Lee Child nació en Inglaterra en 1954. Es autor de veinticinco novelas policiales, entre ellas Mañana no estás, Luna azul, El enemigo y Personal, y numerosos relatos. Todos sus libros pertenecen la serie de Jack Reacher y dos de ellos fueron llevados al cine. Ha sido traducido a cuarenta y ocho idiomas y lleva vendidos más de cien millones de ejemplares en todo el mundo. Decidió dedicarse a la literatura después de quedarse desempleado debido a una reestructuración en una cadena de televisión británica. Actualmente reside en los Estados Unidos.
© 2019, 2021 Lee Child
© por esta edición: Blatt & Ríos
© por la traducción: Aldo Giacometti
1ª edición digital: julio de 2021
Título original: Past Tense
Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar
Fotografía de cubierta: Tom Parsons
Revisión y adaptación de la traducción: Juan Pablo Díaz Chorne
Producción de eBook: Libresque
blatt-rios.com.ar
www.eternacadencia.com.ar
ISBN: 978-84-123270-7-6
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.
In memoriam
John Reginald Grant, 1924-2016
Norman Steven Shiren, 1925-2017
Audrey Grant, 1926-2017
Patty Sundstrom también se volvió a despertar a las ocho de la mañana, más tarde de lo que le habría gustado, pero finalmente había sucumbido al cansancio, y había dormido profundamente por cinco horas más. Sintió que el espacio junto a ella en la cama estaba vacío. Se dio vuelta y vio que la puerta estaba abierta. Shorty estaba afuera en el aparcamiento. Estaba hablando con uno de los tipos del motel. Quizás Peter, pensó. El tipo que se encargaba de los quads. Estaban de pie junto al Honda. El capó estaba levantado. El sol brillaba.
Se levantó de la cama y caminó con cuidado y medio agachada hasta el baño. Para que Peter o el que estuviera al lado del Honda no la viera. Se duchó, y se vistió con la misma ropa, porque no había llevado la suficiente como para un día más. Salió del baño. Tenía hambre. La puerta todavía estaba abierta. El sol todavía brillaba. Ahora Shorty estaba ahí solo. El otro tipo se había ido.
Salió y dijo:
—Buenos días.
—El coche no arranca —dijo Shorty—. El tipo metió mano y ahora está muerto. Anoche estaba bien.
—No estaba exactamente bien.
—Anoche arrancó. Ahora no arranca. El tipo debe haber roto algo.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Tocó algunas cosas. Tenía una llave inglesa y unos alicates. Yo creo que lo empeoró.
—¿Era Peter? El tipo que se encarga de los quads?
—Eso dice. Si es verdad, que tengan suerte. Probablemente esa es la razón por la que necesitan nueve. Para asegurarse que siempre les funciona uno.
—El coche arrancó anoche porque estaba caliente. Ahora está frío. Eso hace una diferencia.
—¿Eres mecánica ahora?
—¿Y tú? —dijo ella.
—Creo que el tipo rompió algo.
—Y yo creo que está intentando ayudarnos lo mejor que puede. Deberíamos estar agradecidos.
—¿Por que nos rompan el coche?
—Ya estaba roto.
—Anoche arrancó. En el primer intento.
—¿Tuviste algún problema con la puerta de la habitación? —dijo ella.
—¿Cuándo? —dijo él.
—Cuando saliste esta mañana.
—¿Qué tipo de problema?
—Por la noche quise tomar un poco el aire pero no la pude abrir. Estaba atascada.
—Yo no tuve problemas —dijo Shorty—. Abrió enseguida.
Vieron a Peter salir del granero cincuenta metros más allá, con una bolsa de tela marrón en la mano. Parecía pesada. Herramientas, pensó Patty. Para arreglar el coche.
—Shorty Fleck, escúchame bien —dijo ella—. Estos caballeros están tratando de ayudarnos, y quiero que te comportes como si lo agradecieras. Como mínimo no quiero que les des ninguna razón como para que nos dejen de ayudar antes de que terminen. ¿Está claro?
—Por Dios —dijo—. Te estás comportando como si esto fuera mi culpa o algo.
—Sí, algo —dijo ella, y después se calló y esperó a Peter, con la bolsa de herramientas. Que sonando a metal se acercaba con una sonrisa alegre, como si se muriera de ganas de sacudirse las manos y ponerse a trabajar.
—Muchas gracias por la ayuda —dijo ella.
—No hay ningún problema —dijo él.
—Espero que no sea demasiado complicado.
—Ahora mismo está completamente muerto. Lo que por lo general es eléctrico. Quizás se derritió un cable.
—¿Lo puedes arreglar?
—Podemos empalmarle uno que lo reemplace. Solo lo que se necesite como para pasar por encima de la parte que está mal. Antes o después vais a tener que hacer que lo arreglen bien. Es el tipo de arreglo que eventualmente se puede salir.
—¿Cuánto se tarda en hacer ese empalme?
—Primero tenemos que encontrar el lugar en el que se derritió.
—Anoche el motor arrancó —dijo Shorty—. Lo hicimos funcionar dos minutos y lo volvimos a apagar. Se enfrió cada vez más, durante toda la noche. ¿Cómo es que algo se puede haber derretido?
Peter no dijo nada.
—Solo pregunta —dijo Patty—. Por si encontrar lo que se derritió es como buscar una aguja en un pajar. No querríamos quitarte más tiempo del que ya te quitamos. Es muy amable por tu parte el ayudarnos.
