Ciudad de Bohane
Colección Rayos globulares
(17)
La editorial agradece el apoyo financiero del Ireland Literature Exchange, con sede en Dublín (Irlanda), para la traducción de este libro.
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Primera edición: febrero 2015
Título original: City of Bohane
© Kevin Barry 2011
First published in Great Britain in 2011 by Jonathan Cape.
Random House, 20 Vauxhall Bridge Road,
London SW1V 2SA
© de la traducción del inglés, Javier Calvo
© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2015
Diseño de la cubierta: Noemí Giner
Ilustración de la cubierta: Oriol Tuca Vancells
Producción editorial: Marina Del Valle Blanco
Composición ePub: Pablo Barrio
Publicado por Rayo Verde Editorial, S.L.
Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1º 7ª
08015 Barcelona
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RayoVerdeEditorial
ISBN ePub: 978-84-15539-88-9
BIC: FA
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Ciudad
de Bohane
Traducción de Javier Calvo
Para Olivia Smith
Lo que nos pasa, nuestro problema, viene del río. No hay duda: esta peste a maldad que contamina el aire de la ciudad es una peste que viene del río. Estamos hablando del río Bohane. Una explosión maléfica de aguas pútridas que baja bramando de las ciénagas del Gran Páramo, que es lo que engendró la ciudad y le dio su nombre: la Ciudad de Bohane.
Caminaba por los muelles e inhalaba la dulce maldad del río. Ya era pasada la medianoche en el puerto de Bohane. Sus pisadas eran regulares, tenían un ritmo de cuero sobre piedra, tranquilo y lento, y las farolas del muelle encendían en plena noche una neblina verde, una luz de sueño triste. Para Hartnett el rugido del agua era el rugido de su propia sangre, y cuando pasó por los almacenes de mercancías, los perros guardianes iniciaron una secuencia de aullidos por todo el puerto. Mirad a los perros: los pelos del lomo erizados, los ojos amarillos y lívidos.
Sabíamos que se acercaba por los aullidos de los perros.
Los polis se quedaron mirándolo, de lejos: un par de polis montados que daban de beber a sus picazos en un abrevadero del Barrio del Humo. Recién salidos de la escena de un apuñalamiento.
—¿Lo ves?—dijo uno—. El cabrón del Albino.
—Pon en hora tu reloj con él —dijo el otro.
Albino era como lo llamaban algunos, otros lo conocían como el Capo: él dirigía el Cotarro de Hartnett.
Tomó un atajo desde el muelle y se adentró en el Dédalo, el infame Dédalo de Bohane, un laberinto de lo más maligno, una maraña impenetrable de calles. Hartnett tenía la típica pinta del Dédalo: arrogante, con un abrigo Crombie de lo más sofisticado, echado informalmente sobre los hombros de un traje Italianini de mohair gris claro. Su dentadura era un cementerio asaltado por vándalos, sí, pero todos cargamos con nuestras cruces. Marcaban el paso un par de botas portuguesas cosidas a mano, y lo que recalcaban, su énfasis, era su dinero.
Los había pelado bien, a los ricos; oh, menudas historias contábamos en Bohane, de Logan Hartnett.
Las húmedas plazas del Dédalo se abrían de golpe, como si boqueasen, y Logan las atravesaba. De madrugada había toda clase de tíos raros rondando por las entrañas del Dédalo. Cuando él pasaba, bajaban la vista y se examinaban las puntas de sus zapatos y sus petacas de oporto: nadie miraba al Capo a los ojos si podía evitarlo. Era extraño, pero estábamos orgullosos de él y al mismo tiempo le teníamos miedo. Se sabía llevar, como decimos en Bohane. Era grácil, llevaba la espalda recta y nunca miraba ni a la izquierda ni a la derecha, sino siempre al frente, con los hombros echados hacia atrás, como si fuera un general. Caminaba por el laberinto árabe de callejones y recodos abruptos que componen el Dédalo y se oía el golpe, el vuelo, el golpe, el vuelo del cuero portugués en los adoquines de las callejuelas.
Y hay que reconocer que Logan estaba en su elemento cuando se adentraba en aquel laberinto. No tenía miedo de las sombras, conocía la fibra misma del lugar y hasta su último giro y deje.
Jenni Ching lo esperaba debajo del espino blanco de la Plaza de los 98.
Hartnett se acercó a la chica y con sus pasos bastó: ella no necesitó levantar la vista para reconocerlo. Él le dedicó una sonrisa de todos modos, irónica y cargada de sufrimiento, como diciendo: ¿Otra vez, Jenni? Y se sentó en el banco a su lado. Puso una mano sobre la de ella, que era minúscula, delicada y asesina.
El banco tenía años enteros de nombres de amantes grabados a navaja.
—¿Y bien, chiquilla? —le dijo.
—El capullo ese que han apuñalao en el Barrio del Humo era un Cusack de Las Lomas —dijo ella.
—¿Y se lo merecía, Jen?
—¿No se lo merecen siempre, los Cusack?
Logan hizo un fino mohín de aprobación.
—Los Cusack siempre han sido mala gente, chica.
