro de eso que llamamos civilización humana.

La diferencia entre el promedio de temperaturas en el último milenio y la edad de hielo, que finalizó hace unos 12.000 años, es sólo de 3 ºC. Si el calentamiento global que estamos conociendo superara los 2 ºC respecto a la era preindustrial —y probablemente ya sea demasiado tarde para evitarlo—, las consecuencias serán catastróficas.

Causas y efectos

El calentamiento climático es, por una parte, el problema ambiental más grave y urgente al que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI. Su potencial de desestabilización es tremendo: en el límite, el mayor peligro no estriba en la degradación de los ecosistemas (en el largo plazo de los tiempos geológicos la naturaleza se recupera incluso después de grandes catástrofes, llegando a nuevas situaciones de equilibrio) sino más bien en la desintegración de sociedades enteras (a causa del hambre y las carencias sanitarias, las migraciones masivas y los conflictos recurrentes por la escasez de recursos).

Pero, por otra parte, el calentamiento climático es efecto y no causa: síntoma de males y trastornos que tienen raíces más profundas. La excesiva acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera resulta de los impactos humanos sobre el territorio («cambios de usos del suelo», incluyendo la agricultura y ganadería industriales) y la quema de combustibles fósiles: es nada menos la base energética de la sociedad industrial, y sus formas de ocupación del territorio, se pone en duda.

En cuanto se ahonda en el análisis se ve que este modelo de producción y consumo nos ha llevado a un callejón sin salida, y que los cambios necesarios para evitar un colapso no son superficiales (ni de naturaleza primordialmente técnica) sino muy profundos (con una inesquivable dimensión ético-política). Cuando la sociedad industrial choca contra los límites biosféricos (y el calentamiento climático es la expresión más visible de este choque), lo que necesitamos es avanzar en una cultura de la sobriedad y la autocontención, capaz de «vivir bien con menos» [1].

Un poco de seriedad

No son serias las posiciones «negacionistas» del cambio climático antropogénico (importante adjetivo que significa: causado por el ser humano). No hay científicos solventes que las respalden: se trata de espesas cortinas de humo cuyo origen puede rastrearse hasta intereses económicos muy concretos, por lo general las transnacionales del petróleo y los automóviles. Pero, por los peculiares mecanismos de la sociedad mediática, esas posiciones «ecoescépticas» que no hallan el menor acomodo en las revistas científicas serias (con sus rigurosos mecanismos de control de calidad) van esponjándose en los semanarios para el gran público y los libros de divulgación, y llegan a su apoteosis en los talk-shows televisivos: ahí aparecen no pocas veces una persona a favor y otra en contra, como si los argumentos que hay detrás fuesen equivalentes.

Hasta 1995 aún se discutía sobre los ritmos del proceso y sobre si la fase de calentamiento más rápido ya se había iniciado o no. Un momento decisivo llegó a finales de ese año: los científicos del IPCC (Comisión Intergubernamental sobre el Cambio Climático, que representa —es importante subrayarlo— el consenso científico mundial sobre este fenómeno) dieron finalmente por cierto el comienzo del calentamiento inducido por la actividad humana en su Segundo Informe de Evaluación [2]. El tercero y el cuarto —este último hecho público en 2007— no han hecho sino robustecer la evidencia disponible.

He de insistir en que es así de grave: un incremento de 5 ó 6 ºC sobre las temperaturas promedio de la Tierra (con respecto a los comienzos de la industrialización), incremento hacia el que vamos encaminados si no «descarbonizamos» nuestras economías rápidamente y a gran escala, nos retrotraería a una biosfera inhóspita, probablemente similar a lo que los paleontólogos designan con la gráfica expresión de «infierno del Eoceno». En un mundo así, cientos de millones de seres humanos perecerían antes de finales del siglo XXI, y cabe suponer que la vida de los supervivientes no tendría mucho de envidiable.

Se trata de una amenaza existencial. Llevamos un retraso de decenios en la acción eficaz para contrarrestar la crisis socioecológica planetaria (a veces designada con el eufemismo de «cambio global»). No podemos permitirnos seguir perdiendo el tiempo.

¿Está en nuestra naturaleza ser egoístas, necios y autodestructivos?