—Está bien —dijo Peter—. Es una pregunta razonable. Cuando detienes el motor también detienes el ventilador del radiador y la bomba de agua. Por lo que no hay refrigeración forzada y no hay circulación. El agua más caliente sube sola hasta arriba, hasta la tapa de los cilindros. Las temperaturas de superficie de hecho se pueden poner peores en la primera hora. Quizás había un cable que tocaba el metal.
Se inclinó debajo del capot y analizó un momento. Recorrió algunos circuitos con sus dedos, chequeando los cables, tirando de algunas cosas, golpeteando algunas cosas. Miró la batería. Usó una llave inglesa para comprobar que los terminales estuvieran bien ajustados.
Se irguió y dijo:
—Pruébalo una vez más.
Shorty apoyó su trasero en el asiento y dejó los pies en el suelo. Giró el torso hasta quedar mirando hacia el frente y puso la mano en la llave. Levantó la vista. Peter asintió. Shorty giró la llave.
No pasó nada. Nada de nada. Ni siquiera hizo clic ni zumbó ni tosió. Girar la llave era lo mismo que no girarla. Completamente muerto. Muerto como la cosa más muerta que jamás haya muerto.
Elizabeth Castle dejó de mirar la pantalla y enfocó en la nada, como recorriendo una cantidad de posibles escenarios, y los consecuentes pasos a seguir en cada una de las diferentes circunstancias, empezando, supuso Reacher, con que él era un idiota y se había equivocado de ciudad, en cuyo caso el paso a seguir sería deshacerse de él, amablemente, sin duda, pero también sin duda de manera expeditiva.
—Probablemente eran inquilinos —dijo ella—. Como lo eran la mayoría de las personas. Los dueños pagaban los impuestos. Los vamos a tener que buscar en otro lugar. ¿Eran del campo?
—No lo creo —dijo Reacher—. No recuerdo ninguna historia sobre tener que salir al alba helada para darles de comer a las gallinas antes de caminar treinta kilómetros a través de la nieve para ir a la escuela, cuesta arriba ida y vuelta. Ese es el tipo de cosa que le cuentan a uno los del campo, ¿no?
—Entonces no estoy segura de por dónde debería empezar.
—El principio por lo general es un buen lugar. Las actas de nacimiento.
—Eso es en las oficinas del condado, no aquí en las de la municipalidad. Es en otro edificio, bastante lejos de aquí. Quizás en vez de eso debería empezar por los censos. Su padre debería aparecer en dos, cuando tenía alrededor de dos años y alrededor de doce.
—¿Dónde están?
—También están en las oficinas del condado, pero en una oficina distinta, un poco más cerca.
—¿Cuántas oficinas tienen?
—Una buena cantidad.
Le dio la dirección del lugar específico que necesitaba, con indicaciones detalladas esquina por esquina de cómo llegar hasta allí, y él dijo “hasta luego” y se fue. Pasó caminando por la hostería donde había pasado la noche. Pasó un lugar al que asumió que volvería para la comida. Estaba yendo hacia el sur y hacia el este por los bloques del centro, a veces por aceras de ladrillo gastadas de hacía fácil ochenta años. Incluso cien. Las tiendas eran frescas y limpias, muchas dedicadas a artículos de cocina y a artículos para cocinar y a artículos para la mesa y toda otra clase de artículos asociados con la preparación y el consumo de comida. Algunas eran zapaterías. Algunas tenían bolsos.
El edificio que estaba buscando resultó ser una estructura moderna baja y ancha construida en lo que debían de haber sido dos lotes estándar. Habría quedado mejor en un campus tecnológico, rodeada de laboratorios de informática. Que era lo que era, pensó. Se dio cuenta de que en su mente había estado esperando estanterías de papeles podridos, escritos a mano con tinta ya desteñida, atados con hilos. Todo lo cual todavía existía, estaba seguro, pero no ahí. Ese material estaba en depósitos, a tres meses de distancia, después de haber sido copiado y catalogado e indexado en un ordenador. No iba a ser rescatado con una nube de polvo y un carrito con ruedas, sino con el clic de un ratón y el zumbido de una impresora.
El mundo moderno.
Entró, hacia un mostrador de recepción que podría haber estado en un museo moderno o un dentista de lujo. Detrás del mostrador había un tipo con aspecto de estar puesto ahí como castigo. Reacher dijo “hola”. El tipo levantó la mirada pero no respondió. Reacher le dijo que quería ver los registros de dos viejos censos distintos.
—¿De dónde? —preguntó el tipo, como si no le importara para nada.
—De aquí —dijo Reacher.
El tipo miró como si no entendiera.
—Laconia —dijo Reacher—. New Hampshire, Estados Unidos, América del Norte, el mundo, el sistema solar, la galaxia, el universo.
—¿Por qué dos?
—¿Por qué no?
—¿Qué años?
Reacher le dijo, primero el año en que su padre tenía dos, y luego el siguiente censo diez años después, cuando su padre tenía doce.
El tipo preguntó:
—¿Usted reside en el condado?
—¿Por qué lo quiere saber?
—Financiación. Esto no es gratis. Pero los residentes tienen acceso.
—He estado aquí un buen rato —dijo Reacher—. Al menos tanto como lo que he vivido en cualquier otro lugar recientemente.
—¿Cuál es el motivo de su búsqueda?
—¿Es importante?
—Tenemos que llenar casillas.
—Historia familiar —dijo Reacher.
—Ahora necesito su nombre —dijo el tipo.
—¿Por qué?
—Tenemos que alcanzar objetivos. Tenemos que registrar los nombres, o piensan que estamos inflando los números.
—Podrían inventar nombres durante todo el día.
—Tenemos que ver el documento.
—¿Por qué? Todo esto no es de dominio público?
—Bienvenido al mundo real —dijo el tipo.