Jenni cumplía diecisiete aquel año pero tenía una sabiduría impropia de su edad. También era precavida, y estaba potente con sus pantalones caídos, sus tacones de cuña y el pelo con mechas y recogido en un moño alto con forma de piña. Sacó la colilla de un puro barato del bolsillo de la teta de su chaqueta de vinilo blanco con cremallera y la encendió.
—Ya tengo bastantes líos yo montaos al otro lao del puente, H.
—Ya lo sé.
—Dentro de na’ los Cusack se van a montar su venganza, ¿y sabes qué pienso? Que lo único que le falta al Barrio del Humo es esa panda de cabronazos bajando de Las Lomas pa’ armar bulla.
—Los Cusack siempre han sido gente dispuesta a hablar, Jenni.
—Pos lo que me da miedo es que no sólo hablen, H. Me han contao que hace poco le han puesto la marca de los Cusack a tres bloques de pisos del Norte y que los tres están llenos de chiflaos a los que les mola la bulla, ¿me pillas?
—Demasiado bien, Jenni.
Es una tradición muy respetada en Bohane que las familias de Las Lomas del Norte tengan sus topetazos con las familias del Dédalo. Logan gobernaba el Dédalo, era del Dédalo hasta la médula, y este año además detentaba el poder más feroz de toda la ciudad. Pero los Cusack estaban reuniendo fuerzas y huevos en Las Lomas.
—¿Pa’ dónde movemos la pelota ahora, Logan?
Jenni era una chica astuta. Le venía de familia: los Ching eran de una vieja estirpe del Barrio del Humo. El Barrio del Humo era todo putas, hierba, locales para fetichistas, tugurios de grog, callejones de yonquis, salones de sueño y restaurantes chinos. Al Barrio del Humo se llegaba desde el Dédalo cogiendo el puente peatonal que cruzaba el río Bohane, y también estaba en manos del Cotarro de Hartnett. Pero los Cusack se estaban preparando para entrar.
—Pues diría que nos tenemos que mover muy deprisa contra ellos, pequeña Jenni.
—Porque bajarán igualmente, ¿no?
—Oh, de eso no hay duda, niña. Bajarán ladrando. Más nos vale obligarlos a que se muevan deprisa.
Ella reflexionó sobre la táctica.
—¿Antes de que estén preparaos para darnos por saco, dices? Machacarles el orgullo y tal. ¿Qué mensaje dará el Cotarro? ¿Os vais a vengar ojo por ojo, Cusack, o es que no tenéis cojones?
Logan sonrió.
—Eres una criatura excepcional, Jenni Ching. —Ella puso mala cara al oír el cumplido.
—Todo un detalle, H. ‘Ta claro que los Cusack no nos tendrían que estar buscando las cosquillas, ¿t’enteras? Pero si son una panda de gamberros de Las Lomas y van de chulines y de valientes. ¿Y nos mandan mensajeros al Barrio del Humo? Lo que tenemos que hacer es enterarnos por qué se han vuelto tan valientes de golpe.
—¿Eso qué quiere decir, Jenni?
—Quiere decir que huelen una debilidá. Que se creen que no prestas atención a los negocios del Cotarro.
—¿Y a qué otra cosa puedo estar prestando atención?
Jenni giró su fría mirada hacia él y él se la sostuvo.
—No soy yo quien tiene que decirlo, señor Hartnett.
Él se levantó del banco, sonriente. La mano de la chica no se había calentado ni una pizca en todo el rato en que él había tenido la suya encima.
—¿Quieres que vayamos a por más Cusack? —dijo ella.
Él le devolvió la mirada muy brevemente: la mirada fue su respuesta.
—¿Estás seguro, H? ¿Otro invierno de sangre en Bohane y tal?
Otra sonrisa, y ésta fue lo más gris posible.
—Así se nos pasarán volando las largas noches.
Logan Hartnett estaba decidido a mantener cerca a la chica. En una ciudad pequeña y tan homicida había que vigilar todos los frentes. Reanudó su travesía por la oscuridad del Dédalo. Las calles del viejo barrio son estrechas, mal iluminadas y tienen las paredes abruptas, y los altos riscos de la ciudad le dan al Dédalo un aire recogido. Nuestra ciudad está construida a lo largo de una serie de riscos que encajan el río Bohane casi como una garganta. Las calles bajan abruptamente hasta el río, una corriente negra y rápida que discurre al pie de casi todas ellas, igual de negra que las aguas cenagosas que lo nutren, y un par de millas corriente abajo, el río rodea el último de los riscos y desemboca en el mar susurrante. Desde la ciudad no alcanza a verse el océano, pero sí que se oye en todo momento el rumor de ozono de su cercanía, un rechinar en el aire, como una ronquera. Y es todo tan deprimente como sólo puede serlo el oeste de Irlanda.
El jefe del Cotarro, Hartnett, eligió un callejón y dobló por él, echó un vistazo fugaz por encima del hombro —siempre tan prudente— y se metió en un portal. Pulsó tres veces un timbre metálico, esperó y lo pulsó dos veces más. Se fijó en una araña que bajaba haciendo rápel desde la parte superior del marco de la puerta y disfrutó de su descenso mesurado y por etapas, aunque ya estaba muy avanzado el año para aquel bicho, era octubre y la ciudad estaba ya de un humor parduzco. Hubo un movimiento apresurado al otro lado de la puerta, la tapa de la mirilla se retiró y la reemplazaron el círculo negro de una pupila y su pequeño sobresalto; el cerrojo hizo un ruido metálico, seguido de otro, y la puerta de metal rojo se deslizó con un chirrido —¡ñiiiiiii!— sobre sus guías. Tendrían que engrasarlas, pensó Logan, mientras aparecía Tommie el Barman: un tipo pequeñajo con pinta de nabo y pelo en pecho. Hizo una reverencia y susurró.
