A mi viejo amigo Peter Schlemihl
Vuelve a mis manos después de muchos años
tu escrito y, oh maravilla,
me acuerdo de los tiempos en que éramos amigos
y teníamos toda la vida por delante.
Ahora soy un anciano de cabellos grises
que estando más allá de los falsos pudores
quiero llamarme tu amigo como antes
y ante toda la gente declararlo.
Mi amigo, pobre amigo, el Astuto
tan mal como a ti no me ha tratado;
puse mis esperanzas en lo incierto
y hacia ello he aspirado,
pero al fin he logrado muy poco,
aunque el Gris no podría jactarse
de haberme atrapado alguna vez por la sombra;
aquí está la sombra con la que he nacido
y jamás la he perdido.
Aun siendo inocente como un niño
las burlas a tu flaqueza me alcanzaron.
¿Tan semejantes somos?
Schlemihl, ¿dónde está tu sombra?, gritaron tras de mí,
y cuando la mostré fingieron estar ciegos
y encima rieron sin descanso.
Pero ¿qué hacer? Soportar con paciencia
y contento además de no tener pecados.
La sombra, quisiera preguntar qué es eso,
tal como tantas veces a mí me preguntaron,
y cómo es que este mundo tan bellaco
no deja de tenerle sublime estimación.
Han amanecido diecinueve mil días sobre nuestras cabezas
trayéndonos sabiduría,
y nosotros, que hemos dado ser a las sombras,
vemos hoy a los seres como sombras desfigurarse.
Sobre esto estamos bien de acuerdo, Schlemihl,
sigamos el camino y que todo siga como antes;
el mundo no nos preocupa mucho,
pues lo que cuenta es ser fieles a nosotros mismos;
estamos ya más cerca de nuestra meta
y por más que unos rían y los otros regañen,
al cabo de todas las tormentas, en el puerto,
y sin que nadie nos moleste dormiremos
un sueño tranquilo.
Berlín, agosto de 1834