Reacher le mostró el pasaporte.
—Nació en Berlín —dijo el tipo.
—Correcto —dijo Reacher.
—No en Berlín, New Hampshire, tampoco.
—¿Es un problema? Usted cree que soy un espía extranjero al que mandaron aquí para distorsionar lo que ya pasó hace noventa años?
El tipo escribió Reacher en una casilla en un formulario.
—Cubículo dos, señor Reacher —dijo, y señaló una puerta en la pared de enfrente.
Reacher entró a un silencioso espacio cuadrado, con luces bajas, y largas mesas de trabajo de madera de arce divididas en compartimientos separados por particiones verticales. Cada compartimiento tenía una silla de tweed apagado, y un ordenador de pantalla plana en la superficie de trabajo, y un lápiz al que recién le habían sacado punta, y un delgado bloc de hojas con el nombre del condado impreso en la parte alta, como una marca de hotel. Había una alfombra gruesa en el suelo. Tela en las paredes. Todo el trabajo de carpintería era de excelente calidad. Reacher asumió que la sala en conjunto debía haber costado un millón de dólares.
Se sentó en el cubículo dos, y la pantalla que tenía enfrente cobró vida. Se iluminó en azul, un fondo liso de color, más allá de dos pequeños iconos en el ángulo de arriba a la derecha, como sellos postales en una carta. No era un usuario de ordenadores experimentado, pero lo había intentado una o dos veces, y lo había visto hacer muchas veces más. Ahora incluso los hoteles baratos tenían ordenadores en las recepciones. Muchas veces había esperado mientras el recepcionista cliqueaba y deslizaba y tecleaba. Lejos estaban los días en los que una persona podía poner sobre el mostrador un par de billetes y recibir instantáneamente a cambio una llave grande y de bronce.
Movió el ratón y envió la flecha hacia arriba a los iconos. Sabía que eran ficheros. O carpetas de ficheros. Había que cliquear encima, y en respuesta se iban a abrir. Nunca estaba seguro de si había que cliquear una o dos veces. Lo había visto hacer de las dos maneras. Su costumbre era cliquear dos veces. En caso de duda, etcétera. Quizás ayudaba, y nunca parecía hacer daño. Como dispararle a alguien en la cabeza. Un doble golpecito no podía estar mal.
Ubicó el centro de masa de la flecha sobre el icono de la izquierda e hizo doble clic, y la pantalla volvió a un color gris, como la cubierta de un buque de guerra. En el centro había una imagen en blanco y negro de la primera página de un reporte gubernamental, como una fotocopia fresca y brillante, impresa con una letra anticuada y remilgada en una tipografía de estilo gubernamental. Arriba decía: “Departamento de Comercio de los Estados Unidos, R. P. Lamont, Secretario, Oficina de Censos, W. M. Steuart, Director”. En el medio decía: “Decimoquinto Censo de los Estados Unidos, Referencias Extraídas para la Municipalidad de Laconia, New Hampshire”. Abajo decía: “En Venta por el Superintendente de Documentos, Washington, D. C., Precio Un Dólar”.
Reacher podía ver cómo la parte de arriba de la segunda página se asomaba por la parte de abajo de la pantalla. Iba a tener que deslizarse hacia abajo. Eso estaba claro. La mejor manera de hacerlo, imaginó, era con la ruedecita ubicada en la parte más sobresaliente del ratón. Entre donde estarían más o menos sus omóplatos. Debajo de la yema de su dedo índice. Conveniente. Intuitivo. Leyó por arriba la introducción, que trataba mayormente de las muchas y variadas mejoras que se habían hecho en la metodología desde el decimocuarto censo. Ningún alarde, realmente. Más como un mensaje de un friki a otro, incluso en aquel entonces. Cosas que necesitabas saber, si te gustaba contar gente.
Después venían las listas, de nombres sin nada más y viejas ocupaciones, y el mundo de casi noventa años atrás parecía alzarse todo alrededor. Había fabricantes de botones, y fabricantes de sombreros, y fabricantes de guantes, y destiladores de trementina, y obreros, e ingenieros de locomotoras, e hilanderos de seda, y trabajadores de un molino para procesar estaño y de una fábrica de hojalata. Había una sección aparte titulada Ocupaciones Inusuales Para Niños. La mayoría estaban de manera optimista clasificados como aprendices. O ayudantes. Había muchachos herreros y albañiles y fogoneros y vertedores y fundidores.
No había ningún Reacher. No en Laconia, New Hampshire, el año en el que Stan tenía dos.
Volvió con la ruedecita hasta arriba del todo y empezó otra vez, esta vez prestándole particular atención a la columna de los niños a cargo. Quizás había habido un espantoso accidente, y el huérfano bebé Stan había sido recogido por vecinos amables aunque no parientes. Quizás le habían puesto su apellido como homenaje.
No había niños a cargo identificados separadamente como Stan Reacher. No en Laconia, New Hampshire, el año en que se suponía tenía dos.
Reacher encontró el lugar en el ángulo superior izquierdo de la pantalla, con los tres botoncitos, rojo, naranja, verde, como un semáforo en miniatura recostado. Hizo doble clic en el rojo y el documento desapareció. Abrió el icono de la derecha, y encontró el decimosexto censo, otro secretario, otro director, pero las mismas mejoras sustanciales desde la última vez. Después venían las listas, esta vez de hacía ochenta años en vez de noventa, la diferencia ligeramente perceptible, con más trabajos en las fábricas, y menos en los campos.
Pero tampoco había ningún Reacher.
No en Laconia, New Hampshire, el año en el que Stan Reacher se suponía tenía doce.
