Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Christine Rimmer. Todos los derechos reservados.
LA PRINCESA QUE LLEGÓ EN INVIERNO, Nº 2000 - octubre 2013
Título original: The Rancher’s Christmas Princess
publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3843-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Las noticias volaban en Elk Creek, Montana.
¿Y la presencia de una princesa de verdad en el pueblo? Eso, sin duda, era toda una noticia.
El nombre de su Alteza era Arabella, Arabella Bravo-Calabretti, y su madre gobernaba un diminuto y rico país en el mar Mediterráneo. La princesa Arabella había reservado tres habitaciones contiguas en el Drop On Inn en Main Street. Se decía que iba con un bebé y que también la acompañaban una mujer de mediana edad y un guardaespaldas.
En Elk Creek, donde las cosas solían ser bastantes tranquilas durante el largo y nevoso invierno, una visita de la realeza era un gran acontecimiento.
Como norma, el ranchero Preston McCade no se habría parado a prestarle atención a ninguna princesa, ya fuera en Elk Creek o en cualquier otro sitio. Sin embargo, su Alteza Arabella había estado haciendo preguntas... sobre él. Había llegado al pueblo un domingo a principios de diciembre y esa misma noche Preston recibió una llamada informándolo de que la princesa quería ponerse en contacto con él.
Además, el lunes a primera hora de la mañana, cuando paró en Colson’s Feed and Seed para recoger un encargo, Betsy Colson le lanzó la sonrisa más amplia que había visto en su pecoso rostro desde que la conocía.
—Pres —dijo Betsy saliendo de detrás del mostrador—. ¿Te has enterado de que hay una princesa en el pueblo?
—Buenos días a ti también, Betsy.
—Me lo ha contado Dee Everhart, que se ha enterado por RaeNell —RaeNell y Larry Seabuck eran los dueños del Drop On Inn—. Es la princesa de Montedoro. ¿Habías oído hablar de Montedoro? Está en la costa de Francia. Dicen que es precioso, con palmeras, casinos, playas cálidas y sol prácticamente durante todo el año.
Pres se quitó el sombrero y lo sacudió contra su muslo para quitarle la nieve.
—Hablando del tiempo, se espera que nieve todo el día y mañana también.
—¿Has oído lo que acabo de decirte?
—Lo oí ayer. RaeNell me llamó al rancho para decirme que una princesa estaba buscándome.
Betsy abrió los ojos de par en par y bajó la voz.
—Dee dijo que RaeNell comentó que la princesa quería hablar contigo, Pres.
—Bueno, pues entonces seguro que me llamará. Le he dicho a RaeNell que le dé mi número.
—¿Qué crees que querrá de ti una princesa?
—Ni idea. ¿Alguna noticia sobre esos suplementos que te encargué?
—Llegarán el miércoles, garantizado.
—Vale —dijo y se giró hacia la puerta.
—¡Está alojada en el Drop On Inn! Podrías pasarte por allí y averiguar qué quiere...
—Nos vemos el miércoles, Betsy —volvió a ponerse el sombrero y abrió la puerta. Se agachó bajo el muérdago que colgaba del marco de la puerta y salió de allí antes de que Betsy pudiera decirle más cosas que hacer.
La nieve había amainado y el Drop On estaba al final de la calle. Fue hacia allí antes de parar en Safeway para comprar algo de comida. Sentía algo de curiosidad, tal vez debería averiguar qué quería de él la princesa.
Larry Seabuck, delgado y canoso, estaba detrás del mostrador de recepción cuando Pres entró en el motel.
—Preston, ¿cómo te trata el mundo?
—No me puedo quejar. He oído que tienes un huésped que está buscándome.
—La princesa —Larry lo dijo con reverencia y con un tono algo posesivo.
—¿En qué habitación está? —le preguntó quitándose el sombrero de nuevo.
—RaeNell me ha dicho que te ha llamado y que le ha dado tu número a Su Alteza.
