9788498976656.jpg

Domingo Faustino Sarmiento

Recuerdos de provincia

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-160-1.

ISBN ebook: 978-84-9897-665-6.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Los Recuerdos de provincia 7

A mis compatriotas solamente 9

Las palmas 13

Juan Eugenio de Mallea 15

Los huarpes 19

Los hijos. Jofré 24

Mallea 27

Los sayavedras 30

Los Albarracines 31

Los Oro 40

Fray Justo de Santa María de Oro 51

Domingo de Oro 61

El historiador Funes 82

El obispo de Cuyo 106

¡La historia de mi madre! 111

¡El hogar paterno! 123

Mi educación 135

La vida pública 158

Chile 178

Diarios y publicaciones periódicas 198

Folletos 201

Biografías 204

Libros 206

Traducciones 210

Casas de educación 212

Libros a la carta 215

Brevísima presentación

La vida

Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Argentina.

Hijo de José Clemente Sarmiento, soldado del ejército del San Martín, y de Paula Zoila Albarracín. Tuvo quince hermanos, solo sobrevivieron seis.

En 1816 ingresó en la Escuela de la Patria. Estudió latín a los trece años, doctrina cristiana y geografía y trabajó para un ingeniero francés.

La Autobiografía de Benjamín Franklin influyó en él. En 1828 entró en el ejército a favor de los unitarios. Escribió mucho y con autoridad sobre temas militares. Se distinguió en el combate de Niquivil y sufrió arresto domiciliario hasta que en 1831 marchó a Chile. Allí fue minero durante tres años. Sin embargo, continuó sus estudios y tradujo obras de Walter Scott.

En 1842 el gobierno de Chile lo nombró director y organizador de la primera Escuela Normal de Preceptores de Santiago de Chile. Escribió en la prensa chilena bajo la influencia de Larra. Viajó a Madrid; Argel, Italia, Suiza, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Poco después se casó con Benita Martínez Pastoriza.

Fue representante de Argentina en los Estados Unidos. Estuvo tres años allí y se interesó por conocer su democracia, que había apreciado en su viaje anterior.

En 1880 fue candidato a la presidencia de la república.

El 8 de mayo de 1888 marchó a Paraguay en busca de un ambiente propicio para su salud. Murió unos días después.

Los Recuerdos de provincia

Este libro traza un panorama histórico de la Argentina del siglo XIX con énfasis en el pasado colonial y en los orígenes familiares de Sarmiento. Esta es una historia de las tradiciones familiares y de los apellidos que influyeron en los acontecimientos de vastas regiones de Argentina y Chile.

A mis compatriotas solamente

Es este un cuento que con aspavientos

y gritos refiere un loco, y que no significa nada.

(Shakespeare, Hamlet).

Decir de si menos de lo que hay, es necedad y no modestia; tenerse en menos de lo uno vale es cobardía y pusilanimidad según Aristóteles.

(Montaigne, Essais).

La palabra impresa tiene sus límites de publicidad como la palabra de viva voz. Las páginas que siguen son puramente confidenciales, dirigidas a un centenar de personas y dictadas por motivos que me son propios. En una carta escrita a un amigo de infancia en 1832, tuve la indiscreción de llamar bandido a Facundo Quiroga. Hoy están todos los argentinos, la América y la Europa, de acuerdo conmigo sobre este punto. Entonces mi carta fue entregada a un mal sacerdote, que era presidente de una sala de Representantes. Mi carta fue leída en plena sesión, pidiose un ejemplar castigo contra mí, y tuvieron la villanía de ponerla en manos del ofendido quien, más villano todavía que sus aduladores, insultó a mi madre, llamola con torpes apodos y le prometió matarme donde quiera y en cualquier tiempo que me encontrase.

Este suceso, que me ponía en la imposibilidad de volver a mi patria, por siempre, si Dios no dispusiese las cosas humanas de otro modo que lo que los hombres lo desean; este suceso, decía, vuelve a reproducirse dieciséis años más tarde, con consecuencias al parecer más alarmantes. En mayo de 1848 escribí también una carta a un antiguo bienhechor, en la cual también tuve la indiscreción de que me honro, de haber caracterizado y juzgado al gobierno de Rosas según los dictados de mi conciencia, y esta carta como la de 1832, fue entregada al hombre mismo sobre quien recaía este juicio.

Lo que se ha seguido a aquel paso sábenlo hoy todos los argentinos. El gobernador de Buenos Aires publicó aquella carta, entabló un reclamo contra mí cerca del gobierno de Chile, acompañó la nota diplomática y la carta con una circular a los gobernadores confederados; el gobierno de Chile respondió a la solicitud, replicó Rosas, se repitieron las circulares, vinieron las contestaciones de los gobernadores del interior, continuó el sistema de dar publicidad a todas aquellas miserias que deshonran más que a un gobierno a la especie humana, y parece que continuará la farsa, sin que a nadie le sea posible prever el desenlace. La prensa de todos los países vecinos ha reproducido las publicaciones del gobierno de Buenos Aires, y en aquellas treinta y más notas oficiales que se han cruzado, el nombre de Domingo Faustino Sarmiento ha ido acompañando siempre de los epítetos de infame, inmundo, vil, salvaje, con variantes a este caudal de ultrajes que parecen el fondo nacional, de otros que la sagacidad de los gobernadores de provincia ha sabido encontrar, tales como traidor, loco, envilecido, protervo, empecinado y otros más.

Caracterízanme así hombres que no me conocen, ante pueblos que oyen mi nombre por la primera vez. Desciende el vilipendio de lo alto del poder público, reprodúcenlo los diarios argentinos, lo apoyan, lo ennegrecen, y sábese que en aquel país la prensa no tiene sino un mango, que es el que tiene asido el gobierno; los que quisieran servirse de ella como medio de defensa, no encuentran sino espinas agudas, el epíteto de salvaje, y los castigos discrecionales.