Hizo doble clic en el botón rojo y el documento desapareció.
Jack Reacher tomó el último sol del verano en una ciudad pequeña en la costa de Maine y después, como las aves arriba en el cielo, empezó su larga migración hacia el sur. Pero no siguiendo la costa, pensó. No como los turpiales y los azulejos y los mosqueros y las reinitas y los colibríes de garganta roja. En vez de eso se decidió por una ruta diagonal, sur y oeste, desde el ángulo superior derecho del país hasta el rincón de abajo a la izquierda, quizás pasando por Syracuse, y Cincinnati, y Saint Louis, y Oklahoma City, y Albuquerque, y todo recto hasta San Diego. Que para alguien del Ejército como Reacher estaba un poco llena de gente de la Marina, pero que era más allá de eso un buen lugar para empezar el invierno.
Iba a ser un viaje épico, y uno que hacía años no hacía.
Tenía muchas ganas de emprender ese viaje.
No llegó lejos.
Caminó alejándose de la costa dos kilómetros más o menos y llegó hasta una carretera del condado y sacó su dedo pulgar. Era un hombre alto, apenas algo menos de dos metros con zapatos, de constitución maciza, todo hueso y músculos, no particularmente agraciado, nunca muy bien vestido, por lo general un poco despeinado. No una propuesta terriblemente atractiva. Como siempre la mayoría de los conductores disminuían la velocidad y echaban un vistazo y seguían de largo. El primer coche preparado para arriesgarse a recogerlo llegó después de cuarenta minutos. Era un Subaru familiar de hacía un año, conducido por un tipo de mediana edad, delgado, con pantalones chinos y una camisa caqui nueva. Lo viste su esposa, pensó Reacher. El tipo tenía anillo de boda. Pero debajo de las buenas telas había un cuerpo de trabajador. Un cuello ancho y nudillos grandes y rojos. El un tanto sorprendido y algo reticente jefe de algo, pensó Reacher. El tipo de persona que empieza haciendo agujeros para clavar postes y termina teniendo una empresa de vallados.
Lo que resultó ser una buena suposición. En la primera conversación quedó demostrado que el tipo había empezado con nada a su nombre más allá del martillo de su padre, y había terminado siendo el propietario de una empresa de construcción, responsable de cuarenta empleados, y de las esperanzas y sueños de una buena cantidad de clientes. Terminó su historia con un pequeño gesto facial, en parte modestia yanqui, en parte genuina perplejidad. Como diciendo: ¿cómo pasó eso? Atención al detalle, pensó Reacher. Este era un tipo muy organizado, lleno de nociones y curas y máximas y convicciones de hierro, una de las cuales era que al final del verano era mejor mantenerse alejado tanto de la Ruta Uno como de la I-95, y de hecho salir sin más de Maine tan rápido como fuera posible, lo que quería decir en poco tiempo y por un camino alternativo, por la Ruta Dos, directo al oeste hacia New Hampshire. Hasta un lugar justo al sur de Berlín, donde el tipo conocía un montón de rutas secundarias que lo llevarían hasta Boston más rápido que cualquier otro camino. Que era hacia donde el tipo estaba yendo, para una reunión por unas encimeras de mármol. Reacher estaba contento. Nada en contra respecto a Boston como lugar de partida. Nada de nada. Desde ahí era un tramo recto hasta Syracuse. Después de lo cual Cincinnati era fácil, vía Rochester y Buffalo y Cleveland. Quizás incluso vía Akron, Ohio. Reacher había estado en lugares peores. Mayormente de servicio.
No llegaron a Boston.
El tipo recibió una llamada al móvil, después de cincuenta y pico minutos yendo hacia el sur por las ya mencionadas carreteras secundarias. Que eran exactamente como se las promocionaba. Reacher tuvo que admitir que el plan del tipo era consistente. No había nada de tráfico. Ningún embotellamiento, ningún retraso. Avanzaban con ahínco, a cien kilómetros por hora, sin ningún problema. Hasta que sonó el teléfono. Estaba conectado a la radio del coche, y apareció un nombre en la pantalla de navegación, con una foto muy pequeña como ayuda visual, en este caso de un hombre con la cara roja, un casco de seguridad en la cabeza y un sujetapapeles en la mano. Cierto tipo de encargado en alguna obra. El tipo al volante tocó un botón y el sonido del teléfono llenó el coche, desde todos los altavoces, como sonido envolvente.
El tipo al volante le habló al salpicadero del parabrisas y dijo:
—Mejor que sean buenas noticias.
No lo eran. Era algo relacionado con un inspector de obras de la municipalidad y el conducto de metal dentro de la chimenea de un hogar en un recibidor, que estaba correctamente aislada, tal como decía el código, salvo que no se lo podía demostrar de manera visual sin tirar abajo la mampostería, que a esa altura ya era de tres pisos, casi terminada, con los albañiles ya contratados para un trabajo nuevo la semana siguiente, o sin arrancar la carpintería a medida de madera de nogal en el comedor del otro lado de la chimenea, o la carpintería del armario de arriba, que era palisandro y más complicado aún, pero el inspector estaba obcecado con eso y necesitaba verlo él mismo.
El tipo al volante le dirigió una mirada rápida a Reacher y dijo:
—¿Qué inspector es?
El tipo en el teléfono dijo:
—El nuevo.
—¿Sabe que va a recibir un pavo por el Día de Acción de Gracias?
—Le dije que aquí estamos todos del mismo lado.
El tipo al volante le volvió a dirigir una mirada rápida a Reacher, como buscando autorización, o pidiendo disculpas, o ambas cosas, y después volvió a mirar hacia el frente y dijo:
—¿Le ofreciste dinero?