—¿Podrías llamar a la habitación de la señora? Dile que estoy aquí y que quiero hablar con ella.
—Ejem... Bueno... Ahora mismo no está aquí.
Pres apoyó un codo en el mostrador adornado con un pequeño árbol de Navidad con luces y unas guirnaldas.
—Te veo un poco reservado, Larry. ¿Por qué no me dices lo que estás pensando?
—Bueno, es una mujer con clase, una aristócrata, y es nuestra huésped. Nos han llamado dos periodistas preguntándonos si está alojada aquí. Nos ha pedido que digamos que no tiene nada que decir y que no quiere que la molesten. Queremos respetar su intimidad.
Pres, que en los últimos años no había encontrado muchas razones en la vida para reír, de pronto notó que estaba conteniendo una carcajada.
—¿Es guapa la princesa?
—Eh... bueno... Muy atractiva. Por supuesto... Ejem... Sí.
—Larry, creo que te has enamorado. Más te vale tener cuidado o alguien se lo dirá a RaeNell.
—¡Oh, vamos, Preston! No es eso. No, claro que no.
—Dime dónde puedo encontrarla. Te prometo que me comportaré lo mejor que sé.
Larry apretó los labios.
—Ni siquiera sabes cómo hablarle a una princesa.
—¿Y por qué no me das alguna pista, Larry?
—Ejem... No te sientes en su presencia a menos que ella te invite a hacerlo. Llámala «Su Alteza» la primera vez que te dirijas a ella y después llámala «señora».
—¿Ella te ha dicho todo eso?
—Por supuesto que no. Lo he buscado en la Wikipedia.
—Bueno, de acuerdo. ¿Y dónde la encuentro?
Larry cedió al final.
—De acuerdo, tú mismo. Desayunando. Está desayunando —y con una delgada mano señaló hacia el Sweet Stop al otro lado de la calle.
—Gracias, Larry. Que tengas un buen día.
Belle lo vio llegar. Era alto y rudamente guapo. Se dirigió directamente hacia el banco donde estaba sentada sola, se quitó el sombrero de vaquero y le habló educadamente.
—Su Alteza, soy Preston McCade. He oído que ha estado buscándome.
Su guardaespaldas, Marcus, que estaba cerca de la entrada de la cafetería, la observaba a la espera de una señal que le indicara que interviniera, pero Belle lo miró y sacudió la cabeza antes de concederle al ranchero una fría y agradable sonrisa.
—Sí, quería verlo, señor McCade —le indicó que se sentara—. Por favor, acompáñeme.
Todo el mundo en la cafetería los estaba mirando. Belle podía sentir sus respiraciones contenidas; había tanto silencio que se podría haber oído la caída de una pluma mientras el ranchero se quitaba la chaqueta de borrego y la colgaba con su sombrero en el perchero situado junto a su banco. Bajo la chaqueta llevaba una camisa de algodón lisa del mismo azul claro que sus ojos. Sus vaqueros estaban desgastados y sus botas parecían muy curtidas.
Ojos azules, pensó ella. Un encantador azul claro como el de Ben...
—¿Lo de siempre, Pres? —le preguntó la camarera desde detrás de la larga barra.
—Me parece bien, Selma —respondió sentándose.
La camarera pegó una comanda en la rueda de metal situada en la ventanilla de la cocina antes de agarrar una cafetera y dirigirse al banco. Preston McCade levantó la taza y ella la llenó. Después, rellenó también la de Belle.
El ranchero le dio un trago y bajó la taza. Para entonces la camarera ya se había marchado.
—¿Tiene pensado pasar mucho tiempo en el pueblo, señora?
—Por favor, llámeme Belle. Mi visita aquí es... indefinida.
Se miraron. Él tenía unos hombros anchos y fuertes y una mandíbula cuadrada con una masculina hendidura. No le extrañaba que Anne lo hubiera encontrado atractivo. Cualquier mujer lo haría.