Y sin embargo, mi nombre anda envilecido en boca de mis compatriotas; así lo encuentran escrito siempre, así se estampa por los ojos en la mente, y si alguien quisiera dudar de la oportunidad de aquellos epítetos denigrantes, no sabe qué alegarse a sí mismo en mi excusa, pues no me conoce, ni tiene antecedente alguno que me favorezca.

El deseo de todo hombre de bien de no ser desestimado, el anhelo de un patriota por conservar la estimación de sus conciudadanos, han motivado, la publicación de este opúsculo que abandonó a la suerte, sin otra atenuación que lo disculpable del intento. Ardua tarea es sin duda hablar de sí mismo y hacer valer sus buenos lados, sin suscitar sentimientos de desdén, sin atraerse sobre sí la crítica, y a veces con harto fundamento; pero es más duro aún consentir la deshonra, tragarse injurias, y dejar que la modestia misma conspire en nuestro daño, y yo no he trepidado un momento en escoger entre tan opuestos extremos.

Mi defensa es parte integrante del voluminoso protocolo de notas de los gobiernos argentinos en que mi nombre es el objeto y el fondo envilecido. Mi contestación que se registra en el número 19 de la Crónica, mi Protesta en el número 48, y este opúsculo, deberán pues ser leídos por los no quieran juzgarme sin oírme, que eso no es práctica de hombres cultos.

Mis Recuerdos de provincia son nada más que lo que su título indica. He evocado mis reminiscencias, he resucitado, por decirlo así, la memoria de mis deudos que merecieron bien de la patria, subieron alto en la jerarquía de la Iglesia, y honraron con sus trabajos las letras americanas: he querido apegarme a mi provincia, al humilde hogar en que he nacido; débiles tablas sin duda, como aquellas flotantes a que en su desamparo se asen los náufragos, pero que me dejan advertir a mí mismo, que los sentimientos morales, nobles y delicados existen en mí, por lo que gozo en encontrarlos en torno mío en los que me precedieron, en mi madre, mis maestros, y mis amigos. Hay una nobleza democrática que a nadie puede hacer sombra, imperecedera, la del patriotismo y el talento. Huélgome de contar en mi familia dos historiadores, cuatro diputados a los congresos de la República Argentina y tres altos dignatarios de la Iglesia, como otros tantos servidores de la patria, que me muestran el noble camino que ellos siguieron. Gusto a más de esto, de la biografía. Es la tela más adecuada para estampar las buenas ideas; ejerce el que la escribe una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante, alentando la virtud oscurecida. Hay en ella algo de las bellas artes, que de un trozo de mármol bruto puede legar a la posteridad una estatua. La historia no marcharía sin tomar de ella sus personajes, y la nuestra hubiera de ser riquísima en caracteres, si los que pueden recogieran con tiempo las noticias que la tradición conserva de los contemporáneos. El aspecto del suelo me ha mostrado a veces la fisonomía de los hombres, y éstos indican casi siempre el camino que han debido llevar los acontecimientos.

El cuadro genealógico que sigue, es el índice del libro. A los nombres que en él se registran lígase el mío por los vínculos de la sangre, la educación y el ejemplo seguido. Las pequeñeces de mi vida se esconden a la sombra de aquellos nombres, con algunos de ellos se mezclan, y la oscuridad honrada del mío, puede alumbrarse a la luz de aquellas antorchas, sin miedo de que revelen manchas que debieran permanecer ocultas.

Sin placer, como sin zozobra, ofrezco a mis compatriotas estas páginas que ha dictado la verdad, y que la necesidad justifica. Después de leídas, pueden aniquilarlas, pues pertenecen al número de las publicaciones que deben su existencia a circunstancias del momento, pasadas las cuales, nadie las comprendería. ¿Merecen la crítica desapasionada? ¡Qué he de hacer! Esta era una consecuencia inevitable de los epítetos de infame, protervo, malvado, que me prodiga el gobierno de Buenos Aires. ¡Contra la difamación, hasta el conato de defenderse es mancha!

Las palmas

A pocas cuadras de la plaza de Armas de la ciudad de San Juan hacia el norte, elevábanse no ha mucho tres palmeros solitarios, de los que quedan dos aún, dibujando sus plumeros de hojas blanquiscas en el azul del cielo, al descollar por sobre las copas de verdinegros naranjales, a guisa de aquellos plumajes con que nos representan adornada la cabeza de los indígenas americanos. Es el palmero planta exótica en aquella parte de las faldas orientales de los Andes, como toda la frondosa vegetación que entremezclándose con los edificios dispersos de la ciudad y alrededores, atempera los rigores del estío, y alegra el ánimo del viajero, cuando atravesando los circunvecinos secadales ve diseñarse a lo lejos las blancas torres de la ciudad sobre la línea verde de la vegetación.

Pero los palmeros no han venido de Europa como el naranjo y el nogal, fueron emigrados que traspasaron los Andes con los conquistadores de Chile, o fueron poco después entre los bagajes de algunas familias chilenas. Si el que plantó alguno de ellos a la puerta de su domicilio, en los primeros tiempos, cuando la ciudad era aún aldea, y las calles y caminos, y las casas chozas improvisadas, echaba de menos la patria de donde había venido, podía decirle como Abderahmán el rey árabe de Córdova

Tú también, insigne palma, eres aquí forastera,

De Algarbe las dulces auras, tu pompa halagan y besan,

En fecundo suelo arraigas, y al cielo in cima elevas

Tristes lágrimas lloraras, si cual yo sentir pudieras.

Aquellos palmeros habían llamado desde, temprano mi atención. Crecen ciertos árboles con lentitud secular, y a falta de historia escrita, no pocas veces sirven de recuerdo y monumento de acontecimientos memorables. Me he sentado en Boston a la sombra de la encina bajo cuya copa deliberaron los peregrinos sobre las leyes que se darían en el nuevo mundo que venían a poblar. De allí salieron los Estados Unidos. Los palmeros de San Juan marcan los puntos de la nueva colonia que fueron cautivados primero por la mano del hombre europeo.