—Quinientos. No los quiso.
Entonces se perdió la señal de móvil. El sonido empezó a salir entrecortado, como un robot ahogándose en una piscina, y después quedó mudo. La pantalla decía que estaba buscando.
El coche siguió avanzando.
Reacher dijo:
—¿Por qué alguien querría una chimenea en un recibidor?
—Es acogedor como bienvenida —dijo el tipo al volante.
—Yo creo que históricamente estaba diseñado para repeler. Era defensivo. Como la fogata ardiendo en la entrada de la caverna. Estaba pensado para mantener alejados a los depredadores.
—Tengo que volver —dijo el tipo—. Lo siento.
Disminuyó la velocidad y frenó en la gravilla. Solo, en las carreteras secundarias. Ningún otro coche. La pantalla decía que todavía estaba buscando señal.
—Voy a tener que dejarte aquí —dijo el tipo—. ¿Está bien?
—No hay problema —dijo Reacher—. Me llevaste parte del recorrido. Te lo agradezco mucho.
—No hay de qué.
—¿De quién es el armario de palisandro?
—De él.
—Haz un agujero grande y que el inspector revise. Después le das al cliente cinco razones de sentido común por las que debería instalar una caja fuerte de pared. Porque este es un tipo que quiere una caja fuerte de pared. Quizás todavía no lo sabe, pero un tipo que quiere una chimenea en el recibidor quiere una caja fuerte de pared en el armario del dormitorio. No cabe duda. La naturaleza humana. Vas a sacar algo. Le puedes cobrar a él el tiempo que lleva hacer el agujero.
—¿Estás en el negocio?
—Fui policía militar.
—Mmh —dijo el tipo.
Reacher abrió la puerta y bajó, y volvió a cerrar la puerta, y se alejó caminando lo suficiente como para darle espacio al tipo para que diera la vuelta con el Subaru, de arcén de grava a arcén de grava, todo a lo ancho de la carretera, y después se volviera a ir por donde había venido. Todo lo cual el tipo hizo, con un breve gesto que Reacher tomó como un apenado ademán de buena suerte. Después se volvió cada vez más y más pequeño en la distancia, y Reacher se dio vuelta y siguió caminando, al sur, hacia donde se dirigía. Donde fuera le gustaba mantener el impulso. La carretera en la que estaba era de dos carriles, lo suficientemente ancha, bien mantenida, con curvas aquí y allá, con un poco de subidas y bajadas. Pero ningún problema para un coche moderno. El Subaru había estado yendo a cien. Igual no había tráfico. De ningún tipo. No venía nada, de ninguno de los dos lados. Silencio total. Solo un suspiro de viento en los árboles, y el tenue zumbido del calor que subía del asfalto.
Reacher siguió caminando.
Tres kilómetros más adelante la carretera por la que iba se desviaba un poco hacia la izquierda, y una nueva carretera de igual tamaño y aspecto se abría hacia la derecha. No exactamente una curva. Más como una elección equitativa. Un cruce clásico en forma de Y. Mover apenas el volante a la izquierda, o mover apenas el volante a la derecha. Tu decisión. Ambas opciones se perdían de vista entre árboles que de tan imponentes en algunos lugares formaban un túnel.
Había un cartel.
Una flecha inclinada hacia la izquierda decía “Portsmouth”, y una flecha inclinada hacia la derecha decía “Laconia”. Pero la opción de la derecha estaba escrita en letra más pequeña, y tenía una flecha más pequeña, como si Laconia fuera menos importante que Portsmouth. Un mero desvío, a pesar de que la ruta era del mismo tamaño.
Laconia, New Hampshire.
Un nombre que Reacher conocía. Lo había visto en históricos papeles familiares de todo tipo, y lo había oído mencionar de vez en cuando. Era el lugar de nacimiento de su difunto padre, y donde había sido criado, hasta que a los diecisiete años se escapó para unirse a los Marines. Esa era la vaga leyenda familiar. De qué había escapado no había sido especificado. Pero nunca regresó. Ni una vez. Reacher mismo había nacido más de quince años después, momento para el cual Laconia ya era un detalle muerto del pasado lejano, tan remoto como el Territorio de Dakota, donde se decía que algún ancestro anterior había trabajado y vivido. Nadie de la familia fue nunca a ninguno de los dos lugares. Ninguna visita. Los abuelos murieron jóvenes y rara vez se los mencionaba. Aparentemente no había tías o tíos o primos o ninguna otra clase de parientes lejanos. Lo que era estadísticamente poco probable, y sugería algún tipo de ruptura. Pero nadie más allá de su padre tenía alguna información verdadera, y nadie nunca hizo un verdadero intento para que él les diera alguna información. Ciertas cosas no se hablaban en las familias marines. Mucho después como capitán del Ejército a Joe, el hermano de Reacher, lo destinaron al norte y dijo algo acerca de quizás intentar encontrar la vieja casa familiar, pero nunca salió nada de eso. Probablemente Reacher mismo había dicho algo así, de vez en cuando. Tampoco había estado nunca allí.
Izquierda o derecha. Su decisión.
Portsmouth era mejor. Tenía autopistas y tráfico y autobuses. Era un tramo recto hasta Boston. San Diego reclamaba. El noreste estaba a punto de ponerse frío.
¿Pero qué importaba un día más?
Se dirigió a la derecha, y eligió la bifurcación en la carretera que llevaba a Laconia.
