Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Christine Rimmer. Todos los derechos reservados.

LAS MUJERES DE RALPHIE, Nº 30 - marzo 2012

Título original: Ralphie’s Wives

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-542-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

A Rebecca Reynolds

Prólogo

Recuerda: si tiene neumáticos o testículos, tendrás problemas con él.

De Guía para la vida de las Prairie Queen’s, por Goddess Jacks.

Un poco después de las cuatro de la madrugada, el quince de abril, Ralphie Styles yacía inerte en mitad de una calle de la ciudad de Oklahoma, mareado y sangrando, justo después de que una camioneta roja y abollada lo atropellara y se diera a la fuga.

Oyó un gruñido y se dio cuenta de que provenía de su boca. Miró al cielo nocturno e intentó mover las piernas. Nada.

Intentó mover los brazos. Nada.

Las manos. No.

Un dedo…

No obtuvo respuesta de ninguna de sus extremidades.

La buena noticia era que no sentía ningún dolor. Aunque quizá aquello fuera una mala noticia…

Escuchó con atención. Oyó agua goteando cerca de él y una sirena, a lo lejos, cuyo sonido se alejaba. No iba a por él.

Percibió el olor del asfalto y el sabor de su propia sangre en la boca.

«Darla», pensó, y fue consciente, con asombro, de su traición. Lo recordó todo. Cada día, cada hora, todos los momentos que había pasado con ella. Darla Jo Snider, que había sido Darla Jo Styles.

Ralphie había conocido a muchas mujeres durante sus cincuenta y ocho años de vida. Las había conocido, y las había querido. Era su talento natural: querer a una mujer, y quererla bien. Cuando Ralphie quería a una mujer, ella era la única, al menos durante una temporada. Y cuando todo terminaba, él continuaba queriéndola.

De otro modo.

Darla, sin embargo, era especial. Ralphie había estado seguro de ello al conocerla; por fin había encontrado a la mujer que siempre había estado buscando.

Aquélla a la que nunca engañaría. Aquélla con la que estaría durante el resto de su vida.

Se le dibujó una ligera sonrisa en lo que quedaba de su boca. Había acertado con Darla, porque a pesar de todo, aún la quería. No podía evitarlo. Y como el resto de su vida iba a ser más corto de lo que él había imaginado, era muy probable que siguiera queriendo a Darla Jo al morir.

Miró a las estrellas y se las arregló para susurrar su nombre.

—Darla Jo.

Y entonces sintió dolor, aunque aquel dolor en particular no residía en ninguna de las partes de su cuerpo roto.

Le parecía tan mal que aquello ocurriera en aquel momento… ni siquiera había hecho la declaración de la renta todavía. Y demonios, le iría bien un cigarro. Para el camino…

Ralphie tragó sangre. Todo iba más despacio, y él flotaba. Sí. Ya era hombre muerto, no había duda. Sabía que no iba a poder quedarse por allí para arreglar aquel problema. ¿Y qué iba a conseguir la policía para poder investigar? Su asesino era inteligente. Cabía la posibilidad de que consiguiera salir impune.

Aunque…

Estaba Rio. No debía olvidar a Rio. Un buen hombre, Rio. El mejor. ¿Y Phoebe?

Phoebe Jacks era la primera mujer de Ralphie, y su actual socia. Ella también estaría en el ajo. Phoebe era estupenda. Uno no podía meterse con Phoebe, ni con nadie a quien ella considerara su amigo.

Esbozó una sonrisa rota de nuevo. Sí. Rio y Phoebe se encargarían de todo. No pararían hasta llegar a descubrir lo que había ocurrido. Y como Ralphie nunca había llegado a cambiar su testamento, tal y como le había estado diciendo y prometiendo a Darla, si moría en aquel momento, Rio sería su único heredero. Rio sería el socio de Phoebe.

Aquello estaba bien. Aquello era lo único que había salido bien, después de todo. Deseó estar allí cuando Rio y Phoebe se encontraran por primera vez cara a cara. Eso iba a ser interesante, sí. Saltarían chispas…

¿Qué era aquel sonido?

Música.

Ralphie suspiró. Una música preciosa. Conmovedora.

Empezó lejos y fue acercándose. Una balada de Bruce Springsteen, de principios de los años noventa. If I Should Fall Behind… la cantaba una mujer…

Phoebe. Oh, sí. Phoebe estaba cantando aquella canción con su voz profunda y sincera…

El volumen de la música se hizo más intenso, y apareció ante sus ojos una imagen brillante como el día.

