Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Liz Fielding. Todos los derechos reservados.
DULCE ATRACCIÓN, N.º 2521 - Agosto 2013
Título original: Anything but Vanilla...
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3492-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Cuando tienes problemas, lo segundo mejor que te puede pasar es que un amigo te ayude; lo primero, que te ayude un amigo con helado.
Del Libro de los helados, de Rosie.
–¿Hola? ¿Hay alguien?
Alexander West ignoró la llamada en la puerta de la tienda. Para algo había puesto el cartel. Knickerbocker Gloria estaba cerrado. Fin de la historia.
Las cuentas eran un desastre. La caja solo contenía clips para papel y había encontrado un montón de facturas por pagar en el fondo de uno de los cajones. Los síntomas clásicos de un pequeño negocio que se iba a pique, mientras Ria hacía oídos sordos a los acreedores.
Lo más probable era que fuera uno de ellos quien llamaba a la puerta. Por eso, aquello no podía esperar.
Alexander se llenó la taza de café e, ignorando el dolor de sus hombros agarrotados, se dispuso a hacer frente al montón de facturas que aguardaban en sus sobres sin abrir.
No servía para nada enfadarse con Ria, pensó. Era él quien tenía la culpa.
Ella le había prometido ser más organizada, no dejar que las cosas se le fueran de las manos. Y él había creído que había aprendido la lección, había querido creerlo. Pero se había equivocado.
Sabía que Ria lo había intentado y había conseguido que todo fuera como debía durante un tiempo. Sin embargo, el más mínimo detalle bastaba para que entrara en depresión. Luego, cuando su ánimo mejoraba, ella solía ignorarlo todo, sobre todo esos molestos sobres con facturas que escondía en el cajón. Lo peligroso era que, si no se atendía bien, un pequeño negocio podía caer en picado de un día para otro.
–¿Ria?
Alexander frunció el ceño. Era la misma voz que había llamado en la puerta, pero parecía sonar dentro de la tienda.
–He venido a por el pedido de Jefferson –dijo la voz de nuevo–. Si estás ocupada, no te molestes. Puedo encontrarlo yo misma.
Alexander se puso en pie y salió del pequeño despacho para asomarse al almacén.
Entonces vio de dónde provenía la voz. Un par de largas piernas y una corta minifalda que se ajustaba a un trasero perfecto. Era un placer inesperado en un mal día como aquel; por eso él no se apresuró en presentarse y se apoyó en el quicio de la puerta, deleitándose con las vistas mientras la extraña se asomaba al congelador.
Murmurando algo, la mujer rebuscó en el interior, balanceándose sobre un pie y extendiendo el otro. Alexander admiró su esbelto tobillo, la pantorrilla, el terso muslo, un atisbo de encaje de su ropa interior bajo la minifalda.
La combinación de aquellas piernas tan largas, la minifalda roja y la seda color crema de las medias y la ropa interior le recordó a uno de los helados de Ria, un delicioso cono de frambuesa.
Tenía la frescura de la fruta y la dulzura de la crema, una mezcla tan perfecta que le hizo desear lamerla desde los pies a la cintura.
–Tengo el helado de fresa y de crema y las galletas, Ria –dijo la mujer con una voz sensual desde las profundidades del congelador, mientras rebuscaba en los distintos contenedores–. Y he encontrado también el helado de miel. Pero no encuentro el de pepino, ni los sorbetes de té y de champán.
¿Helado de pepino?
No era de extrañar que Ria tuviera problemas con el negocio, pensó Alexander.
–Si no está ahí, lo siento, no has tenido suerte –dijo, tras dar una última mirada apreciativa a aquellas piernas interminables.
Sorrel Amery se quedó helada, de forma metafórica y literal.
No llevaba más que una fina blusa de seda de tirantes y, sumergida hasta la cintura en el congelador, estaba empezando a sentir el frío. Y aquella voz... o Ria tenía la peor ronquera de la historia o...
Sorrel se enderezó, sacó la cabeza del congelador y se dio la vuelta.