En ese mismo momento del final de la tarde, a casi cincuenta kilómetros de distancia, yendo hacia el sur por otra carretera secundaria iba un Honda Civic en no muy buen estado, conducido por un hombre de veinticinco años llamado Shorty Fleck. Al lado de él en el asiento del acompañante iba una mujer de veinticinco años llamada Patty Sundstrom. Eran novio y novia, ambos nacidos y criados en Saint Leonard, que era un pequeño y distante pueblo en New Brunswick, Canadá. No pasaba mucho allí. La noticia más importante en la memoria reciente del pueblo era de hacía diez años, cuando un camión que transportaba doce millones de abejas volcó en una curva. El periódico local informó con orgullo que el accidente era el primero de esas características en New Brunswick. Patty trabajaba en un aserradero. Era la nieta de un tipo de Minnesota que se había escabullido hacia el norte cincuenta años atrás, para evitar ir a Vietnam. Shorty tenía unas tierras en las que producía patatas. Su familia había vivido en Canadá desde siempre. Y él no era particularmente bajito. Quizás en algún momento lo había sido, de niño. Pero ahora él suponía que era lo que cualquier persona que lo viese llamaría un tipo promedio.
Estaban tratando de ir sin ninguna parada de Saint Leonard a Nueva York. Lo que se lo mirase como se lo mirase era un viaje duro. Pero ellos veían una gran ventaja en hacerlo. Tenían algo para vender en la ciudad, y ahorrarse una noche en un hotel iba a maximizar la ganancia. Habían planeado la ruta, haciendo una vuelta hacia el oeste pare evitar a los veraneantes que desde las playas se dirigían a sus hogares, usando las carreteras secundarias, el dedo aplastado de Patty en el mapa, su mirada recorriendo el horizonte en busca de curvas y carteles. Lo habían medido en el papel, y supusieron que era algo viable.
Salvo que habían salido más tarde de lo que les habría gustado, debido un poco a la desorganización general, pero en mayor medida a que a la envejecida batería del Honda no le gustaban las recientemente frescas temperaturas otoñales que soplaban desde la Isla del Príncipe Eduardo. El retraso los dejó en una larga fila en la frontera de Estados Unidos, y después el Honda empezó a recalentarse, y necesitó que se lo tratara con cuidado por debajo de los ochenta kilómetros por hora durante un rato largo.
Estaban cansados.
Y hambrientos, y sedientos, y con ganas de ir al baño, e iban retrasados, y por detrás de lo planificado. Y frustrados. El Honda estaba recalentándose otra vez. La aguja estaba rozando lo rojo. Había como un chirrido debajo del capot. Quizás faltaba aceite. No había manera de saberlo. Todas las luces del tablero habían estado encendidas continuamente durante los últimos dos años y medio.
—¿Qué hay más adelante? —preguntó Shorty.
—Nada —dijo Patty.
Su dedo estaba sobre una zigzagueante línea roja, con la indicación de un número de tres dígitos, y a la que se la veía correr de norte a sur a través de una forma dentada sombreada verde pálido. Un área forestal. Que coincidía con lo que estaba afuera de la ventana. Los árboles se amontonaban, quietos y oscuros, cargados con las pesadas hojas del final del verano. El mapa mostraba aquí y allá diminutas líneas rojas como de telaraña, como las venas en la pierna de una señora vieja, que eran presumiblemente todos caminos hacia algún lugar, pero ninguno grande. Ninguno con probabilidades de tener un mecánico o un taller o agua para el radiador. La mejor opción estaba a unos treinta minutos, por unos caminos al este del sur, un pueblo con su nombre impreso no tan pequeño y en seminegrita, lo que quería decir que tenía que haber al menos una estación de servicio. Se llamaba Laconia.
—¿Podemos hacer treinta kilómetros más? —dijo ella.
Ahora la aguja estaba hundida en el rojo.
—Quizás —dijo Shorty—. Si caminamos los últimos veintinueve.
Disminuyó la velocidad y siguió avanzando con un hilo de gasolina, lo que generaba menos calor nuevo en el motor, pero lo que también hacía que corriera menos aire por las aletas del radiador, por lo que el calor viejo no se podía ir tan rápido, por lo que en el corto plazo la aguja de la temperatura siguió subiendo. Patty arrastró la punta de su dedo hacia delante por el mapa, siguiendo el paso con lo que ella consideraba su velocidad estimada. Un poco más allá a la derecha había una vena como de telaraña. Un camino estrecho, que daba vueltas cruzando la tinta verde hacia algún lugar a más o menos tres centímetros. Sin el ruido del viento de su ventana que cerraba mal podía oír los ruidos del motor. Traqueteando, golpeando, rechinando. Empeorando.
Entonces más adelante a la derecha vio la entrada a un camino estrecho. La vena como de telaraña, puntual. Pero más como un túnel que un camino. Estaba oscuro adentro. Los árboles se cerraban arriba. En la entrada sobre un poste torcido por las heladas había un cartel, que tenía atornilladas unas letras de plástico ornamentadas, y una flecha que apuntaba hacia el túnel. Las letras formaban la palabra “Motel”.
—¿Deberíamos? —preguntó ella.
Respondió el coche. La aguja de la temperatura estaba clavada en el tope. Shorty podía sentir el calor en las espinillas. Todo lo que estaba por debajo del capot se estaba asando. Por un segundo se preguntó qué podría pasar si en cambio seguían de largo. La gente hablaba de motores que explotaban y se derretían. Que eran formas de hablar, por supuesto. No iba a haber charcos de metal derretido. No iba a explotar nada. Simplemente se iba a morir, de manera pacífica. O se iba a parar. Iba a seguir rodando amablemente hasta detenerse.
Pero en el medio de la nada, sin ningún tipo de tráfico y sin señal de móvil.
