Capítulo 2
El estado de Winnemac limita con los de Michigan, Ohio, Illinois e Indiana y es como ellos mitad Este, mitad Medio Oeste. Recuerda en parte a Nueva Inglaterra por sus pueblos de ladrillo y arces, sus industrias estables y una tradición que se remonta a la Guerra de Independencia. Zenith, la ciudad más grande del estado, se fundó en 1792. Pero Winnemac es Medio Oeste por sus trigales y maizales, sus silos y pajares rojos y, pese a la inmensa antigüedad de Zenith, muchos condados no llegaron a poblarse hasta 1860.
La Universidad de Winnemac está en Mohalis, a unos veinticinco kilómetros de Zenith. Hay doce mil estudiantes; Oxford es una pequeña escuela de Teología al lado de este prodigio, y Harvard una escuela preparatoria selecta para jóvenes caballeros. La universidad tiene un campo de béisbol con techo de cristal; sus edificios miden kilómetros; contrata a cientos de jóvenes doctores en Filosofía para dar instrucción rápida en sánscrito, navegación, contabilidad, graduación de gafas, ingeniería sanitaria, poesía provenzal, sistemas arancelarios, el cultivo del colinabo, diseño de automóviles, la historia de Voronezh, el estilo de Matthew Arnold, el diagnóstico de la mioihipertrophia quimoparalítica y publicidad de grandes almacenes. Su director es el mejor recaudador de dinero y el mejor orador de sobremesa de los Estados Unidos; y Winnemac fue la primera universidad del mundo que impartió cursos a distancia por radio.
No es una institución para ricos pretenciosos, dedicada al disparate ocioso. Es propiedad de los habitantes del estado y lo que quieren (o lo que se les dice que quieren) es una fábrica que cree hombres y mujeres que lleven una vida moral, jueguen al bridge, conduzcan buenos coches, sean emprendedores en los negocios y mencionen de cuando en cuando libros, aunque no se espera que tengan tiempo para leerlos. Es una fábrica de motores Ford y, aunque sus productos traqueteen un poco, están bellamente estandarizados, con piezas perfectamente intercambiables. La Universidad de Winnemac crece de hora en hora en número de alumnos y en influencia, y se puede esperar que para 1950 haya creado una civilización mundial completamente nueva, una civilización más grande y más dinámica y más pura.
II
En 1904, cuando Martin Arrowsmith estudiaba los cursos preparatorios para el ingreso en la Facultad de Medicina, Winnemac, aunque solo contaba con 5.000 alumnos, era ya una institución dinámica.
Martin tenía veintidos años. Aún parecía pálido, en contraste con su pelo liso y negro, pero era un corredor respetable, jugaba bastante bien al baloncesto como base y era un jugador de hockey terrible. Las alumnas murmuraban que «parecía tan romántico», pero como esto era antes de la invención del sexo y de la era de las fiestas de licencioso manoseo, se limitaban a hablar de él a distancia, y él no sabía que podría haber sido un héroe del flirteo. Era tímido, pese a su notoria obstinación. No es que ignorase del todo las caricias y los toqueteos, pero no hacía de ello una ocupación. Se juntaba con hombres que se enorgullecían virilmente de fumar en sucias pipas de panocha de maíz y llevar jerséis sucios.
La universidad se había convertido en su mundo. Para él, Elk Mills no existía. El doctor Vickerson estaba muerto y enterrado y olvidado; su padre y su madre habían fallecido también, dejándole solo dinero suficiente para que pudiera seguir sus estudios preparatorios y la carrera de medicina. Los objetivos de su vida eran la química y la física y la perspectiva de estudiar biología al año siguiente.
Su ídolo era el profesor Edward Edwards, jefe del departamento de Química, al que se conocía universalmente como «Repetición». Los conocimientos que tenía Edward de la historia de la química eran inmensos. Podía leer en árabe y enfurecía a sus colegas, los otros químicos, afirmando que los árabes se habían adelantado a todas sus investigaciones. El profesor Edwards, por su parte, no investigaba. Se sentaba delante del fuego y acariciaba a su perro pastor y se reía para sus barbas.
Esa noche Repetición estaba entregado a una de sus pequeñas y populares sesiones En Casa. Repantigado en un sillón Morris de pana, desplegaba tranquilamente su sentido del humor en beneficio de Martin y media docena de jóvenes químicos fanáticos más y acosaba al doctor Norman Brumfit, el profesor auxiliar de Inglés. La habitación estaba llena de cordialidad y cerveza y Brumfit.