De forma instintiva, se tiró de la falda hacia abajo. Sin embargo, era demasiado tarde para la modestia, pensó a punto de gritarle a aquel hombre quién diablos creía que era para estarla espiando. Pero decidió no hacerlo.
El silencio era, según algunos clásicos griegos, la mejor arma de una mujer y, aunque por lo general ella no estuviera de acuerdo, en ese caso no se le ocurrió nada mejor. Por los ojos ardientes y la amplia sonrisa de aquel tipo, estaba claro que había estado poniéndose las botas con las vistas. No iba a darle la satisfacción, encima, de ponerse hecha una histérica.
–¿Que no he tenido suerte? ¿Qué quieres decir? –preguntó ella con tono indiferente y profesional.
Si él creía que iba a derretirse ante su sensual sonrisa, se equivocaba, pensó Sorrel. Aunque la mano con la que se apoyaba en la puerta fuera fuerte y ancha, con largos dedos que tenían aspecto de saber qué hacer para que una mujer se derritiera...
Cuando ella se estremeció, él sonrió un poco más, como si hubiera adivinado sus pensamientos.
En ese momento, Sorrel se arrepintió de no haberse puesto la chaqueta al salir de casa. Aunque con eso no habría conseguido taparse las piernas, al menos habría tenido menos frío. Además, cuando llevaba un traje de chaqueta, por muy corta que fuera la falda, se sentía con la situación bajo control. Un detalle importante cuando se era joven y mujer y quería ser tomada en serio en un mundo dominado por los hombres.
Sin embargo, no había tenido la necesidad de impresionar a Ria, ni había contado con tener que sumergirse en el congelador. Ni con el público.
El hombre que la miraba desde la puerta, por otra parte, no parecía necesitar un traje de chaqueta para sentirse en su salsa. Como única armadura, llevaba una barba de dos días. El pelo moreno y desarreglado le llegaba hasta los hombros. La camiseta gastada se ajustaba a su ancho pecho, mientras los vaqueros viejos le resaltaban unos musculosos muslos.
El bronceado natural de su piel confirmaba la idea de que no era la clase de hombre que perdiera el tiempo detrás de un escritorio. Por otra parte, sus ojeras delataban una intensa vida nocturna.
–Ria no está –dijo él, envolviéndola con su voz grave y ronca–. Yo estoy a cargo de la tienda por ahora.
Embriagada por el sensual sonido de sus palabras, Sorrel se agarró al borde del congelador, como si necesitara sostén.
–¿Y quién eres tú? –inquirió, tratando de sonar tranquila. Por desgracia, no lo consiguió.
–Alexander West.
–¿Eres el hombre de la postal?
–¿Qué? –preguntó él, sin entender.
–El hombre de la postal –repitió ella y, al momento, se arrepintió de haber dicho nada. Él parecía más joven de lo que había esperado, bastante más que Ria–. Así es como te llama Nancy, la ayudante de Ria, porque le mandas postales –explicó, esforzándose por no delatar su sorpresa ni lo impresionada que estaba por su presencia.
–¿Le mando postales a Nancy? –preguntó él con sonrisa burlona, como si fuera consciente de las sensaciones que estaba provocando en su interlocutora.
–A Ria –añadió ella–. Muy de cuando en cuando.
No era su frecuencia sino el efecto que causaban las postales lo que las hacía memorables. En una ocasión, Sorrel había encontrado a Ria abrazada a una de ellas, con lágrimas en las mejillas.
Solo un amante o un niño podían provocar ese efecto. Alexander West era más joven de lo que ella había esperado, pero no lo bastante como para ser hijo de Ria. Por eso, solo podía ser su amante. Un amante ausente. Las postales solían ser fotos en blanco y negro de playas tropicales, las típicas que evocaban paradisíacos paseos por la arena de la mano de un hombre con el mismo aspecto del que tenía justo delante. No era de extrañar que, al recibirlas en su casa de Maybridge, Ria llorara.
–De pascuas a ramos –puntualizó ella, por si no había captado la indirecta.
Sorrel conocía a la clase de hombre aventurero que se aprovechaba de una mujer de buen corazón y la dejaba hecha pedazos a su marcha. Su propio padre había sido así, aunque nunca se había molestado en mandar ninguna postal. Ni en visitar a su madre.
