© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
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REF.: ODBO084
ISBN: 9788490568477
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
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Índice
NOTA EDITORIAL
COSECHA ROJA
1. UNA MUJER DE VERDE Y UN HOMBRE DE GRIS
2. EL ZAR DE POISONVILLE
3. DINAH BRAND
4. HURRICANE STREET
5. EL VIEJO ELIHU HABLA CON JUICIO
6. EL GARITO DEL SUSURRO
7. POR ESO LO DEJÉ LIGADO
8. UN PRONÓSTICO SOBRE KID COOPER
9. UN CUCHILLO NEGRO
10. SE BUSCA DELITO, VARÓN O MUJER
11. UNA CUCHARA FENOMENAL
12. UN NUEVO ACUERDO
13. DOSCIENTOS DÓLARES Y DIEZ CENTAVOS
14. MAX
15. LA POSADA DE CEDAR HILL
16. SALE JERRY
17. RENO
18. PAINTER STREET
19. LA CONFERENCIA DE PAZ
20. LÁUDANO
21. EL DECIMOSÉPTIMO ASESINATO
22. EL PICAHIELO
23. EL SEÑOR CHARLES PROCTOR DAWN
24. SE BUSCA
25. WHISKEYTOWN
26. CHANTAJE
27. ALMACENES
LA MALDICIÓN DE LOS DAIN
PRIMERA PARTE. LOS DAIN
1. OCHO DIAMANTES
2. EL NARIGUDO
3. ALGO NEGRO
4. LOS SOSPECHOSOS HARPER
5. GABRIELLE
6. EL HOMBRE DE LA ISLA DEL DIABLO
7. LA MALDICIÓN
8. PERO Y SI
SEGUNDA PARTE. EL TEMPLO
9. EL CIEGO DE TAD
10. FLORES MARCHITAS
11. DIOS
12. EL GRIAL MALDITO
TERCERA PARTE. QUESADA
13. EL SENDERO DEL ACANTILADO
14. EL CHRYSLER DESTROZADO
15. LE HE MATADO YO
16. LA BÚSQUEDA NOCTURNA
17. MÁS ABAJO DE DULL POINT
18. LA GRANADA
19. LA DEGENERADA
20. LA CASA DE LA ENSENADA
21. AARONIA HALDORN
22. CONFESIONAL
23. EL CIRCO
EL HALCÓN MALTÉS
1. SPADE & ARCHER
2. MUERTE EN LA NIEBLA
3. TRES MUJERES
4. EL PÁJARO NEGRO
5. EL LEVANTINO
6. UNA SOMBRA DE CORTA ESTATURA
7. UNA G EN EL AIRE
8. DISPARATES
9. BRIGID
10. EL DIVÁN DEL BELVEDERE
11. UN HOMBRE GORDO
12. TIOVIVO
13. EL REGALO DEL EMPERADOR
14. LA PALOMA
15. HASTA EL ÚLTIMO CHIFLADO
16. EL TERCER ASESINATO
17. SÁBADO POR LA NOCHE
18. EL CHIVO EXPIATORIO
19. LA MANIOBRA DEL RUSO
20. SI TE CUELGAN
LA LLAVE DE CRISTAL
I. UN CADÁVER EN CHINA STREET
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5. TAYLOR HENRY ASESINADO
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II. EL TRUCO DEL SOMBRERO
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III. EL TORPEDO
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IV. EL DOG HOUSE
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V. EL HOSPITAL
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VI. EL «OBSERVER»
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VII. LOS SECUACES
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VIII. EL BESO DE DESPEDIDA
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IX. LOS CANALLAS
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X. LA LLAVE ROTA
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EL HOMBRE DELGADO
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NOTAS
Al igual que Dickens, Dumas o Dostoyevski, Dashiell Hammett se hizo famoso cuando su obra empezó a ver la luz en publicaciones periódicas. Y, al igual que ellos, sus contribuciones a la literatura fueron mucho más allá de sus obras, cuya influencia ha llegado hasta la actualidad. Naturalmente, el medio para darse a conocer afectó en mayor o en menor medida a su narrativa, tanto si se trataba de relatos breves, como de obras más largas. En el caso de las novelas, cuando estas se publicaban por partes, había que enganchar al lector lo suficiente como para arrastrarlo a la siguiente entrega, y Dashiell Hammett era un maestro en eso, porque sabía mantener la tensión de sus historias con unos personajes profundos y memorables, y sus argumentos sentaron las bases del subgénero hard-boiled y, por extensión, de toda la novela negra.
En este volumen se recogen las cinco únicas novelas completas que Hammett escribió. Y lo hizo en apenas ocho años, entre 1927 y 1934. Poco después, a punto de cumplir los cuarenta, decidió abandonar la literatura para siempre. Se retiró mientras estaba en lo más alto. Y ahí sigue.