Todas las facultades universitarias deben tener un Salvaje para estremecer y conmocionar las aulas atestadas. Hasta en una institución tan resueltamente virtuosa como Winnemac había un Salvaje, y era Norman Brumfit. Se le permitía, sin limitaciones, calificarse a sí mismo de inmoral, agnóstico y socialista, mientras se supiese universalmente que se mantenía puro, presbiteriano y republicano. El doctor Brumfit estaba esa noche muy en forma. Afirmaba que siempre que un hombre mostraba talento se podía demostrar que tenía sangre judía. Como todas las discusiones sobre el judaísmo en Winnemac, esta condujo a que se mencionase a Max Gottlieb, profesor de Bacteriología en la Facultad de Medicina.
El profesor Gottlieb era el misterio de la universidad. Se sabía que era un judío nacido y educado en Alemania y que sus trabajos sobre inmunología le habían dado fama en el Este y en Europa. Raras veces abandonaba su casita marrón invadida por la maleza, salvo que fuese para regresar a su laboratorio, y pocos estudiantes le habían identificado jamás fuera de sus clases, pero todo mundo había oído hablar de su alto, flaco y moreno distanciamiento. Se tejían a su alrededor miles de fábulas. Se creía que era hijo de un príncipe alemán, que poseía una fortuna inmensa, que vivía tan parcamente como los demás profesores solo porque estaba haciendo costosos y aterradores experimentos que era muy posible que se relacionasen con los sacrificios humanos. Se decía que era capaz de crear vida en el laboratorio, que podía hablar con los monos a los que inoculaba, que había sido expulsado de Alemania por adorador del diablo o por anarquista y que bebía en secreto todas las noches en la cena champán auténtico.
Aunque existía la tradición de que los miembros del cuerpo docente no hablaran de sus colegas con los estudiantes, a Max Gottlieb no se le podía considerar colega de nadie. Era tan impersonal como el frío viento del Nordeste.
—Soy bastante liberal, creo yo, en relación con las pretensiones de la ciencia —matraqueó el doctor Brumfit—, pero tratándose de un individuo como Gottlieb... en fin, estoy dispuesto a creer que sabe todo lo que hay que saber sobre las fuerzas materiales, pero me asombra que un hombre como él pueda permanecer ciego a la fuerza vital que crea todas las demás. Dice que el conocimiento carece de valor a menos que se demuestre con hileras de cifras. Bueno, cuando uno de ustedes, los tiburones científicos, pueda coger el talento de un Ben Johnson y medirlo con una vara de medir, entonces admitiré que nosotros los simples literatos, que creemos, sin duda absurdamente, en la belleza y la lealtad y el mundo de los sueños, nos hemos extraviado por un camino erróneo.
Martin Arrowsmith no estaba seguro del todo de lo que esto significaba, pero su entusiasmo hacía que le diese igual. Sintió alivio cuando de entre la barbudez y la humosidad del profesor Edwards brotó un sonido curiosamente similar a «¡Oh, demonios!» que le quitó la palabra a Brumfit. Normalmente Repetición habría sugerido, con picardía amistosa, que Gottlieb era un «ave de mal agüero» que perdía el tiempo destruyendo las teorías de otros en vez de elaborar teorías propias. Pero esa noche, por aversión a diletantes literarios como Brumfit, ensalzó el prolongado trabajo en solitario de Gottlieb para sintetizar la antitoxina, pese a los numerosos fracasos, y su diabólico placer al refutar sus propios supuestos igual que los de Ehrlich o los de sir Almroth Wright. Habló del gran libro de Gottlieb, Inmunología, que habían leído siete novenas partes de todos los hombres del mundo que tal vez pudiesen entenderlo... que eran en total nueve.
