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Créditos

Edición en formato digital: junio de 2014

Título original: Picture me gone

En cubierta: fotografía de © iStock.com / caracterdesign

© Meg Rosoff, 2013

© de la traducción, Mireya Hernández Pozuelo

Colección dirigida por Michi Strausfeld

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16120-96-3

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

IMAGINA QUE YA NO ESTOY

1

La primera Mila fue una perra. Una bedlington terrier. Está bien saber esas cosas. No estoy nada resentida porque me hayan puesto el nombre de un perro. De hecho, me imagino perfectamente la escena. Mila es un buen nombre, diría mi padre, olvidando dónde lo había oído. Entonces mi madre se acordaría del perro y le preguntaría si estaba completamente seguro, y como él se quedaría callado, ella diría: Bueno, pues Mila. Y luego me miraría y pensaría: Mila, mi Mila.

No creo en la reencarnación. Es poco probable que haya heredado el alma de la perra de mi abuelo, que murió hace tanto tiempo. Pero ciertos aspectos me dan que pensar. ¿Fue pura casualidad que a mi padre se le pasara por la cabeza Mila la mañana en que nací? Al observar a su hija recién nacida, ¿lo primero que pensó fue en la perra, en Mila? ¿Por qué?

Mi padre y yo nos estamos preparando para ir a Nueva York a visitar a su viejo amigo Mat. Pero ayer todo cambió. La mujer de Mat telefoneó para decir que se había ido de casa.

¿Se ha ido de casa?, pregunta Gil. Pero ¿qué dices?

Que ha desaparecido, dice ella. Sin dejar ni una nota ni nada.

Mi padre está confuso.

¿Nada?

¿Vais a venir de todas formas?, pregunta la mujer.

Y cuando él se queda callado un momento, pensando qué contestar, ella dice: Por favor.

Sí, claro, responde Gil, y cuelga el auricular despacio.

Volverá, le dice luego a Marieka. Se ha ido solo para poder pensar. Ya sabes cómo es.

Pero ¿por qué ahora? Mi madre está desconcertada. ¿Justo cuando sabe que vais a ir? Ha elegido un momento un poco raro, ¿no?

Gil se encoge de hombros.

Mañana a estas horas habrá vuelto. Estoy seguro.

Marieka hace un ruido como de no estar muy convencida, pero desde donde estoy agachada no le veo la cara.

¿Qué pasa con Mila?, dice.

Lo único que sé es que son las vacaciones de Semana Santa y no tengo que ir al colegio. Mi madre se va toda la semana a trabajar a Holanda y no puedo quedarme sola en casa. Mi padre está en su mundo y es mejor que alguien lo acompañe cuando viaja para que no se despiste. Compramos los billetes hace dos meses.

Iremos los dos.

Me gusta estar con mi padre; hacemos buena pareja. Como mi tocaya, la perra Mila, soy muy consciente de dónde estoy y de lo que estoy haciendo en todo momento. No soy muy dada a fantasear y tengo algo de la determinación de un terrier. Si hay que darse cuenta de algo, yo seré la primera que lo vea.

Se me da bien resolver misterios.

Ya casi he terminado de hacer las maletas cuando Marieka viene a decirme que ella y Gil han decidido que debo ir de todas formas. Ya estoy ordenando las pistas en mi cabeza, sopesando todas las posibilidades, buscando una hipótesis.

Conocí al amigo de mi padre en algún momento de un pasado remoto, pero no lo recuerdo. Es una leyenda en nuestra familia porque una vez le salvó la vida. Sin Matthew yo no existiría. Me gustaría agradecérselo, aunque la verdad es que nunca tengo ocasión.

Parece que ha pasado mucho tiempo desde que nos fuimos de Londres. Entonces era una niña.

En teoría, lo sigo siendo.

2

Sé muy poco sobre la perra Mila. Perteneció a mi abuelo cuando aún era un niño que vivía en Lancashire y los perros como Mila se tenían para cazar ratas y no como mascotas. Encontré una foto antigua y polvorienta de ella en un álbum que mi padre guardaba de su niñez. La mayoría son fotos de gente que no conozco. En la foto, la perra está agazapada, como si prefiriera estar corriendo a toda mecha. Me interesa mucho la persona que está al otro lado de la cámara. Tal vez sea mi abuelo, un niño lo bastante orgulloso de su perra ratonera como para conservar una foto suya. Ahora mucha gente hace fotos a sus perros, pero ¿era normal en aquella época? La perra está mirando al frente. Si fuera suya, ¿no se daría la vuelta para mirar?