La atípica trayectoria literaria de Dashiell Hammett comenzó cuando, casado y con un hijo, la necesidad le empujó a escribir cuentos cortos. Hammett desde siempre había sido un luchador. Veterano de la Gran Guerra, había visto su salud mermada a causa de una tuberculosis. Antes de ser escritor, trabajó como publicista y como detective de la agencia Pinkerton, para quienes redactó centenares de informes. Ahí, sin duda, se encuentra el germen de su carrera como escritor, que se inició en 1922. Después de algún que otro relato rechazado, en octubre pudo ver cómo publicaban su primer y brevísimo cuento, «The Parthian Shot». Iba a ser el primer paso de una fructífera carrera como autor de relatos, la mayor parte de los cuales vieron la luz en la revista pulp por antonomasia: Black Mask. Con esas piezas cortas, Hammett se convirtió uno de los principales artífices de la popularidad de esa legendaria revista y el mejor de todos ellos al definir los parámetros de una narrativa realista y violenta, en la que diversos elementos estéticos, artísticos y sociales se daban la mano para crear un universo completamente nuevo. Del valor excepcional de su narrativa breve, da cuenta el volumen publicado por RBA que reúne todos sus cuentos, una de las mejores y más completas compilaciones de relatos que se ha hecho de Hammett, no solo en castellano, sino en cualquier lengua.
En cuanto a sus novelas, verdaderos bastiones del género negro, tienen una relación muy íntima con esa narrativa breve. En ellas no solo encontramos a personajes como el agente de la Continental o Sam Spade, que ya eran conocidos por los aficionados al pulp, sino que además estas beben directamente de argumentos que ya habían aparecido en algunos relatos y que se unificaron para formar una única historia. Así surgieron en un principio las dos primeras novelas de Hammett, serializadas en cuatro partes: Cosecha roja (1927-1928) y La maldición de los Dain (1928-1929). Sin embargo, Hammett no quedó del todo satisfecho con el resultado, por lo que sometió a estas dos novelas protagonizadas por el agente de la Continental a una revisión profunda antes de publicarse como libros unitarios en 1929. El resultado, mucho más compacto, es el que hoy conocemos.
Con las dos siguientes novelas, El halcón maltés y La llave de cristal, Hammett ya había depurado su estilo narrativo y, aunque recurrió a algunas ideas presentadas en sus relatos (especialmente en La llave de cristal), no tuvo que reelaborar tanto su contenido para su posterior edición en libro. De hecho, El halcón maltés apareció serializada en Black Mask entre septiembre de 1929 y enero de 1930 y apenas un mes después vio la luz en un solo volumen. En cambio, La llave de cristal (la novela preferida por Hammett y una de las primeras obras del género protagonizada por hombres que actúan al margen de la ley) tardó algo más: aparecida también en Black Mask entre marzo y junio de 1930, no se publicó en un único tomo hasta 1931.
Mención aparte merece la última novela de Hammett, El hombre delgado. Aparentemente más ligera que las demás, pero también más cínica, alcohólica y elegante, es la única que no apareció en Black Mask, sino en Redbook, en 1933, de forma condensada y censurada. Al publicarse en libro en 1934, los editores recuperaron algunos fragmentos muy puntuales con claras connotaciones sexuales, que poco después fueron de nuevo censurados y se han mantenido así en muchas ediciones hasta hoy. En este caso concreto, publicamos esa versión sin expurgar, en la que las variaciones con la edición canónica son casi inexistentes, a excepción de esos breves pasajes y el cambio de nombre de un personaje, aquí llamado Sidney Kelterman (Victor Rosewater en la edición censurada), que se hizo para que coincidiera con el nombre utilizado en la adaptación cinematográfica de la novela, estrenada también en 1934.
A JOSEPH SHAW
La primera vez que oí dar a Personville el nombre de Poisonville1 fue a un tipo pelirrojo llamado Hickey Dewey en el Big Ship de Butte. También pronunciaba de esa manera otras palabras con erre, así que no le di más vueltas a lo que había hecho con el nombre de la ciudad. Luego se lo oí pronunciar igual a otros hombres que se apañaban bien con las erres. Seguí sin ver en ello sino la clase de humor sin pies ni cabeza que lleva a los maleantes a desfigurar palabras como «diccionario» para darles un significado despectivo. Unos años después fui a Personville y vi a qué se referían.
Desde un teléfono de la estación llamé a Donald Willsson al Herald y le dije que había llegado.
—¿Puede pasarse por mi casa esta noche a las diez? —Su voz tajante resultaba agradable—. Es el 2101 de Mountain Boulevard. Coja un tranvía en Broadway y bájese en Laurel Avenue, y luego camine dos manzanas hacia el oeste.
Le prometí que iría. Luego fui al Hotel Great Western, dejé el equipaje y salí a dar un garbeo por la ciudad.
No era bonita. La mayoría de sus arquitectos habían optado por lo ostentoso. Igual habían tenido éxito en un primer momento. A partir de entonces, los altos hornos cuyas chimeneas de ladrillo descollaban recortadas contra una lúgubre montaña hacia el sur le habían dado a todo una sucia uniformidad por efecto del humo amarillento que despedían. El resultado era una fea ciudad de cuarenta mil habitantes, ubicada en un feo desfiladero entre dos feas montañas que la minería había degradado por completo. Sobre todo ello se extendía un cielo mugriento que parecía haber brotado de las chimeneas de los altos hornos.
Al primer policía que vi le habría venido bien afeitarse. El segundo llevaba desabrochados un par de botones del uniforme desaliñado. El tercero estaba en medio de la principal intersección de la ciudad —Broadway y Union Street— y dirigía el tráfico con un cigarrillo en la comisura de los labios. A partir de entonces dejé de fijarme en ellos.