Vio a las Prairie Queens: Phoebe, Cimarron Rose y Tiffany, sobre el escenario, en su momento de gloria, antes de que todo se fuera al infierno, antes de que Phoebe se hubiera divorciado de él y la banda se hubiera disuelto. Cimarron Rose a los teclados, Tiff al bajo. Phoebe, que era la solista, estaba ante el micrófono, y la luz de los focos se reflejaba en su larga melena negra, y sus ojos verdes brillaban mientras rasgueaba las cuerdas de la guitarra y cantaba en voz baja y dulce.

La cara de Phoebe cambió y se transformó en la de Darla, que llevaba un vestido largo y blanco que le marcaba el vientre abultado por el hijo que iba a tener, con un halo de luz dorada alrededor de su cara de ángel.

—Darla Jo —susurró Ralphie a la oscuridad y a las estrellas lejanas—. No importa. Todas tus mentiras. O lo que hicieras. Te quiero. Siempre te querré. Y te esperaré allí donde voy. Te juro que te esperaré.

La canción se desvaneció. La visión se le nubló. Ralphie Styles cerró los ojos.

Y nunca volvió a abrirlos.

1

Si la vida es una pérdida de tiempo, y el tiempo es una pérdida de vida, entonces malgastémoslo todo junto y pasémoslo en grande.

De Guía para la vida de las Prairie Queen’s, por Goddess Jacks.

A las tres de la tarde del día de su trigésimo cumpleaños, Phoebe Jacks estaba tras la barra, con unas sandalias de tacón alto y un vestido negro de tirantes con estampado de rosas. Estaba sacándole brillo a una jarra de cerveza. A Phoebe, abrillantar los vasos le calmaba, y necesitaba una actividad relajante en aquel momento. Su ex marido, Ralphie Styles, le había hecho una buena faena, y desde la tumba, nada más y nada menos.

—¿Y quién es ese Rio Navarro, si puede saberse? —preguntó Cimarron Rose Bertucci, una de las mejores amigas de Phoebe, y segunda esposa de Ralphie, mientras daba un puñetazo en la barra, justo junto a su margarita.

Phoebe colocó la jarra de cerveza. Ralphie había mencionado el nombre de Navarro de vez en cuando durante los años.

—Es un viejo amigo de Ralphie —respondió—. No es de Oklahoma. Si no recuerdo mal, vive en California.

Tiffany Sweeney, la otra mejor amiga de Phoebe, y tercera esposa de Ralphie, estaba sacudiendo su rubia cabeza.

—Bah, ni siquiera es de Oklahoma —dijo, con un gesto de desaprobación—. ¿Quién es? ¿Y a qué se dedica?

—Bueno, supongo que lo averiguaremos pronto —dijo Phoebe.

—Así era Ralphie —dijo Tiffany—. Nunca dejó de romper corazones y promesas.

Rose chasqueó con la lengua.

—Ya sabes cómo era. Un amor. Siempre tenía buena intención.

A Tiffany se le humedecieron los ojos.

—Sí, sí, lo sé —respondió parpadeando, y se volvió de nuevo hacia Phoebe—. Y, Pheeb, ¿quién dice que vayas a tener que negociar con tu nuevo socio? Ralphie conocía muchos tipos oscuros. Lo más seguro es que ese tal Navarro sea uno de ellos. No me sorprendería que el abogado de Ralphie no haya podido encontrarlo.

Phoebe suspiró.

—Ayer, cuando recibí mi copia del testamento por fax, llamé al abogado. Me dijo que le había enviado otra copia a Navarro hace una semana. Fue entregada, y Navarro firmó el recibo.

—Vaya —dijo Tiffany.

Ralphie Styles había muerto en la ruina, pero siempre había tenido la necesidad de dejar un legado. Como resultado, durante su vida había hecho un detallado testamento en el que nombraba herederos para todos los objetos que poseía. Rose y Tiffany también habían heredado objetos. Rose, un reloj de pared en forma de gato. Tiffany, una cadena chapada en oro. Ambos objetos tenían un significado especial. Aquel día, durante la comida, Rose había mencionado el reloj con una sonrisa triste. Y a Tiff le habían brillado los ojos al hablar de la cadena. Tiff había dicho que Ralphie siempre la llevaba cuando él y ella estaban enamorados.