—Ya pensaba yo que sería usté, señor Hartnett. Ya era su hora, parece.
—Dicen que la rutina es vecina de la locura, Tommie.
—Dicen demasiás cosas, señor Hartnett.
Hartnett encendió su pálida sonrisa para el Barman. Entró, tiró de la puerta con firmeza sobre sus guías hasta cerrarla tras de sí con otro ruido metálico —¡ñiiiiiiii!—, y los dos hombres se adentraron por un estrecho pasillo; sus paredes de color rojo vivo sudaban como paredes de discoteca, que era justamente lo que había sido antes el edificio, aunque ya llevaba mucho tiempo reconvertido.
Muy lejos quedaban los tiempos de las discotecas en Bohane.
—¿Y cómo está su señora, señor Hart?
—Está de maravilla, Tommie, ¿por qué no iba a estarlo?
La sonrisa del Albino se volvió repentinamente tensa y aterrorizó al Barman. También le invadió la duda.
—Era una pregunta na’ más, señor Hart.
—Muchas gracias por tu interés, Tommie. Ya le diré que has preguntado por ella.
Extraño fue el velo que le descendió un momento sobre los ojos, y a continuación el pasillo se curvó, dobló un recodo y desembocó en un cuarto sumido en la penumbra y enturbiado por un murmullo de voces suaves y nocturnas.
Era el Mesón de Tommie.
El centro de reuniones del poder de Bohane.
Los márgenes de la sala estaban ocupados por banquetas de terciopelo rojo. En las banquetas había sentados unos tipos corpulentos de carrillos colgantes que le debían mucho a la poca iluminación de la sala. Se trataba de los comerciantes de la ciudad, tipos aficionados a la laca para el pelo, el licor fuerte y las grasas saturadas.
—Borrachos y puteros todos —dijo Logan, lo bastante alto como para que lo oyeran quienes quisieran.
Al otro lado del fino parquet había una elegante barra con barandilla metálica. Logan desfiló solemne hacia ella, y la obsesión por sacar brillo a los bloques del parquet francés del suelo se hizo evidente en la joroba de Tommie el Barman mientras se adelantaba a toda prisa y pasaba agachando la cabeza por debajo de la trampilla de su barra de bar. A continuación cogió su trapo y le sacó brillo apresuradamente al sector de la barra donde Logan se sentaba todas las noches.
—Le estás abriendo surcos, Tommie.
Logan extrajo los brazos de las mangas de su abrigo Crombie y lo colgó de una percha que había debajo de la barandilla de la barra. Quedó a la vista de todos el mango de su cuchillo —de madreperla con detalles turquesa—, remetido por dentro de su cinturón para que asomara un poco nada más, con la chaqueta levantada a la altura de la hoja para que se viera mejor. Alisó con la mano el mohair de su traje Italianini. Se quitó un hilo suelto. Se pasó distraídamente la punta del pulgar por el pómulo de súper estrella.
—Entonces, ¿has oído algo raro por ahí, Tommie?
El Barman experimentó un sobresalto evidente.
—¿Raro, señor H?
Logan sonrió fingiendo inocencia.
—Digo que si corre por ahí algún cotilleo, Tommie, ¿no?
—Ah, pues solamente lo de siempre, señor Hartnett.
—¿Eh?
—Pues quién va a por quién. Quién se va a cargar a quién. Quién se lo ha buscado y qué le pasará.
Logan se apoyó en la barra y bajó la voz una nota.
—¿Y alguna cosa de fuera, sobre el Gran Páramo, Tommie?
El Barman sabía muy bien de qué estaba hablando: la noticia ya corría.
—Supongo que habrá oído usté el rumor…
—¿A qué rumor te refieres, Tommie?
—Pues de cierta… persona a la que han visto por ahí.
—Di el nombre, Tommie.
—Es un rumor na’ más, señor Hartnett.
—Dilo.
—Es un nombre na’ más, señor Hartnett.
El Barman recorrió la sala con la mirada; tenía los nervios de punta.
—El Gant Broderick.
Logan se estremeció como una chiquilla para mostrar su burla y tamborileó con los dedos sobre la barra un redoble rápido de tambores.
—Primero los Cusack y ahora el Gant —dijo—. Debo de haberme portado como el culo en una vida anterior, ¿eh, Tom?
Tommie el Barman suspiró mientras sonreía.
—Quizás también en ésta, señor H.
—Oh, bravo, Tommie. Así me gusta.
El Barman se animó tanto como pudo.
—¿Le ha cogido a usté el canguelo, señor?
—Oh, ya lo creo que me ha cogido, Tommie.