Los edificios de la vecindad de aquellos palmeros están amenazando ruina, muchos de ellos ya destruido y pocos sido reedificados. Por los apellidos de las familias que los habitaron caese en cuenta que aquel debió ser el primer barrio poblado de la cuidad naciente: en las tres manzanas en que están aquellas plantas solariegas, está la casa de los Godoyes, Rosas, Oro, Albarracines, Carriles, Maradonas, Rufinos, familias antiguas, que compusieron la vieja aristocracia colonial. Unir de aquellas casas y la que sirve de asilo al más joven de los palmeros, tiene una puerta de calle antiquísima y desbaratada, con los cuencos en el umbral superior donde estuvieron incrustadas letras de plomo, y en el centro el signo de la Compañía de Jesús. En la misma manzana y dando frente a otra calle, está la casa de los Godoyes, donde se conserva un retrato romano de mi Jesuita Godoy, y entre papeles viejos encontrose, al hacer inventario de los bienes de la familia, una carpeta que envolvía manuscritos con este rótulo: «Este legajo contiene la historia de Cuyo por el abate Morales, una carta tipográfica y descriptiva de Cuyo, y las probanzas de Mallea». Hubo de caer alguna vez bajo mis miradas esta leyenda, y yo quise ver aquella suspirada historia de mi provincia. Pero ¡ay!, no contenía sino un solo manuscrito, el de Mallea, con fechas del año 1570, diez años después de la fundación de San Juan. Más tarde leía en la Historia natural de Chile del abate Molina, describiendo unas raras piedras que se encuentran en los Andes amasadas en arcilla, que el abate don Manuel de Morales, «inteligente observador, de la provincia de Cuyo su patria», las había estudiado con esmero en su obra titulada: Observaciones de la cordillera y llanuras de Cuyo.

He aquí, pues, el leve y desmadrado caudal histórico que puede por muchos años reunir sobre los primeros tiempos de San Juan. Aquellas palmas antiguas, la inscripción Jesuítica y la carpeta casi vacía. Pero una de las palmas está en casa de los Morales, la inscripción de plomo señala la morada del Jesuita, y la leyenda quedaba para mí explicada. Practícanse diligencias en Roma y Bolonia en busca de los manuscritos abolengos, y no pierdo la esperanza de darlos a la luz pública un día.

Juan Eugenio de Mallea

En el año del señor de 1570, es decir, ahora unos doscientos ochenta años «en la ciudad de San Juan de la Frontera, por ante el muy magnífico señor don Fernando Díaz, juez de ordinario por su majestad, don Juan Eugenio de Mallea, vecino de dicha ciudad, pareció, por aquella forma y manera que más conviniese a su derecho y dijo: que teniendo necesidad de presentar ciertos testigos para hacer ad perpetuam rey memoriam, una probanza, pedía y suplicaba que los testigos que ante Su Merced ansí presentará, tomándoles juramento en forma debida y de derecho, so cargo del cual fuesen preguntados y examinados por el tenor del interrogatorio atrás contenido, y lo que ansí dijeren y expusieren signado y formado por escribano, interponiendo Su Merced su autoridad y decreto judicial, se lo mandase ante toda cosa citar y suplicar a los oficiales reales de esta ciudad para que se hallasen presentes a ver jurar conocer a los dichos testigos, y decir y contradecir lo que vieren que les conviene».

Fecha y evacuada la probanza y no teniendo más testigos que presentar y «habiéndose acabado el papel en la ciudad», pasó a la ciudad de Mendoza de Nuevo Valle de Rioja a continuar su diligencia. Los testigos presentados en San Juan, e interrogados por ante el escribano público Diego Pérez, lo fueron Diego Lucero, Gaspar Lemos, procurador y mayordomo de ciudad, Francisco González, fiscal de la Real Justicia, Gaspar Ruiz, Anse de Fabre, Lucas de Salazar, Juan Contreras, Hernando Ruiz de Arce factor y veedor, Hernán Daría de Sayavedra, Juan Martín Gil, Diego de Laora, un Bustos, Juan Gómez isleño, y otros dos. Del tenor de las respuestas, dadas a las veinticuatro preguntas del interrogatorio, resulta a fuerza de confrontaciones y de conjeturas la historia de los primeros diez años de la fundación de San Juan y la biografía interesantísima del hijodalgo don Juan Eugenio de Mallea que había sido juez ordinario y era a la sazón contador de la Real Hacienda y alférez real, teniendo en su casa el Estandarte, y manteniendo a sus expensas sus gentes y caballos. Dejando a un lado el enojoso estilo y fraseología de la escribanía, haré breve narración de los hechos que en dicho interrogatorio quedan probados. La mayor parte de los testigos vecinos entonces de San Juan conocen a Mallea de dieciséis años antes, y han militado con él en las campañas del sur de Chile, habiendo Mallea venido del Perú con el general don Martín Avendaño en 1552.