A las nueve y media tomé un tranvía de Broadway y seguí las instrucciones que me había dado Donald Willsson. Me llevaron a una casa que se levantaba en una parcela bordeada de setos en una esquina.
La criada que abrió la puerta me dijo que el señor Willsson no estaba en casa. Mientras le explicaba que estaba citado con él salió a la puerta una rubia esbelta de poco menos de treinta años con un vestido verde de crespón. Al sonreírme no desapareció la frialdad de sus ojos azules. Le repetí las explicaciones.
—Mi marido no está en estos momentos. —Un acento apenas discernible le hacía arrastrar las eses—. Pero si le está esperando, lo más probable es que no tarde en volver.
Me llevó a una habitación de la primera planta que daba a Laurel Avenue, un cuarto ocre y rojo con muchos libros. Nos sentamos en sillones de cuero frente a una chimenea de carbón encendida, y ella empezó a indagar qué asuntos tenía yo con su marido.
—¿Vive usted en Personville? —preguntó de entrada.
—No. En San Francisco.
—Pero no es su primera visita, ¿verdad?
—Sí.
—¿De veras? ¿Qué le parece nuestra ciudad?
—Aún no he visto lo suficiente para hacerme una idea. —Era mentira. Sí lo había visto—. He llegado esta misma tarde.
Sus ojos brillantes dejaron de fisgonear cuando dijo:
—Seguro que le parece aburrida. —Volvió a indagar diciendo—: Supongo que todas las ciudades mineras lo son. ¿Se dedica usted a la minería?
—En estos momentos, no.
Miró el reloj en la repisa de la chimenea y comentó:
—Qué falta de consideración por parte de Donald hacerle venir hasta aquí y dejarlo esperando a estas horas de la noche, que no son para tratar asuntos de negocios.
Le dije que no tenía importancia.
—Aunque tal vez no se trata de negocios —sugirió.
Guardé silencio.
Se rio, una breve carcajada con un deje afilado.
—Por lo general no soy tan entrometida como probablemente le parece —dijo como si tal cosa—. Pero se muestra usted tan tremendamente reservado que me pica la curiosidad. No será contrabandista de licores, ¿verdad? Donald cambia a menudo de suministrador.
Dejé que sacara sus propias conclusiones de mi sonrisa.
Sonó un teléfono en la planta baja. La señora Willsson acercó los pies calzados con zapatos verdes al fuego de carbón y fingió no haber oído el teléfono. No entendí por qué aquello le pareció necesario.
—Me temo que voy a... —empezó a decir, y se interrumpió para mirar a la criada en el umbral.
La asistenta dijo que preguntaban por la señora Willsson. Esta se disculpó y siguió a la criada. No fue a la planta baja, sino que habló por un supletorio que no estaba lo bastante alejado para que yo no oyera lo que decía.
—Soy la señora Willsson... Sí. ¿Cómo dice...? ¿Quién...? ¿Puede hablar un poco más alto...? ¿Qué...? Sí... Sí... ¿Quién es...? ¡Hola! ¡Hola!
Colgó el teléfono. Sus pasos se alejaron por el pasillo; pasos rápidos.
Encendí un cigarrillo y lo miré hasta que la oí bajar las escaleras. Fui a una ventana, levanté un extremo de la persiana y miré hacia Laurel Avenue y el garaje blanco y cuadrado en la parte trasera de la casa.
Poco después apareció una mujer esbelta con sombrero y abrigo oscuros que iba a paso ligero de la casa al garaje. Era la señora Willsson. Se fue al volante de un cupé Buick. Volví al sillón y esperé.
Transcurrieron tres cuartos de hora. A las once menos cinco rechinaron fuera los frenos de un coche. Dos minutos después entró en la habitación la señora Willsson. Se había quitado el sombrero y el abrigo. Tenía la cara blanca, los ojos casi negros.
—Lo siento muchísimo —dijo, y se le estremecieron los labios, que mantenía apretados—, pero me temo que ha estado esperando todo este rato para nada. Mi marido no va a volver a casa esta noche.
Dije que lo localizaría por la mañana en el Herald.
Me fui preguntándome por qué llevaba la puntera del zapato izquierdo húmeda y manchada de algo que podía ser sangre.
Llegué a Broadway y cogí un tranvía. Tres manzanas al norte de mi hotel me apeé para ver la aglomeración ante la puerta lateral del ayuntamiento.
Treinta o cuarenta hombres y unas cuantas mujeres ocupaban la acera en torno a una puerta con el cartel de «Comisaría». Había empleados de las minas y de los altos hornos todavía con la ropa de trabajo, chavales de aspecto chabacano de los billares y las salas de fiestas, hombres impecables de cara pálida y acicalada, hombres con el aire aburrido de maridos respetables, unas cuantas mujeres igual de respetables y aburridas y alguna que otra mujer de mala vida.
Me paré al borde del gentío junto a un tipo corpulento con la ropa gris y arrugada. Su rostro también era más bien gris, incluso los labios carnosos, aunque no debía de tener mucho más de treinta años. Tenía la cara ancha, los rasgos gruesos e inteligentes. Todo su colorido dependía de una corbata roja con nudo Windsor que destacaba sobre su camisa de franela gris.
—¿A qué viene el alboroto? —le pregunté.
Me dio un repaso con la mirada antes de contestar, como si quisiera tener la seguridad de que su información iba a quedar en buenas manos. Tenía los ojos tan grises como la ropa, aunque no tan suaves.