Esta foto me llena de una profunda sensación de nostalgia. Saudade, diría Gil. Es portugués. La nostalgia por algo amado y perdido, algo que ya no está o que es inalcanzable.

No puedo explicar la sensación de tristeza que tengo cuando miro esta foto. La perra Mila lleva ochenta años muerta.

Todo el mundo llama a mi padre Gil. Su amigo de la infancia se ha largado de la casa que compartía con su mujer y su bebé. Nadie sabe adónde ha ido ni por qué. La mujer de Matthew llamó a Gil por si quería que cambiáramos de planes. Por si había oído algo.

Pero no había oído nada. Aún no.

Iremos en tren al aeropuerto y es importante que no olvidemos los pasaportes. Marieka me dice que tenga mucho cuidado y me da un beso. Sonríe y me pregunta si estaré bien; yo asiento con la cabeza, porque sé que sí. Mira hacia donde está Gil y dice: Cuida de tu padre.

Sabe que cuidaré de él lo mejor que pueda. La edad no es siempre el mejor criterio para medir la capacidad de alguien.

Las puertas del tren se cierran y le decimos adiós con la mano. Me pongo cómoda junto a mi padre y aspiro el olor de su chaqueta. Huele a libros, a tinta, a café viejo relegado al fondo del escritorio y a lana, y tiene un ligero toque a la colonia que Marieka solía comprarle; una que no ha usado desde hace años. El olor de su piel es demasiado familiar para describirlo. Me sorprendió descubrir que no todo el mundo puede identificar a la gente por su olor. Marieka dice que eso hace que yo sea, al menos, medio perro.

He visto cómo los perros olfatean a la gente y a otros perros en la calle o cuando regresan de otro sitio. Quieren recomponer una imagen mediante pistas: ¿Dónde has estado? ¿Había gatos allí? ¿Has comido carne? De modo que: lumbre, barro, limones.

Si yo fuera un perro y oliera a libros, café y tinta en una chaqueta de lana de esas que llevan los académicos, no sé si pensaría: Ese hombre traduce libros. Pero es lo que hace.

Siempre me he preguntado por qué los seres humanos inventaron tantos idiomas. Eso hace que todo se complique. Hace que las cosas sean interesantes, dice Gil.

Hoy volamos a Estados Unidos, donde no vamos a necesitar ningún idioma extra. Gil me despeina el pelo, pero en realidad no se da cuenta de que estoy sentada a su lado. Está absorto en un libro que ha traducido un colega suyo. De vez en cuando asiente con la cabeza.

Mi madre toca el violín en una orquesta. Rasgar, rasgar y rasgar, dice cuando tiene que ensayar, y cierra la puerta. Mañana se marcha a Holanda.

Entrecierro los ojos y fijo la mirada en un punto lejano. Soy perspicaz, rápida y leal. Habría sido un buen perro ratonero.

Saudade. Me pregunto si Gil está sintiendo eso ahora por su amigo perdido. Si es así, no lo demuestra.

10

Catlin siempre habló de escaparse de casa, pero no lo típico de buscar a tus verdaderos padres que son ricos y glamurosos y te dieron en adopción por error y desde entonces están muy arrepentidos.

Ella quería huir a Bruselas o a Washington DC y liderar una red de espionaje internacional que salvaría al mundo de la destrucción masiva, a ser posible en el último segundo. Lo llevaría a cabo escribiendo un programa informático tremendamente complejo que implicara veintiocho números primos codificados en un iPhone exclusivo de última generación. Suelo quedarme dormida cuando habla en plan técnico.

Todos nuestros juegos de espías incluían amenazas al mundo libre y la invasión de enemigos malvados mientras trazábamos rutas por túneles subterráneos que no conocía nadie, salvo nosotras, gracias a un mapa que Cat descubrió en las catacumbas que hay debajo del Museo Británico, en un cofre antiguo sellado con una maldición.