En 1553 Cuando acaeció la muerte de Pedro Valdivia, Mallea se hallaba en la hallaba en la Imperial a las órdenes de Francisco de Villagra que tan notable papel hizo en las guerras de Arauco. Aquel sabiendo la situación desastrosa en que había quedado Concepción después de la derrota de Tucapel, acudió con su gente a aquella ciudad, puso orden a los negocios, y salió de nuevo a campaña con ciento ochenta hombres, entre los cuales contaba Mallea, quien se hallaba en la triste jornada del cerro de Mariguiñu, llamado desde entonces de Villagra en conmemoración del desastre. Pasó enseguida a Concepción y más tarde fue destacado a repoblar Villarica. En 1556 pasa a Valdivia en compañía de don García Hurtado de Mendoza, hasta que en 1558, sale entre los ciento cincuenta soldados que mandó García con el capitán Jerónimo de Villegas a la repoblación de Concepción, que había sido abandonada desde la derrota de Villagra. Es hijodalgo, y se le vio siempre entre los capitanes; había servido durante veinte años a sus propias expensas «con sus armas y caballos, y hecho cuanto en la guerra le había sido mandado que hiciese como bueno y leal vasallo de su majestad», hasta que casado en San Juan con la hija del cacique de Angaco que se llamó doña Teresa de Asensio y le trajo en dote muchos pesos de oro y dádole varios hijos, estaba por fin adeudado en pesos de oro, habiendo perdido la hacienda de su mujer en el mantenimiento de su gente y casa, en servicio del Rey, y no pagándole tributo los indios que le habían caído en encomienda en Mendoza, y que después de la fundación de San Juan, cayeron en los términos y jurisdicción de la última ciudad.

El año de 1560 pasó con cien hombres de guerra el capitán Pedro del Castillo, la cordillera nevada hacia el Oriente de Chile, y fundó la ciudad de Mendoza de Nuevo Valle de Rioja, que así está nombrada en los autos seguidos en 1571 por el escribano público don N. Herrera en la dicha ciudad. Por las declaraciones de los testigos resulta que se distribuyeron en Mendoza los habitantes que allí encontraron, siendo presumible que a Mallea le tocasen algunas de las lagunas de Guanacache por lo que pudieron más tarde caer dentro de los términos de San Juan. Poco tiempo después salió de Mendoza el general don Juan Jofré, con alguna gente a descubrimiento hacia el norte, y descubrió en efecto varios, valles que no se nombran, si no es el de Tulun en el cual, volviendo a Mendoza y regresando a poco tiempo, fundó la ciudad de San Juan de la Frontera. La semejanza de Tulun, Ullun y Villicun, nombres que se conservan en las inmediaciones, permite suponer eran estos los valles y el de Zonda, «que se hallaron muy poblados de naturales, y la tierra parecía ser muy fértil», como lo es en efecto. En 1561 gobernando en Chile don Rodrigo de Quiroga, pasó a la provincia de Cuyo el general don Gonzalo de los Ríos con su nueva gente de guerra a sofocar un alzamiento de indios. Después de trazada la ciudad, se alzaron los huarpes sus habitantes y la tierra fue pacificada de nuevo. Tres leguas hacia el norte de la ciudad hay un lugar llamado las Tapiecitas, a causa de los restos de un fuerte cuyas ruinas eran discernibles ahora veinte o treinta años, y su colocación en aquel lugar parece explicar el nombre de San Juan de la Frontera, por no estar reducidos los indios de Jachal, y Mogna, cuyo cacique último vivió hasta 1830, habiendo llegado a una senectud que pasaba de ciento veinte y más años.

Aquel general de los Ríos, vuelto a Mendoza de su campaña, supo por un indio prisionero que había un país lejano en cuyas montañas se encontraba oro en abundancia tal, que la imaginación de los españoles lo bautizó desde luego con el nombre de Nuevo Cuzco. La expedición de descubrimiento del Dorado pasó de Mendoza de San Juan Eugenio de Mallea «salió con su gente y muchos caballos». Marcharon algunos días, siguiendo al indio que los conducía, dieron vueltas y revueltas, los víveres escasearon, y una mañana al despertar para emprender nueva jornada encontraron que el indio había desaparecido. Hallábanse en medio de un desierto sin agua, sin atinar a orientarse del rumbo a que quedaban las colonias, y después de padecimientos inauditos, llegaron tristes y mohínos a San Juan los chasqueados, habiendo perecido de sed y de hambre quince de entre ellos y ¡cosa singular! La tradición de este suceso vive hasta hoy entre nosotros, y no se pasan diez años en San Juan, sin que se organicen expediciones en busca de montones de oro, que están por ahí sin descubrirse, y que intentaron los antiguos en vano, habiéndose concluido los víveres, o fugándoseles el indio baqueano, en el momento en que habían encontrado una de la señas dadas por el derrotero. Como fue la preocupación de los conquistadores, hallar por todas partes oro tan abundante como en el Perú y en México, la poesía colonial, los mitos populares están reconcentrados en toda América en leyendas manuscritas que se llaman Derroteros. El poseedor de uno de estos itinerarios misteriosos lo cela y guarda con ahínco, esperando un día tentar la peregrinación prelada de incertidumbre y peligros, pero rica de esperanzas de un hallazgo fabuloso. Hay tres o cuatro de estos en San Juan, siendo el más popular el de las Casas Blancas, en el que después de vencidas dificultades infinitas, a las que solo faltan para ser verdaderos cuentos árabes, espantables dragones y gigantes descomunales que cierren el paso, y sea fuerza vencer, ha de encontrarse terminado el ascenso de una elevadísima y escarpada montaña, las suspiradas Casas Blancas, de cuya techumbre cuelgan en pescuezos de guanacos, sacos de oro en pepitas que dizque dejaron allí escondidos los antiguos; habiéndose caído y derramado muchos, dice el derrotero, a causa de haberse podrido el cuero de los susodichos pescuezos. Me figuro a los primeros colonos de San Juan, en corto número en los primeros años, careciendo de todas las comodidades de la vida, bajo un cielo abrasador, y establecidos sobre un suelo árido y rebelde, que no da fruto si no se lo arranca el arado, descontentos de su pobre conquista, ellos que habían visto los tesoros acumulados por los Incas, inquietos por ir delante, y descubrir esa tierra inmensa que deja, desde las faldas orientales de los Andes, presumir un horizonte sin límites. Las indicaciones dudosas de algún huarpe, acaso de las minas de Gualilan o de la Carolina, reunían en corrillos a los conquistadores condenados a abrir acequias para regar la tierra con aquellas manos avezadas solo a manejar el mosquete y la lanza. ¡Labradores en América! Valiera más no haber dejado la alegre Andalucía, sus olivares inmensos y sus viñedos. La ubicación de la mayor parte de las ciudades americanas está revelando aquella preocupación dominante de los espíritus. Todas aquellas son escalas para facilitar el tránsito a los países de oro; pocas están en las costasen situaciones favorables al comercio. La agricultura se desarrolló bajo el tardío impulso de la necesidad y del desengaño, y los frutos no hallaron salida desde los rincones lejanos de los puertos, donde estaban las ciudades.