El Barman colgó de su clavo el trapo de limpiar la barra. Soltó un triste intento de silbido despreocupado. Tommie no podía esconder en su cara la sensación que reinaba ahora mismo en la sala, los matices y tonos de las conversaciones que se arremolinaban en ella. Logan siempre lo usaba como barómetro del estado de ánimo de la ciudad. Bohane puede ser de lectura difícil. Tiene nombre de sitio aislado y contradictorio, y efectivamente, somos propensos a los ataques de rabia y de hilaridad, lo cual nos hace impredecibles. El Barman tamborileó nerviosamente en el parquet con las punteras, y le salió un ritmo desenfadado.
—¿Qué le quitaría a usté la preocupación, señor Hartnett?
Logan se lo pensó un momento. Dejó que su mirada ascendiera hasta el ventilador que giraba estoicamente en el techo, segando el humo azul de la sala.
—Tráeme una docena de ostras de las tuyas —le dijo—. Y un trago generoso de John Jameson.
El Barman asintió con la cabeza para mostrar su aprobación mientras se ponía manos a la obra.
—Pa’ qué vamos a vivir en plan pobre, señor Hartnett.
—Sí, Tommie. Más nos vale elevarnos por encima de las bestias salvajes.
Aquel chirrido recalentado y desafiante era el tren elevado de Bohane tomando la última curva hacia la calle De Valera. El tren elevado serpenteaba con la calle y las ventanillas de los vagones se fundían en un amarillo desvaído por la velocidad con la que bajaba lanzado en dirección al centro. La avenida estaba desierta en aquella madrugada sin brisa, y también reinaba el silencio en el vagón donde iba sentado el Gant. No había más que un par de furcias llorosas al otro lado del pasillo —norteñas, por el contorno felino de los pómulos— y un borracho con un mono grasiento de la Autoridad en la otra punta. El tren elevado siempre había sido bastante triste durante aquellas horas previas al amanecer, eso no había cambiado. Su chirrido era un aullido del alma. Como te cogiera tumbado en la cama, sintiéndote solo y sucumbiendo a pensamientos poéticos, aquel chirrido te atravesaba. Y resulta que en Bohane nos sentimos así bastante a menudo. No hay nadie más dado a los pensamientos poéticos que nosotros.
El Gant se quitó el sudor de la frente con el dorso de una manaza. Tenía dos manos como dos fregaderos. El sudor le había venido de golpe. Hacía calor en el tren elevado —sus viejos calefactores temblaban como tontos bajo los asientos de lamas— y las ráfagas calientes le provocaron también una sensación rara; el Gant llevaba unos meses con bastantes fiebres. Le subió a la garganta el fuerte sabor de la juventud robada junto con la quemazón rasposa de la náusea, y en la pálida madrugada del tren elevado el Gant se echó a temblar. Pero el tren seguía a toda velocidad dejando atrás las calles familiares, y el dolor de los recuerdos dio paso inesperadamente a la alegría —¡estaba de vuelta!—, por fin el Gant sonrió, extasiado, mientras inspiraba el aire húmedo, y se puso a escuchar a las furcias:
—¡Ay, pero cuánto lo quería yo a ese embustero ‘los cojones!
—Pero si era un hijoputa, tía, te lo juro de verdá —la consolaba la otra—. El cabrón iba tirándole la caña a toda la ciudá, ¿me oyes o qué? Se creía que eras una tonta’l culo.
Estaba de vuelta entre las voces de la ciudad, y fue su ritmo el que aminoró ahora la velocidad de sus pensamientos. Experimentó una extraña y feliz fatiga. Había venido del Gran Páramo cruzando la oscuridad de las ciénagas. Se había alegrado de coger el tren en Las Lomas y poner sus huesos a descansar. El Gant estaba viviendo otra vez en el Páramo. El Gant estaba por fin de vuelta en la Ciudad de Bohane.
En la otra punta del vagón vio al empleado de la Autoridad articular algo triste en plena borrachera, probablemente un nombre de mujer —¿acaso una mujer de ojos verdes y perezosos, como el amor perdido del Gant?—, y la ciudad se desplegó, imagen a imagen, a medida que el tren elevado avanzaba chirriando por De Valera: una tienda con las persianas cerradas, el pedestal de un héroe de guerra, el anuncio de un remedio para la gota, una gaviota fantasmagórica sobre un poste de la luz.
La mañana se levantaba contra la luz tenue de las farolas, que justo empezaban a apagarse mientras el tren entraba chirriando en la terminal contigua a los muelles. El tren llegó a su andén —el impacto de goma de los topes de fin de vía quería decir que habías llegado al centro, que ya estabas en la misma Bohane—, y el fuerte olor a diésel del tren se propagó un momento antes de disiparse.
Dejó que las furcias y el borracho salieran antes que él. El Gant que se apeó era una figura entrada en carnes y de cara ruborizada, pero a sus grandes zancadas no les faltaba elegancia. Se movía con un agradable vaivén, ¿lo pilláis?. El Gant tenía el estilo de la vieja escuela.
