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Edición febrero, 2021

 

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ISBN: 978-84-18631-30-6

LIBRO PRIMERO

Contiene avisos provechosos para la vida espiritual CAPÍTULO I

De la imitación de Cristo y desprecio de todas las vanidades del mundo

 

Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos exhorta a que imitemos su vida y costumbres, si queremos ser verdaderamente iluminados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea, pues, todo nuestro estudio pensar en la vida de Jesús.

La doctrina de Cristo excede a la de todos los Santos; y el que tuviese su espíritu, hallará en ella maná escondido. Más acaece que muchos, aunque a menudo oigan el Evangelio, gustan poco de él, porque no tienen el espíritu de Cristo. El que quisiere, pues, entender con placer y perfección las palabras de Cristo, procure conformar con él toda su vida.

¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si no eres humilde, y con esto desagradas a la Trinidad? Por cierto las palabras sublimes, no hacen al hombre santo ni justo; más la virtuosa vida le hace amable a Dios. Más deseo sentir la contrición, que saber definirla. Si supieses toda la Biblia a la letra, y las sentencias de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo, sin caridad y gracia de Dios? Vanidad de vanidades, y todo es vanidad, sino amar y servir solamente a Dios. La suprema sabiduría consiste en aspirar a ir a los reinos celestiales por el desprecio del mundo.

Luego, vanidad es buscar riquezas perecederas y esperar en ellas; también es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente. Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente. Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena. Vanidad es mirar solamente a esta presente vida y no prever lo venidero. Vanidad es amar lo que tan rápido se pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.

Acuérdate frecuentemente de aquel dicho de la Escritura: Porque no se haría la vista de ver, ni el oído de oír. Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible y traspasarlo a lo invisible; porque los que siguen su sensualidad, manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.

 

 

CAPÍTULO II

 

Cómo ha de sentir cada uno humildemente de sí mismo

 

Todos los hombres naturalmente desean saber, ¿mas que aprovecha la ciencia sin el temor de Dios? Por cierto, mejor es el rústico humilde que le sirve, que el soberbio filósofo, que dejando de conocerse, considera el curso de los astros. El que bien se conoce, tiénese por vil y no se deleita en loores humanos. Si yo supiera cuanto hay que saber en el mundo, y no tuviese caridad, ¿qué me aprovecharía delante de Dios, que me juzgará según mis obras?

No tengas deseo demasiado de saber, porque en ello se halla gran estorbo y engaño. Los letrados gustan de ser vistos y tenidos por tales. Muchas cosas hay, que saberlas, poco o nada aprovecha al alma; y muy loco es el que en otras cosas entiende, sino en las que tocan a la salvación. Las muchas palabras no hartan el ánima; mas la buena vida le da refrigerio y la pura conciencia causa gran confianza en Dios.

Cuanto más y mejor entiendas, tanto más gravemente serás juzgado si no vivieres santamente. Por esto no te envanezcas si posees alguna de las artes o ciencias; sino que debes temer del conocimiento que de ella se te ha dado. Si te parece que sabes mucho y bien, ten por cierto que es mucho más lo que ignoras. No quieras con presunción saber cosas altas; sino confiesa tu ignorancia. ¿Por qué te quieres tener en más que otro, hallándose muchos más doctos y sabios que tú en la ley? Si quieres saber y aprender algo provechosamente, desea que no te conozcan ni te estimen.

El verdadero conocimiento y desprecio de sí mismo, es altísima y doctísima lección. Gran sabiduría y perfección es sentir siempre bien y grandes cosas de otros, y tenerse y reputarse en nada. Si vieres a alguno pecar públicamente, o comentar culpas graves, no te debes juzgar por mejor que él, porque no sabes hasta cuándo podrás perseverar en el bien. Todos somos frágiles, mas a nadie tengas por más frágil que tú.

 

 

CAPÍTULO III

 

De la doctrina de la verdad

 

Bienaventurado aquél a quien la verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces pasajeras, sino así como ella es. Nuestra estimación y nuestro sentimiento, a menudo nos engañan, y conocen poco. ¿Qué aprovecha la curiosidad de saber cosas obscuras y ocultas, que de no saberlas no seremos en el día del juicio reprendidos? Gran locura es, que dejadas las cosas útiles y necesarias, entendamos con gusto en las curiosas y dañosas. Verdaderamente teniendo ojos no vemos.