–No solía tener cerca oficinas de correos –replicó él.
–No tienes por qué darme explicaciones –aseguró ella, concentrándose en mantener las rodillas firmes.
–Bueno es saberlo –repuso él y cambió de posición, para apoyar los hombros en el quicio de la puerta, logrando que la camiseta se le estirara y resaltara todavía más su musculoso pecho–. Me pareció que estabas lanzándome algún tipo de indirecta.
–¿Qué? –dijo ella y se dio cuenta de que llevaba unos segundos conteniendo el aliento–. No –añadió, incapaz de apartar la vista de su camiseta. Tragó saliva–. La frecuencia de vuestra correspondencia no es asunto mío.
–Lo sé, pero estaba empezando a dudar que tú lo supieras.
Sin poder evitarlo, Sorrel notó que le estaba subiendo la temperatura. Ya no tenía frío. Sabía que ese hombre no era su tipo. Sin embargo, su cuerpo traidor pensaba de otra manera y ansiaba que la tocara. Sintió que los pezones se le endurecían, apuntando hacia él bajo la fina seda de la blusa...
¡No!
Sorrel volvió a tragar saliva. Y se aferró con más fuerza al congelador. No para no caerse, sino para no lanzarse a su cuello. Eso era lo que habría hecho su madre, una mujer que siempre se había entregado a los placeres de la carne sin pensar. Y prueba de ello eran las tres hijas sin padre que había tenido.
Desde los diecisiete años, cuando había tenido edad suficiente para comprender su origen, Sorrel había decidido hacer siempre lo opuesto a lo que su madre habría hecho en lo relativo a los hombres. Sobre todo, si eran tipos imponentes como ese que tenía delante.
Ella no tenía ni idea de qué hacía Alexander West en Maybridge, pero estaba segura de que su presencia iba a trastornar a Ria. Y, con ello, afectaría a su ya caótico negocio.
Lo más probable era que Ria no hubiera acudido a trabajar esa mañana porque estuviera guardando cama después de haberle dado una entusiasta bienvenida al recién llegado.
Él también parecía agotado, pensó, sin poder evitar imaginar qué había estado haciendo.
Sin embargo, hacía falta algo más que un pecho musculoso para impresionarla. Claro que sí.
Cuando sus amigas habían empezado a salir con chicos, ella había preferido centrarse en su futuro y en estudiar Empresariales. Y se había jurado convertirse en millonaria antes de los veinticinco años.
Cualquier hombre que quisiera llamar su atención tenía que ser igual de ambicioso que ella en el terreno profesional. Además, tenía que vestir ropa elegante, ir bien aseado y, sobre todo, ser una persona estable.
Toda su vida había estado dominada por hombres que causaban problemas a su paso y que desaparecían dejando a las mujeres con el corazón destrozado. Por eso, había aprendido la lección.
Alexander West no cumplía ninguno de los tres requisitos, se dijo, sin poder dejar de mirarle el ancho pecho. Además, le pertenecía a Ria.
–¿Qué estás haciendo aquí?
En apariencia, estaba consiguiendo comportarse como una mujer fría e indiferente. Después de haberse enfrentado a directores de banco, dueños de grandes empresas y organizadores de eventos, tenía práctica en mantener la calma en el exterior, aunque por dentro estuviera hecha un flan. Aunque, en ese momento, para ser exactos, su nerviosismo tuviera más que ver con la sensación de tener miles de mariposas en el estómago.
–Eso tampoco es asunto tuyo.
–Pues resulta que sí. Ria es la proveedora de helado para mi negocio y, ya que parece que te ha dejado al mando... deberías saber que tienes que llevar gorro cuando estás en una zona de preparación de alimentos –le espetó, tratando de enfriar un poco más la situación–. Y una bata blanca.
–Como Knickerbocker Gloria se ha cerrado, eso no es problema –indicó él y señaló a los contenedores de helado que Sorrel había apilado sobre una mesa–. Así que, si eres tan amable de volver a poner la mercancía en el congelador...
Sorrel necesitó unos segundos para digerir sus palabras.