Intacto durante doscientos años, dijo Cat. Deléitate la vista, tía.

Me deleité la vista con una carpeta que tenía pinta de ser muy antigua, con todo el borde quemado y medio roto, y aunque sabía que había usado una vieja plancha para quemar los bordes y hacer que un trozo de cartón normal y corriente pareciera antiguo, estaba impresionada. Parecía viejo de verdad.

¡Hala!, exclamé, y traté de cogerla. Pero ella me apartó la mano y me obligó a ponerme unos guantes de fregar azul oscuro bastante parecidos a los de los forenses si se usaban fuera de contexto. Con los guantes puestos, podía coger la carpeta mientras Cat espolvoreaba talco de bebés para las huellas dactilares.

Justo lo que pensaba, dijo con un destello de locura en los ojos. Fue manipulada por última vez por operativos extranjeros.

¿En serio? ¿Cómo lo sabes? Sentía verdadera curiosidad.

Mira con atención, susurró. ¿Ves cómo los dibujos de las huellas dactilares van hacia atrás? Eso es que es extranjero.

Debí de parecer algo escéptica porque Cat se enfureció.

Vale, no me creas. Me da igual.

Sí que te creo, dije.

Más te vale, pequeña Mila. Más te vale.

¿Y la fecha?, pregunté. No quería volver a cabrearla.

Acercó uno de los trozos de papel quemado de la carpeta a la bombilla del club.

Justo lo que pensaba, dijo. Es noventa por ciento lino, con una clara tonalidad verdosa (eso era de las paredes del club, que estaban pintadas de verde y nos daban una tonalidad verdosa a nosotras también), hecha en Chechoslovania entre... eh... 1918 y 1920.

Había que confiar en la chica.

Y entonces empezó a mirar detenidamente toda la información de nuestra carpeta mientras yo dibujaba una especie de sello con lápiz rojo en la parte superior de cada página:

TOP SECRET

Si hubiéramos conseguido quedarnos con las ratas, podríamos haberles atado mensajes en clave a las patas, pero en lugar de eso pensamos en frases que sonaban inofensivas­ para nuestros libros de código y que nos permitirían intercambiar información vital en público. Cuando digo que pensamos en frases, a lo que me refiero es que Cat se las inventaba y yo decía que eran buenas. Aquí hay algunos ejemplos:

Coge un paraguas = NO TE FÍES DE NADIE

Tengo sed = TENGO NOTICIAS

Qué hay de cenar = NOS HAN TRAICIONADO

Bonitas cortinas = TENEMOS LOS DÍAS CONTADOS

Si alguna vez yo sugería una frase, Cat pensaba en una razón por la que no estaba del todo bien, así que al rato dejé de preocuparme. Pero no me importó, simplemente seguí escribiendo la palabra TOP SECRET, que cada vez parecía más profesional. Tanto que uno podría haber pensado que teníamos un sello de verdad.

¿Te haces una idea de nuestra relación? El caso es que podría haber elegido a una amiga más honrada, pero no lo hice. La verdad es que nunca se me ocurrió que los amigos que escoges digan quién eres en realidad. Mirate Matthew y Gil. Gil necesitaba un líder y Matthew un seguidor. Con Cat y yo, yo era el ancla. Por ejemplo, yo nunca metería ratas en calcetines. Pero Cat era la chispa.

Nos lo pasábamos muy bien, aunque al final yo no fuera la que hizo el código de un número primo de veintiocho cifras para salvar el mundo, a pesar de entender los números primos mucho mejor que ella. Cat creía que un número te podía dar una sensación especial, casi mística. Le daba igual que le dijera miles de veces que «primo» significaba que no era divisible por nada. Para Catlin, el número 39 era primo porque parecía siniestro. Aunque no lo fuera en absoluto.

En cuanto a su compleja fantasía de salvar el mundo, bueno, quizá no fuera una elección aleatoria. Yo habría preferido jugar a otra cosa de vez en cuando, como a los huérfanos, a los exploradores o a los médicos. Pero si mi familia hubiera sido como la suya, habría estado igual de desesperada por encontrar la combinación correcta de números primos para hacer que el mundo volviera a ser un lugar seguro.