¿Qué se nos da de los géneros y especies de los lógicos? Aquél a quien habla el Verbo Eterno se desembaraza de muchas opiniones. De este Verbo salen todas las cosas, y todas predican su unidad, y él es el principio y el que nos habla. Ninguno entiende o juzga sin él rectamente. Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y trajeren a uno, y las viere en uno, podrá ser estable y firme de corazón, y permanecer pacífico en Dios. ¡Oh verdadero Dios! Hazme permanecer unido contigo en caridad perpetua. Enójame muchas veces leer y oír muchas cosas; en ti está todo lo que quiero y deseo; callen los doctores; no me hablen las criaturas en tu presencia; háblame tú solo.

Cuanto más entrare el hombre dentro de sí mismo, y más sencillo fuere su corazón, tanto más y mejores cosas entenderá sin trabajo; porque recibe de arriba la luz de la inteligencia. El espíritu puro, sencillo y constante, no se distrae aunque entienda en muchas cosas; porque todo lo hace a honra de Dios y esfuérzase a estar desocupado en sí de toda sensualidad. ¿Quién más te impide y molesta, que la afición de tu corazón no mortificada? El hombre bueno y devoto, primero ordena dentro de sí las obras que debe hacer exteriormente, y ellas no le inducen deseos de inclinación viciosa; mas él las sujeta al arbitrio de la recta razón. ¿Quién tiene mayor combate que el que se esfuerza a vencerse a sí mismo? Esto debía ser todo nuestro empeño, para hacernos cada día más fuertes y aprovechar en mejorarnos.

Toda perfección en esta vida tiene consigo cierta imperfección; y toda nuestra especulación no carece de alguna obscuridad. El humilde conocimiento de ti mismo es camino más cierto para Dios que escudriñar la profundidad de las ciencias. No es de culpar la ciencia, ni cualquier otro conocimiento de lo que, en sí considerado, es bueno y ordenado por Dios; mas siempre se ha de anteponer la buena conciencia y la vida virtuosa. Porque muchos estudian más para saber que para bien vivir, y yerran muchas veces y poco o ningún fruto sacan.

Si tanta diligencia pusiesen en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes como en mover cuestiones, no se verían tantos males y escándalos en el pueblo, ni habría tanta disolución en los monasterios. Ciertamente, en el día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino cuán santamente hubiéramos vivido. Dime, ¿dónde están ahora todos aquellos señores y maestros, que tú conociste cuando vivían y florecían en los estudios? Ya ocupan otros sus puestos, y por ventura no hay quien de ellos se acuerde. En su viviente parecían algo; ya no hay quien hable de ellos.

¡Oh, cuán presto pasa la gloria del mundo! Pluguiera a Dios que su vida concordara con su ciencia, y entonces hubieran estudiado y leído con fruto. ¡Cuántos perecen en el mundo por su vana ciencia, que cuidaron poco del servicio de Dios! Y porque eligen ser más grandes que humildes, se desvanecen en sus pensamientos. Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad. Verdaderamente es grande el que se tiene por pequeño y tiene en nada la cumbre de la honra. Verdaderamente es prudente el que todo lo terreno tiene por basura para ganar a Cristo. Y verdaderamente s sabio aquél que hace la voluntad de Dios y renuncia la suya propia.

 

 

CAPÍTULO IV

 

De la prudencia en lo que se ha de obrar

 

No se debe dar crédito a cualquier palabra ni movimiento interior, mas con prudencia y espacio se deben examinar las cosas según Dios. Mucho es de doler que las más veces se cree y se dice el mal del prójimo, más fácilmente que el bien. ¡Tan débiles somos! Mas los varones perfectos no creen de ligero cualquier cosa que les cuentan, porque saben ser la flaqueza humana presta al mal, y muy deleznable en las palabras.

Gran sabiduría es no ser el hombre inconsiderado en lo que ha de obrar, ni tampoco porfiado en su propio sentir. A esta sabiduría también pertenece no dar crédito a cualesquiera palabras de hombres, ni comunicar luego a los otros lo que se oye o cree. Toma consejo con hombre sabio y de buena conciencia, y apetece más ser enseñado por otro mejor que tú, que seguir tu parecer. La buena vida hace al hombre sabio según Dios, y experimentado en muchas cosas. Cuanto alguno fuese más humilde y más sumiso a Dios, tanto será en todo más sabio y morigerado.