—Don Willsson ha ido a sentarse a la derecha de Dios, si es que a Dios no le importa ver orificios de bala.
—¿Quién lo ha matado? —le pregunté.
El tipo gris se rascó la nuca y dijo:
—Alguien con una pistola.
Yo buscaba información, no ingenio. Habría probado suerte con algún otro miembro de la muchedumbre de no ser porque me interesó su corbata roja. Así que le dije:
—Soy de fuera. Puede culparme a mí del embrollo. Para eso están los forasteros.
—Hace un rato han encontrado en Hurricane Street al señor Donald Willsson, propietario del Morning Herald y el Evening Herald, acribillado a balazos por alguien cuya identidad se desconoce —recitó en tono rápido y cantarín—. ¿He conseguido no herir sus sentimientos?
—Gracias. —Alargué un dedo y le toqué un extremo suelto de la corbata—. ¿Tiene algún significado o la lleva porque sí?
—Soy Bill Quint.
—¡Anda ya! —exclamé, tratando de recordar de qué me sonaba el nombre—. ¡Vaya, cuánto me alegro de conocerte!
Saqué la cartera y rebusqué entre la colección de credenciales a las que había ido echando mano aquí y allá. El carné que buscaba era uno rojo que me identificaba como Henry F. Nelly, marinero de primera, afiliado en toda regla al sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo. No había ni una palabra de verdad en ello.
Le pasé el carné a Bill Quint, que lo leyó con atención, por delante y por detrás, me lo devolvió y me miró de la cabeza a los pies, no sin recelo.
—Ese ya no va a morirse otra vez —comentó—. ¿Adónde vas?
—A cualquier parte.
Caminamos calle abajo y doblamos una esquina, al parecer, sin rumbo.
—¿Qué te trae por aquí, si eres marinero? —preguntó con despreocupación.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, el carné.
—Tengo otro que demuestra que soy carpintero —dije—. Si quieres que sea minero, mañana conseguiré un carné que lo certifique.
—No lo conseguirás. De esos aquí me encargo yo.
—¿Y si te envían un telegrama desde Chicago? —sugerí.
—¡Al carajo con Chicago! De esos aquí me encargo yo. —Señaló con un gesto de cabeza la puerta de un restaurante y propuso—: ¿Bebes?
—Solo cuando puedo.
Entramos en el restaurante, subimos un tramo de escaleras y entramos en un local estrecho del primer piso donde había un mostrador largo y una hilera de mesas. Bill Quint saludó con la cabeza y dijo «¡Hola!» a algunos de los chicos y chicas que estaban sentados a las mesas y la barra, y me llevó a uno de los reservados con cortinillas verdes que bordeaban la pared de enfrente del mostrador.
Pasamos las dos horas siguientes bebiendo whisky y hablando.
El hombre de gris no creía que tuviera derecho al carné que le había enseñado, ni al otro que había mencionado. No creía que fuera miembro destacado del sindicato. Como jefazo de Trabajadores Industriales del Mundo en Personville, consideraba su deber enterarse de quién era yo, y no dejarse arrastrar a la charla sobre asuntos comprometidos.
A mí ya me iba bien. Yo estaba interesado en los asuntos de Personville. A él no le importó abordarlos indagando de vez en cuando sobre la cuestión de mis carnés rojos.
Lo que conseguí sacarle se podría resumir de la siguiente manera:
Durante cuarenta años el viejo Elihu Willsson, el padre del hombre que había sido asesinado esa noche, fue dueño del corazón, el alma, la piel y las entrañas de Personville. Era presidente y accionista mayoritario de la Personville Mining Corporation, así como del First National Bank, propietario del Morning Herald y el Evening Herald, los únicos periódicos de la ciudad, y al menos copropietario de prácticamente todos los demás negocios de cierta importancia. Aparte de estas propiedades, había comprado a un senador de Estados Unidos, un par de miembros de la cámara de Representantes, el gobernador, el alcalde y la mayor parte de la asamblea legislativa estatal. Elihu Willsson era Personville, y era el estado casi en su totalidad.
En la época de la guerra, el sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo —en plena pujanza por todo el Oeste— había afiliado a los trabajadores de la Personville Mining Corporation. Esos trabajadores no habían estado precisamente mimados hasta entonces. Aprovecharon su nueva fuerza para exigir lo que querían. El viejo Elihu accedió porque no le quedó otro remedio, y aguardó a que llegara su hora.
Llegó en 1921. Los negocios iban de capa caída. Al viejo Elihu le habría traído sin cuidado cerrar una temporada. Rompió los acuerdos que tenía con sus trabajadores y empezó a devolverlos a patadas a la situación que padecían antes de la guerra.
Como es natural, los obreros pidieron ayuda a gritos. Enviaron a Bill Quint de la sede central del Trabajadores Industriales del Mundo en Chicago para llevar a cabo una movilización. No era partidario de una huelga, de que abandonasen el puesto de trabajo abiertamente. Les aconsejó que optaran por la vieja táctica del sabotaje, que siguieran en sus puestos y paralizaran la maquinaria desde dentro. Pero eso no era una movilización suficiente para los obreros de Personville. Querían darse a conocer, hacer historia del sindicalismo.
Se declararon en huelga.