Los huarpes

Grande y numerosa era sin duda la nación de los huarpes que habitó los valles de Tulun, Mogna, Jachal y las Llanuras de Guanacache. La tierra estaba en el momento de la Conquista «muy poblada de naturales» dice la probanza.

El historiador Ovalle, que visitó el Cuyo sesenta años después, habla de una gramática y de un libro de oraciones cristianas en el idioma huarpe, de que no quedan entre nosotros más vestigios que los nombres citados, y Puyuta, nombre de un barrio, y Angaco, Vicuña, Villicun, Guanacache, y otros pocos. ¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si solo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes. ¡Ay de vosotros colonos españoles rezagados! Menos tiempo se necesita para que hayáis descendido de provincia confederada, a aldea, de aldea a pago, de pago a bosque inhabitado. Teníais ricos antes como don Pedro Carril, que poseía tierras desde la calle honda hasta el Pie-de-Palo. ¡Ahora son pobres todos!. Sabios como el abate don Manuel Morales, que escribió la historia de su patria y las observaciones, sobre la cordillera y las llanuras de Cuyo; teólogos como fray Miguel Albarracín, políticos como Laprida presidente del Congreso de Tucumán, gobernantes como Ignacio de la Rosa y Salvador María del Carril. Hoy no tenéis ya ni escuelas siquiera, y el nivel de la barbarie lo pasean a su altura los mismos que os gobiernan. De la ignorancia general, hay otro paso, la pobreza de todos, y ya lo habéis dado. El paso que sigue es la oscuridad, y desaparecen enseguida los pueblos sin que se sepa a dónde ni cuando se fueron.

Los huarpes tenían ciudades. Consérvanse sus ruinas en los valles de la cordillera. Cerca de Calingasta en una llanura espaciosa subsisten más de quinientas casas de forma circular, con atrios hacia el Oriente todas, diseminadas en desorden y figurando en su planta, trompas, de aquellas que nuestros campesinos tocan haciendo vibrar con el dedo una lengüeta de acero. En Zonda en el cerro Blanco hay las piedras pintadas, vestigios rudos de ensayos en las bellas artes; perfiles de huanacos y otros animales, plantas humanas talladas en la piedra, cual si se hubiese estampado el rastro sobre arcilla blanca. Los médanos y promontorios de tierra suelen dejar escapar de sus flancos, pintadas cántaras de barro, llenas de maíz carbonizado que las viejas sirvientes creen que es oro, encantado para burlar la codicia de los blancos. Esto no estorba que en la ciudad Huarpe de Calingasta se encontrasen dos platos toscos de oro macizo que sirvieron largo tiempo de pasar fuego por lo bonitos, hasta que un pasajero dio un peso por cada uno de ellos, y los vendió después en Santiago a don Diego Barros, al fiel de la balanza.

Vivían aquellos pueblos de la pesca en las lagunas de Guanacache, en cuyas orillas permanecen aún reunidos y sin mezclarse sus descendientes los Laguneros; de la siembra del maíz sin duda en Tulun, hoy San Juan, según lo deja sospechar un canal borrado pero discernible aunque sale desde el Albardón, y puede llevar hasta Causete las aguas del Río. Últimamente hacia las cordilleras se alimentaban de la caza de las vicuñas, que pacen en manadas a gramilla de los faldeos. Hasta hoy se conservan tradicionalmente las leyes y formalidades de la gran cacería nacional que practicaban los huarpes todos los años. Nada se ha alterado en las costumbres huarpes sino la introducción del caballo. «Un corregidor y capitán general que fue de la provincia de Cuyo, dice el padre Ovalle, me contó que luego que los indios huarpes reconocen a los venados (vicuñas) se les acercan, y van en su seguimiento a pie a un medio trote, llevándolos siempre a una vista, sin dejarles parar ni comer, hasta que dentro de uno o dos días se vienen a cansar y rendir, de manera que con facilidad llegan y los cogen y vuelven cargados con la presa, a su casa, donde hacen fiesta con sus familias... haciendo blandos y suaves pellones de los cueros, los cuales son muy calientes y regalados en el invierno.»