 

 

CAPÍTULO V

 

De la lección de las santas Escrituras

 

En las santas Escrituras se debe buscar la verdad y no la elocuencia. Toda la Escritura se debe leer con el mismo espíritu que se hizo. Más debemos buscar el provecho en la Escritura que la sutileza de las palabras. De tan buena gana debemos leer los libros sencillos y devotos, como los sublimes y profundos. No te mueva la reputación del que escribe, ni si es de pequeña o gran ciencia; mas convídate a leer el amor de la pura verdad. No mires quien lo ha dicho; mas atiende qué tal es lo que se dijo.

Los hombres pasan, la verdad del Señor permanece para siempre. De diversas maneras nos habla Dios, sin acepción de personas. Nuestra curiosidad nos impide muchas veces el provecho que se saca en leer las Escrituras, por cuanto queremos entender lo que deberíamos pasar sencillamente. Si quieres aprovechar, lee con humildad, fidelidad y sencillez, y nunca desees renombre de sabio. Pregunta de buena voluntad, y oye callando las palabras de los santos, y no te desagraden las sentencias de los ancianos, porque nunca las dicen sin motivo.

 

 

CAPÍTULO VI

 

De los deseos desordenados

 

Cuantas veces desea el hombre desordenadamente alguna cosa, tantas pierde la tranquilidad. El soberbio y el avariento jamás sosiegan; el pobre y humilde de espíritu viven en mucha paz. El hombre que no es perfectamente mortificado en sí mismo, con facilidad es tentado y vencido, aun en cosas pequeñas y viles. El que es flaco de espíritu, y está inclinado a lo carnal y sensible, con dificultad se abstiene totalmente de los deseos terrenos, y cuando lo hace padece muchas veces tristeza, y se enoja presto si alguno lo contradice.

Pero si alcanza lo que deseaba siente luego pesadumbre, porque le remuerde la conciencia el haber seguido su apetito, el cual nada aprovecha para alcanzar la paz que buscaba. En resistir, pues, a las pasiones, se halla la verdadera paz del corazón, y no en seguirlas. Pues no hay paz en el corazón del hombre que se ocupa en las cosas exteriores, sino en el que es fervoroso y espiritual.

 

 

CAPÍTULO VII

 

Cómo se ha de huir la vana esperanza y la soberbia

 

Vano es el que pone su esperanza en los hombres o en las criaturas. No te avergüences de servir a otros por amor de Jesucristo y parecer pobre en este mundo. No confíes de ti mismo, mas pon tu parte y Dios favorecerá tu buena voluntad. No confíes en tu ciencia, ni en la astucia de ningún viviente, sino en la gracia de Dios, que ayuda a los humildes y abate a los presuntuosos.

Si tienes riquezas no te gloríes de ellas, ni en los amigos, aunque sean poderosos; sino en Dios que todo lo da, y sobre todo desea darse a sí mismo. No te alucines por la lozanía y hermosa disposición de tu cuerpo, que con una pequeña enfermedad se destruye y afea. No tomes contentamiento de tu habilidad o ingenio, porque no desagrades a Dios, de quien proviene todo bien natural que poseyeres.

No te estimes por mejor que los demás, porque no seas quizá tenido por peor delante de Dios, que sabe lo que hay en el hombre. No te ensoberbezcas de tus obras buenas, porque son muy distintos de los juicios de Dios los de los hombres, al cual muchas veces desagrada lo que a ellos contenta. Si algo bueno hay en ti piensa que son mejores los otros, pues así conservarás la humildad. No te daña si te pospones a los demás, pero es muy dañoso si te antepones a solo uno. Continua paz tiene el humilde; mas en el corazón del soberbio hay emulación y saña muchas veces.

 

 

CAPÍTULO VIII

 

Cómo se ha de evitar la mucha familiaridad

 

No manifiestes tu corazón a cualquiera, mas comunica tus cosas con el sabio y temeroso de Dios. Con los mancebos y extraños conversa poco. Con los ricos no seas lisonjero, ni desees parecer delante de los grandes. Acompáñate con los humildes y sencillos, y con los devotos y bien acostumbrados, y trata con ellos materias edificantes. No tengas familiaridad con ninguna mujer, mas en general encomienda a Dios y a sus ángeles, y huye de ser conocido de los hombres.