La fiesta terminó con las celebradas rosquillas de la señora Edwards. Martin se dirigió hacia su pensión atravesando una neblinosa noche de primavera. La discusión sobre Gottlieb le había causado una emoción irracional. Pensaba en trabajar en un laboratorio de noche, solo, absorto, despreciando el éxito en el medio académico y entre las clases populares. Aunque nunca había visto a aquel hombre, sabía que su laboratorio estaba en el edificio principal de la Facultad de Medicina. Se dirigió hacia el lejano campus. Las pocas personas con las que se encontró caminaban apresuradas con la timidez de la medianoche. Se adentró en la sombra del edificio de anatomía, torvo como un cuartel, silencioso y quieto como los muertos que yacían allí en la sala de disección. Más allá de él estaba la mole torreada del edificio principal de la facultad, una mole borrosa y adusta, en lo alto de cuya oscura fachada había una sola luz. Se sobresaltó. La luz se había apagado bruscamente, como si un observador nervioso estuviese intentando ocultarse de él.
En las escaleras de piedra del edificio principal de la facultad apareció bajo la lámpara de arco, dos minutos después, un individuo alto, ascético, autosuficiente, distante. De enjutas mejillas oscuras, fina nariz de puente alto. No se apresuraba como los que volvían a casa con retraso. Parecía ajeno al mundo. Miró a Martin sin verlo; se alejó, murmurando entre dientes, los hombros inclinados, las largas manos unidas a la espalda. Se perdió en las sombras, una sombra él mismo.
Llevaba el abrigo raído de un profesor pobre, pero Martin le recordó como si estuviera envuelto en una capa negra de terciopelo y le brillara una arrogante estrella de plata en el pecho.
III
Martin Arrowsmith se hallaba en su primer día en la Facultad de Medicina en un estado notorio de superioridad. Como estudiante de Medicina era aún más pintoresco que los demás estudiantes, porque los que estudian Medicina tienen fama de conocer secretos, horrores, maldades refocilantes. Los alumnos de las otras facultades van a sus habitaciones a mirar en sus libros. Pero además, como graduado académico, con una formación en ciencias básicas, se sentía superior a sus colegas, los demás estudiantes de Medicina, la mayoría de los cuales solo tenía un diploma de instituto, con tal vez un año en una escuela preparatoria luterana de diez habitaciones entre los maizales.
Martin estaba nervioso, pese a todo su orgullo. Pensaba en operar, en hacer una incisión equivocada y asesina; y con un temor más inmediato y macabro, pensaba en la sala de disección y en el pétreo y acerado edificio de anatomía. Había oído murmurar a estudiantes más viejos sobre sus horrores: sobre cadáveres colgando de ganchos, como hileras de frutos espectrales, en un abominable depósito de salmuera de un oscuro sótano; sobre Henry, el conserje, del que se decía que sacaba los cadáveres de la salmuera para inyectarles minio en las venas y que les regañaba cuando los cargaba en el montacargas.
Se respiraba un frescor de pradera en el día otoñal pero Martin no lo notaba. Cruzó con paso rápido el vestíbulo color pizarra del edificio principal de la Facultad de Medicina, subió las amplias escaleras hasta el despacho de Max Gottlieb. No miraba a los estudiantes con los que se cruzaba y cuando tropezaba con ellos farfullaba confusas disculpas. Era un momento milagroso. Iba a especializarse en Bacteriología; iba a descubrir nuevos gérmenes cautivadores; el profesor Gottlieb iba a reconocerle como un genio, a convertirle en ayudante suyo, a predecir para él... Se detuvo en el laboratorio privado de Gottlieb, un espacio pequeño y ordenado con hileras de tubos de ensayo tapados con algodón sobre el plano de trabajo, un lugar nada impresionante ni mágico, salvo por la bañera de temperatura constante con su complicado termómetro y sus bombillas eléctricas. Esperó a que otro estudiante, un bobo tartamudo, terminara de hablar con Gottlieb, moreno, delicado, impasible en su escritorio en un cuchitril de oficina; luego irrumpió allí él.
Aunque en la neblinosa noche de abril Gottlieb había sido romántico como un jinete con capa, resultaba ahora quisquilloso y viejo. A aquella distancia, Martin podía ver arrugas además de los ojos de halcón. Gottlieb se había vuelto a su escritorio, en el que había amontonados cuadernos mugrientos, hojas de cálculos y un gráfico maravillosamente preciso con curvas rojas y verdes que descendían hasta desvanecerse en cero. Los cálculos eran delicados, diminutos, de una claridad exquisita; y delicadas eran también las flacas manos del científico entre los papeles. Alzó la vista, habló con un leve acento alemán. Sus palabras, más que mal pronunciadas, estaban teñidas de un tono cálido y extraño.
—¿Bien? ¿Sí?