Y no solo era atractivo, sino que había algo tranquilizador, algo solemne, considerado, reservado. Su instintiva respuesta fue verlo automáticamente como alguien en quien podía confiar y sintió que no sería nada difícil llegar a apreciarlo y respetarlo. Y se alegraba de ello. Le había preocupado qué haría si no le gustaba ese hombre.
Le habían preocupado muchas cosas y, a decir verdad, aún estaba preocupadísima por toda esa situación.
Además, sentía un fuerte dolor en el corazón por la pérdida de su amiga. Por el pequeño y dulce Ben... ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo había podido Anne pedirle algo así? No debería tener que hacerlo...
—Está bien, señora... quiero decir, Belle... —le dijo en voz baja y con tono de verdadera preocupación. Estaba inclinándose hacia ella un poco.
De pronto Belle no pudo soportar mirarlo a los ojos y bajó la mirada hacia sus manos, que rodeaban la pesada taza de café. Eran unas manos fuertes y grandes. Encallecidas. Las manos de un hombre trabajador.
¿Tendría una vida... difícil? ¿Dura? ¿Cómo de dura?
Había tantas cosas que necesitaba saber. Demasiadas, en realidad. Recompuso su expresión y se obligó a alzar la cabeza de nuevo.
—Sí, estoy bien. Gracias —miró por la ventana—. Está nevando otra vez.
Él asintió.
—Será mejor que no convierta su visita en algo indefinido. Si se queda aquí una semana más, no podría salir de Montana hasta que llegue la primavera.
—Creo que tendré que correr el riesgo, señor McCade.
—Preston.
—Preston —repitió ella con una leve sonrisa.
Él asintió hacia su plato casi lleno.
—Coma. Se le va a enfriar la comida.
No tenía hambre. Ya no. Al verlo caminando hacia ella con ese aire tan decidido, se le había quitado el hambre. Aun así, agarró el tenedor.
Pres dio un sorbo de café e intentó no mirar a la princesa que tenía delante.
Era guapa, sí, con esa brillante melena castaña y esos ojos almendrados color whisky. Su piel también era luminosa y apostaba a que resultaría tan suave al tacto como el terciopelo. Además tenía mucha clase y era educada, con una suave voz. No era de extrañar que Larry se hubiera quedado prendado de ella.
Su comida llegó: un grueso bistec, cuatro huevos, patatas fritas, una tostada y una generosa porción de tarta de manzana caliente aparte. Le metió mano a la comida pensando que le gustaba esa forma de mirar tan directa que tenía, aunque parecía demasiado seria, algo triste, como si cargara con un gran peso.
Pero, claro, él también era extremadamente serio. Después de todo, la vida era muy dura.
—¿Ha vivido aquí en Montana toda su vida, Preston?
—Excepto los cuatro años que estuve en Utah en la universidad. Vivo en el rancho familiar, el Rancho McCade. Está fuera del pueblo. Criamos y adiestramos caballos. Sobre todo caballos cuarto de milla para trabajo de rancho.
—Caballo cuarto de milla. La raza más americana de todas. Son grandes velocistas y muy ágiles. Perfectos para trabajo de rancho.
Su opinión sobre ella aumentó un poco más.
—Sabe de caballos.
—Mi padre se crio en un rancho en Texas, cerca de San Antonio. Tengo un primo, Luke, que vive en ese rancho ahora. Luke cría caballos cuarto de milla, de hecho.
—Entonces ¿su padre es norteamericano?
—Adoptó la ciudadanía de Montedoro cuando se casó con mi madre, pero sí, nació aquí en Estados Unidos. Yo he montado desde que era pequeña. Todos lo hemos hecho, mis hermanos y yo. Mi hermana Alice es la verdadera jinete de la familia. ¿También cría ganado?