Justo es tener caridad con todos; mas no conviene la familiaridad. Algunas veces acaece, que la persona no conocida resplandece por su buena fama, mas a su presencia nos suele parecer mucho menos. Pensamos algunas veces agradar a los otros con nuestro trato, y al contrario los ofendemos, porque ven en nosotros costumbres poco arregladas.

 

 

CAPÍTULO IX

 

De la obediencia y sujeción

 

Gran cosa es estar en obediencia, vivir bajo Prelado, y no tener voluntad propia. Mucho más seguro es estar en sujeción que en mando. Muchos están en obediencia más por necesidad que por amor; éstos tienen trabajo, fácilmente murmuran, y nunca tendrán libertad de ánimo, si no se sujetan por Dios de todo corazón. Anda de una parte a otra, no hallarás descanso sino en la humilde sujeción al Prelado. La idea de mudar de lugar ha engañado a muchos.

Verdad es que cada uno se rige de buena gana por su propio parecer, y se inclina más a los que siguen su sentir. Mas si Dios está entre nosotros, necesario es que renunciemos algunas veces a nuestro parecer por el bien de la paz. ¿Quién es tan sabio que lo sepa todo enteramente? Pues no quieras confiar demasiado en tu opinión, mas gusta también de oír de buena gana el parecer ajeno. Si tu parecer es bueno y lo dejas por agradar a Dios y sigues el ajeno, más aprovecharás de esta manera.

Muchas veces he oído decir que es más seguro oír y tomar consejo que darlo. Bien puede también acaecer que sea bueno el parecer de uno; mas no querer sentir con los otros, cuando la razón o las circunstancias lo piden, es señal de soberbia y pertinacia.

 

 

CAPÍTULO X

 

Cómo se ha de cercenar la demasía de las palabras

 

Excusa cuanto pudieres el bullicio de los hombres, pues mucho estorba el tratar de las cosas del siglo, aunque se haga con buena intención, porque presto somos amancillados y cautivos de la vanidad. Muchas veces quisiera haber callado, y no haber estado entre los hombres. Pero ¿cuál es la causa por qué tan de grado hablamos, y platicamos unos con otros, viendo cuán pocas veces volvemos al silencio sin daño de la conciencia? La razón es, que por el hablar procuramos consolarnos unos con otros, y deseamos aliviar el corazón fatigado de pensamientos diversos; y de muy buena gana nos detenemos en hablar o pensar de las cosas que amamos, y aún de las que tenemos por adversas.

Mas, ¡oh dolor!, que esto se hace muchas veces vanamente y sin fruto; porque esta consolación exterior es de gran detrimento a la interior y divina. Por eso, velemos y oremos, no se nos pase el tiempo en balde. Si se puede y conviene hablar, sea de cosas edificantes. La mala costumbre, y la negligencia en aprovechar, ayuda mucho a la poca guarda de nuestra lengua; pero no poco servirá para nuestro espiritual aprovechamiento la devota plática de cosas espirituales, especialmente cuando muchos de un mismo espíritu y corazón se juntan en Dios.

 

 

CAPÍTULO XI

 

Cómo se debe adquirir la paz, y del celo de aprovechar

 

Mucha paz tendríamos, si no quisiésemos mezclarnos en los dichos y hechos ajenos que no nos pertenecen. ¿Cómo quiere estar en paz mucho tiempo el que se mezcla en cuidados ajenos, y se ocupa de cosas exteriores, y dentro de sí poco o tarde se recoge? Bienaventurados los sencillos, porque tendrán mucha paz.

¿Cuál fue la causa porque muchos Santos fueron tan perfectos y contemplativos? Porque procuraron mortificarse totalmente en todos sus deseos terrenos; y por eso pudieron con lo íntimo del corazón allegarse a Dios y ocuparse libremente de sí mismos. Nosotros nos ocupamos mucho de nuestras pasiones y tenemos demasiado cuidado de las cosas transitorias. Y como pocas veces vencemos un vicio perfectamente, no nos alentamos para aprovechar cada día en la virtud; por esto permanecemos tibios y aun fríos.

