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Idilio con perro ahogándose

Michael Köhlmeier

Traducción de Joan Ferrarons

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Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación neerlandesa de letras.

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Primera edición: septiembre 2012

Título original, Idylle mit ertrinkendem Hund

© Michael Köhlmeier

© Deuticke Verlag, Wien 2008

© de la traducción del alemán, Joan Ferrarons

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2012

Ilustración de la cubierta: Gaietà Mestieri

Diseño editorial: Noemí Giner

Corrector: Óscar Mora

Composición ePub: Pablo Barrio

Publicado por Rayo Verde Editorial S. L.

Comte Borrell 115, ático 2ª

Barcelona 08015

rayoverde@rayoverde.es

www.rayoverdeeditorial.com

BIC: FA

ISBN: 978-84-15539-10-0

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para uso personal.

para Monika
para Oliver
para Undine
para Lorenz
para nuestra querida Paula

El uno y el otro están sentados a la orilla del Antiguo Rin y esperan al ángel. Para que pase la noche con ellos, quizá. Hace frío, pero no se atreven a dormir en el coche, porque temen no ver al ángel. Piensan para sí: seguro que el ángel no nos esperará. Si nos dormimos, el ángel no nos despertará.

Paula Köhlmeier,

El uno y el otro.

Contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

1

El Dr. Beer sólo editó tres de mis libros. Al cuarto lo dejó, según me comunicó por carta manuscrita, «por razones de salud». Pero yo sé de sobra el porqué. Se avergonzaba ante mí por los hechos que ocurrieron la última vez que trabajamos juntos: la historia del perro. Puede que no le agrade que lo explique aquí. Pero es que no era sólo mi editor, sino también mi maestro, y siempre había remarcado que la literatura que tiene a algo o a alguien en consideración no vale nada.

Pocos días antes de aquellos acontecimientos, me había empezado a hablar de tú. ¡Nunca me lo habría imaginado! No me imaginaba siquiera que tuteara a su mujer, de cuya existencia aún no sabía nada… ¡y eso a pesar de que nos conocíamos desde hacía ocho años! A aquel hombre no le conseguía relacionar con conceptos como los de esposa, novia, amante o incluso familia. No podía imaginarle ni siquiera padres. Categorías biográficas como por ejemplo la niñez o la juventud también se me resistían si intentaba comparar su vida con, pongamos por caso, la 1 mía. Llamarle Johannes en un futuro prometía ser un auténtico fastidio, un fastidio perpetuo que jamás lograría quitarme de encima. Naturalmente, lo evité. Él tampoco se acostumbró a mi nombre de pila; era algo evidente, casi ofensivamente evidente.

Su nombre de pila sólo lo he dicho una vez en voz alta. Fue cuando le presenté a mi mujer.

—Éste es el Johannes —dije. A diferencia del alemán estándar, en el dialecto alemánico ponemos el artículo delante de los nombres, algo que debía de sonar grosero a sus oídos. Pero no me importaba, el artículo remarcaba la distancia entre nosotros, restableciendo el orden que hasta entonces me había complacido, porque era tan estable como la temperatura del fondo del mar.

Tengo que admitir, aún así, que me habría gustado oír mi nombre salir de su boca, aunque fuera una sola vez, como una especie de acto nivelador, como una especie de signo de igualdad entre nosotros. Nunca me había conseguido librar de la sensación de que me sometía a pequeñas y secretas pruebas. No necesariamente para atribuirme algún error, sino más bien para tenerme controlado con una especie de consentimiento paternal (lo que todavía me jodería más). Apenas había acabado de pronunciar su nombre y ya me daba vergüenza. Y se dio cuenta. Como si me hubiese acercado a él y le hubiera dado en su punto flaco antes de que tuviera el mío a la vista. Se dirigió a Monika y la llamó —¿con toda la intención?— por su apellido.

Su primer «tú» cayó por teléfono, y ciertamente —pronto no tuve ninguna duda— por descuido. Quizá cuando le llamé había alguien en la misma habitación a quien trataba de tú, y yo había ido a parar en medio de su conversación. Pero lo que no podía imaginarme —sencillamente porque no quería imaginármelo— era que tuviera amigos, y a buen seguro que sólo a un amigo le habría permitido el tuteo. Aun así, lo que me parecía más probable era que acabara de leer en un libro o en un manuscrito una escena especialmente bien lograda en la que —¿quién sabe?— dos amigos conversaban, y que se encontrara tan profundamente inmerso en aquella conversación, que durante unos instantes después de sonar el teléfono no se pudo liberar del sonido de aquel mundo ficticio y se lo llevó en pensamientos, metiéndolo en el teléfono y, a la vez, en mi oreja.

Pero esta explicación tampoco me parecía plausible: el Dr. Beer era mi editor, tenía sesenta años y era considerado uno de los más competentes en todo el mundo editorial alemán. Aparte de literatura, jamás habíamos hablado de otra cosa, salvo del tiempo y del tráfico de la ciudad de Fráncfort, y no conozco a nadie que haya dado con cualquier otro tema digno de una conversación con él. Siempre había sospechado, sin embargo, que en realidad no se interesaba lo más mínimo por las novelas y las narraciones, los relatos o los ensayos, las tramas, los personajes, los diálogos… que simplemente no le interesaba la literatura, sino tan sólo el virtuosismo en la discusión literaria. Lo que de veras le importaba tenía que ser algo muy distinto. A pesar de todo, no tenía ni la más remota idea de qué podía ser. ¿Llevaba acaso una doble vida? Esta expresión, en un manuscrito, me la habría marcado con una línea ondulada, y en cuanto hubiésemos llegado a ella durante la revisión, me habría dicho:

—Personalmente me gustan estas palabras, pero justo por eso quisiera que las usara en un contexto adecuado. Sin embargo, tal como están, tengo que pedirle que las cambie por otras.