A Phoebe, Ralphie le había dejado los carteles publicitarios que decoraban las paredes del bar que Phoebe y él poseían desde que se habían divorciado, ocho años antes. En aquellas fotografías antiguas, Rose, Tiff y Phoebe sonreían para la cámara. En aquellos momentos tenían trabajo por toda la ciudad y un posible contrato para grabar un disco. Ralphie era su manager.

Phoebe era quien había coleccionado aquellas fotos, las había enmarcado y las había colgado de las paredes. Sólo Ralphie le dejaría a una chica algo que ya le pertenecía. Y, extrañamente, el hecho de que le hubiera dejado sus propias fotografías la había conmovido, como a Tiff su cadena y a Rose su reloj. Como si, al dejarle algo que ya era suyo, Ralphie le estuviera recordando todo lo que había sido, el amor apasionado y maravilloso que habían compartido, lo bien que lo habían pasado.

En cuanto a la mitad del bar que pertenecía a Ralphie, y que había pasado a pertenecer al misterioso Rio Navarro, bien, Phoebe sabía que debería haber hecho a Ralphie firmar lo que le había dicho cientos de veces: que el bar sería suyo cuando él muriera. Aquellas veces, en realidad, coincidían con las que él necesitaba dinero. Ralphie conseguía que ella le hiciera un préstamo y le recordaba que, al final, se lo devolvería todo, cuando el Ralphie’s Place fuera suyo y sólo suyo. Pero Ralphie había muerto debiéndole veinte mil dólares.

Phoebe abrillantó otra jarra.

Sí, ella precisamente debería haber sabido que no podía confiar en la palabra de Ralphie Styles.

Phoebe tenía diecinueve años cuando se había fugado con él. Él tenía cuarenta y siete. El legendario Ralphie Styles, enamorado de ella. Por fin. El hecho de que finalmente la viera como una mujer había sido lo más importante de la vida de Phoebe. Ella lo conocía de toda la vida, y había estado enamorada de él desde que tenía conciencia. Él no se había casado con nadie hasta que lo había hecho con ella. Y ella había pensado que aquello la diferenciaba de todas las demás.

Sin embargo, no era cierto. Él le había roto el corazón como a todas las demás, y después, con el tiempo, se había hecho su amigo.

Y no. Phoebe no podía decir que le sorprendiera el hecho de saber que tenía un nuevo socio. Lo que le sorprendía era que aquel socio no fuera Darla Jo, la cuarta mujer de Ralphie.

Y hablando de Darla Jo…

En la mesa de la esquina que Ralphie llamaba su oficina, Darla Jo estaba bebiéndose una tónica, encorvada sobre su vientre de embarazada, sollozando desconsoladamente. Ella había recibido una copia del testamento el día anterior, lo mismo que las demás.

Se había quedado destrozada al saber que la mitad del bar de Ralphie iba a heredarlo un extraño, mientras que ella era su mujer y debería haber sido su heredera. Había llamado a Phoebe y había sollozado en su oído. Y Phoebe había sido incapaz de no invitarla a la comida de su cumpleaños con las Queens.

Después de la comida, habían ido al bar. Era martes, un día normalmente tranquilo, así que se habían imaginado que tendrían el local para ellas. El hermano de Darla, Boone, que llevaba trabajando en el turno de día desde hacía cinco meses, estaba allí cuando llegaron.

En aquel momento, Boone estaba sentado junto a Darla, intentando consolarla. Tenía un brazo sobre sus hombros, y la cabeza rubia agachada junto a la de su hermana.

Phoebe, Tiffany y Rose los miraron y sacudieron la cabeza ante aquella triste imagen. Después, Rose se levantó y se acercó a la máquina de discos para poner música. Justo cuando estaba sentándose de nuevo, se oyó el inconfundible rugido del motor de una Harley-Davidson acercándose al bar.

Phoebe alzó la vista y vio a un tipo grande, con el pelo negro y largo hasta los hombros, subido en una moto de acero y cromo, aparcando en uno de los sitios que había frente al escaparate. El sol de la tarde se reflejaba en sus gafas de sol negras. Phoebe tuvo que entrecerrar los ojos por el destello.

Las chicas también se volvieron a mirar.

—Oh, vaya, vaya —dijo Cimarron Rose, y se abanicó con una mano.