La huelga duró ocho meses. Hubo derramamiento de sangre en abundancia por ambas partes. Los sindicalistas tuvieron que ocuparse de derramarla en persona. El viejo Elihu contrató a pistoleros, esquiroles, miembros de la Guardia Nacional e incluso a soldados del ejército regular para hacerlo. Una vez partido el último cráneo, una vez rota a patadas la última costilla, el sindicalismo en Personville no era más que pólvora mojada.
Pero, según dijo Bill Quint, el viejo Elihu no tenía ni idea de historia italiana. Salió vencedor de la huelga pero perdió su poder sobre la ciudad y el estado. Para imponerse a los mineros había dejado que sus matones a sueldo se descontrolaran. Una vez terminada la lucha no pudo librarse de ellos. Había dejado la ciudad en sus manos y no era lo bastante fuerte para arrebatársela. Personville les pareció atractiva y se apoderaron de ella. Habían ganado la huelga en nombre de Elihu y se quedaron con la ciudad como botín de guerra. No podía romper con ellos abiertamente. Sabían demasiado de él. Era responsable de todo lo que habían hecho durante la huelga.
Bill Quint y yo andábamos bastante bebidos cuando llegamos a ese punto. Volvió a vaciar su vaso, se apartó el pelo de los ojos y llevó su relato hasta el presente.
—Hoy en día, probablemente el más poderoso es Pete el Finlandés. Este mejunje que bebemos es suyo. Luego está Lew Yard. Tiene una casa de empeños en Parker Street, se ocupa de pagar la fianza a muchos detenidos, mueve buena parte de la mercancía robada en esta ciudad, según me cuentan, y es uña y carne con Noonan, el jefe de policía. Hay un muchacho, Max Thaler, el Susurro, que también tiene muchos colegas. Un tipo moreno y listillo al que le pasa algo en la garganta. No puede hablar. Un fullero. Esos tres, junto con Noonan, son los que en buena medida ayudan a Elihu a dirigir la ciudad; le ayudan más de lo que él querría. Pero tiene que seguirles la corriente o ya se puede preparar...
—El tipo que se han cargado esta noche, el hijo de Elihu, ¿qué pintaba en todo esto? —le pregunté.
—Iba a donde lo mandaba su padre, y ahora está donde lo ha mandado su padre.
—¿Quieres decir que el viejo ha hecho que lo...?
—Es posible, pero yo no soy nadie para decirlo. Ese Don volvió a casa y empezó a dirigir los periódicos de su padre. El viejo diablo, aunque ya tiene un pie en la tumba, no es de los que se dejan arrebatar nada sin devolver el golpe. Pero debía andarse con cuidado con esos tipos. Hizo volver de París al chico y a su esposa francesa y lo utilizó como su marioneta; vaya sucia treta paterna. Don lanza una campaña a favor de la reforma social en los periódicos. Quiere acabar con el vicio y la corrupción en la ciudad, lo que supone acabar con Pete, Lew y el Susurro, si el asunto llegara lo bastante lejos. ¿Lo entiendes? El viejo está utilizando al chico para librarse de ellos. Supongo que se cansaron de que les apretaran las clavijas.
—Me parece que esa suposición tiene unos cuantos inconvenientes —señalé.
—Todo lo que tiene que ver con esta puñetera ciudad tiene unos cuantos inconvenientes como mínimo. ¿Ya has bebido suficiente de esta porquería?
Le dije que sí. Nos fuimos calle abajo. Bill Quint me dijo que se alojaba en el Hotel de los Mineros en Forest Street. Como tenía que pasar por mi hotel de camino al suyo, seguimos juntos. Delante de mi hotel, un tipo corpulento con pinta de policía secreta hablaba desde la acera con el ocupante de un turismo Stutz.
—Ese del coche es el Susurro —me dijo Bill Quint.
Detrás del tipo fornido alcancé a ver el perfil de Thaler. Era joven, moreno y menudo, con facciones tan atractivas y regulares que parecían acuñadas con troquel.
—Qué mono —dije.
—Sí —coincidió el hombre de gris—, igual que un cartucho de dinamita.
El Morning Herald dedicó dos páginas a Donald Willsson y su muerte. En la fotografía se apreciaba un individuo de rostro agradable e inteligente con pelo rizado, ojos y boca risueños, la barbilla partida y corbata a rayas.
La crónica de su muerte era sencilla. A las once menos veinte de la noche anterior le habían pegado cuatro tiros en el estómago, el pecho y la espalda, que le causaron la muerte de inmediato. El tiroteo tuvo lugar en la manzana del 1100 de Hurricane Street. Los vecinos que salieron a mirar después de oír los disparos vieron al muerto tendido en la acera. Había un hombre y una mujer inclinados sobre él. La calle estaba muy oscura para ver nada o a nadie con claridad. El hombre y la mujer desaparecieron antes de que alguien más tuviera tiempo de acudir. Nadie sabía qué aspecto tenían. Nadie los había visto irse.
Dispararon seis veces a Willsson con una pistola del calibre 32. Dos de los proyectiles no lo alcanzaron y se incrustaron en la fachada de un edificio. Siguiendo la trayectoria de esas dos balas, la policía averiguó que los disparos se habían efectuado desde un estrecho callejón al otro lado de la calle. Eso era todo lo que se sabía.