—Oh, profesor Gottlieb, me llamo Arrowsmith. Soy estudiante de primero de Medicina, licenciado en Winnemac. Me gustaría muchísimo hacer Bacteriología este otoño en vez del año que viene. He hecho muchísima química...
—No. No es cuando le toca a usted.
—Sé que podría hacerlo ahora, en serio.
—Los dioses me proporcionan dos clases de estudiantes. Unos me los echan encima como en un cesto de patatas. No me gustan las patatas y las patatas nunca parecen sentir gran afecto por mí, pero les acepto y les enseño a matar pacientes. La otra clase (¡hay muy pocos!) parecen tener, por alguna razón que no está del todo clara para mí, un pequeño deseo de convertirse en científicos, de trabajar con bichos y cometer errores. A esos, ay, a esos les cojo, les corrijo, les enseño inmediatamente la lección básica de la ciencia, que es esperar y dudar. A las patatas no les pido nada; a los idiotas como usted, que creen que podría enseñarles algo, se lo exijo todo. No. Es usted demasiado joven. Vuelva el año que viene.
—Pero de verdad, con la química que yo sé...
—¿Ha estudiado usted fisicoquímica?
—No señor, pero sí mucha química orgánica.
—¡Química orgánica! ¡Química de rompecabezas! ¡Química hedionda! ¡Química de droguería! La físicoquímica es poder, es exactitud, es vida. Pero la química orgánica... eso es cosa de limpiaollas. No. Es usted demasiado joven. Vuelva de aquí a un año.
Gottlieb era inapelable. Sus dedos de garra indicaron a Martin la puerta y el muchacho se apresuró a salir, sin osar discutir. Se fue muy afligido con paso vacilante. En el campus se encontró con el jovial historiador de la química Repetición Edwards y le rogó: «Dígame, profesor, ¿tiene algún valor para un médico la química orgánica?».
—¿Valor? ¡Bueno, busca los medicamentos que alivian el dolor! Produce la pintura con que embelleces tu casa, tiñe los vestidos de tu amada... ¡y puede que en estos tiempos degenerados sus labios de cereza! ¿Quién demonios ha estado despotricando contra mi química orgánica?
—Nadie. Solo me lo preguntaba —dijo Martin quejumbrosamente, y se dirigió al bar de la universidad donde, agraviado y melancólico, devoró un enorme helado adornado con rodajas de plátano y una chocolatina con almendras, mientras cavilaba:
«Quiero hacer Bacteriología. Quiero llegar hasta el fondo de este asunto de la enfermedad. Aprenderé algo de fisicoquímica. ¡Tengo que darle una lección al amigo Gottlieb, maldito sea! Descubriré algún día el germen del cáncer o algo así, y entonces quedará como un imbécil delante de mí... Oh, señor, espero no marearme la primera vez que entre en la sala de disección... Quiero hacer Bacteriología... ¡ya!»
Recordó la expresión sardónica de Gottlieb; sintió y temió aquella animosidad dinámica suya. Luego recordó las arrugas y vio a Max Gottlieb no como un genio sino como un hombre que tenía dolores de cabeza, que se cansaba mortalmente, al que se podía querer.
«Me pregunto si Repetición Edwards sabe tanto como yo creía... ¿Qué es la Verdad?», se dijo desconcertado.
IV
Martin estaba nervioso en su primer día de disección. No podía mirar los rostros inhumanamente rígidos de los hombres grises y desnutridos que yacían en las mesas de madera. Pero eran tan impersonales, aquellos hombres desubicados, que al cabo de dos días ya estaba, como los otros estudiantes, llamándoles «Billy», «Ike» y «El Párroco», y mirándoles igual que había mirado a los animales en biología. La propia sala de disección era impersonal: suelo duro de cemento, paredes de estuco entre ventanas de vidrio reforzado. Martin detestaba el hedor del formaldehido; eso y algún otro aroma terrible y sutil que parecía llevar pegado a él fuera de la sala de disección; pero fumaba cigarrillos para olvidarlo, y al cabo de una semana andaba ya explorando arterias con una alegría juvenil y absolutamente impía.
Su compañero de disección era el reverendo Ira Hinkley, conocido por la clase con un nombre similar pero diferente.