—Bonita Harley —añadió Tiff. Rose carraspeó.

—Volvamos a lo importante —dijo, y ambas se volvieron hacia la barra de nuevo. Rose propuso un brindis—. Por Ralphie. Era único.

—Por Ralphie —repitió Tiff, con los ojos llenos de lágrimas.

Bebieron al unísono mientras Darla sollozaba más alto aún y, más allá de la ventana, el tipo guapo del pelo negro, vestido con unos vaqueros desgastados, camiseta de algodón y chaleco de cuero, negros también, se bajaba de la Harley. Bajó la pata de cabra de la moto y se quedó mirando a la ventana del escaparate como si pudiera ver a Phoebe, que estaba detrás de la barra. No podía, por supuesto. Estaba más oscuro dentro del local de lo que estaba fuera, y el cristal estaba tintado. Sin embargo, ella sintió un escalofrío y, al mismo tiempo, una punzada de calor en el vientre.

—Phoebe, cariño, otra ronda —le dijo Tiffany.

Phoebe preparó dos margaritas más, y después alzó la vista cuando el tipo de la moto entraba en el bar.

Rose había acertado. Vaya, vaya.

El extraño en cuestión se sentó en un taburete que había al final de la barra y se quitó las gafas de sol. Las dejó junto al cenicero y miró a Phoebe.

—Ahora mismo estoy contigo —le dijo ella. Phoebe sirvió a las Queens y se acercó al final de la barra.

—Una cerveza —dijo él. Tenía la voz aterciopelada, con un toque de aspereza—. Con un poco de tequila Cuervo.

Dejó sobre la barra un billete de veinte dólares, y cuando lo hizo, ella le miró las manos. Unas manos grandes.

Después lo miró a la cara, y sus miradas se cruzaron. Vaya, vaya, vaya. Tenía los ojos tan negros como el pelo. Y una boca que hacía pensar en unos besos profundos, húmedos…

En la cabeza de Phoebe se dispararon todas las alarmas.

«Ni lo pienses, chica».

Había cometido muchos errores en sus treinta años de vida, pero quería pensar que había aprendido de ellos. Había habido otros hombres en su vida desde Ralphie, y todos ellos habían sido grandes, salvajes y peligrosos.

«De ningún modo. Otra vez no».

Phoebe interrumpió el contacto visual y se concentró en servirle la cerveza.

—Que disfrutes —le dijo.

—Gracias.

Después, se acercó a las Queens de nuevo. Rose siguió poniendo música en la máquina, y en la mesa de Ralphie, Boone estaba ayudando a Darla Jo, que cada vez sollozaba más, a ponerse en pie.

—¿Te importa que la acompañe a casa? —le preguntó a Phoebe, sujetando a su hermana para que mantuviera el equilibrio.

—Adelante —le dijo Phoebe—. Tómate el día libre. Yo me haré cargo de las cosas hasta que aparezca Bernard.

—Feliz cumpleaños, Pheeb —dijo Darla Jo con una vocecita, apoyándose en Boone. Tenía el pelo lacio por la cara.

Phoebe tenía un nudo en el estómago por verla sufrir tanto.

—Gracias, cariño. Relájate, ¿de acuerdo?

—Cuídate, Darla Jo —le dijo Rose.

Y Tiffany añadió:

—Hasta luego, cielo.

Todas observaron, con la expresión solemne, cómo Boone guiaba a la viuda embarazada de Ralphie hacia la salida.

—Ralphie, Ralphie —dijo Rose, sacudiendo la cabeza y mirando al cielo, cuando la puerta se cerró tras Darla Jo y Boone—. Ralphie, ¿en qué estabas pensando?

Tiffany estaba asintiendo con severidad.

—Tienes mucha razón, Rose. Nunca debería haber dejado embarazada a esa pobre chica. Tenía casi sesenta años y no tuvo el sentido común de ponerse un preservativo en esa cosa tan grande que tenía.

—¿Sentido común? ¿Ralphie? —preguntó Rose, y soltó un resoplido—. Ésas son palabras que no pueden ir en la misma frase —sentenció. Todas asintieron. Entonces, la expresión de Rose se suavizó—. Pero pensadlo. Es el único hijo que tendrá ese hombre.

Tiffany la corrigió.

—Bueno, que nosotras sepamos.