El nombre oficial de la estación es Bohane Saint Francis Xavier, pero todo el mundo la llama el Salón Amarillo. El Gant olisqueó el aire maligno e imperecedero de la estación mientras la atravesaba. Aunque eran apenas las seis de la madrugada, el vestíbulo estaba lleno de vida cruda y su vibración sonora se iba espesando. Los vendedores de nueces con miembros amputados anunciaban a graznidos el producto que vendían sobre unas trágicas mantas echadas sobre las baldosas rayadas del suelo, con sus muñones hábilmente expuestos. Por todas partes se oía el acento de Bohane: de consonantes ásperas y poco marcadas, de vocales cantarinas y empalagosas, a veces vagamente caribeño. Un viejo hostigaba un acordeón diatónico, subido a un cajón de naranjas puesto del revés, y cantaba una lamentación por su lejano amor de juventud. El cajón tenía estampada la palabra Tánger —ruta que seguía abierta— y el viejo tenía unos pulmones impresionantes, en opinión del Gant, a pesar de que claramente también tenía un pie en la tumba.
El Gant se tuvo que tragar un lagrimón: era un tipo grande pero blando, duro pero tierno.
Ya había llegado la edición de la mañana del Bohane Vindicator, pero el quiosquero todavía no había deshecho los fardos y se dedicaba a escuchar una fantasmal sonata que salía de un transistor inalámbrico: a aquella hora, en la Radio Libre de Bohane, al pinchadiscos le daba más por el rollo clásico, y con un toque melancólico. Mecía suavemente la cabeza, el quiosquero, cuando se sumaron los violines.
Oh, nos tendrían que dar medallas al sentimiento a los de esta punta de la Península.
El Gant se sumergió en el revuelo de caras que lo rodeaban. Caras, voces y movimientos: todas las señales le llegaban con claridad. Le decían que volvía a estar en casa; le resultaba una sensación al mismo tiempo dolorosa y hermosa. La buscaba a ella en todas las mujeres con las que se cruzaba y en todas las muchachas. Le compró un paquete de pitillos a una señora de gran solera envuelta en un chubasquero verde: Annie, un clásico del lugar.
—¿Tres chelines con… dos peniques? —le dijo ella.
Se lo dijo en tono de pregunta, estaba claro, como si lo reconociera de la Era Muerta de antes de su ausencia.
—Quédate con el cambio, chata —le dijo.
Lo dijo con voz ronca y emocionada, y seguía teniendo un ligero deje de la península a pesar de los muchos años que había pasado fuera. Años de tristeza y años de sangre: aquel Gant tenía sus sufrimientos íntimos. Le vino una ráfaga de una canción de la Era Perdida y entonó la letra por lo bajo:
«I was thinkin’ today of that beaut-i-ful land, That I’ll see when the su-un goeth down…
Las furcias que habían llorado en el tren ahora caminaban cruzando el vestíbulo por delante de él. Habían recobrado la compostura. Mientras caminaban se pintaban valentía en la cara con el espejo de mano. Sabía que las furcias iban al Barrio del Humo, a por los clientes de la mañana. El Gant miró cómo atravesaban el Salón Amarillo. Mirad: el rápido contoneo de sus nalgas huesudas bajo la tela de seda de sus minifaldas de animadora, y sus gemelos torneados por haber pasado la mitad de sus cortas vidas en tacones de quince centímetros. La imagen de las chicas lo puso sentimental. De joven él había tenido establos llenos de putas a su cargo. Hubo un tiempo en el que el Gant controlaba el Barrio del Humo; hubo un tiempo en el que controlaba la ciudad entera.
Y se decía en Bohane que el Gant la había controlado limpiamente.
Se paró a tomar una tacita de café alquitranoso junto al soportal principal del Salón Amarillo. Se lo sirvió con pericia un enano desde la parte de atrás de un tenderete de café con licencia. El Gant miró absorto cómo el enano prensaba el café molido, encajaba a rosca una dosis en la vieja Gaggia y acercaba un vasito blanco para recoger el chorro. El enano también le resultaba familiar: frente pequeña y aplastada, nariz de boxeador y labios extrañamente sensuales. El Gant habría jurado que era el padre de aquel mismo enano quien había tenido antes la licencia del tenderete metalizado. En Bohane las generaciones se pasan el testigo. Se bebió el café de un trago y se estremeció. Le dio las gracias al enano, le pagó y dejó que el regusto amargo del café le arqueara las cejas mientras contemplaba el inicio de aquella mañana de octubre. Las gaviotas enloquecían sobre los adoquines del muelle.
Aquellas gaviotas nunca habían estado muy cuerdas. Se comentaba a menudo. La locura en estado puro de sus ojos y la maldad intraducible con que graznaban mientras se lanzaban en picado sobre las calles… Las gaviotas de Bohane eran una panda de cabronas ignorantes. Las había echado terriblemente de menos. Se echó a reír en voz alta y hasta con lágrimas mientras las ráfagas del aire matinal arrastraban a las aves por el cielo, y sin embargo no atrajo ni una sola mirada; estaba claro que aun a plena luz del día el Salón Amarillo debía de estar infestado de zumbados.