Ira iba a ser misionero médico. Era un hombre de veintinueve años, un graduado del Colegio Cristiano de Pottsburg y de la Escuela Misionera de la Biblia y la Santificación. Había jugado al fútbol americano; era tan fuerte y casi tan grande como un buey, y ningún buey había bramado nunca más estruendosamente que él. Era un cristiano alegre y feliz, un optimista juguetón que alejaba el pecado y la duda con risas, un puritano jubiloso que predicaba con una virilidad irritante la doctrina de su pequeña secta, la Hermandad de la Santificación, según la cual tener una iglesia bella era casi tan condenable como el desenfreno de las partidas de cartas.
Martin acabó viendo a «Billy», su cadáver (un viejo de pequeña talla lleno de arrugas, con una horrible barbita pelirroja en un rostro crudo y petrificado) como una máquina, fascinante, compleja, bella, pero una máquina. Quebrantaba su ya débil fe en la divinidad y en la inmortalidad del hombre. Podría haberse guardado sus dudas para sí, considerándolas pausadamente mientras diseccionaba los nervios de aquel brazo mutilado, pero Ira Hinkley no le dejaba en paz. Ira creía que podía conducir incluso a estudiantes de Medicina a la beatitud, que consistía para él en cantar himnos extraordinariamente largos y sin el menor atractivo en una capilla de la Hermandad de la Santificación.
—Mart, hijo mío —clamó—, ¿te das cuenta de que con esto, lo que alguien podría llamar una tarea sórdida, estamos aprendiendo cosas que nos permitirán curar los cuerpos y confortar las almas de innumerables personas desdichadas y extraviadas?
—¡Uf! Almas. Yo aún no he encontrado ninguna en el viejo Billy. ¿Tú crees de verdad en ese cuento?
Ira cerró el puño y frunció el ceño, luego rompió a reír, asestó a Martin una dolorosa palmada en la espalda y vociferó:
—¡Tienes que hacer mejor las cosas para conseguir que Ira se enfade, hermano! Piensas que te has hecho con un montón de esas elegantes Dudas Modernas. Pero no es así... lo único que tú tienes es una indigestión. Lo que necesitas es ejercicio y fe. Ven a la Asociación de Jóvenes Cristianos y allí podrás nadar y rezaré contigo. Ay, pobre y flaco y pequeño agnóstico, tienes ante ti una oportunidad de ver la obra del Todopoderoso y lo único que sacas en limpio es el convencimiento de que eres muy listo. Levanta el ánimo, joven Arrowsmith. ¡No sabes lo ridículo que resultas para alguien que tiene una fe serena!
Después de decir esto, le hundió un codo en las costillas, le asestó unas palmadas en la cabeza, bastante dolorosas, y reanudó amistosamente el trabajo, haciéndole saltar de furia, para júbilo de Cliff Clawson, el gracioso de la clase, que trabajaba en la mesa de al lado.
V
Martin había sido en la escuela preparatoria un «bárbaro»: no había pertenecido a una asociación secreta designada con una letra griega. Había sido «cortejado», pero le había irritado la condescendencia engreída de la aristocracia de los estudiantes de las poblaciones de mayor tamaño. Ahora que la mayoría de sus antiguos compañeros de clase habían partido hacia oficinas de seguros, facultades de Derecho y bancos, se sentía solo y le tentaba una invitación de Digamma Pi, la principal hermandad de los estudiantes de Medicina.
Digamma Pi era una animada pensión con una mesa de billar y precios modestos. De noche llegaban de ella ruidos ásperos y cordiales, y se cantaba muy a menudo aquello de «A mí no me enterréis cuando me muera»; sin embargo, los digams habían conseguido hacerse con la oración de despedida y la Medalla de Cirugía Experimental Hugh Loizeau tres años seguidos. Ese otoño eligieron a Ira Hinkley, porque se habían ganado cierta fama de libertinos (se hablaba de que se habían metido allí chicas de contrabando a altas horas de la noche) y ningún grupo que incluyese al reverendo señor Hinkley podía ser considerado inmoral por el decano, lo que era una ventaja si querían seguir siendo cómodamente inmorales.
Martin valoraba mucho la independencia de su habitación solitaria. En una hermandad, se tenían en común todas las raquetas de tenis, los pantalones y las opiniones. Cuando Ira descubrió que Martin estaba dudando, insistió:
—¡Oh vamos, ven con nosotros! Digamma te necesita. Tú estudias mucho, lo reconozco, y creo que tendrás una oportunidad de influir positivamente en Los Muchachos.