Tiff tenía razón. Era posible que Ralphie tuviera otros hijos por ahí. Ralphie había adorado a las mujeres, y las mujeres lo habían adorado a él. No importaba que fuera demasiado viejo o demasiado delgado, o que tuviera la nariz demasiado grande. Cuando miraba a alguna chica con aquellos ojos de párpados perezosos, ella se enamoraba rápidamente, sin que tuviera ninguna importancia que la caída fuera a ser estrepitosa.

Cuando Phoebe y Ralphie estaban casados, tanto Tiffany como Rose estaban enamoradas de él. Aunque sabía que sus mejores amigas nunca la traicionarían, a Phoebe le molestaba que no fueran capaces de evitar desear a su marido. En secreto, había temido que llegaría el día en que Ralphie dejaría de quererla, tal y como había ocurrido con las demás. Había temido que ocurriera lo impensable: que lo descubriera acostándose con Rose o Tiff.

Finalmente, Ralphie había dejado de quererla, y se había acostado con otra. No había sido Rose ni Tiff, a Dios gracias. Llena de dolor y de rabia, Phoebe se había divorciado de él y se había quedado con la mitad de su bar en el acuerdo legal. Después había dejado el grupo de música, y ni Rose ni Tiffany habían querido continuar sin ella.

Durante un tiempo, Phoebe había odiado a Ralphie Styles con tanta intensidad como lo había querido. Sin embargo, su odio no había durado. No podía estar enfadada con él para siempre. Él le habría dado la mitad de su camisa de haberla necesitado; aunque después, uno averiguaba que la camisa se la había pedido prestada a otro.

Había que quererlo, incluso aunque ya no estuviera enamorada de él. Además, un par de años después, Phoebe ya lo había superado y era verdaderamente inmune a la locura apasionada que él era capaz de inspirar.

Rose y Tiffany no eran totalmente inmunes a él, sin embargo. Las dos se habían casado con Ralphie, Rose primero y Tiffany después. Matrimonios cortos que habían terminado de la misma manera que el de Phoebe: en un corazón roto y en un divorcio. Finalmente, también Rose y Tiffany lo habían perdonado. Y, con el tiempo, ambas habían acabado por llamarlo amigo.

En el bar, el motorista llamó la atención de Phoebe alzando la jarra de cerveza vacía. Ella se acercó y le sirvió otra ronda. Sus miradas volvieron a cruzarse con intensidad, y Phoebe volvió a llenarse la cabeza de advertencias.

Cuando volvió junto a sus amigas, ellas habían comenzado a hablar de nuevo del tema de la sospechosa muerte de Ralphie.

—Lo siento —decía Rose—, pero creo que aquí hay algo sucio.

Quienquiera que hubiera atropellado a Ralphie se había dado a la fuga, y la policía aún no lo había atrapado.

—Bueno —intervino Tiffany—, un atropello con fuga siempre es algo sucio.

—Y sospechoso —puntualizó Rose—. Y yo no creo que la muerte de Ralphie fuera un accidente. Creo que alguien se hartó finalmente de Ralphie, se hartó de él de una manera asesina. Creo que hubo premeditación en todo esto. Siempre y cuando nadie te vea y tú no lo eches todo por tierra dejando al tipo con vida para que luego pueda identificarte, un atropello es mucho mejor que un balazo o un envenenamiento. Bueno, necesitas deshacerte del coche, pero…

—Bueno —dijo Tiffany—. Alguien encontró el medio de deshacerse del coche. O de esconderlo, o de hacer algo con él. Pero se deshicieron del coche después de lo que ocurrió, porque no querían enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Eso no significa que hubiera premeditación.

—Pues yo creo que sí —insistió Rose.

Phoebe, que ya había oído todo aquello antes, deseó que dejaran de hablar de ello. Sin embargo, ellas continuaron.

—Tuvo que ser alguien borracho, eso es todo. Un accidente —dijo Tiffany—. O alguna mamá que iba a buscar a su hijo al partido de fútbol hablando por el móvil.

—Ya —dijo Rose—. Una mamá conduciendo por El Paseo de madrugada, hablando por teléfono.

—Sólo quiero que entiendas —persistió Tiffany— que no sabemos nada aparte del hecho de que alguien lo atropelló y se dio a la fuga.

—Perdona, pero sabemos que Ralphie estaba en El Paseo. Y que iba a pie. Y que era de noche.