—No tenemos opción —dijo, y frenó y siguió y dobló hacia el túnel. De cerca vieron que las letras de plástico del letrero habían sido pintadas de dorado, con pincel fino y mano firme, como una promesa, como si el motel fuera un lugar de categoría. Había un segundo letrero, idéntico, que miraba hacia los conductores que venían del otro lado.
—¿Vale? —dijo Shorty.
El aire se sentía frío en el túnel. Fácil quince grados menos que en la carretera principal. Las hojas caídas del otoño anterior y el barro del invierno anterior estaban todos apisonados en los costados.
—¿Vale? —volvió a preguntar Shorty.
Pasaron por encima de un cable que cruzaba el camino de lado a lado. Una cosa gruesa de goma, no mucho más pequeña que una manguera de jardín. Como las que tenían en las estaciones de servicio, para hacer sonar un timbre adentro, para que el empleado salga a ayudarte.
Patty no respondió.
—¿Cuán malo puede ser? —dijo Shorty—. Figura en el mapa.
—El camino está marcado.
—El letrero era bonito.
—Sí —dijo Patty—. Coincido.
Siguieron conduciendo.
Reacher se despertó un minuto pasadas las tres de la mañana. Todos los clichés: despierto de golpe, instantáneamente, como apretando un botón. No se movió. Ni siquiera tensionó brazos y piernas. Simplemente se quedó ahí, mirando la oscuridad, escuchando atento, concentrándose al cien por cien. No una reacción adquirida. Un instinto primitivo, preparado por la evolución al fondo, en la parte de atrás de su cerebro. Una vez había estado en California del Sur, bien dormido con las ventanas abiertas una noche hermosa, y se había despertado de golpe, instantáneamente, como apretando un botón, porque en su sueño había olido un hilo de humo. No humo de cigarrillo o un edificio en llamas, sino la ladera de una colina incendiada a sesenta kilómetros de distancia. Un olor prehistórico. Como un incendio fuera de control avanzando a toda velocidad por una antigua sabana. Al que sus ancestros le ganaban dependiendo de quién se levantara más rápido y saliera antes. Enjuagar y repetir, durante cientos de generaciones.
Pero no había humo. No un minuto pasadas las tres de esa mañana en particular. No en esa habitación de hotel en particular. ¿Entonces qué lo despertó? No vista o tacto o gusto, porque había estado solo en la cama con los ojos cerrados y las cortinas también y nada en la boca. Oído, pues. Había escuchado algo.
Esperó que se repitiera. Algo que consideró una debilidad evolutiva. El producto no era aún perfecto. Era todavía un proceso de dos pasos. Una vez para despertarte, y una segunda vez para decirte qué era. Mejor hacer las dos cosas juntas, seguro, en la primera vez.
No escuchó nada. Ya no muchos sonidos seguían siendo sonidos para el cerebro reptiliano. El paso o el siseo de un antiguo depredador era poco probable. Las ramitas de bosque más cercanas como para ser pisadas y rotas sonoramente estaban a kilómetros de distancia más allá de los límites de la ciudad. No mucho más asustaba al córtex primitivo. No en el reino del sonido. A los sonidos más nuevos se los procesaba en otro lado, en la parte frontal del cerebro, que estaba bien alerta de los raspones y chasquidos de las amenazas modernas, pero que no tenía la antigüedad como para despertar de un sueño satisfactorio y profundo a una persona.
¿Entonces qué lo despertó? El único otro sonido verdaderamente antiguo era una petición de ayuda. Un grito, o una súplica. No un chillido moderno, o un festejo o unas carcajadas. Algo profundamente primitivo. La tribu, siendo atacada. En la parte más lejana. Una alarma temprana y distante.
No escuchó más nada. No se repitió. Salió de debajo de las sábanas y prestó atención a la puerta. No escuchó nada. Agarró una almohada de plumas y tapó la mirilla. Ninguna reacción. Ningún disparo en el ojo. Miró fuera. No vio nada. Un pasillo brillante y vacío.
Corrió las cortinas y miró la ventana. Nada ahí. Nada en la calle. Oscuridad total. Todo tranquilo. Se volvió a meter en la cama y le dio unos golpes a la almohada para que recuperase la forma y se volvió a dormir.
Patty Sundstrom también se despertó un minuto pasadas las tres. Había dormido cuatro horas y entonces algún tipo de agitación subconsciente se había abierto camino y la había despertado. No se encontraba bien. No por dentro, como sabía que debería. En parte tenía el retraso en la cabeza. En el mejor de los casos llegarían a la ciudad promediando el día siguiente. No las mejores horas para hacer negocios. Por encima de lo cual estaban los cincuenta dólares extra por la habitación. Además del coche que era una cantidad desconocida. Podía costar una fortuna. Si se necesitaban repuestos. Si se tenía que adaptar algo. Los coches eran geniales hasta que no lo eran. Aun así, el motor había arrancado cuando salieron de la oficina. El tipo del motel no parecía muy preocupado al respecto. Puso cara de que todo iba bien. No fue hasta la habitación con ellos. Lo que también estuvo bien. Odiaba cuando la gente la perseguía, para mostrarle dónde estaba el interruptor de la luz, y el baño, juzgando sus cosas, actuando de forma servil, queriendo una propina. El tipo no hizo nada de eso.