Un editorial del Morning Herald resumía la corta carrera del fallecido como la de un reformador de las costumbres cívicas y expresaba la convicción de que lo había asesinado alguien interesado en entorpecer la limpieza de Personville. El Herald decía que la mejor manera de que el jefe de policía probara que no había tenido ninguna culpa en el asunto era que detuviese lo antes posible y condenara al asesino o los asesinos. El editorial era amargo y tajante.
Lo terminé a la vez que mi segundo café, subí de un salto a un tranvía de Broadway, me apeé en Laurel Avenue y me dirigí a casa del fallecido.
Estaba a media manzana de allí cuando algo me hizo cambiar de idea y de destino.
Cruzó la calle delante de mí un joven más bien bajo vestido en tres tonalidades de marrón. Tenía un atractivo perfil moreno. Era Max Thaler, alias el Susurro. Llegué a la esquina de Mountain Boulevard a tiempo para ver su pierna enfundada en una tela marrón desvanecerse por la puerta de la casa del difunto Donald Willsson.
Regresé a Broadway, busqué una tienda con cabina telefónica, localicé en la guía el número del domicilio de Elihu Willsson, llamé y le dije a alguien que aseguraba ser el secretario del anciano, que Donald Willsson me había hecho venir de San Francisco, que tenía información sobre su muerte y que quería ver a su padre.
Al mostrarme lo bastante rotundo, me invitaron a hacerle una visita.
El zar de Poisonville estaba recostado en la cama cuando su secretario, un tipo esbelto y silencioso de mirada penetrante que rondaba los cuarenta, me llevó al dormitorio.
El viejo tenía una cabeza pequeña y de una redondez casi perfecta bajo su mata de pelo canoso al rape. Tenía las orejas tan pequeñas y aplastadas contra los lados de la cabeza que no estropeaban el efecto esférico. La nariz también era pequeña, una prolongación de la curva de su frente huesuda. La boca y la barbilla eran líneas rectas como tajos en la esfera. Debajo de estas líneas un cuello corto y recio se adentraba en el pijama blanco entre sus hombros cuadrados y rollizos. Uno de sus brazos asomaba por encima del cubrecama, un brazo corto y compacto rematado por una contundente mano de dedos gruesos. Tenía los ojos redondos, azules, pequeños y llorosos, como si se estuvieran ocultando detrás del velo acuoso y debajo de las pobladas cejas blancas solo hasta que llegara el momento de abalanzarse y apoderarse de algo. No era de esos a los que intentarías robarles la cartera a menos que tuvieras confianza más que de sobra en tus dedos.
Me ordenó que tomara asiento en una silla con una brusca sacudida de cuatro o cinco centímetros de su cabeza redonda, se libró del secretario con otra y preguntó:
—¿Qué es lo que sabe de mi hijo?
Tenía la voz áspera. Su pecho ejercía demasiada presión y su boca no articulaba lo suficiente para que las palabras sonaran muy claras.
—Soy agente de la Agencia de Detectives Continental, de la sucursal en San Francisco —le informé—. Hace un par de días recibimos un cheque de su hijo acompañado de una carta en la que solicitaba que le enviaran a un hombre para un trabajo. Ese hombre soy yo. Me dijo que fuera a su casa anoche. Lo hice, pero no apareció. Cuando regresé al centro me enteré de que lo habían asesinado.
Elihu Willsson me escudriñó con recelo y preguntó:
—Bueno, ¿y qué?
—Mientras esperaba, su nuera recibió una llamada de teléfono, salió, regresó con lo que me pareció sangre en el zapato y me dijo que su marido no iba a venir. Lo mataron a las once menos veinte. Ella salió a las diez y veinte y regresó a las once y cinco.
El anciano se sentó en la cama y dirigió a la señora Willsson una ristra de improperios. Cuando se le agotaron esa clase de palabras aún le quedaba un poco de aliento que utilizó para gritarme:
—¿La han metido en la cárcel?
Dije que me parecía que no.
No le hizo ninguna gracia que no estuviera en la cárcel. Lo manifestó sin contemplaciones. Berreó cantidad de cosas que no me gustaron, y terminó diciendo:
—¿Qué demonios está esperando?
Ya estaba muy mayor y enfermo para abofetearlo. Me reí y dije:
—Pruebas.
—¿Pruebas? ¿Qué necesita? Ya ha...
—No sea imbécil —interrumpí sus increpaciones—. ¿Por qué iba a matarlo ella?
—¡Porque es una zorra francesa! Porque esa...
Asomó por la puerta la cara asustada de su secretario.
—¡Fuera de aquí! —le rugió el anciano, y la cara desapareció.
—¿Era celosa? —le pregunté antes de que tuviera oportunidad de seguir bramando—. Y si no grita es muy posible que le pueda oír. Ando mucho mejor de la sordera desde que tomo levadura.
Apoyó un puño en cada una de las jorobas que formaban sus muslos bajo el cubrecama y adelantó el mentón cuadrado hacia mí.
—Aunque soy viejo y estoy enfermo —dijo en tono deliberado—, me estoy planteando levantarme y patearle el culo.
No le hice ningún caso y repetí:
—¿Era celosa?
—Lo era —contestó, ahora sin levantar la voz—, y autoritaria, y malcriada, y recelosa, y codiciosa, y mezquina, y sin escrúpulos, y embustera, y egoísta, y mala hasta la médula. ¡Mala a más no poder!
—¿Tenía razones para estar celosa?