El Paseo, el viejo barrio español, con sus edificios de estuco y los tejados de teja, era el preferido de la comunidad de artistas. Ralphie no era un artista. No vivía en El Paseo, no tenía amigos ni negocios por allí, que las Queens supieran.

—¿Qué estaría haciendo alguien más por allí, a esas horas? —preguntó Rose—. Escuchad, ha sido Ralphie quien ha muerto. Y todos sabemos cómo era. Todo el mundo lo quería, salvo cuando alguien lo odiaba.

En aquel punto, las dos se dieron cuenta de que Phoebe estaba a punto de llorar y se quedaron calladas.

—Estoy harta de oír hablar de esto —susurró Phoebe.

—Lo siento —dijo Rose.

—No diremos una palabra más —le prometió Tiffany.

Phoebe se abrazó la cintura y miró al suelo.

—Ay, Pheeb. Vamos —dijo Tiffany.

—Echo de menos a ese sinvergüenza, lo echo de menos de verdad. Eso es todo. No puedo creer que saliera y muriera —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

—Vamos, vamos —dijo Tiffany con ternura—. Algunas veces, no se puede evitar llorar. Una necesita desahogarse.

Sin embargo, Phoebe no iba a llorar. Tragó saliva para aflojar la tensión que notaba en la garganta y se apretó los párpados.

—Bueno, ¿otra ronda? —les preguntó.

Rose sacudió la cabeza, y Tiffany, que las había llevado en coche al bar, apartó su copa de margarita en dirección a Rose.

—Termínala si quieres. Yo voy un momento al servicio, y después nos marcharemos de aquí —se levantó y fue al servicio de señoras.

Rose miró a Phoebe.

—Me he tomado todo el día libre hoy. Ven a mi casa un rato. Tómate un respiro para variar, Phoebe. Hoy es tu cumpleaños.

Phoebe lo pensó, pero después hizo un gesto negativo.

—No —dijo—. ¿Quién atendería a los clientes si me voy?

—¿Estás segura? —le preguntó Rose.

—Sí. Bernard vendrá a las seis —respondió Phoebe. Bernard era uno de sus empleados, y aquel día tenía el último turno—. Si la cosa sigue tranquila, me iré a casa cuando llegue él. Pondré los pies en alto, llamaré a mi madre…

Rose emitió un gruñido.

—Pheeb, tienes que vigilarte.

—¿Y por qué?

—Últimamente, tu vida se ha vuelto muy aburrida.

—¿Y tú qué sabes? A mí me gusta así.

—Pero una chica necesita alguna emoción de vez en cuando.

—Yo ya he tenido suficientes emociones para toda la vida. Y un poco más.

Tiffany salió del pasillo del baño en aquel momento.

—¿Lista?

Rose le dio un trago a la margarita abandonada de Tiffany y dejó la copa sobre la barra.

—Lista.

Phoebe las siguió hasta la puerta, se despidió de ellas y se quedó junto al escaparate mirando cómo se alejaban en el viejo Volvo de Tiffany. Cuando el coche desapareció, apoyó la frente contra el cristal frío y cerró los ojos.

Ya echaba de menos a sus amigas, aunque cinco minutos antes sólo deseaba que se marcharan. La música de la máquina terminó, y todo quedó en silencio. Phoebe oía incluso la máquina de hielo goteando detrás de la barra. Y le dolían los talones. Se quitó las sandalias de tacón y caminó descalza por el suelo de madera limpio hasta la barra.

El motorista se volvió hacia ella, observándola con aquellos ojos tan negros.

Phoebe sintió un ligero estremecimiento y después se colgó las sandalias del hombro con un dedo.

—No me digas que eres el nuevo inspector de Sanidad.

Él se encogió de hombros.

—No.

—¿Quieres otra copa?

—Dos es mi límite.

—Un hombre inteligente.

Volvieron a mirarse, y la mirada duró uno o dos segundos más de lo que hubiera debido. Después, él inclinó la cabeza hacia el taburete libre que había a su lado.

«Sería mejor que no que no te sentaras», pensó Phoebe. Sin embargo, ¿quién sabía? Se acercó y se sentó en el taburete. Después dejó caer las sandalias al suelo y tendió la mano.

—Soy Phoebe Jacks.

Después de una ligera vacilación, él le estrechó la mano. La suya era grande y cálida, y envolvió toda la de Phoebe.

Phoebe sintió aquel estremecimiento de nuevo, una excitación cálida que le recorrió el brazo y se le extendió por todo el cuerpo.