–¿Se ha cerrado? ¿De qué diablos estás hablando? Ria sabe que tengo que recoger mi pedido hoy. ¿A qué hora llega ella?
–A ninguna.
–¿Cómo dices?
–No vendrá por aquí por el momento –explicó él y se encogió de hombros. Ante la obvia confusión de ella, añadió–: Esta semana va a recibir una visita del fisco. Al parecer, no ha estado pagando sus impuestos y lleva bastante tiempo ignorando las cartas que ha recibido de Hacienda y de otros acreedores. Ya sabes lo quisquillosa que es esa gente cuando se les debe dinero.
–No por propia experiencia –contestó Sorrel, conmocionada. Ella siempre llevaba sus impuestos al día–. ¿Qué ha pasado?
–No lo sé con exactitud, pero adivino que se han presentado sin avisar para realizarle una auditoría, han echado un vistazo a uno de sus libros de contabilidad y la han declarado insolvente.
–Pero eso quiere decir...
–Quiere decir que no puede salir nada de la tienda hasta que se haya hecho un inventario de los bienes del negocio y se hayan pagado las deudas. O hasta que se declare en bancarrota y sus acreedores archiven sus deudas.
–¿Qué? ¡No! –exclamó ella y posó la mano con gesto protector sobre la pila de contenedores que había sacado del congelador–. Tengo que llevarme esto ahora mismo. Y las otras cosas que pedí –añadió y, al momento, se sintió horriblemente culpable por poner sus necesidades por delante de los problemas de Ria.
Siempre había intentado ayudar a Ria a ser más organizada con su negocio, pero había sido como querer enviar el agua de un río montaña arriba. Por otra parte, sin embargo, si Ria tenía problemas con Hacienda, debía de estar muy asustada.
–Te refieres al sorbete de champán –señaló él.
–Entre otras cosas –contestó ella. Al menos, ese hombre tenía oídos para escuchar lo que había dicho, además de ojos para espiarle la ropa interior–. Igual están en el congelador de la cocina –añadió. Entonces, al pensar de nuevo en la situación de Ria, se sintió furiosa–. ¿Por qué no me avisó si tenía problemas? Ella sabe que yo la habría ayudado.
–Me avisó a mí.
–Y tú has venido volando como el rayo para rescatarla, ¿no? –comentó ella con una mezcla de sarcasmo y envidia. Sin embargo, si de veras él hubiera sido un caballero andante, habría estado allí al pie del cañón con Ria y no mandándole postales desde playas paradisíacas, con toda seguridad acompañado de bellas nativas para matar el aburrimiento.
–Bueno, he venido en avión, sí –repuso él, interesado por el tono sarcástico de su interlocutora.
–¿Y qué vas a hacer? ¿Arreglar las cosas? ¿Levantar el negocio? –inquirió ella, debatiéndose entre el escepticismo y la esperanza. Lo que Ria necesitaba era un contable que supiera hacer su trabajo.
–No. He venido a cerrar la tienda. Knickerbocker Gloria ya no está operativa.
–Pero...
–¿Pero qué?
–Da igual.
Sorrel haría todo lo posible por ayudar a Ria cuando hubiera terminado con su trabajo para Jefferson. En ese momento, era su reputación lo que estaba en juego. Sin el sorbete de champán estaba perdida y no iba a dejar que aquel guapo de playa se interpusiera en su camino.
Las cosas claras y el (helado de) chocolate espeso. Proverbio español.
Del Libro de los helados, de Rosie.
–¿Me dejas? –pidió Sorrel, al ver que él no se movía para dejarla entrar en la cocina.
Alexander West era bastante más alto que ella. Pero, gracias a los tacones que llevaba, no tenía que herniarse el cuello para mirarlo a los ojos. Una mujer de negocios tenía que saber defenderse y los zapatos de tacón alto eran un arma indispensable para ganar seguridad, pensó.
–Pues no.
Al parecer, Alexander West no estaba dispuesto a ser razonable. Y, aunque fuera un experimentado viajero y hablara una docena de idiomas, no parecía hablar el suyo.
No importaba, se dijo Sorrel. Ella misma no hubiera llegado tan lejos si no fuera políglota.