—Eso espero —respondió con acritud—. No querría ni pensar que un hijo mío le fuera fiel, aunque es probable que lo fuera. Era capaz de cosas así.
—¿Pero no sabe de algún motivo por el que hubiera querido matarlo?
—¿Que si sé de algún motivo? —Empezó a gritar otra vez—. ¿Es que no le he dicho...?
—Sí, pero eso no quiere decir nada. Es más bien pueril.
El viejo apartó el cubrecama de sus piernas y empezó a levantarse. Luego se lo pensó mejor, levantó la cara sonrojada y bramó:
—¡Stanley!
Se abrió la puerta y entró el secretario a paso sigiloso.
—¡Echa de aquí a este malnacido! —le ordenó su jefe, al tiempo que me amenazaba con el puño.
El secretario se volvió hacia mí. Yo negué con la cabeza y le sugerí:
—Más vale que vayas a buscar ayuda.
Frunció el entrecejo. Éramos más o menos de la misma edad. Él era larguirucho, me sacaba casi una cabeza, pero pesaba veintitantos kilos menos. Parte de mis ochenta y seis kilos eran grasa, pero no todos. El secretario se mostró azogado, sonrió a modo de disculpa y se fue.
—Lo que estaba a punto de contarle —le dije al anciano— es que tenía intención de hablar con la esposa de su hijo esta mañana. Pero he visto entrar en su casa a Max Thaler, así que he preferido posponer la visita.
Elihu Willsson volvió a taparse las piernas cuidadosamente con el cubrecama, recostó la cabeza en los almohadones, levantó la vista al techo con el ceño fruncido y dijo:
—Hmm, así que esas tenemos, ¿eh?
—¿Le dice algo?
—Lo mató ella —respondió con certidumbre—. Eso es lo que me dice.
Se oyeron pasos en el pasillo, pies más fornidos que los del secretario. Cuando estaban delante de la puerta, empecé una frase:
—Usted se servía de su hijo para dirigir...
—¡Fuera de aquí! —gritó el viejo a los que estaban en el umbral—. Y que no abra nadie esa puerta. —Me lanzó una mirada furibunda y exigió saber—: ¿Para qué me estaba sirviendo de mi hijo?
—Para apretarles las clavijas a Thaler, Yard y el Finlandés.
—Embustero.
—Yo no me he inventado ese cuento. Se rumorea por todo Personville.
—Es mentira. Le di los periódicos. Él hacía lo que le venía en gana con ellos.
—Eso debería explicárselo a sus colegas. A usted le creerían.
—¡Me importa un carajo lo que crean! Le estoy diciendo la verdad.
—¿Qué más da? Su hijo no resucitará sencillamente porque lo mataran por error, si es que es eso lo que pasó.
—Lo mató esa mujer.
—Quizá.
—¡Maldito sea usted y sus «quizá»! Lo mató ella.
—Quizá. Pero también hay que considerar otra perspectiva, el aspecto político. A mí me puede decir...
—A usted le puedo decir que lo mató esa zorra francesa, y le puedo decir que cualquier otra idea estúpida que se le haya pasado por la cabeza está totalmente descaminada.
—Pero hay que investigarlas —insistí—. Y usted conoce los entresijos políticos de Personville mejor que cualquier otra persona a quien pueda acudir yo. Era su hijo. Lo mínimo que puede hacer es...
—Lo mínimo que puedo hacer —aulló— es decirle que se vuelva de una puñetera vez a San Francisco, usted y su cabeza hueca.
Me levanté y dije en tono nada amistoso:
—Estoy en el Hotel Great Western. No me moleste a menos que decida entrar en razón.
Salí del dormitorio y bajé las escaleras. El secretario rondaba el último peldaño con una sonrisa de disculpa.
—Vaya mala baba tiene el viejo —rezongué.
—Tiene una personalidad extraordinariamente vital —murmuró él.
En la redacción del Herald busqué a la secretaria del hombre asesinado. Era una chica menuda de diecinueve o veinte años con grandes ojos de color avellana, pelo castaño claro y cara pálida y atractiva. Se llamaba Lewis.
Dijo que no estaba al tanto de que su jefe me hubiera hecho venir a Personville.
—Pero también es verdad —me explicó— que el señor Willsson prefería guardárselo todo tanto tiempo como le fuera posible. El caso es que... Me parece que aquí no confiaba en nadie, al menos por completo.
—¿En ti tampoco?
Se sonrojó y dijo:
—No. Pero llevaba aquí muy poco tiempo, claro, y no nos conocía muy bien a ninguno.
—Seguro que había algo más.
—Bueno —se mordió el labio y dejó una hilera de huellas de su dedo índice en el borde de la lustrosa mesa del fallecido—, su padre no... no apoyaba lo que estaba haciendo. Puesto que en realidad el propietario de los periódicos era su padre, supongo que era natural que el señor Donald pensara que algunos empleados podían ser más leales al señor Elihu que a él.
—¿El anciano no estaba a favor de la campaña de reforma cívica? ¿Por qué la permitía, si los periódicos eran suyos?
Inclinó la cabeza para observar las huellas que había dejado. Su voz sonó queda.