Si estuviésemos perfectamente muertos a nosotros mismos, y libres en lo interior, entonces podríamos gustar las cosas divinas y experimentar algo de la contemplación celestial. El total, y el mayor impedimento es, que no estando libres de nuestras inclinaciones y deseos, no trabajamos por entrar en el camino de los Santos. Y cuando alguna adversidad se nos ofrece, muy prestos nos desalentamos y nos volvemos a las consolaciones humanas.

Si nos esforzásemos más en la batalla peleando como fuertes varones, veríamos sin duda la ayuda del Señor que viene desde el cielo sobre nosotros; porque siempre está dispuesto a socorrer a los que pelean y esperan en su gracia, y nos procura ocasiones de pelear para que alcancemos la victoria. Si solamente en las observancias exteriores ciframos el aprovechamiento de la vida religiosa, presto se nos acabará nuestra devoción. Pongamos la segur a la raíz, para que libres de las pasiones, poseamos pacíficas nuestras almas.

Si cada año desarraigásemos un vicio, presto seríamos perfectos; mas al contrario experimentamos muchas veces, que fuimos mejores y más puros en el principio de nuestra conversión que después de muchos años de profesos. Nuestro fervor y aprovechamiento cada día debe crecer; mas ahora se estima por mucho perseverar en alguna parte del fervor primitivo. Si al principio hiciésemos algún esfuerzo, podríamos después hacerlo todo con ligereza y gozo. Duro es renunciar a la costumbre; pero más duro es ir contra la propia voluntad; mas si no vences las cosas pequeñas y ligeras, ¿cómo vencerás las dificultosas? Resiste en los principios a tu inclinación, y deja la mala costumbre, para que no te lleve poco a poco a mayores dificultades.

¡Oh si supieses cuánta paz gozarías en ti mismo, y cuánta alegría darías a los demás obrando el bien!; yo creo que serías más solícito en el aprovechamiento espiritual.

 

 

CAPÍTULO XII

 

De la utilidad de las adversidades

 

Bueno es que algunas veces nos sucedan cosas adversas y contratiempos, porque suelen atraer al hombre a su interior para que conociéndose desterrado, no ponga su esperanza en cosa alguna del mundo. Bueno es que padezcamos a veces contradicciones, y que sientan de nosotros mal e imperfectamente, aunque hagamos bien y tengamos buena intención. Estas cosas de ordinario ayudan a la humildad, y nos defienden de la vanagloria; porque entonces mejor buscamos a Dios por testigo interior, cuando por defuera somos despreciados de los hombres y no nos dan crédito.

Por eso debía uno afirmarse de tal manera en Dios, que no le fuese necesario buscar muchas consolaciones humanas. Cuando el hombre de buena voluntad es atribulado, o tentado, o afligido con malos pensamientos, entonces conoce tener de Dios mayor necesidad, experimentando que sin él no puede nada bueno. Entonces también se entristece, gime y ruega por las miserias que padece. Entonces le es molesta la vida larga, y desea llegue la muerte para ser desatado de este cuerpo y unirse con Cristo. Entonces también conoce que no puede haber en el mundo seguridad perfecta, ni paz cumplida.

 

 

CAPÍTULO XIII

 

Cómo se ha de resistir a las tentaciones

 

Mientras en el mundo vivimos no podemos estar sin tribulaciones y tentaciones; por eso está escrito en Job: Tentación es la vida del hombre sobre la tierra. Por tanto, cada uno debe tener mucho cuidado, velando y orando para que no halle el demonio ocasión de engañarle, que nunca duerme, sino que busca por todos lados nuestra perdición. Ninguno hay tan santo ni tan perfecto, que no tenga algunas veces tentaciones, y no podemos vivir absolutamente libres de ellas.

Mas son las tentaciones muchas veces utilísimas al hombre, aunque sean graves y pesadas; porque en ellas es uno humillado, purificado y enseñado. Todos los Santos pasaron por muchas tribulaciones y tentaciones, y por su medio aprovecharon en la virtud; y los que no las quisieron sufrir y llevar bien, se hicieron réprobos y desfallecieron. No hay religión tan santa, ni lugar tan retirado, donde no haya tentaciones y adversidades.

No hay hombre seguro del todo de tentaciones mientras vive, porque en nosotros mismos está el germen de ellas, pues que nacimos con la inclinación al pecado. Después de pasada una tentación o tribulación, sobreviene otra, y siempre tendremos que sufrir, porque desde el principio se perdió el bien de nuestra felicidad. Muchos quieren huir las tentaciones, y caen en ellas más gravemente. No se puede vencer con solo huir. Con la paciencia y la verdadera humildad nos hacemos más fuertes que todos los enemigos.