–Por favor, señor West... –comenzó a decir, esforzándose por ignorar su camiseta ajustada y su aroma a hombre...
Era difícil ser una mujer de negocios. Había que saber emplear los recursos. A los bancos, debía presentarles sólidos planes de negocio, a los clientes debía mostrarles que comprendía lo que querían. Pero la herramienta más útil que conocía era una amplia sonrisa. Y ese era un buen momento para poner en práctica la desarmadora sonrisa que había heredado de su madre.
–Alexander... –se corrigió ella, intentando convertirlo en su aliado y cómplice–. Esto es importante.
Él la miró con atención y gesto serio.
–¿Cómo de importante? –preguntó Alexander con tono seductor.
Sorrel pudo sentir su aliento, su aroma envolviéndola. Nerviosa, se humedeció los labios.
–Muy, muy importante.
Entonces, cuando él le puso la mano en la cintura, tocándole la piel a través de la blusa de seda, Sorrel se quedó sin respiración y se estremeció de pies a cabeza, ignorando la advertencia de peligro que su mente le enviaba. Y, cuando inclinó la cabeza para besarla en los labios, ella solo pudo pronunciar una palabra.
–Sí...
Sorrel se derritió entre sus brazos mientras él deslizaba la lengua dentro de su boca con deliciosa sensualidad.
Despacio, Alexander levantó la cabeza un milímetro para mirarla.
–Frambuesa, no... –susurró él.
¿Frambuesa no?
–Y no es tan importante –añadió, frunciendo el ceño sin dejar de mirarla.
En ese momento, la soltó y Sorrel dio un paso atrás, agarrándose al congelador una vez más, tratando de no perder el equilibrio. Por segunda vez esa mañana, deseó haber mantenido la boca cerrada.
Intentando no sonrojarse, se maldijo por haberse dejado llevar por la tentación. Era la lacra de todas las mujeres de su familia, ese impulso incontrolable que les hacía perder la cabeza por un hombre a primera vista...
Nada más verlo, había querido que la besara. Y había querido mucho más. Sin embargo, Alexander West había malinterpretado sus motivos. Había creído que estaría dispuesta a seducirlo hasta el final para conseguir el pedido que había ido a buscar...
–Es solo helado –dijo él con gesto de desprecio.
–¿Solo? –preguntó ella, confusa.
–¿Cómo has entrado? –inquirió él con tono seco, ignorando su pregunta–. La tienda no está abierta.
Su cambio de actitud le sentó a Sorrel como una bofetada, pero fue efectivo para hacerle recuperar la compostura de golpe.
–Por la puerta trasera –le espetó. De ninguna manera iba a confesarle que Ria le había entregado una llave para que pudiera ir a buscar sus pedidos cuando quisiera.
Lo único que la impedía salir de allí en ese mismo instante era su necesidad de comprobar si Ria había preparado todos los helados que le había encargado. Cuando se asegurara de ello, se iría y volvería a por su pedido cuando ese hombre no estuviera.
–Estaba cerrada con llave –replicó él.
–Cuando yo entré, no –negó ella. Y era la pura verdad–. A diferencia de la puerta principal. No vas a ayudar a Ria si no dejas que entren los clientes –añadió con tono de reproche.
Alexander la miró pensativo, como si adivinara que lo estaba engañando.
–He pagado mi pedido por adelantado –señaló ella, para romper la tensión del momento. Debía distraerlo del hecho de que hubiera entrado en la tienda por una puerta cerrada, para no darle pie a que la registrara, pensó; y, sin poder evitarlo, se derritió al imaginar la escena. Pero era mejor centrarse e ignorar las sensaciones que abrumaban su cuerpo, decidió–. Ya que parece que estás sustituyendo a Ria, ¿no podrías buscar lo que me falta?
–¿Has pagado por adelantado?
No solo había logrado distraerlo, sino que lo había sorprendido, observó ella, mientras Alexander la observaba con las cejas arqueadas.
–Es algo normal a la hora de hacer negocios.
–No es algo propio de Ria –replicó él.
–Te creo. Pero yo no soy Ria.