El Gant se dirigió hacia la pasarela del Barrio del Humo. Se sacó un papel del bolsillo y lo abrió. Leyó una letra que no había cambiado con los años —los mismos caracteres grandes, infantiles y nerviosos— cuyos garabatos formaban las siguientes palabras:
Cafetería Buen Ho Pee Ching
El Gant había quedado con una chavalita en aquel lugar. Era un buen momento para aquella reunión: se podría perder entre la multitud. Sabía que a aquella hora el Barrio del Humo estaría atestado. Era la hora a la que salían los últimos turnos de los mataderos y las fábricas de cerveza. Bohane fabrica salchichas y Bohane fabrica cerveza. Al fin y al cabo existimos en los cincuenta y muchos grados de latitud norte, los inviernos son feroces y necesitamos ese fuego interior que viene de una dieta cárnica y de bebida abundante. Las fábricas funcionaban veinticuatro horas al día y después del turno de noche era costumbre poner rumbo al Barrio del Humo para un rato de juerga. En la neblina del amanecer, los chavales de la fábrica de cerveza tenían los ojos soñadores por los vapores del lúpulo, mientras que los muchachos de los mataderos llevaban la noche entera hundidos hasta los sobacos en carcasas de bestias, llenando los furgones para abastecer las losas de los carniceros del mercado de los soportales del Dédalo, y ahora los furgones se alejaban rodando por los adoquines grasientos con una carga sangrienta:
Cabezas desolladas de ovejas, cuartos traseros de cerdo carnosos y surcados de venas, bandejas relucientes de hígados y bazos, carne de falda y riñones, pulmones y lenguas… carnívoros hasta el paroxismo, en Bohane nos lo comíamos absolutamente todo.
El Gant encogió los anchos hombros para resguardarse del frío matinal. En el aire resonaban en tono grave los mugidos de las bestias condenadas; los mataderos se despliegan a lo largo de los muelles. El Gant esquivó una alcantarilla por la que discurría un torrente de sangre fresca.
¿Cómo podía alguien albergar pensamientos civilizados en una ciudad así?
Mantuvo la cabeza gacha mientras caminaba. Iba a intentar no idealizar el lugar; tenía trabajo que hacer. La suya era una cara donde la edad desaparecía tan a menudo como emergía. A veces se le veía el muchacho que llevaba dentro, mientras que otras veces podía parecer muy viejo. Los humores del Gant estaban a punto de ebullición; siempre parecía a punto para que lo sangraran con sanguijuelas. Él los mantenía vigilados. Llevaba encima una petaca de oporto. Le desenroscó el tapón y dio un trago para recuperar el vigor: era medicinal. El Gant tenía sangre gitana, por supuesto; hasta el nombre era un antiguo apodo gitano, pero en la ciudad la mayoría tenemos algo de sangre gitana. Mirad la pinta que tenemos: los hombros un poco caídos, la beligerancia de nuestros andares, el tono castaño ahumado de nuestros ojos; no teníamos precisamente madera de oficiales. Por supuesto, si contabas en números gitanos, el Gant tenía unos huesos de lo más añejo. Tenía cincuenta años y ni uno menos.
Y sin embargo, a trompicones, la vida continuaba.
Todos aquellos muchachos rubicundos se dirigían a la pasarela en parejas risueñas y tríos alegres. Los caballeros de Bohane tienden a ser menudos y culones: los típicos hombres difíciles de derribar. El Barrio del Humo es su sórdido paraíso. Y hasta existe una expresión que usamos aquí para describir a alguien en plena decadencia moral:
Es un tipo que va directo a la pasarela del Barrio del Humo.
Se trata de un puente jorobado hecho de piedra caliza del Gran Páramo. El Gant lo tomó, coronó su punto más elevado, por encima del río negro, de la corriente nauseabunda del Bohane, y descendió hasta el Barrio del Humo. Cada uno de nuestros distritos tiene una atmósfera distintiva, una melodía característica, y ahora él sintió el vuelco en el estómago, el desvanecimiento del alma, la nota desafinada, que siempre acompaña a la entrada en ese barrio.
El Barrio del Humo desplegaba sin vergüenza sus tugurios de grog, sus puestos de fideos y sus salones de masajes. Sus fétidos bares ilegales y sus locales fetichistas. Sus casetas de feria, sus lupanares y sus casas de apuestas. Todos apelotonados en sus calles llenas de barracones. Las viejas chimeneas destartaladas se apiñaban con felicidad demente contra el cielo matinal. Las calles iluminadas por la primera luz del día estaban atestadas de caras familiares. El Gant tuvo la sensación instantánea de que nunca se había ido de allí. Tal vez todavía podría tener algo que decir en los tejemanejes del lugar. Tal vez la chica Ching lo podría instruir.
El Gant echó un vistazo rápido por encima del hombro —dada su situación, se guiaba por las intuiciones— y acertó a ver que le seguía los pasos el empleado de la Autoridad al que había visto en el tren elevado, y que al parecer ya no estaba borracho. Eso quería decir que ya estaban siguiendo sus movimientos; el Gant se riñó a sí mismo por haberse dejado cazar así. ¡Menuda inocencia! Pese a todo, era casi un alivio que lo siguieran. Quería decir que su nombre todavía significaba algo. Hizo una pausa por el camino y se apoyó en la pared de un tugurio de grog. Vio que el empleado de la Autoridad se detenía también y se ponía a mirar con aire despreocupado una pila de postales mugrientas.
Para despistarlo, el Gant entró en una casa de putas y lo recibió la más familiar de las fragancias del Barrio del Humo: esa clásica mezcla de ungüento para sarpullidos, marihuana del Gran Páramo y colonia de dos peniques.
Le pagó la tasa a una madame ceñuda y subió a los reservados del piso de arriba, donde pasó un rato sobre la estera de juncos con una chavala del Norte, y no hizo gran cosa más que pasar el rato.