(Ira se refería siempre a sus compañeros de clase como Los Muchachos, y utilizaba con frecuencia el término en las oraciones en la AJC, la Asociación de Jóvenes Cristianos.)
—Yo no quiero influir en nadie. Quiero aprender la profesión de médico y ganar seis mil dólares al año.
—¡Ay amigo, si supieras lo tonto que pareces cuando intentas ser cínico! Cuando seas tan viejo como yo, comprenderás que la gloria de ser un médico es que puedes enseñar a la gente ideales elevados mientras alivias el dolor de sus cuerpos.
—¿Y si ellos no quieren mi rama particular de elevados ideales?
—Mart, ¿me vas a obligar a parar para rezar contigo?
—¡No! ¡Vale, vale! De verdad, Hinkley, de todos los cristianos que he conocido tú eres el que reúne las cualidades más terribles. Puedes liquidar a cualquiera de la clase, y me dan ganas de llorar cuando pienso en cómo vas a acoquinar a los pobres paganos cuando seas misionero y obligues a los muchachos a ponerse pantalones y a todos los amantes felices a casarse con la persona equivocada.
La perspectiva de abandonar su guarida acogedora por el padrinazgo del reverendo señor Hinkley era insoportable. No se decidió a ingresar hasta que Angus Duer aceptó la elección para Digamma Pi. Duer era uno de los pocos compañeros de clase de Martin que había ido con él a la escuela médica preparatoria de Winnemac. Había sido él el que había leído el discurso de despedida. Era un joven silencioso, de rostro afilado, pelo rizado, bastante guapo, que no desperdiciaba nunca una hora ni un buen impulso. Su trabajo en biología y en química fue tan brillante que un cirujano de Chicago le había prometido un puesto en su clínica. Martin comparaba a Angus Duer con una navaja de afeitar en una mañana de enero; le odiaba, se sentía incómodo con él y le envidiaba. Sabía que en Biología Duer había estado demasiado ocupado aprobando exámenes para ponderar, para captar una concepción global de la biología. Sabía que Duer era un buen químico, que completaba con rapidez y limpieza los experimentos que se exigían en el curso y que nunca se aventuraba en experimentos originales que, al conducirle a un territorio confuso de duda, podrían llevarle a la gloria o al desastre. Estaba seguro de que Duer cultivaba su actitud de fría eficiencia para impresionar a los instructores. Pero destacaba tan sombríamente entre una masa de estudiantes, que nunca eran capaces de completar sus experimentos ni de ponderar ni de hacer algo que no fuese fumar sus pipas y ver cómo se practicaba fútbol americano, que Martin le amaba al mismo tiempo que le odiaba y le siguió casi sumisamente a Digamma Pi.
Martin, Ira Hinkley, Angus Duer, Cliff Clawson, el corpulento gracioso de la clase, y un tal «Gordito» Pfaff fueron iniciados juntos en Digamma Pi. Fue un acto ruidoso y bastante doloroso, que incluyó oler asa fétida. Martin se aburrió, pero Gordito Pfaff rechinaba los dientes, resoplaba y jadeaba aterrado.
Historia de la Medicina
VI
Digamma Pi estaba emplazada en una residencia construida en el período de expansión de 1885. El salón sugería un ciclón reciente. Había mesas con cortes de cuchillo, sillones Morris desvencijados y alfombras rotas esparcidas por él, además de libros sin lomo, zapatillas de hockey y colillas. Encima del salón estaban los dormitorios, dormían cuatro en cada uno, en literas dobles de hierro, como las de los camarotes de clase económica de los barcos.
Los digams utilizaban como ceniceros cráneos humanos, y en las paredes del dormitorio había mapas anatómicos, para poder estudiarlos mientras se vestían y se desvestían. En la habitación de Martin había un esqueleto entero. Él y sus compañeros de habitación se lo habían comprado confiadamente a un viajante que llegó allí como representante de una empresa de suministros quirúrgicos de Zenith. Era un vendedor tan simpático, tan cordial; les dio puros, les contó historias de cuando él estudiaba en la universidad y les explicó qué prósperos médicos iban a ser todos. Le compraron el esqueleto agradecidos, a plazos... Luego el viajante pasó a resultarles menos simpático.
Martin compartía habitación con Cliff Clawson, Gordito Pfaff y un estudiante de segundo curso serio y concienzudo llamado Irving Watters.