«Supongo que está en nuestra naturaleza ser egoístas, necios y autodestructivos», escribe en una carta a un importante diario español una lectora de Sabadell, angustiada —«escribo esta carta llena de indignación, tristeza, impotencia…» [3] — ante las noticias que le iban llegando durante el verano de 2012 acerca del deshielo en Groenlandia, el Ártico y las otras grandes masas de hielo que componen la criosfera del planeta. Pero no, Silvia: no está en nuestra naturaleza biológica ser egoístas, necios y autodestructivos. En ciertos contextos —lo sabemos por la historia, la etnología, la antropología cultural, la sociología, la psicología y las neurociencias— nos las arreglamos para ser generosos, previsores y colectivamente inteligentes [4].

Lo que sí resulta cierto, sin lugar a dudas, es que el sistema socioeconómico actual —capitalismo basado en combustibles fósiles desde hace dos siglos, rematado con una plutocracia global financiarizada en los últimos tres decenios aproximadamente—, tal sistema no constituye uno de esos contextos propicios. El sentido común necesario para construir sociedades ecológicamente sostenibles [5] choca contra la dominación del capital especulativo, contra la «noria de la producción» que tritura los recursos naturales, contra la cultura del cortísimo plazo y la inmediatez, contra la «plétora miserable» que diseccionaba Paco Fernández Buey, contra la zanahoria consumista que guía al asno popular colectivo que medra en sociedades infantilizadas, presas del espectáculo mediático y los gadgets de alta tecnología, mientras los fundamentos básicos de nuestra existencia se cuartean y desmoronan…

Cambio climático y no linealidad

Pues eso es, en efecto, lo que está ocurriendo. «Groenlandia se derrite», hemos leído en titulares de prensa este verano de 2012, que ha resultado ser —otra vez— extraordinariamente cálido. Kalaallit Ninaat —así llaman a Groenlandia los nativos inuit— está perdiendo 250 kilómetros cúbicos de hielo cada año: el doble que hace apenas una década. ¿Y por qué debería preocuparnos el deshielo?

A riesgo de hacerme pesado, lo repetiré: en un lapso de tiempo que no se mide en siglos sino en decenios, un cambio climático rápido y descontrolado puede llevarse por delante las condiciones para una vida humana decente en el planeta Tierra, y quizá incluso a la especie humana en su conjunto. En efecto, los impactos actuales sobre la biosfera (y el uso insostenible de energía proporciona una buena aproximación al impacto ambiental global) nos sitúan en la antesala de un planeta no habitable para muchas especies vivas, quizá entre ellas la especie humana.

Un fenómeno de crucial importancia aquí es la no linealidad de muchos fenómenos naturales y sociales —y en particular la no linealidad del sistema climático. No linealidad quiere decir que puede haber cambios bruscos desde un estado a otro muy diferente, cuando se sobrepasan ciertos umbrales. No se trataría —para entendernos— de lo análogo a una ruedecita que regula por ejemplo el volumen de sonido de un aparato, sino del equivalente a un interruptor con dos posiciones: ON/ OFF.

Para hacernos una idea: según investigaciones recientes, uno de los cinco episodios de mega extinción que ha conocido en el pasado nuestro planeta —la cuarta gran extinción, en el gozne entre los períodos Pérmico y Triásico, hace unos 250 millones de años— resultó de uno de estos cambios de interruptor climático. Se cree ahora que el intenso vulcanismo asociado con la fragmentación del primitivo «supercontinente» Pangea inyectó a la atmósfera cantidades considerables de dióxido de carbono, provocando un calentamiento inicial moderado (análogo al que están produciendo ya ahora las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero); pero este calentamiento activó otro mecanismo, la liberación de enormes cantidades de metano almacenado en los fondos marinos (en forma de clatratos de metano). Tal liberación de metano de los fondos oceánicos —el metano es un potentísimo gas de efecto invernadero— sería lo que aumentó la temperatura promedio del planeta en otros 5 ºC, lo cual produjo un verdadero vuelco climático, el peor episodio de mega extinción que ha conocido nuestro planeta: desaparecieron el 96% de las especies marinas y el 70% de las especies de vertebrados terrestres. Tras la catástrofe sólo sobrevivió aproximadamente un 10% de las especies presentes a finales del Pérmico. Con tan poca biodiversidad resultante, la vida tardó mucho tiempo en recuperarse. La llamada «hipótesis del fusil de clatratos» (clathrate gun hypothesis) ha sido reforzada por nuevas y recientes evidencias [6].