—¿Y tú… eres? —le preguntó.

—Rio —respondió él—. Rio Navarro.

A Phoebe se le cortó la respiración y se le aceleró el corazón. Cuidadosamente, apartó la mano.

—Mi nuevo socio —dijo, en un tono de calma absoluta.

—Exacto.

—Ralphie ha muerto —le dijo, como si él no lo supiera ya.

—Eso he oído.

Ella miró a Rio Navarro y se preguntó cómo era posible que hubiera sucedido todo aquello. Ralphie había muerto. Darla lloraba todo el tiempo. Aquel extraño atractivo de ojos negros había aparecido justo el día de su cumpleaños de la nada, y resultaba ser el propietario de la mitad de su sustento.

Era demasiado.

—Discúlpame —le dijo, y tuvo que detenerse para tragar saliva—. Volveré en un minuto.

Phoebe saltó del taburete, recogió las sandalias y se encaminó hacia el final de la barra, hacia la puerta del almacén.

Aunque tuvo que echar mano de todo el orgullo y respeto por sí misma que poseía, no estalló en lágrimas hasta que la puerta se cerró tras ella.

2

Una Prairie Queen tiene siempre una buena respuesta para una mala frase. Ejemplo:

Hombre: ¿No te he visto en algún sitio antes?

Prairie Queen: Sí, por eso ya no he vuelto a ir a ese sitio.

De Guía para la vida de las Prairie Queen’s, por Goddess Jacks.

Rio esperó cuatro minutos y medio a que la ex mujer de Ralphie apareciera de nuevo por la puerta del almacén.

Ella tenía los ojos y la nariz enrojecidos. Se había puesto unos zapatos de tacón plano. Abrió la puerta con la cabeza alta y se acercó a él por el otro lado de la barra, de modo que la superficie de madera de roble quedó entre los dos.

Lo miró a los ojos directamente, sin titubeos, y Rio recordó lo que Ralphie siempre decía de ella: «Phoebe es una chica valiente. Una roca».

—Lo siento —dijo ella.

—No pasa nada. ¿Estás bien?

—Perfectamente —respondió en tono categórico. Desvió la mirada y después volvió a clavarla en él—. ¿Así que has venido desde California en esa moto?

—Exacto.

—Viajas ligero.

—Tengo una bolsa y un casco. Los he dejado en el hotel.

Ella se inclinó hacia él para escrutarlo. Entonces, Rio percibió una suave ráfaga de su perfume. Era tentador, como el resto de ella.

Después, Phoebe se apartó.

—No quiero ofenderte, pero me pregunto si podrías enseñarme tu identificación.

Aquella petición no sorprendió a Rio. Si uno conocía a alguien a través de Ralphie Styles, era siempre buena idea pedir el carné de identidad.

—Aquí está —respondió él. Se sacó la cartera de un bolsillo interior del chaleco de cuero y la abrió para mostrarle el carné.

Ella se inclinó nuevamente para examinarlo, pero cuando se incorporó, Rio siguió viendo la duda en su mirada.

—Me apuesto cualquier cosa a que un buen falsificador puede hacer que esto parezca real.

Rio le dio la vuelta para mostrarle su carné de investigador privado. Ella observó el documento incluso durante más tiempo del que había mirado su carné de identidad. Finalmente, con un suspiro de cansancio, hizo un gesto para que se lo guardara. Él se metió la cartera en el bolsillo.

—Así que eres detective privado.

Rio asintió.

—Y también trabajo para un agente de libertad condicional, llevándole a casa a los chicos malos.

Ella lo miró de reojo.

—¿Eres cazador de recompensas?

—Más o menos.

—Bueno, y ahora eres el medio dueño de mi bar. Te echamos de menos en el funeral.

—¿Cuándo fue?

Phoebe parpadeó.

—¿No lo sabías?

—No me enteré hasta la semana pasada, cuando me llegaron el testamento y la carta que decía que Ralphie estaba muerto.

—Lo siento —dijo ella, y Rio percibió el arrepentimiento en su mirada—. Ralphie no hablaba mucho de sus amigos de fuera de la ciudad. Sin embargo, a ti te mencionaba de vez en cuando. Supongo que debería haberlo pensado y haber intentado localizarte.

A Rio, de todos modos, nunca le habían gustado demasiado los funerales.