El que solamente quita lo que se ve y no arranca la raíz, poco aprovechará, antes tornarán a él más presto y con más violencia las tentaciones. Poco a poco, con paciencia y larga esperanza, mediante el favor divino, vencerás mejor que no con tu propio conato y fatiga. Toma muchas veces consejo en las tentaciones, y no seas desabrido con el que está tentado, antes procura consolarle como tú quisieras te consolaran.

El principio de toda tentación es no ser uno constante y tener poca confianza en Dios; porque así como la nave sin gobernarle la llevan a una y otra parte las ondas, del mismo modo, el hombre descuidado que desiste de su propósito, es tentado de diversas maneras. El fuego prueba al hierro, y la tentación al justo. Muchas veces no sabemos lo que podemos, mas la tentación descubre lo que somos. Debemos pues velar, principalmente al principio de la tentación; porque entonces más fácilmente es vencido el enemigo, cuando no le dejamos pasar de la puerta del alma, y se le resiste al umbral luego que toca, por lo cual dijo uno: Resiste a los principios; tarde viene el remedio, cuando la llaga es muy vieja. Porque primeramente se ofrece al alma sólo el pensamiento sencillo, después la importuna imaginación, luego la delectación, el movimiento desordenado y el consentimiento, y así se entra poco a poco el maligno enemigo, y se apodera de todo, por no resistirle al principio. Y cuanto más tiempo fuere uno perezoso en resistir, tanto se hace cada día más débil, y el enemigo, contra él, más fuerte.

Algunos padecen graves tentaciones al principio de su conversión, otros al fin, otros casi toda su vida. Algunos son tentados blandamente, según la sabiduría y juicio de Dios, que mide el estado y los méritos de los hombres, y todo lo tiene ordenado para la salvación de los escogidos.

Por eso no debemos desconfiar cuando somos tentados; antes bien debemos rogar a Dios con mayor fervor, que sea servido de ayudarnos en toda tribulación, pues según el dicho de San Pablo, nos dará tal auxilio junto con la tentación, que la podamos sufrir. Humillemos, pues, nuestras almas bajo la mano de Dios en toda tribulación y tentación, porque él salvará y engrandecerá los humildes de espíritu.

En las tentaciones y adversidades se ve cuánto uno ha aprovechado, porque entonces es mayor el merecimiento y se conoce mejor la virtud. No es mucho ser un hombre devoto y fervoroso cuando se siente pesadumbre; mas si en el tiempo de la adversidad sufre con paciencia, es señal y da esperanza de gran provecho. Algunos hay que no caen en las grandes tentaciones, y son vencidos a menudo en las pequeñas, para que se humillen y no confíen de sí en cosas grandes, viéndose débiles en las pequeñas.

 

CAPÍTULO XIV

 

Cómo se deben evitar los juicios temerarios

 

Pon los ojos en ti mismo y guárdate de juzgar las acciones ajenas. En juzgar a otros se ocupa uno en vano, yerra muchas veces, y peca fácilmente; mas juzgándose y examinándose a sí mismo, se emplea siempre con fruto. Muchas veces sentimos de las cosas según nuestro juicio, y fácilmente perdemos el verdadero juicio de ellas por el amor propio. Si fuese Dios siempre el fin puramente de nuestro deseo, no nos turbaría tan presto la contradicción de la sensualidad.

Muchas veces tenemos algo adentro escondido, o de afuera se ofrece, cuya afición nos lleva tras sí. Muchos buscan secretamente su propia comodidad en las obras que hacen, y no lo entienden. También les parece estar en paz cuando se hacen las cosas a su voluntad y gusto; mas si de otra manera suceden, presto se alteran y entristecen. Por la diversidad de los pareceres muchas veces se levantan discordias entre los amigos y convecinos, entre los religiosos y devotos.

La costumbre antigua con dificultad se quita, y ninguno deja de buena gana su propio parecer. Si en tu razón e industria estribas más que en la virtud de la sujeción de Jesucristo, rara vez y tarde serás iluminado; porque quiere Dios que nos sujetemos a él perfectamente, y que trascendamos toda razón inflamados de su amor.

 

CAPÍTULO XV

 

De las obras que proceden de la caridad