En los primeros meses de primavera, cuando las vicuñas se preparan a internarse en las cordilleras, humedecidas y fertilizadas por el agua de los deshielos, córrese la voz en Jachal, Guandacol, Calingasta y demás parajes habitados, señalando el día y el lugar donde ha de hacerse la reunión para la grande cacería de las vicuñas. Los jóvenes y mocetones acuden presurosos, trayendo consigo sus mejores caballos que han estado de antemano preparando, para aquella fiesta en que han de lucirse y quedar pagados en reses muertas la destreza del jinete, lo certero del pulso para lanzar las bolas, y la seguridad y ligereza del caballo. El día designado vénse llegar a una espaciosa llanura los grupos de jinetes, los cuales reunidos a caballo, tienen consejo, para nombrar el juez de la caza, que es lo que es el indio más experimentado, y trazar el plan de las operaciones. A su orden se divide su dócil y sumisa comitiva en los grupos que él dispone, los cuales se separan en direcciones diversas, cuales a cerrar el boquete de una quebrada, cuales a manguear las manadas de vicuñas hacia la parte del llano donde debe hacerse la correría. Dos días después los polvos que levantan los fugitivos rebaños, indican la aproximación del momento tan deseado. Los cazadores toman distancias, y cuatro pares de libes, ligeros cuanto basta para bolear vicuñas, empiezan con gracia y destreza infinita a voltejear a un tiempo en torno de las cabezas de los jinetes. Huyen las vicuñas despavoridas, sueltan a escape los caballos, sin aflojarse la rienda, por temor de las rodadas que son mortales a veces, pero que el gaucho indio evita aunque cuente de seguro salir parado, por temor de quedarse atrás; y cuando los más bien montados han logrado ponerse a tiro, cuatro pares de bolas reemplazan a la carrera del caballo las que ya fueron empleadas, y el cazador diestro puede asegurar así diez, quince y aún más vicuñas en la correría. Si la provisión de bolas se ha agotado, salta listo a tierra, ultima su presa, desembaraza los libes, y saltando de nuevo sobre el enardecido redomón, se lanza tras la nube de polvo, los gritos de los cazadores y los relinchos de los caballos, hasta lograr si puede tomar posiciones. Suele ocurrir una o dos desgracias por las caídas; vuelven los cazadores a reunir sus reses, que cada uno reconoce por las bolas que las amarran; y si acaece alguna disputa, lo que es raro, pues es inviolable la propiedad de cada uno, el juez de la caza la dirime sin apelación. Vuelven los grupos a dispersarse en dirección a sus pagos; las mujeres aguardan con ansia los cueros de vicuñas cuya lana sedosa están viendo ya en ponchos de listas matizadas, sin contar con la sabrosa carne que va a llenar la despensa, cuidado primordial de toda ama de casa. Los chicuelos hacen mil fiestas a un cervatillo de vicuña que cayó el primero en poder de los cazadores, y los alegres mocetones cuentan en interminable historia todos los accidentes de la caza y las rodadas que dieron y las paradas.

Otra costumbre huarpe sobrevive, hija de la antigua y fatigosa caza a pie. Repetiré lo que observó el historiador Ovalle en su tiempo, y ahórrame el lector entendido el trabajo de explicárselo. «No dejaré de decir, una singularísima gracia que Dios dio a estos indios, y es un particularísimo instante para instinto para rastrear lo perdido o hurtado. Contaré un caso que pasó en la ciudad de Santiago (Chile) a vista de muchos. Habiendo faltado a cierta persona unos naranjos de su huerta llamó a un Huarpe, el cual le llevó de una parte a otra, por esta y la otra calle, torciendo esta esquina, y volviendo a pasar por aquella, hasta que últimamente dio con él en una casa, y hallando la puerta le dijo: toca y entra, que ahí están tus naranjos. Hízolo así, y halló sus naranjos. De estas cosas hacen todos los días muchas de grande admiración, siguiendo con gran seguridad el rastro, ora sea por piedras lisas, ora por hierbas o por el agua.

¡Ilustre Calibar, no habéis degenerado un ápice de tus abuelos! El célebre rastreador sanjuanino, después de haber hecho con su ciencia devolver a muchos lo hurtado, y dejando salir de las cárceles los presos, como sucedió con mi primo M. Morales, sin acertar a cortarle el rastro, que había prometido no hallar, se ha retirado a morir a Mogna, morada de su tribu, dejando a sus hijos la gloria de su nombre; gloria que ha llegado a Europa, de folletín en Revista, copiando el parágrafo del Rastreador de Civilización y Barbarie, dejando Calibar más duradero recuerdo en Europa que las barbaridades de Facundo, el blanco perverso e indigno de memoria.

¿Habéis visto por ventura unas canastillas de formas variadas que contienen los útiles de costura de nuestras niñas, cerradas de boca a veces a guisa de cabeza de cebolla, o bien abiertas por el contrario como campana, con bordes brillantes y curiosamente rematados, salpicadas de motas de lana de diversos colores? Estas canastillas son restos que aún quedan en Las Lagunas de la industria de los huarpes. Servíanse en tiempo de Ovalle de ellas, como vasos para beber agua, tan tupido es el tejido de una paja lustrosa, amarilla, y suave que crece a orillas de las Lagunas de Huanacache. ¡Pobres lagunas, destinadas a servir mejor que las de Venecia a poner en contacto sus lejanas riberas, llevando y trayendo en barquillas de vela latina aun goletas los productos de la industria y los frutos de la tierra! El huarpe todavía hace flotar su balsa de totora, para echar sus redes a las regaladas truchas; el blanco embrutecido por el uso del caballo, desfila por el lado de los lagos con sus mulas, cargadas como las del contrabandista español; y si vais a hablarle de canales y de vapores como en los Estados Unidos, ¡se os ríe, contento de sí mismo y creyendo que vos sois el necio, y el desacordado! y sin embargo, en Pie-de-Palo está el carbón de piedra, en Mendoza el hierro, y entre ambos extremos mécese la superficie tranquila de las sinuosas Lagunas, que el zabullidor risa con sus patas por desaburrirse. Todo está allí, menos el genio del hombre, menos la inteligencia y la libertad. ¡Los blancos se vuelven huarpes, y es ya grande título para la consideración pública saber tirar las bolas, llevar chiripá, o rastrear una mula!

La idea que el jesuita Ovalle echaba a rodar, en los reinos españoles, sobre las bendiciones del suelo privilegiado de San Juan, es todavía doscientos años después un clamor sin ecos, un deseo estéril... «no hay duda que si comienza a acudir gente de afuera, aquella tierra será una de las más ricas de las Indias, porque su grande fertilidad y grosedad no necesita de otra cosa que de gente que la labre, y gaste la grande abundancia de sus frutos y cosechas». ¡Pobre patria mía! ¡Estáis en guerra por el contrario para rechazar a las gentes de afuera que acudieran; y arrojáis además de tu seno, a aquellos de tus hijos que os aconsejan bien!