Una vez, hablando de sí mismo, llegó a decir:

—Soy el bufón de Lear —dejando abierta la siguiente pregunta: ¿Quién era su Lear? ¿Quién habría querido encarnar aquella Virgen de los Dolores?

Todo el mundo ignoraba lo que hacía después de ponerse el abrigo, arreglarse la corbata, abrir el paraguas, despedirse de la señora de la entrada y desaparecer de la editorial. Ni siquiera se sabía si volvía a casa en taxi o en autobús, en metro o con su coche, a pie o en bicicleta… ¿Su casa? ¿Cómo sería su casa? En las paredes de su despacho había estantes que llegaban hasta el techo. Su compañera de la sección de libros de divulgación, aparte de un estante de obras de consulta, sólo tenía libros de la editorial; los de él, en cambio, daban la impresión de una biblioteca privada. Había reunidos clásicos alemanes y poetas rusos y americanos; las obras completas de D. H. Lawrence, Joseph Conrad (su autor favorito y el mío) y Luigi Pirandello; lírica francesa e irlandesa, pero sobre todo obras filosóficas. Una vez me contó —de forma lacónica y desabrida, después de que le preguntara un par de veces— que había estudiado Filosofía y que había escrito la tesis doctoral sobre un tema de la fenomenología de Husserl. La literatura de y sobre Husserl llenaba no menos de una cuarta parte de su biblioteca. ¿Acaso su vida de escritura y lectura, su vida intelectual, acaecía solamente allí? ¿Por qué no? ¿En el ámbito privado quizá jugaba a los bolos con abogados y asesores fiscales, o era miembro de un club de bicicleta de montaña, o iba de bar en bar con sus colegas? ¿Por qué no? De todas formas, no lograba imaginarme que aquel hombre tuviera colegas; precisamente porque no quería imaginarme que tuviera vida privada alguna.

Tampoco es que se conozca muy bien la vida privada del bufón de Lear. Y nadie sabe si se cree algo de lo que dice. Las palabras son la herramienta de los bufones, no conocen otra.

Y entonces, al teléfono, después de un «tú» que se había escapado en un instante de despiste:

—Propongo que de ahora en adelante nos hablemos de esta forma.

La palabra ya no podía retirarse sin ofensa. Ni por su parte ni por la mía. En su ofrecimiento, sin embargo, y de una forma un tanto incómoda, puso atención en no usarla de nuevo…

También propuso que esta vez no fuera yo quien se desplazara hasta Fráncfort, sino que fuera él quien viniera a Hohenems para trabajar en el manuscrito. En el acto se asustó a sí mismo —no me pasó por alto—, pero ya estaba dicho. Me dio la impresión de que no había contado con las consecuencias de la nueva situación, es decir, con que el «tú» necesita algo de práctica para que no resulte una mera opción que cuelgue cual estalactita sobre toda palabra futura, y ahora se encontraba en una situación todavía más incómoda.

Mientras tenía el teléfono en la mano miraba por la ventana, como si de esta forma pudiera eludir toda aquella avalancha de intimidad. Un silencio se había instalado entre nosotros, y era como una competición. Yo escuchaba, él escuchaba, como él, como yo, estaba hilvanando una frase en la que, yo por primera vez, él por segunda, pudiéramos introducir con naturalidad aquella palabreja. Le veía ante mí, aquel hombre delicado, no muy alto, de movimientos ágiles, firmes y muy característicos. Empezaría la frase con un leve gesto de asentimiento y la acabaría con un leve gesto de asentimiento.

Nevaba tan copiosamente que a duras penas veía la casa de los vecinos. Hacía semanas que nevaba. Era enero, el nevoso invierno de 2006. Me vino a la memoria que el Dr. Beer me había explicado una vez que cada día iba a dar un paseo, de una hora cuando menos, y que lo hacía desde que había cumplido los treinta.

Le dije:

—Si vienes … —no pude más que subrayar la palabra— coge un buen calzado para cuando vayamos a pasear, y un abrigo grueso, y un gorro.

—Lo haré —respondió—. ¿Te gusta este invierno?

—¿A ti te gusta? —repliqué.

—Sí, mucho. ¿Y a ti?

—Creo que no.

Tras la muerte de mi padre a principios de los ochenta, Monika y yo nos habíamos mudado a Hohenems, a la casa de mis padres. Nuestra calle apenas ha cambiado desde mi infancia. En algún momento los vecinos enlucieron la casa, eso es todo. De su tejado todavía sobresale una pequeña chimenea metálica, que no sé para qué sirve. A mi hermana y a mí nos había servido para medir la nieve. Recuerdo una sola vez, debía de ser a comienzos de los sesenta, que no se veía ni la punta, sino una pequeña elevación en la nieve nada más. Pero ahora no se veía ni un bulto, porque la chimenea había quedado completamente sepultada bajo la masa de nieve que cubría el tejado. Las semanas anteriores me había levantado cada día a las siete y, todavía oscuro, había abierto camino hasta la puerta de casa con la pala. El cartero me había dado a entender que de lo contrario no nos traería el correo. A derecha e izquierda de la estrecha vía a la que me ceñía (del ancho justo de un trineo) crecían montones de nieve más altos que un hombre. Lo enojoso era que la quitanieves pasaba ante nuestra entrada después del cartero. A veces volvía a pasar otra vez por nuestra calle por la tarde y, de vez en cuando, una tercera vez al anochecer.