3

Marieka es de Suecia. La madre de Gil era franco-portuguesa. Necesito hacer esquemas para no perder la cuenta de todas las nacionalidades de mi familia, pero me da igual. Los chuchos son astutos y están sanos, tampoco tienen la cadera desplazada ni demencia precoz.

Mis padres tenían más de cuarenta años cuando me tuvieron, pero no los considero mayores, igual que ellos tampoco me consideran pequeña. Somos solo nosotros.

Me cuesta entender que el amigo de Gil se fuera de casa justo cuando íbamos a ir a visitarle. La policía no cree que lo hayan asesinado o secuestrado. Me puedo imaginar a Gil saliendo por la puerta y olvidándose de volver durante un tiempo, pero los lazos que le unen a Marieka y a mí lo traerían de vuelta a casa. Quizá los lazos de Matthew no sean tan fuertes.

Pese a ser buenos amigos, Gil y Matthew no se han visto desde hace ocho años, por lo que el momento que ha elegido para desaparecer es bastante extraño. Cuando menos, maleducado.

Estoy deseando ver a su mujer y empezar a entender lo que ha pasado. Tal vez por eso Gil decidió que fuera con él. ¿He dicho ya que se me da bien resolver acertijos?

No hace falta volver a comprobar si llevamos los pasaportes; están metidos en el bolsillo interior de mi mochila, a salvo, listos para ser presentados en el mostrador de facturación. Gil ha dejado su libro y está mirando fijamente algo que hay dentro de su cabeza.

¿Adónde crees que ha ido Matthew?, le pregunto.

Tarda unos segundos en contestarme. Suspira y me pone la mano en la rodilla.

No lo sé, cielo.

¿Crees que lo encontraremos?

Se queda un rato pensando y luego dice: Matthew era un viajero, incluso de pequeño.

Espero para oír lo que va a decir sobre su amigo, pero se queda callado. Sigue hablando dentro de su cabeza. Frases enteras le pasan a toda velocidad delante de los ojos. No puedo leerlas.

¿Qué?, digo.

¿Qué de qué?, contesta, pero sonríe.

¿En qué piensas?

En nada importante. En mi niñez. Conocía a Matthew tan bien como a mí. Cuando pienso en él me lo imagino de chaval, aunque ya sea bastante mayor.

Tiene la misma edad que tú, digo un poco malhumorada.

Sí. Se ríe y me atrae hacia él.

He aquí la historia del pasado de Gil:

Él y Matthew tienen veintidós años, hacen autoestop y viajan a Francia en la parte de atrás de un camión sin apenas dinero. Luego atraviesan el país hasta llegar a Suiza para escalar el Lauteraarhorn. De los dos, Matthew es el montañero que se lo toma más en serio. Todo va según lo previsto hasta que, el segundo día, empieza a subir la temperatura. Tiempo de avalanchas. Ven cómo la nieve y el hielo rugen a su alrededor. La neblina cae sobre ellos al atardecer, envolviendo la montaña como un manto. Se refugian y esperan a que cambie el tiempo. A eso de la medianoche, se levanta el viento y la lluvia se transforma en nieve.

He intentado imaginarme la escena cientos de veces. El primer problema: la congelación; el segundo: la altitud.­ En mitad de la noche, en medio de la oscuridad, el frío, el viento y la nieve, Matthew nota los primeros síntomas de enfermedad en su amigo e insiste en que desciendan. Gil se niega. El tiempo pasa. Con la cabeza a punto de estallar, mareado e incapaz de razonar, Gil grita y aparta de un golpe a su amigo. Cuando por fin se desploma, exhausto por el esfuerzo y el aire enrarecido, lo único que quiere es sentarse y quedarse dormido en la nieve. Morir.

Durante las once horas siguientes, Matthew lo persuade, lo arrastra, camina con él y lo disuade para que baje la montaña. Le dice una y otra vez que no se puede tumbar en la nieve. Que hay que seguir adelante, pase lo que pase.

Se salvan y Gil jura no volver a escalar nunca más.

¿Y Matthew?

A él le encantaba todo aquello, dice mi padre.