Los hijos. Jofré

¿De dónde descienden los hombres que vemos brillar en nuestra época, en ministerios, presidencias cámaras, cátedras y prensa? De la masa de la humanidad. ¿Adónde se encontrarán sus hijos más tarde? En el ancho seno del pueblo. He aquí la primera y la última página de la vida de cada uno de nuestros contemporáneos. Aquellas antiguas castas privilegiadas que atravesaban siglos, contando el número de sus antepasados, aquel hombre inmortal que se llamaba Osuna, Joinville u Orleáns, ha desaparecido ya por fortuna. ¡Cuánto ha debido depurarse la masa humana, para arribar a sacar de su seno, los candidatos que han de llamarse Pitt, Washington, Arago, Franklin, Lamartine, Dumas, ser nobles de su país y aun reyes de la tierra, sin que su elevación haya costado un gemido! Las antiguas familias coloniales han desaparecido en la República Argentina; en Chile se agarran todavía de la tierra y resisten al nivel del olvido, que quiere pasar por ellas.

Luminoso rastro de sus proezas y valimiento había dejado el capitán Juan Jofré en la conquista e historia civil de Chile. En 1556 el cabildo de Santiago, sabedor del plan de un levantamiento general de indios que había urdido Lautaro, ordena a Juan Jofré, entrar con treinta soldados a la tierra de los Promaucaes y acudir con sus lanzas donde quiera que el incendio estalle; habiendo el capitán logrado el objeto y dado tiempo a precaverse y prepararse para más decisiva jornada.

Mucha fama y peso debió darle esta proeza, pues que el 9 de julio del mismo año, decretando el cabildo de Santiago, fuese fiesta solemne, como patrón de la capital, nombró alférez real a Juan Jofré, con encargo de presentar en el día del santo el real estandarte en que salieron bordadas de oro las armas de la ciudad, y en su cima las armas del apóstol a caballo; cuya ceremonia quedó desempeñada el 24 del mismo mes, diciendo los alcaldes desde una ventana al alférez que estaba en la calle. «Este estandarte entregamos a Vuesa Merced, señor alférez de esta ciudad de Santiago del Nuevo extremo, en nombre de Dios y de S. M. nuestro rey y señor natural, y de esta ciudad y del cabildo, justicia y regimiento de ella, para que con él sirváis a S. M. todas las veces que se ofreciere; y el dicho capitán Jofré dijo que así lo recibía y prometía de hacerlo y de lo cumplir, y lo recibió a caballo, y se fueron todos juntos con otros caballeros, acompañándolo a la iglesia mayor, a donde oyeron vísperas, y después de acabadas tornaron a cabalgar y anduvieron por las calles de esta ciudad hasta que volvieron a la casa de este capitán a donde se quedó el estandarte.» Cuál fuese su influencia y valimiento en los complicados negocios de aquella época puede traslucirse del hecho, de que siendo don Juan Jofré alcalde de Santiago en 1557, recibió orden de convocar el cabildo el 6 de mayo, ante quien fueron presentados los poderes y despachos de don García Hurtado de Mendoza, quien después de reconocido en la autoridad de justicia mayor, puso en su empleo de alcalde a Diego Araya, no sin quejas de injusticia hacia Jofré que fue depuesto.

Yo alcancé al último descendiente de don Juan Jofré fundador de San Juan. Era don Javier un grueso y ostentoso señor, digno representante en 1820 de su ilustre abuelo. Su casa está contigua al consistorio municipal como es general en las colonias, en que la cárcel y el gobernador ocupaban el mismo frente de la plaza de armas. La Revolución de la independencia lo halló vivo, y se dieron un abrazo; haciendo él la inauguración solemne de la nueva época, en su salón, espacioso, decorado de molduras de estuco de gusto delicado, obra de arquitectos de mérito que solían penetrar a las colonias, y aun producirse entre los jesuitas. Este salón a que daban solemnidad colgaduras de damasco pendientes de perchas doradas, sirvió de sala para la inauguración de la representación provincial. Sus sillas de nogal y sus sofás de terciopelo carmesí, han servido hasta ahora poco en todas las grandes solemnidades políticas, degradados ya y hechos trizas por la incuria gubernativa. El mismo salón sirve hoy de sala de villar, después de haber sido consagrado a funciones de teatro. Un álamo robusto se alzaba en el límite norte de su espacioso solar, que el hacha de la codicia no habrá respetado quizá. Era el padre de esos millones de álamos que hacen barata y fácil la construcción civil; era el primer emigrante de su especie que se estableció en San Juan. A diez cuadras de la plaza hacia el occidente se levanta unir aguja o pirámide, que hoy eleva su punta truncada en medio de un erial desapacible. Dos veces la he visto por las tardes rodeada de dos o tres vacas que iban a buscar abrigo bajo su sombra contra los rigores del Sol. La pirámide aquella es la tumba de la revolución, muerta en la infancia; ruina ya a los treinta años de erigida. También señala la propiedad de don Javier Jofré y su patriotismo. De noche, cuando el aire reseco, tostado, se anda azotando por el rostro que baña, sin refrescarlo, en el verano, mi madre en 1816, iba con nosotros niños aun a pasearse en las alamedas en cuyo centro estaba la pirámide. Partían de allí dos diagonales a los extremos de un cuadrado, flanqueado de lindas alamedas, a cuyos, pies corrían líneas de lirios blancos y de rosas encarnadas. Cuatro pilastras, a guisa de basamentos de estatuas señalaban los cuatros ángulos, y no sé qué idea confusa recuerdo de laberinto de callejuelas y círculos en varias direcciones. Viénenme aún las ráfagas de aire fresco y perfumado, y diviso grupos de faroles que arrojaban su luz por entre el follaje de los árboles. Construyó la pirámide el ingeniero español Días, del que quedan tan chuscos recuerdos en la historia de la guerra de la independencia, y debía conmemorar la expedición del ejército libertador a Chile.