—No te preocupes, no pasa nada.

—Bueno, todas las veces que él hablaba de ti decía cosas buenas.

Bien, aquello le producía curiosidad.

—¿Como qué?

Ella sacudió una mano ligeramente.

—Cosas generales. Que siempre podía contar contigo. Una vez, cuando se fue a California, dijo que iba a quedarse contigo. Decía que eras de la familia. Y que un día iba a convencerte para que vinieras a Oklahoma, al menos de visita. Y después, cuando Darla y él decidieron casarse, dijo algo de invitarte a la boda.

Ralphie lo había invitado.

—Me llamó. Habría venido si hubiera podido.

Estaba haciendo aquel trabajo en México. No había querido dejarlo pasar. Pero, en aquel momento, Rio deseaba lo que los hombres siempre deseaban cuando ya era demasiado tarde: haber elegido a su amigo antes que pagar el alquiler.

Phoebe dijo:

—Conocías a Ralphie hace mucho tiempo, ¿no?

La tristeza le contrajo la garganta. Tragó saliva.

—Sí. Bastante.

A ella se le humedecieron los ojos y carraspeó.

—Murió el día de entrega del impreso de la declaración de la renta, ¿te lo puedes creer?

Rio sacudió la cabeza.

—Ralphie. Siempre hacía la declaración…

Ella sonreía con melancolía.

—Aún sigo pensando que al levantar la cabeza lo voy a ver entrando por la puerta, directamente hacia la máquina de música.

—Deja que adivine. Home Sweet Oklahoma.

Ella volvió ligeramente la cara, se pasó la mano por los ojos y volvió a mirarlo.

—Exacto —dijo, con la certeza de que Rio tenía tantos recuerdos como ella.

Hubo un silencio. En él estaban todas las cosas que Rio podía haber dicho, pero que no dijo. Era mala idea dejarse llevar por los recuerdos. Acababa de conocer a aquella mujer, y no hacía falta convertir una reunión de negocios en un velatorio.

Phoebe bajó la mirada hasta la barra.

—Bueno, ¿y cuáles son tus planes?

—¿Te refieres en cuanto al bar?

—Sí.

—Vas a ofrecerte a comprarme mi parte, ¿verdad?

—Sí —respondió ella con un suspiro—. Sí, eso voy a hacer.

Era exactamente lo que él había querido que dijera, al menos, antes. Hasta que había oído a sus amigas hablando de la manera en que había muerto Ralphie.

Y además, estaba el problema de la mujer embarazada de Ralphie.

Las cosas no encajaban. Si el muerto hubiera sido cualquier otro, probablemente Rio lo habría dejado pasar. Pero Ralphie Styles, con todos sus fallos, había sido el mejor amigo que había tenido en toda su vida. Rio tenía diez años cuando se habían conocido, y Ralphie unos treinta. Aún recordaba el primer consejo que le había dado Ralphie Styles: «Mantén alta la cabeza, chico. Y no dejes que ningún desgraciado te vea sudar».

Phoebe insistió.

—Bueno, ¿y qué piensas hacer?

Rio volvió al presente e intentó ganar un poco más de tiempo.

—¿Tienes dinero para comprarme la mitad del bar?

—No en este momento, pero puedo conseguirlo. Mientras, puedes quedarte con la parte de Ralphie, la mitad de lo que ganamos en el bar quitando los gastos.

—Necesito pensarlo.

—¿Pensarlo? ¿Para qué quieres medio bar en la ciudad de Oklahoma? Deja que te lo compre.

—Creo que mantendré mis posibilidades por el momento, si no te parece mal.

—Claro que me parece mal. Y, disculpa, pero ¿lo sabías?

—¿El qué?

—Que existía este bar. Que ibas a heredar la mitad cuando… cuando Ralphie muriera.

—Sí, lo sabía.

Ella carraspeó.

—¿Ralphie te dijo que iba a dejarte la mitad?

—Sí.

—¿Hace cuánto?

—Tres años.

Ella cerró los ojos y respiró profundamente.

«El viejo Ralphie», pensó Rio. Tenía la mala costumbre de prometerle a la gente cosas que no le pertenecían. Y si algo le pertenecía de verdad, se lo prometía a todo el mundo.

Cuando la ex mujer de Ralphie volvió a mirarlo, tenía una expresión de enfado, y aparentemente se le habían acabado las preguntas, por el momento.