—¿Te sientes solo? —le dijo ella.
—Me siento tan solo que me arrancaría los sesos —le dijo él, y ella se rio y le encendió un canuto.
—Estás hecha una monada, ¿eh? —le dijo él, dando una calada bien honda.
—¿Quieres probar un poco más? —le dijo ella.
Más tarde, cuando volvió a salir a la calle, el empleado de la Autoridad se había esfumado, y el Gant reanudó su marcha hacia la cafetería Ho Pee. Ahora la ciudad reverberaba bajo la luz matinal, con el horizonte de tejados sumido en las sombras; sin embargo, era lo que había más allá de todo aquello lo que hacía que fuéramos como fuéramos, nuestra maldición, y el Gant lo sabía.
Y lo que había más allá era el Gran Páramo.
El trono de los Hartnett era una casa gótica de Beauvista, un sombrío y pesado caserón viejo, todo recodos y chimeneas. Sus ventanas altas y estrechas estaban emplomadas y llenas de reproches, sus tejados de aguas cubiertos de hiedras, su mampostería construida en punta y de un tono como de miel que emergía plenamente ahora sobre el fondo azul de la media mañana de octubre. Se erigía a plomo en medio de una hilera de viejas mansiones de aspecto severo que componían una avenida arbolada en lo alto del risco de Beauvista. La Decencia de Bohane había construido sus residencias de Beauvista de tal manera que dieran la espalda a la ciudad —a pesar de que el dinero con el que las construyó venía de sangrar a la ciudad—, pero tanto Logan Hartnett como su mujer eran originarios del Dédalo, los dos, y tenían una azotea ajardinada bajo las sombras de las chimeneas, orientada de tal forma que dominara la enorme cuenca de la ciudad, como si sintieran nostalgia de ella. Y se pasaban mucho rato allí arriba.
Divisadlos bajo la luz matinal; tan elegantes y sin hijos.
Logan se sentó en la mesa de hierro forjado. Llevaba unas botas de color rojo oscuro anudadas hasta arriba, unos pantalones con raya de color gris ahumado y unos finos tirantes de cuero por encima de una camisa azul claro. Se lo veía titubeante en su dominio privado. Se calentó las manos con un tazón de té y contempló a su mujer.
—¿Te vas a dar una vuelta, niña?
—¿Por qué lo preguntas?
—Es una simple pregunta, Macu.
—Quieres hasta el último minuto de mi puto día, ¿verdad?
Macu, de Inmaculata, le echó un vistazo con el rabillo del ojo inflamado de rabia ibérica. Su padre era un portugués de un barco pesquero que se había quedado varado en la ciudad. Se casó con una mujer del Dédalo, así que Macu era flaca y de tez oscura, de porte elegante y tristeza innata. Tenía un ojo medio girado en dirección al otro, pero de forma atractiva.
—Lo único que te pregunto es si vas a la ciudad.
—No veo cómo puedo evitarlo —dijo ella.
—¿Y con quién te ves en la ciudad?
Ella llevaba un jubón de piel de zorro sin mangas para protegerse del frío de la mañana. Estaba trabajando con unas tijeras de podar en unos rosales que trepaban por la pared. Fingió que no oía la pregunta. A veces le venían ganas de apuñalarlo. Allí entre los omóplatos, sentir el dulce mordisco y el encaje de un cuchillo de Bohane de veinte centímetros. Pero la astucia de Logan todavía conseguía ablandarla.
Hartnett hizo una mueca al probar el regusto amargo y herbáceo del té. Su mujer fue hasta la mesa y se sirvió otra taza. Lo había dejado en infusión hasta que se había puesto igual de marrón que un par de botas viejas.
—Ortigas —dijo ella.
—Qué sorpresa —dijo él—. En esta casa no hay manera de ver una taza de café, ¿verdad que no?
—Sienta bien a los riñones —dijo ella.
—Bueno es saberlo —dijo él.
A juzgar por su pinta, Logan no había dormido apenas, aunque esto no era nuevo. Una hora o dos, como mucho, y Logan Hartnett volvía a estar despierto para la ciudad. Las sombras negras que se le formaban bajo los ojos le daban aspecto demacrado, pero él sostenía que aquello contribuía a su aire de elegancia ruinosa. Ella lo negaba, pero la verdad es que lo creía a medias.
—Yo también voy a ir para allá pronto —dijo él.
—Sin ti todo se hunde —le dijo ella.
Bohane estaba tan tranquilo como solía estarlo en aquella época del año. Siempre tenemos esos días mansos en octubre, en los que una sensación de paz —por lo menos— se asienta brevemente en la ciudad. Las campanas de las iglesias resuenan y en vez de trastornar la somnolencia de la mañana lo que hacen es enfatizarla.
—Tengo que hablar con los granujas, ¿no? —dijo él.
—Cómo no, en cada instante —dijo ella—. El Cotarro, el Cotarro…
Era la última mañana en la que el sol daría el calor suficiente como para sentarse fuera. Logan dio un sorbo de té y arrugó la cara. Había en él una preocupación nueva, una astilla clavada en algún lado, y a ella le gustó darse cuenta, aunque supo que no tenía que intentar sacarla. Que ya saldría pronto a la luz sola.
—¿Vas a ver a Nena?
—Oh, pasaré un momento, supongo —dijo él con un suspiro.