Episodios singulares

Más allá del calentamiento gradual, que en los modelos climáticos habituales resulta de prolongar hacia el futuro tendencias más o menos lineales, existe el riesgo de que ocurran los llamados episodios singulares: cambios abruptos y no lineales provocados por un calentamiento adicional del planeta, una vez se sobrepasen ciertos umbrales críticos. Veamos algunos ejemplos:

Bucles de realimentación

Lo inquietante de semejantes perspectivas es que los científicos han identificado numerosos bucles de realimentación positiva (feedback loops) susceptibles de acelerar el calentamiento. La idea de estos bucles viene de la cibernética, y tiene gran importancia: «Estamos acostumbrados por la experiencia de la vida a aceptar que existe una relación entre causa y efecto. Algo menos familiar es la idea de que un efecto puede, directa o indirectamente, ejercer influencia sobre su causa. Cuando esto sucede, se llama realimentación (feedback). Este vínculo es a menudo tan tenue que pasa desapercibido. La causa-efecto-causa, sin embargo, es un bucle sin fin que se da, virtualmente, en cada aspecto de nuestras vidas, desde la homeostasis o autorregulación, que controla [entre otros parámetros] la temperatura de nuestro cuerpo, hasta el funcionamiento de la economía de mercado.» [7]

Si son bucles positivos, tienden a hacer crecer un sistema y desestabilizarlo (en esa medida, y si se me permite la broma, los bucles positivos resultan negativos). Si se trata de bucles negativos tienden a mantener la integridad de un sistema y estabilizarlo. Los primeros son «revolucionarios» y los segundos «conservadores». «La realimentación positiva sin límite, al igual que el cáncer, contiene siempre las semillas del desastre en algún momento del futuro. (Por ejemplo: una bomba atómica, una población de roedores sin depredadores…) Pero en todos los sistemas, tarde o temprano, se enfrenta con lo que se denomina realimentación negativa. Un ejemplo es la reacción del cuerpo a la deshidratación. (…) En el corazón de todos los sistemas estables existen en funcionamiento uno o más bucles de realimentación negativa.» [8]

Superado cierto umbral, el calentamiento gradual podría disparar varios bucles de realimentación positiva, lo que conduciría a un cambio rápido, incontrolable y potencialmente catastrófico. Ya hemos mencionado dos de estos bucles: la liberación de hidratos de gas y el colapso de las poblaciones de algas marinas. Otros son:

Así pues, existen —tanto en la biosfera como en los ecosistemas singulares, así como en el sistema climático en su conjunto— umbrales críticos más allá de los cuales el cambio lento y «digerible» se convierte en rápidas transformaciones profundas. En lo que atañe al clima, muchos científicos piensan que podemos haber sobrepasado algunos de esos umbrales críticos, o estar a punto de hacerlo. Así, por ejemplo, el experto en glaciares Lonnie G. Thompson (de la Ohio State University) cree que los datos disponibles sobre el retroceso de los glaciares —especialmente en las montañas más cercanas al trópico: los Andes y el Himalaya— indican que «el sistema del clima ha excedido un umbral crítico» y sugiere que quizá los seres humanos no dispongamos del lujo de adaptarnos a cambios lentos. [9]

Una oportunidad quizá irrepetible

¿Nos comportaremos con respecto a los hidrocarburos fósiles —y otros recursos minerales y bióticos— como la colonia de bacterias sobre la placa de Petri? ¿Agotar todos los recursos mientras uno puede seguir creciendo exponencialmente, y luego perecer —ésa será la trayectoria de la «civilización»? ¿Nuestra inteligencia colectiva no superará a la de la colonia bacteriana?

La acción para mitigar el cambio climático es una oportunidad, tal vez irrepetible, para «hacer las paces con la naturaleza», para cambiar nuestro insostenible modelo de producción y consumo, imposible de mantener porque el uso actual de recursos naturales y energéticos supera ampliamente la capacidad de carga del planeta.