Te salvó la vida.

Asiente con la cabeza.

Nos quedamos callados y yo pienso, y sin embargo...

Y sin embargo no habría hecho falta salvarle la vida si no hubiera sido por Matthew.

El temerario y el que le sigue.

Cuando pienso en lo que se ha convertido este viaje, me pregunto si habremos sido convocados por algún tipo de alineación cósmica para ayudar esta vez a Matthew, el hombre que nunca antes ha necesitado que lo salven.

Tal vez hemos sido llamados a equilibrar el flujo de energía del universo.

Llegamos al aeropuerto. Gil coge mi maleta y la suya y saltamos del tren. Cuando estamos subiendo por la escalera mecánica, recibe un mensaje en el móvil.

A mi padre no se le dan bien los mensajes, así que me pasa el teléfono y yo se lo enseño: Seguimos sin noticias, dice. Y lo firma Suzanne, la mujer de Matthew.

Nos miramos.

Vamos, dice mientras amontona nuestras maletas en un carrito. Y corremos durante un buen rato hasta que llegamos a la terminal. En el mostrador de facturación pido un asiento de ventanilla. Gil no es muy quisquilloso. Respondemos a las preguntas sobre bombas y objetos punzantes, rebuscamos en nuestros bolsos de mano para ver si llevamos algún líquido, cogemos nuestras tarjetas de embarque y nos unimos a la larga serpiente que atraviesa el vestíbulo de las Salidas Internacionales. Mientras espero me dedico a observar a la gente, e intento adivinar sus nacionalidades y las relaciones entre ellos. Los norteamericanos tienen pinta de ser gente confiada. ¿Eso los hace más o menos accesibles? Aún no lo sé.

Gil compra un periódico y una botella de whisky en el duty-free y nos dirigimos hacia la puerta de embarque. Al entrar en el avión sigo pensando en aquella noche en la montaña. ¿Qué es necesario para llevar medio a rastras a un hombre desorientado del tamaño de Gil hora tras hora por la nieve en medio de la oscuridad?

Puede que este amigo suyo tenga otros defectos, pero empeño no le falta.

4

Suzanne nos espera en Llegadas Internacionales del aeropuerto de Nueva York. Estamos cansados y hechos polvo. Reconoce a Gil cuando este intenta encender su teléfono, y yo le doy un codazo y señalo. No es mayor pero tiene un aspecto demacrado, como si alguien se hubiera olvidado de regarla. A su lado hay un cochecito y dentro un niño dormido, pese a todo el ajetreo y el ruido que nos rodea. Sus brazos asoman a ambos lados del mono acolchado. Lleva un gorrito de rayas azules.

Gil le da un beso a Suzanne y le dice: ¡Cuánto tiempo! Y mira con atención al niño. Hola, dice.

Es Gabriel, dice Suzanne.

Hola, Gabriel, responde él.

El bebé aprieta los ojos pero no se despierta.

Y Mila, dice Suzanne. Has cambiado mucho.

Se refiere a que he cambiado desde que tenía cuatro años, la última vez que vinimos a visitarlos. Ahí es cuando conocí al hermano mayor de Gabriel, Owen. Él tenía siete años y ya no lo recuerdo muy bien, aunque en la foto que tiene mi padre aparecemos cogidos de la mano.

Toco el puño de Gabriel con el dedo y él lo abre y me agarra con fuerza sin despertarse.

Siento que las cosas hayan salido así, dice, y mueve la cabeza disgustada. No es muy divertido, precisamente. Se vuelve hacia Gil. Vamos. Hablaremos por el camino.

El coche es ruidoso y hablan en voz baja, así que no entiendo casi nada de lo que dicen. Gabriel está conmigo en la parte de atrás, dormido profundamente en su asiento. De vez en cuando abre los ojos, extiende una mano o agita los pies, pero no se despierta. Le doy el dedo para que me lo agarre otra vez y oigo decir a Suzanne: Bueno, espero que hayas tomado la decisión adecuada. Lo dice como si mi padre no hubiera tomado la decisión adecuada en absoluto, y estoy segura de que se refiere a traerme a mí con él.

Ha empezado a llover.