Cualquier psicólogo que desease disponer de un hombre perfectamente normal para utilizarlo en las prácticas no podría haber hecho nada mejor que contratar a Irving Watters. Era siempre cuidadosamente insulso; de una insulsez risueña, cómoda y absolutamente de fiar. Si había algún tópico que él no utilizase, era porque aún no había llegado a sus oídos. Creía en la moralidad... salvo los sábados por la noche; creía en la Iglesia episcopaliana... pero no en la High Church;1 creía en la Constitución, en el darwinismo, en el ejercicio sistemático en el gimnasio y en que el talento del rector de la universidad bordeaba la genialidad.
El que mejor le caía a Martin de todos ellos era Cliff Clawson. Cliff era el payaso de la residencia. Dado a la risa estrepitosa, zapateaba y cantaba canciones insensatas, llegando incluso a practicar con la corneta, pero era a pesar de todo un buen compañero, del que se podía uno fiar, y Martin, que detestaba a Ira Hinkley, temía a Angus Duer, le daba lástima Gordito Pfaff y le fastidiaba la cordialidad insulsa de Irving Watters, se volcaba en el ruidoso Cliff como en algo vivo y activo. Tenía por lo menos realidad; la realidad de un campo arado, de un montón de estiércol humeante. Era Cliff quien boxeaba con él; Cliff el que (aunque le encantara pasarse las horas sentado fumando, gruñendo y haraganeando majestuosamente) podía dejarse convencer para salir a dar un paseo de siete u ocho kilómetros.
Y era Cliff quien se jugaba la vida lanzándole judías cocidas al reverendo Ira Hinkley en la mesa durante la cena, cuando se ponía corpulenta y dulcemente correctivo.
En la sala de disección, Ira era bastante enloquecedor con sus burlas de las ideas de Martin que no habrían sido aceptadas en el Colegio Cristiano de Pittsburg, pero en la residencia de la hermandad era una plaga moral. No paraba de intentar poner coto a la impiedad verbal de los demás. Después de tres años en un equipo de fútbol del remoto interior, aún creía con un optimismo infatigable que podría esterilizar a jóvenes administrando reproches, con carcajadas de profesora de escuela dominical y la delicadeza de un elefante enfurecido. Ira siempre tenía estadísticas sobre la Vida Sana.
Estaba lleno de estadísticas. No le importaba de dónde procediesen; ya fuese de los diarios, del informe del censo o de la columna de asuntos varios del Heraldo de la Santificación tenían todas la misma validez. «Cliff», proclamaba de pronto en la mesa de la cena, «me asombra que un tipo tan inteligente como tú pueda seguir chupando esa vieja pipa asquerosa. ¿Tú sabes que el 67,9 por ciento de todas las mujeres que acaban en la mesa de operaciones tienen maridos que fuman tabaco?»
—¿Qué demonios iban a fumar si no? —preguntó Cliff.
—¿De dónde ha sacado esas cifras? —dijo Martin.
—Son de una convención médica de Filadelfia de 1902 —respondió condescendiente Ira—. Por supuesto supongo que a una pandilla de tontainas listillos como vosotros os da igual que algún día os caséis con una mujercita guapa y alegre y le arruinéis la vida con vuestros vicios. Muy bien, seguid así... ¡Menuda pandilla de hombres estupendos, valientes y viriles! ¡Un pobre predicador debilucho como yo no se atrevería a hacer nada tan valiente como fumar una pipa!
Les dejó triunfalmente, y Martin gruñó: «Ira hace que me den ganas de dejar la Medicina y conformarme con ser un honrado guarnicionero».
—Oh, vamos, Mart —se quejó Gordito Pfaff—, no deberías echar a Ira diciendo esas cosas. Él es muy sincero.
—¿Sincero? ¡Y eso qué! ¡También lo es una cucaracha!
Mientras ellos parloteaban así, Angus Duer les observaba en silencio con unos aires de superioridad que a Martin le sacaban de quicio. En el estudio de la profesión que había anhelado toda su vida encontraba irritación y vacuidad además de sabiduría serena; no veía un camino claro hacia la Verdad sino un millar de senderos que se dirigían hacia un millar de verdades lejanas y dudosas.
1 High Church (Iglesia Alta) es el sector de la Iglesia anglicana que conserva más prácticas rituales similares a las católicas. (N. del T.)