—No es fácil entenderlo a menos que sepa... La última vez que se puso enfermo el señor Elihu mandó llamar a Donald... al señor Donald. El señor Donald llevaba casi toda la vida viviendo en Europa, ya sabe. El doctor Pride le dijo al señor Elihu que iba a tener que dejar de dirigir sus negocios, así que envió un telegrama a su hijo para que regresara a casa. Pero cuando el señor Donald llegó, el señor Elihu no acabó de decidirse a dejarlo todo. Quería, eso sí, que el señor Donald se quedara, así que le dio los periódicos, es decir, lo nombró director. Eso le agradó al señor Donald. En París se había interesado por el periodismo. Al enterarse de lo mal que iban aquí los asuntos cívicos y demás, puso en marcha esa campaña reformista. No lo sabía... Llevaba fuera desde que era niño... No sabía...
—No sabía que su padre estaba tan involucrado como el que más —la ayudé a terminar.
Se estremeció un poco mientras seguía mirando sus huellas dactilares, no me contradijo y continuó:
—El señor Elihu y él tuvieron una pelea. El señor Elihu le dijo que dejara de removerlo todo, pero él no le hizo caso. Tal vez se lo habría hecho de haber sabido... todo lo que había que saber. Pero supongo que ni se le pasó por la cabeza que su padre estaba gravemente implicado. Y su padre no se lo iba a decir, claro. Supongo que para un padre tiene que ser muy difícil contarle a su hijo algo así. Amenazó con quitarle los periódicos al señor Donald. No sé si tenía intención de hacerlo o no. Pero volvió a enfermar, y todo siguió su curso.
—¿Donald Willsson no te contaba cosas en confianza? —pregunté.
—No. —Fue casi un susurro.
—Entonces, ¿dónde te has enterado de todo esto?
—Intento, intento ayudarle a averiguar quién lo asesinó —dijo con franqueza—. No tiene derecho a...
—La mejor manera de ayudarme es que me digas dónde te has enterado de todo esto —insistí.
Se quedó mirando fijamente la mesa mientras se mordía el labio inferior. Esperé. Al cabo, dijo:
—Mi padre es el secretario del señor Willsson.
—Gracias.
—Pero no crea que nosotros...
—No es cosa mía —la tranquilicé—. ¿Qué hacía Willsson en Hurricane Street anoche cuando tenía una cita conmigo en su domicilio?
Dijo que no lo sabía. Le pregunté si le había oído decirme, por teléfono, que fuera a su casa a las diez. Contestó que sí.
—¿Qué hizo después? Procura recordar hasta lo más insignificante que dijo e hizo desde entonces hasta que te fuiste a casa al terminar la jornada laboral.
Se retrepó en la silla, cerró los ojos y frunció la frente.
—Usted llamó, si fue usted la persona a la que le dijo que fuera a su casa, hacia las dos. Luego el señor Donald dictó unas cartas, una a una fábrica de papel, otra a un senador, el señor Keefer, respecto de unos cambios en las normas de Correos, y... ¡ah, sí! Salió unos veinte minutos, poco antes de las tres. Y justo antes de salir firmó un cheque.
—¿A nombre de quién?
—No lo sé, pero le vi extenderlo.
—¿Dónde está su talonario? ¿Lo llevaba consigo?
—Está aquí. —Se levantó de un salto, rodeó la mesa hasta la parte delantera e intentó abrir el cajón de arriba—. Está cerrado.
Me coloqué a su lado, desdoblé un clip sujetapapeles y con ayuda del filo de mi navaja hurgué en la cerradura hasta que conseguí abrirla.
La chica sacó un talonario no muy grueso del First National Bank. El último talón usado correspondía a un cheque de cinco mil dólares. Nada más. Ni nombre ni asunto alguno.
—Salió con este cheque —dije—, ¿y estuvo fuera veinte minutos? ¿Lo suficiente para ir al banco y volver?
—No le habría llevado más de cinco minutos llegar allí.
—¿Ocurrió alguna otra cosa antes de que extendiera el cheque? Piensa. ¿Algún mensaje? ¿Cartas? ¿Llamadas de teléfono?
—A ver. —Cerró los ojos de nuevo—. Estaba dictando unas cartas y... ¡Ay, qué tonta! Le llamaron por teléfono. Dijo: «Sí, puedo estar allí a las diez, pero tendré que marcharme enseguida». Luego añadió: «Muy bien, a las diez». Eso fue todo lo que dijo, salvo «Sí, sí», varias veces.
—¿Hablaba con un hombre o con una mujer?
—No lo sé.
—Piénsalo. Pondría una voz distinta.
Se lo pensó y dijo:
—Entonces, era mujer.
—¿Quién se fue antes esa noche, tú o él?
—Yo. Él... ya le he dicho que mi padre es el secretario del señor Elihu. Él y el señor Donald habían quedado a media tarde para tratar de algo relacionado con los asuntos económicos del periódico. Mi padre vino poco después de las cinco. Iban a cenar juntos, me parece.
Eso fue todo lo que acertó a contarme la tal Lewis. No sabía nada que explicase la presencia de Willsson en la manzana del 1100 de Hurricane Street, me dijo. No reconoció saber nada relacionado con el señor Willsson.
Registramos la mesa del fallecido y no encontramos nada que resultara revelador. Probé suerte con las chicas de la centralita y no averigüé nada. Pasé una hora con los mensajeros, los redactores y demás, pero de nada sirvió que los acosara a preguntas. Al fallecido, como había dicho su secretaria, se le daba bien guardarse sus asuntos.