Pero igual no se encontraba bien. No sabía por qué. La habitación era agradable. Estaba recién renovada, tal como habían dicho, cada centímetro. Los tableros de las paredes eran nuevos, y el techo, y las molduras, y la pintura, y la alfombra. Nada arriesgado. Ciertamente nada llamativo. Parecía una actualización de lo que fuera que hubiera habido antes ahí por tradición, pero recién puesto a punto y auténtico y pulcro y sólido. El aire acondicionado era fresco y silencioso. Había un televisor de pantalla plana. La ventana era un modelo caro, con dos gruesos paneles de vidrio sellados con juntas térmicas, que tenían una persiana eléctrica en el espacio entre uno y otro. No tenías que tirar de una cinta para cerrarla. Apretabas un botón. No se habían ahorrado nada. El único problema era que la ventana no se abría. Lo que le habría preocupado en caso de incendio. Y en general le gustaba en una habitación una corriente de aire nocturno. Pero en conjunto era un lugar decente. Mejor que la mayoría de los que había visto. Quizás incluso valía cincuenta dólares.
Pero no se encontraba bien. No había teléfono en la habitación, ni señal de móvil, por lo que después de media hora habían vuelto a la oficina para preguntar si podían usar el teléfono del motel para pedir una comida caliente. Pizza quizás. El tipo en la recepción había sonreído con una sonrisa entre apenada e irónica y había dicho que lo lamentaba, pero que estaban demasiado alejados como para entregas. Nadie llegaba hasta ahí. Dijo que la mayoría de los huéspedes iban en coche hasta un diner o un restaurante. Shorty tenía aspecto de ir a enfadarse. Como si el tipo estuviera diciendo: la mayoría de los huéspedes tienen coches que funcionan. Quizás algo que ver con la sonrisa entre apenada e irónica. Después el tipo dijo: “Pero eh, nosotros tenemos pizzas en el congelador allá en la casa. ¿Por qué no venís a comer con nosotros?”.
Lo que fue una comida rara, en una residencia vieja y oscura, con Shorty y el tipo y otros tres iguales a él. Misma edad, mismas pintas, con alguna especie de misma conexión de onda entre ellos. Como si estuvieran todos en una misión. Tenían algo de nervioso. Después de conversar un poco ella llegó a la conclusión de que eran todos inversores que estaban totalmente embarcados en el mismo nuevo emprendimiento. El motel, asumió. Asumió que lo habían comprado y que estaban intentando sacarlo adelante. Como fuera, eran todos extremadamente correctos y corteses y conversadores. El tipo de la recepción dijo que su nombre era Mark. Los otros eran Robert, Steven y Peter. Todos hicieron preguntas inteligentes acerca de la vida en Saint Leonard. Preguntaron sobre el exigente viaje en coche hacia el sur. Otra vez Shorty tenía aspecto de irse a enfadar. Pensaba que lo estaban tratando como a un estúpido por salir de viaje con un coche en malas condiciones. Pero el tipo que dijo que era el que se ocupaba de los quads, que era Peter, dijo que él hubiera hecho exactamente lo mismo. Puramente por razones estadísticas. El coche había funcionado durante años. ¿Por qué asumir que iba dejar de hacerlo ahora? Las probabilidades decían que iba a seguir funcionando. Siempre lo había hecho hasta entonces.
Después dijeron “buenas noches” y volvieron caminando a la habitación diez, y se fueron a dormir, salvo que ella se volvió a despertar cuatro horas más tarde, agitada. No se encontraba bien, y no sabía por qué. O quizás sí. Quizás simplemente no lo quería admitir. Quizás era ese el problema. La verdad era que, en el fondo, ella suponía que probablemente estaba enfadada con Shorty mismo. El gran viaje. La parte más importante de su plan secreto. Salió con un coche en malas condiciones. Era tonto. Era más tonto que sus propias patatas. ¿No podía invertir un dólar por adelantado? ¿Cuánto habría costado, en un taller con un cupón? Menos que los cincuenta dólares que estaban pagando por el motel, eso seguro, que Shorty la estaba también molestando para que le reconociera que era un lugar raro gestionado por gente rara, lo que para ella era un conflicto, porque realmente ella sentía que un grupo de jóvenes amables la estaban rescatando, como caballeros en brillantes armaduras, de un aprieto enteramente ocasionado por un productor de patatas tan tonto como para no hacer revisar su coche antes de emprender un viaje de más de mil quinientos kilómetros a, ¡sí!, otro país, con, ¡sí!, algo muy valioso en el maletero.
Tonto. Quería aire. Salió de la cama y caminó despacio hasta la puerta. Giró el pomo, y apretó su otra mano contra el marco para equilibrar, así podía abrir la puerta sin hacer ningún ruido, porque quería que Shorty siguiera durmiendo, porque no quería tener que lidiar con él ahí mismo, tan enfadada como estaba.
Pero la puerta estaba atascada. No se movió en lo más mínimo. Comprobó que estuviera correctamente destrabada de adentro, y probó el picaporte hacia ambos lados, pero no pasó nada. La puerta estaba atascada. Quizás no la habían ajustado correctamente después de la instalación. O quizás se había hinchado con el calor del verano.
Tonto. Muy tonto. Esta era la ocasión en la que Shorty le podía servir. Era bajito, compacto, fuerte y macizo. De andar cargando por ahí bolsas de patatas de cincuenta kilos. ¿Pero lo iba a despertar y le iba a pedir? Ni de casualidad. Volvió en silencio a la cama y se metió al lado de él y miró el techo, que era liso y auténtico y pulcro y sólido.
Reacher se volvió a despertar a las ocho de la mañana. Haces brillantes de un sol fuerte entraban por los bordes de las cortinas. Había polvo en el aire, flotando ligeramente. Había unos sonidos apagados de la calle. Coches esperando, después moviéndose. Un semáforo al final de la manzana, presumiblemente. Ocasionalmente el escándalo asordinado de un claxon, como si un tipo adelante hubiera mirado para otro lado y se hubiera perdido el verde.