Me quedo dormida en el coche con el ruido rítmico de los limpiaparabrisas y el rumor de Gil y Suzanne mientras hablan. Normalmente estaría pegando la oreja para oír lo que dicen, pero estoy demasiado cansada para que me importe. Gabriel sigue agarrado a mi dedo.

Cuando me despierto es de noche. Vamos por una carretera estrecha y tranquila, casi desierta. Ha parado de llover. No digo nada, solo observo el bosque por la ventanilla, esperando ver un ciervo o un oso que me estén mirando. Gil y Suzanne han dejado de hablar y el coche está lleno de pensamientos íntimos. Los de Suzanne están sorprendentemente claros; los de Gil, en cambio, son más imprecisos y los disimula mejor. Estará pensando en Matthew. Es un tema que lo desconcierta. A él, a Suzanne y a mí. ¿Adónde ha ido? ¿Y por qué?

Los pensamientos de Suzanne suenan como un disco rayado. Maldita sea maldita sea maldita sea maldita sea maldita sea.

Lo único que sé es que Matthew y Suzanne dan clase en la universidad de la ciudad. Él desapareció hace cinco días, ocho meses después de que empezara el curso y catorce meses después de que naciera Gabriel. No se llevó nada, ni una muda ni un pasaporte ni nada de dinero. Simplemente salió a trabajar por la mañana, se despidió como de costumbre y nunca apareció para dar su clase.

La huida en sí no me parece particularmente extraña. La mayoría de nosotros nos mantenemos en un lugar por una especie de fuerza centrífuga. Si por alguna razón esa fuerza se interrumpiera, podríamos salir disparados en todas direcciones. Pero ¿qué pasa con lo de no volver? Mantenerse alejado da miedo y es muy doloroso. Y ¿quién abandonaría a un bebé? Hasta a mí me parece exagerado, como un fracaso del amor.

Lo pienso bien. ¿Qué podría hacer que fuera la única opción posible?

Aquí están las cosas que se me han ocurrido:

(A) Desesperación (¿por qué?)

(B) Miedo (¿de qué?)

(C) Enfado (¿por qué?)

Apenas sé nada de Matthew y Suzanne. Intentaré averiguar algo cuando lleguemos. Siempre hay respuestas. A veces la respuesta adecuada resulta ser

(D) Todas las anteriores.

5

Cuando Gil me dijo que Matthew y Suzanne vivían en una casa de madera en el norte del estado de Nueva York, me imaginé una anticuada cabaña de troncos con humo saliendo por una chimenea de piedra, una mecedora en el porche y gallinas picoteando por todas partes. Su casa no tiene nada que ver con eso. Intenté retener la imagen original en mi cabeza todo el tiempo que pude pero se desvaneció en cuanto vi la de verdad. Esta casa no se parece en nada a una casa normal y tampoco a una cabaña de madera. Imagina un gran cubo donde cada lado esté dividido en cuatro cuadrados de cristal. El tejado es un gran cuadrado de madera inclinado para que la nieve y la lluvia se deslicen.

Está enclavada entre los árboles sin ninguna otra casa a la vista. Suzanne dejó las luces encendidas al salir. Cuando aparcamos el coche parece una hermosa nave espacial que acaba de aterrizar por casualidad en un claro del bosque. Brilla en la noche oscura. Nunca, en toda mi vida, he visto una casa tan bonita. Lo primero que pienso cuando Suzanne apaga el motor del coche es que yo nunca huiría de una casa así.

Suzanne abre la puerta principal. Tumbada en medio de la habitación hay una enorme hembra de pastor alemán blanca que levanta la cabeza cuando entramos. Suzanne no la saluda. Pasa de largo como si la perra no existiera. El animal parece estar acostumbrado y se pone de pie para apartarse. Me acerco y se queda totalmente quieta cuando me arrodillo para acariciarla. Tiene unos ojos marrones muy bonitos. Por momentos se ve que está muy sola.

O sea que esta es la perra de Matthew. En la placa pone Honey.

La mayoría de las paredes de la casa están llenas de estanterías y hay una estufa enorme con puerta de cristal y las palabras «combustión ecológica» grabadas en el cristal.

También quema el humo, dice Suzanne.