El lagarto interior

Pero ¿podemos actuar de esa manera? ¿O quizá se trata de propuestas de acción colectiva que superan lo que cabe esperar del ser humano? Michael Lewis, en su ensayo Boomerang, cita al neurocientífico británico —residente en EEUU— Peter Whybrow, un experto mundial en depresión y enfermedad maníaco-depresiva, metido a patólogo social en algún libro de ensayo como American Mania: When More Is Not Enough (WW Norton, 2006). Gracias a la superabundancia, dice, en EEUU —pero no sólo ahí, claro está— «los seres humanos se pasean por ahí con unos cerebros tremendamente limitados. Tenemos el núcleo de un lagarto. (…) A lo largo de cientos de miles de años el cerebro humano ha evolucionado en un entorno caracterizado por la escasez. No fue diseñado, por lo menos originalmente, para un entorno de extrema abundancia. (…) Hemos perdido la capacidad de autorregulación en todos los niveles de la sociedad.» [10]

¿De verdad vamos a aceptar que el Homo sapiens no pueda ir más allá de las pautas de conducta impresas en su cerebro reptiliano? Veo comida, ataco y trago; veo un smartphone, agredo y compro. ¿No vamos a poder hacer funcionar a ratos el neocórtex? Buda y Zenón de Citio, Aristóteles y Confucio se reirían de nosotros. ¿De tan poca enkráteia son capaces estos degenerados anthropos de comienzos del siglo XXI?

Neurocientíficos y filósofos morales han llamado la atención sobre cómo el «cerebro humano antiguo» (podemos llamarlo «cerebro reptiliano» para abreviar: se trata de sistemas neurológicos situados sobre todo en el hipotálamo [11]) es el resultado evolutivo de una lucha por la supervivencia personal que privilegió los mecanismos egoístas de la «cuatro efes»: feeding, fighting, fleeing and fucking, a saber: alimentarse, luchar, huir y follar. Como resume la gran historiadora de las religiones Karen Armstrong, «no hay duda de que en los recovecos más profundos de su mente los hombres y las mujeres son despiadadamente egoístas. (…) Estos instintos se plasmaron en sistemas de actuación rápida, alertando a los reptiles a competir despiadadamente por el alimento, protegerse de cualquier amenaza, dominar su territorio, buscar lugares de refugio y perpetuar sus genes. Nuestros antepasados reptilianos, por tanto, únicamente estaban interesados en el estatus, el poder, el control, el territorio, el sexo, el interés personal y la supervivencia» [12].

Las emociones que generan estos sistemas neuronales de antiguo origen radicados en el hipotálamo son fuertes, automáticas y egoístas: nos conducen a acumular bienes, responder violentamente a las amenazas, aparearnos y tratar de que la prole salga adelante… Pero sobre este «cerebro antiguo» se ha superpuesto evolutivamente el neocórtex humano, sede de las capacidades de razonamiento y de otra clase de emociones menos vinculadas a la supervivencia personal.

No es que el cerebro humano sea defectuoso (o la naturaleza humana corrupta), no es eso… Es que dejamos pasar las ocasiones de fomentar lo mejor de nosotros mismos. Trabajar, por ejemplo, con las técnicas que ya habían desarrollado los sabios antiguos, budistas y estoicos sin ir más lejos, para que el neocórtex pueda controlar —¡al menos de vez en cuando!— los arrebatos del lagarto interior…

Lo que nos hace humanos

De forma poco realista, David Orr escribe que «casi todo el mundo acepta actualmente que el proyecto moderno de crecimiento económico y dominio de la naturaleza ha fracasado estrepitosamente» [13], pues los excesos del sistema industrial amenazan los sistemas vivos del planeta. ¡Ojalá esa mirada lúcida estuviese en efecto generalizada! Pero, por el contrario, se diría que las mayorías sociales permanecen aún hipnotizadas por un espejismo de progreso que se vincula con un crecimiento económico sin límites.

Somos malos en autocontención (los griegos llamaban a esta virtud enkráteia). Pero es la autocontención lo que nos hace humanos, lo que puede hacernos humanos (en el sentido normativo del término). A escala individual y «microsocial» ello debería resultar casi evidente. Poder aprovecharse de una ventaja, al precio de dañar a otro, y no hacerlo: eso es lo que nos humaniza.

El escritor colombiano Santiago Gamboa, que fue representante de su país ante la UNESCO, recuerda haber escuchado al delegado de Palestina decir: «Es más fácil hacer la guerra que la paz, porque al hacer la guerra uno ejerce la violencia contra el enemigo, mientras que al construir la paz uno debe ejercerla contra sí mismo» [14]. Dominio de sí en vez de violencia contra el otro: eso nos humaniza.

«Expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional»

En el centro de la cultura occidental determinada por las dinámicas del capitalismo, el crecimiento industrial y la tecnociencia hallamos la cuestión de la dominación. Vale la pena rememorar de nuevo la fórmula con que Cornelius Castoriadis captaba la «esencia» de la sociedad industrial (o, en los términos del filósofo greco-francés, el imaginario social colectivo de ésta, el núcleo de significaciones imaginarias que mantienen la cohesión social y orientan la actividad). Para Castoriadis, «el objetivo central de la vida social [en esta sociedad] es la expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional» [15].

Conviene fijarse en tres elementos de la frase: en primer lugar una hybris que, al no reconocer límites de ninguna clase, se condena a chocar contra las estructuras y consistencias de los seres vivos finitos en un planeta limitado; en segundo lugar un impulso de dominación tanático, nacido seguramente de grietas de la psique humana donde se ha aventurado sobre todo el psicoanálisis; en tercer lugar una clase de racionalidad extraviada sobre la que me he extendido en otros lugares [16]. El adjetivo pseudo califica, por partida doble, la «contraproductividad» de un impulso cuyo carácter destructivo acaba volviéndose contra sí mismo.

Una cultura de la autocontención

La idea de una cultura de la autocontención apunta a contrariar la fórmula de Castoriadis. Parte de la intuición de que los seres humanos, confrontados a su finitud, vulnerabilidad y dependencia, pueden ciertamente ceder a lo tanático —la pulsión de muerte— y emprender la lucha por la dominación (sobre los demás, sobre la naturaleza externa, sobre sí mismos y su propia naturaleza interna); pero pueden también emprender una senda antagónica que se orienta al cuidado de lo frágil, la ayuda mutua, la asunción de responsabilidades, el ayudarnos unos a otros a confrontar la muerte.

Algunos marxismos heterodoxos formularon tempranas críticas del productivismo, la noción burguesa de progreso y la aspiración de dominar la naturaleza. Vale la pena rememorar al Walter Benjamin de Dirección única, un libro de apuntes, fragmentos y agudezas publicado en 1928: «Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es el dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad.» [17]

Autoconstrucción

Dominar no la naturaleza sino la relación entre naturaleza y humanidad: esta idea sigue siendo inmensamente fecunda en el siglo XXI [18]. Todas las relaciones humanas entrañan ejercicio de poder, señalaba un filósofo como Michel Foucault (en la estela de Nietzsche) [19]. Pero si, en un ejercicio de reflexividad guiado por los valores de la compasión, trato de dominar no al otro sino mi relación con el otro, se abren impensadas posibilidades de transformación. De verdadera humanización de esos inmaduros homínidos que aún seguimos siendo.

Se trata de construir lo humano (¡pues no nos viene dado!) en vez de dar rienda suelta a las ciegas pulsiones de la psique y los arrolladores mecanismos del mercado. Construir lo humano: las emociones humanas, las prácticas humanas, las virtudes humanas, las instituciones humanas. Nuestra tarea es construirnos —incluso si creemos, como los budistas por ejemplo, que la almendra de esta tarea es deconstruir el ego [20].

En el futuro se preguntarán: ¿cómo dejaron que ocurriera?

Si lanzamos hacia atrás una mirada histórica, y contemplamos los estragos que han padecido diversas sociedades —pensemos en el ascenso del nazismo o en nuestra guerra civil, por ejemplo—, a toro pasado nos preguntamos: ¿cómo fue posible? Si se veían venir esos males, ¿por qué no se actuó eficazmente para contrarrestarlos? Pero ahora mismo están gestándose las catástrofes de mañana, y no somos lo bastante diligentes en escrutar sus signos para intentar prevenirlas… Necesitamos una reflexión radical sobre el cambio climático, que supere la tentación de poner parches sobre los síntomas del problema y aborde las causas: el insostenible modelo de producción y consumo.

Evitar lo peor

Cada vez me interesa más la máxima que proponía Samuel Beckett: fracasar mejor. Y es que estigmatizar el fracaso, o pretender eliminarlo —con ilusoria inconsciencia—[21]