Nena Hartnett, su madre, tenía ochenta y nueve años y una salud escandalosa. Nena era la tipa más impresionante que había caminado nunca por el Dédalo, pero ahora residía en una suite del último piso del Hotel Bohane Arms. Las cortinas llevaban décadas sin abrirse.
—Dale un beso de mi parte —dijo ella.
—Lo estará esperando.
Era agradable pasarse la mano por el vientre plano. Se consideraba bien conservada, pensaba ella, teniendo en cuenta todo. Logan siempre le decía que podía cascar nueces entre los muslos. Él se quedó mirándola con los ojos entrecerrados. Tenía una piel casi traslúcida bajo la luz matinal. Ahora ella vio que su marido estaba listo para revelar lo que le preocupaba.
—¿Y bien? —dijo ella.
Él sonrió al ver lo bien que Macu lo conocía.
—Seguramente no es más que un cotilleo.
—La ciudad entera está hecha de cotilleos, Logan. ¿Qué dice éste en concreto?
—Dicen que ha vuelto el Gant.
Ella no estaba preparada para aquello.
—¿Gant Broderick?
—¿Conoces a algún otro Gant?
Ella intentó mantener la voz tranquila.
—¿Pero quién lo dice?
—Lo dice todo el mundo. En los bares ilegales. En los callejones del Dédalo. Dicen que ha vuelto al Páramo.
—Y una mierda —dijo ella.
—Seguramente —dijo él.
Cuando era el Gant quien dirigía Bohane, era Macu quien estaba a su lado.
El padre de ella se había quedado cautivado con Bohane; es un lugar especial, solamente con que lo visites una vez ya lo echas de menos para siempre. Abrió un bar en la calle De Valera. Lo llamó el Café Aliados en honor de una plaza que había en su ciudad natal. Se casó, nació la niña y le trajo un poco de juventud, un brillo tardío a su vida. A medida que pasaron los años, el Aliados se convirtió en el antro preferido del Cotarro del Dédalo. A los chavales del Cotarro les costaba no fijarse en el bellezón que operaba la máquina de café, destapaba las cervezas y ponía los platillos de las semillas de calabaza para picar. Un poco más morena de la cuenta, estaba claro, pero de Bohane hasta la médula, puro Bohane en el filo de la mirada y en la lengua rápida.
El tinte de Bohane era más fuerte que la sangre.
—¿Estás preocupado?
Él se quedó mirándola con expresión franca. Se encogió de hombros y se giró nuevamente hacia el sol matinal.
—Si hay algo de verdad en el rumor —dijo—, no es precisamente el mejor momento.
—¿Por qué?
—Pues porque los Cusack están dando guerra, chica. Podrían empezar a lloverme los ataques desde todos los putos lados.
—Es la gracia de la vida que elegiste, Logan.
—Que elegimos. Es verdad.
Él no le preguntó directamente cómo le hacía sentirse el regreso del Gant. Hay cuestiones demasiado delicadas hasta para el más largo de los matrimonios. El Gant había pasado veinticinco años fuera de Bohane.
Era la mañana en que ella tenía que meter en casa las plantas de la azotea; pronto arreciaría de verdad el vendaval. Se puso a ello como si fuera lo único que tenía en mente, pero mantuvo la cabeza gacha y la mirada escondida de su marido.
La mente le iba a mil por hora y el corazón le dolía.
Los verdes y azules tenues de sus sarracenias le murmuraron bajo el sol de la mañana.
En el extremo de la ciudad opuesto a Beauvista se encontraba la tosca extensión de Las Lomas del Norte. Con el paso del tiempo, los aborígenes de Bohane se habían reproducido en demasía para caber en los angostos callejones del Dédalo —inviernos largos, noches oscuras, naturalezas románticas—, de modo que a fin de albergar el excedente se habían construido bloques de pisos en Las Lomas. Casi todas las familias del Dédalo y de Las Lomas tenían vínculos de sangre, si te remontabas unas cuantas generaciones atrás, y eso explicaba tal vez la profundidad del rencor que se tenían.
Las Lomas son un lugar sórdido, dejado de la mano de Dios y azotado por vientos violentos. No se ha hablado lo suficiente de lo que provoca el hecho de vivir en sitios ventosos. Cuando un viento sopla en ráfagas tan feroces como el vendaval del Gran Páramo, y cuando además sopla cuarenta y nueve semanas al año, el efecto ya no es solamente físico, sino también… filosófico. Con semejante viento cuesta mantener el control de la propia conciencia. Los constantes embates del viento lo descabalgan a uno de su propio raciocinio. El resultado es una gente inquieta y temperamental con tendencia a giros extraños de la lógica. Así era (y sigue siendo) la gente de Las Lomas del Norte.
Aquel mediodía en particular, sin embargo, mientras el Veterano Mannion daba elegantes zancadas por las ruinosas avenidas del territorio del Norte, seguía imperando el sopor de octubre. A ambos lados de las avenidas, los bloques de pisos estaban dispuestos en forma de deprimentes semicírculos, y de vez en cuando algún niño saltaba desde un pilón en desuso, y los perros deambulaban en manadas nerviosas, pero principalmente la cosa estaba tranquila, porque Las Lomas son por naturaleza un sitio más bien nocturno.