Me pregunto cómo lo hará.

Todas las estanterías tienen luces diminutas empotradas, y todas las paredes y los techos, así que da la impresión de que la casa parpadea.

Qué bonita es, le digo a Suzanne, que está sacando a Gabriel de su mono acolchado. El bebé ya se ha despertado y nos mira fijamente como la cría de un búho. Saluda con la mano a Honey, que lo observa seriamente. Suzanne señala la puerta.

Fuera, dice, y Honey sale de la habitación.

La construyó un arquitecto que se quedó sin dinero, dice Suzanne. Pero se hizo famoso con ella y se ha construido otra igual solo que más grande. Se llama La Casa Caja.

Mientras recorremos la casa, recopilo imágenes como si fuera una cámara que no deja de disparar. Casi no recuerdo a Matthew y no hay ninguna foto suya que me ayude a recordarlo. Ninguna foto de él con Suzanne el día de su boda ni de él con Gabriel. Tampoco de él solo.

Clic.

Otros detalles que saltan a la vista: un par de zapatos llenos de barro. Un cúmulo de facturas. Una ventana rota. Una puerta cerrada. Un montón de ropa. Un monopatín. Un perro. Clic clic clic.

¿Primeras impresiones? Esta no es una casa feliz.

6

Mi mejor amiga de Londres se llama Catlin. Tiene el pelo pajizo y los brazos y piernas delgados, y desde que teníamos siete u ocho años siempre íbamos a su casa después del colegio, en parte porque estaba de camino a la mía y en parte porque el ático tiene un pasadizo secreto, debajo del tejado, al que se accede por una puerta que hay detrás de un armario viejo. Un perfecto un club privado.

Diseñamos libros de códigos, guardamos el dinero de la paga en una caja debajo del parqué y planeamos cómo escondernos cuando el enemigo invadiera Camden. A Catlin le encanta la logística, así que nos pasamos días dibujando mapas de túneles de emergencia subterráneos que atravesaban todo Londres, conectados a alcantarillas y estaciones fantasmas de metro.

Clasificábamos a toda la gente que conocíamos según el nivel de riesgo para la seguridad que pudiera suponer cuando las cosas se pusieran feas. Cat y yo teníamos el nivel máximo de seguridad y éramos jefe de Estado y jefe de Seguridad respectivamente. Gil era el criptoanalista superior y tenía un nivel de cuatro estrellas. Y Marieka era la jefa de Operaciones. Cinco estrellas.

Los padres de Catlin eran más bien un problema. Su padre gritaba mucho, casi siempre estaba trabajando y era mejor evitarlo cuando aparecía por casa. Él y su madre rara vez hablaban. Los nombramos jefes de Protocolo, un título extraño con un nivel de solo tres estrellas. Pensé que Cat se sentiría ofendida por que sus padres tuvieran autorizaciones menos dignas de confianza que los míos, pero no pareció importarle.

Un día, de camino al colegio, Catlin dijo como si tal cosa: Mis padres no se gustan. Y me miró para ver mi reacción.

Les pasa a muchos padres, respondí, porque no quería herir sus sentimientos.

Seguramente se divorcien, dijo.

Pensé que estaría llorando porque la noté rara, pero cuando me giré para mirarla estaba agachada con una sonrisa de loca en la cara y al momento se impulsó hacia arriba como un resorte y gritó de alegría: ¡LOS ODIO!

Para ser una persona más bien pequeña, la verdad es que tiene un buen vozarrón.

Me dio la impresión de que se sentía mejor después de gritar, aunque dudo que lo que dijo fuera cierto. La mayoría de la gente no odia realmente a sus padres, por muy horribles que sean. Al menos su madre no es mala. Siempre nos traía una bandeja con galletas y bebidas hasta el piso de arriba, que era donde estábamos planeando la invasión. No llamaba, simplemente la dejaba sin hacer ruido junto a la puerta del armario. Me caía bien por eso, aunque siempre daba la impresión de estar un poco sonámbula. La casa entera parecía estar apagada, como si alguien hubiera succionado todo el color con una pajita. Me preguntaba si Catlin se daba cuenta de que su casa era diferente de otras casas o si le parecía normal.