—Sí, criamos ganado. Un rebaño pequeño, pero sobre todo nos dedicamos a los caballos. El rancho lleva en la familia cuatro generaciones. Estoy muy orgulloso de nuestro programa de cría. Nuestros caballos son muy buenos para el trabajo de rancho, pero también se desenvuelven muy bien en rodeos. Tenemos dos purasangres como sementales —¡vaya! Cuánto le había contado. Por norma, él nunca presumía de su trabajo. Por eso, al ver lo que estaba haciendo, prefirió callar y centrarse en la comida.
—¿Tiene hermanos?
—Solo estamos el viejo y yo.
Ella se inclinó hacia delante.
—Ha sonreído. ¿Por su padre?
Él se encogió de hombros.
—Tendría que conocerlo. Mi padre se considera un hombre encantador.
—¿Y no lo es?
—Normalmente dejo que la gente se forme su propia idea sobre eso, pero tenga cuidado, la dejará sorda de lo mucho que habla a la mínima oportunidad que le dé.
—¿Y su madre?
—Murió.
—Lo siento.
—Fue hace mucho tiempo. Yo era un niño.
—Debió de ser muy duro para usted y para su padre.
—Como he dicho, fue hace mucho tiempo —parecía querer saber algo más de él y se dio cuenta de que no le importaba. Él también sentía curiosidad por ella—. ¿Y su familia?
Ella dio un trago de café.
—Mis padres siguen vivos y gozan de buena salud.
—Ha dicho que tenía hermanos.
—Tengo cuatro hermanas y cuatro hermanos.
—Eso sí que es una familia real.
—Montedoro es un principado lo que significa que a nosotros, la familia gobernante, no se nos considera exactamente realeza.
—Entonces, ¿su padre no es rey?
—La verdad es que es mi madre la que gobierna Montedoro.
Cierto, RaeNell se lo había dicho.
—Ha dicho que su padre nació en Estados Unidos...
Ella asintió.
—Se conocieron en Los Ángeles. Mi padre era actor y muy bueno, incluso ganó un Óscar a mejor actor secundario.
—¿Y lo dejó todo cuando conoció a su madre?
—Sí. Cuando mi madre subió al trono se convirtió en su Alteza Serenísima Evan, príncipe consorte de Montedoro. Y no, mi madre no es reina. Es la princesa soberana.
—Entiendo —dijo aunque no lo entendía del todo. Solo sabía que era como si vivieran en galaxias distintas.
Lo que, de pronto, lo hizo sentirse incómodo y estúpido. Había estado hablando demasiado y comportándose como un patán y un paleto emocionado ante la idea de estar desayunando con esa belleza de ojos ámbar de un lugar muy, muy lejano.
¿Qué quería exactamente de él? Fuera lo que fuera, lo que estaba claro era que no tenía mucha prisa por ir al grano. Pres apartó el plato, se limpió la boca y dejó la servilleta sobre la mesa.
—Me pregunto si podríamos hablar en privado... —y no podía culparla por querer hablar en otro lado. Un suave murmullo de voces llenaba ahora el lugar, pero estaba seguro de que todos los oídos estaban apuntando a su mesa.
Volvió a pensar en que no tenía nada en común con ella, en que estaba fuera de su alcance, en que solo había ido allí para averiguar qué quería de él. Se recordó que no le interesaban las mujeres, no desde que su prometida lo había dejado plantado por ese Monty Polk dos años antes.
Además, RaeNell había dicho algo sobre un bebé, ¿verdad? Que la princesa había ido con un bebé. No llevaba anillo de casada, pero ¿por qué iba a llevar un bebé a Elk Creek a menos que fuera suyo?
—Belle, ¿está casada?
Ella respondió sin vacilar.
—No, Preston.
«Entonces ¿el bebé?».
Pero no logró pronunciar esas palabras. Le habían enseñado a comportarse delante de una dama y no la conocía lo suficiente como para preguntarle algo tan personal como eso.
Por el contrario, se impresionó a sí mismo preguntándole:
—¿Le gustaría cenar conmigo?