En 1839 uno de los herederos de don Javier Jofré reclamaba el terreno en que había estado el paseo público, por haber faltado la condición y el objeto con que fue donado, y no encontrando objeción de parte del gobierno, el interesado preguntaba en mi presencia al ministro ¿y el Piráme señor?... Quería decirle ¿qué hacemos con aquel monumento?; a lo que el ministro contestaba con una bondad infinita. «¡En cuanto al piráme, puede usted echarlo abajo!...»

¡Yo lo he oído! ¡Pocos días después escribí en el Zonda un artículo titulado La pirámide, primera vez que las fantásticas ficciones de la imaginación me sirvieron para encubrir la indignación de mi corazón! No la han destruido todavía los bárbaros; se necesita comenzar por la cúspide y no sabrían armar un andamio.

Mallea

Las familias españolas venidas posteriormente a establecerse a San Juan se vengaron del hijodalgo Mallea, en los hijos de la india, reina de Angaco. ¡Decíanles mulatos! y yo los he alcanzado luchando todavía contra esta calumnia que se trasmitió de padres a hijos. Mi madre, que no sabe que don Eugenio de Mallea servía a sus expensas con sus propias armas y caballos, me cuenta que don Luciano Mallea, a quien decían tío Luciano Mallea, era muy conocedor en genealogías, y sostenía que eran ellos mestizos de pura y noble sangre. Fue aquel viejo el tipo de la colonia española, especie de patriarca pobre y severo, sentencioso en sus palabras, y además poeta, que tenía un adagio o un verso para cada ocurrencia de la vida. Los pueblos que no piensan viven de la tradición moral; y el libro de Los Proverbios anda desparramado entre los ancianos. Así decía con tono modulado el viejo Mallea, a los jóvenes novios.

Cásate y tendrás mujer

Si es bonita que celar,

Si es fea que aborrecer,

Si es rica que obedecer,

Si es pobre a quien mantener.

Cásate y tendrás mujer.

Cuando oía palabras descompuestas en boca de persona respetable increpándolo, decía con sorna: «No se ve el moco, sino de donde cuelga». Lo cual me trae a la memoria el haber visto a un personaje respetable de Chile hacer un gesto de asco al leer en una nota oficial estas palabras, asqueroso, infame, vil. Este no veía el moco sino de donde colgaba.

Otra rama de Mallea se debió establecer en Mendoza, pues el padre de don Alejo Mallea, hoy gobernador de aquella provincia, era su descendiente y se llamaba como él Juan Eugenio. En fin, los actuales representantes del alférez real entraron en nuestra familia por doña Ángela Salcedo, esposa de don Domingo Soriano Sarmiento y don Fermín Mallea marido de doña Mercedes. Doria Ángela, viuda, me encargó de los negocios de su marido y de la primera educación de su hijo. Una esclava suya alzada la denunció en mi ausencia por unitaria, prueba de ello que tenía en un agujero escondidas unas cuantas talegas de plata. Acudió la policía y el ministro de gobierno a verificar el hecho, y los primeros funcionarios del estado federalizado, atraídos irresistiblemente, seducidos por aquellos pesos fuertes... se llenaban los bolsillos en presencia de la inocente víctima de aquel salteo. Facundo, el ladrón de pueblos, tuvo asco esta vez de los suyos, y Benavides quince años después ha pagado parte del robo, por un movimiento de pudor que le honra.

Don Fermín Mallea, a quien aludo en mis Viajes con motivo de las ruinas de Pompeya, tuvo el fin más desdichado. Su muerte acaecida en 1848, la deben los tribunales de justicia, y un día han de pagarla en la ignominia de sus hijos, los jueces, escribanos, partidores que fueron de ello causa. En ellos, en la común ignorancia, en la torpeza de los jueces, en las pasiones desenfrenadas que azuza en lugar de contener un sistema de iniquidad que trae escrito, ya en la frente el crimen, encabezando todos sus actos con el sacramental ¡MUERAN!...; que al lanzar el decreto deja escapar como la baba del leproso, la injuria salvaje, inmundo, malvado. ¡Ah! ¡La pagaréis en vuestros hijos, pueblos inmorales, víctimas degradadas que os hacéis cómplices del vicio que desciende de lo alto! Era mi tío Fermín de carácter áspero y de condición dura. Harto me lo hizo sentir en mi juventud; pero estas genialidades no alcanzaban a empañar algunas dotes de corazón, muy laudables. Creó a su lado un dependiente, Oro de apellido, que era la dulzura por excelencia, y tan honrado y laborioso, que Mallea en recompensa hubo de asociarlo en su negocio de tienda que ambos a dos manejaban. Discurrieron los años, los negocios marchaban, Mallea distraía fondos para sus necesidades, y jamás una sola nubecilla turbó la armonía que resultaba de la extrema oposición de sus caracteres. Un día hubieron de balancear el negocio, y resultó que todo él pertenecía por cuenta de utilidades al dependiente. Mallea se mesaba los cabellos, echaba pestes, y negaba la evidencia; pero las cifras estaban ahí, matadoras, inflexibles. Él había sacado en diez años tanto, y el joven no había tocado nada y aquí de la tenacidad de Mallea. Del balance se pasó al contador, del contador a los jueces, y a los escritos, y de allí a la exasperación, las alcaldadas y el pleito interminable. La naturaleza suave y amorosa de Oro no pudo resistir a tan dura prueba. Amaba entrañablemente a Mallea, y aquella tierna planta empezó a doblarse sobre su tallo marchito; a la hipocondría del ánimo se sucedió la postración física, y a la enfermedad, la muerte; porque el triste murió de pena, de ver la injusticia que le hacía su patrón y protector. ¡Los médicos abrieron su cadáver y aseguran que le hallaron el corazón seco!