MUSICALIA SCHERZO
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PABLO QUEIPO DE LLANO
EL FUROR DEL PRETE ROSSO
La música instrumental de Antonio Vivaldi
MUSICALIA SCHERZO 4
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Javier Alfaya
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ISBN: 978-84-9114-311-6
Prefacio
Introducción
Colecciones de obras publicadas
Obras no publicadas
Catálogo de obras de Antonio Vivaldi
Apéndice
Ilustraciones
Bibliografía
A la memoria de mi padre, a mi madre,
a Elena y, sobre todo, a Raquel
Al margen de algún que otro relato novelesco inspirado en la peripecia vital de nuestro compositor, caso del delicioso Concierto Barroco de Alejo Carpentier, este es el primer libro en lengua castellana dedicado a la música de Antonio Lucio Vivaldi (Venecia, 4 de marzo de 1678-Viena, 28 de julio de 1741). Habida cuenta de que tampoco abundan traducciones al español de la floreciente literatura vivaldiana –especialmente en inglés e italiano–, este volumen se antoja novedoso –al menos en el capítulo lingüístico– para la no pequeña comunidad de vivaldianos hispanoparlantes. El libro que el lector tiene en sus manos no pretende ser un análisis científico o musicológico de la colosal obra instrumental de Vivaldi, sino más bien un estudio detallado que ayude a conocer en cierta profundidad la inmortal obra instrumental del Prete Rosso. Para ello se ha prestado una atención pormenorizada a todos los géneros instrumentales cultivados por Vivaldi, desde la música de cámara a la obra concertante y sinfónica, de la sonata al concierto, de las obras publicadas a las páginas manuscritas, de las piezas más famosas a las páginas menos frecuentadas, un legado tan imponente como fascinante que aún hoy, y pese a estar enteramente publicado en ediciones modernas, no ha sido ni difundido ni siquiera interpretado en su integridad: ya casi vencido el primer lustro del siglo XXI, todavía son muchas las páginas vivaldianas –entre ellas, sin duda, varios capolovari – que aguardan una primera grabación discográfica o incluso una pionera interpretación pública. Pese a estar dedicado a la música instrumental, el presente volumen no pierde de vista, naturalmente, la igualmente extraordinaria (por cantidad y calidad) obra vocal vivaldiana, tanto sacra como profana, cuya referencia resulta de todo punto obligada e imprescindible para un conocimiento pleno del inmortal legado instrumental del compositor veneciado. El texto presta también especial atención al célebre «autoprestamismo» del Prete Rosso, y revela de hecho algunas conexiones temáticas hasta ahora inéditas, concernientes tanto a la música estrumental como a la vocal.
Son muchos, naturalmente, los agradecimientos que e autor debe expresar a la hora de concluir este libro; debo gratitud al historiador Manuel Martín Galán, por su permanente apoyo y ayuda; a Arturo Reverter, por su paciente confianza en el proyector; al inolvidable Gian Castelli, por su generosa colaboración discográfica; a Francesco Ruiz Ilundáin, por sus ayudas con el italiano; al genial laudista Ivano Zanenghi, por su fenomenal aliento veneciano; a Riccardo Minasi y Valerio Losito, ambos diestros violinistas vivaldianos, por sus amables ayudas con los discos y autógrafos vivaldianos; al eminente director, flautista y musicólogo vivaldiano Federico Maria Sardelli, por su precisa información sobre los últimos números del catálogo vivaldiano; a Javier Alfaya, director de la colección Scherzo Musicalia, por su atenta disposición. Pero sobre todo debo agradecer desde lo más profundo del corazón la inconmensurable, paciente e incondicional colaboración y comprensión de Raquel Capellas, la dedicataria de este libro. Sus páginas, sin ella, no habrían sido nunca escritas.
Pablo Queipo de Llano Ocaña
Madrid, septiembre de 2005
Desde su clamoroso redescubrimiento mediada la pasada centuria, la figura de Antonio Vivaldi no ha hecho sino ganar adeptos, provocar estudios, protagonizar ciclos de conciertos, propiciar ingentes grabaciones discográficas, suscitar, en suma, una creciente, justificada fascinación que aún hoy, recién comenzado el siglo XXI, parece estar lejos de su techo. Tras un largo período inicial de cautelas y prejuicios –en buena medida derivados de la propia historiografía dieciochesca-, la dimensión de la obra vivaldiana –compleja y poliédrica como pocas– parece por fin estar siendo reconocida en su integridad merced al lento, laborioso proceso de recuperación, comprensión e interpretación de sus páginas. Han hecho falta, efectivamente, largas décadas de trabajo –musicológico, editorial e interpretativo– para que Vivaldi dejara de ser únicamente reconocido como el autor de Le Quattro Stagioni y algún que otro concierto más, una visión pacata y pretendidamente caricaturesca que, en el colmo de la reductio ad absurdum, encontró en la infausta boutade de Stravinsky –«Vivaldi no compuso 500 conciertos, sino 500 veces el mismo concierto»– la expresión más indocumentada. La estulticia de tales juicios – alegremente apadrinados por mediocres cronistas del siglo XX– venía, ya de raíz, simplemente certificada, pues Le Quattro Stagioni – irónicamente empleadas como base de los clichés antivivaldianos– son un soberbio, extraordinario capolavoro que, más allá de sus fascinantes e inmediatas bellezas, constituye la cumbre insuperada de la música programática del Settecento y una de las más altas cimas de la música dramática de todos los tiempos. A la luz de la edición completa y del estudio detallado de la obra instrumental vivaldiana, una verdad irrefutable emerge ante cualquier melómano que se precie de serlo: el Prete Rosso no fue sólo uno de los compositores más prestigiosos e influyentes de su generación, un formidable maestro del Barroco Italiano, sino que fue ante todo un genio vanguardista y visionario que, trascendiendo todos los cánones compositivos de su tiempo, renovó el lenguaje Barroco –a partir del pulcro modelo corelliano– para dotarlo de una exuberancia, de una poesía y de una pulsión dramática sin parangón entre sus contemporáneos. Así, la obra vivaldiana –el paradigma por excelencia del Barroco veneciano– constituye un hito crucial en la historia de la música del XVIII; por un lado, señala la culminación de los presupuestos artísticos del último Barroco, es decir, de la cultura de la meraviglia iluminista1, mientras que por otro precursa y anticipa de forma visionaria los movimientos musicales posteriores merced a su inmensa, insospechada dimensión expresiva, cuya impronta marcó definitivamente la pura vanguardia de la Europa galante. De hecho, la colosal obra instrumental vivaldiana –decisivamente influida por las intensas experiencias melodramáticas del compositor– no solamente se antoja como el gran precedente del movimiento Sturm und Drang, sino que supone el inusitado, verdadero arranque del Romanticismo. Sin embargo, la importancia histórica de la música vivaldiana no radica únicamente en su revolucionaria originalidad expresiva, sino también en sus trascendentales, decisivas aportaciones a los diversos géneros y formas estructurales del Settecento: así, la definitiva codificación estructural del concierto barroco (con el ritornello como emblema), el desarrollo superior de las formas tradicionales barrocas, el precurso de la sinfonía clásica, la introducción concertante de la práctica totalidad de los instrumentos barrocos o el cultivo a gran escala de la música orquestal programática son hallazgos señeros en la Historia de la Música que, indudablemente, deben su paternidad a Vivaldi.
VIVALDI Y SU ÉPOCA
Al igual que en el siglo XX, el reconocimiento de la obra vivaldiana en vida del compositor no fue unánime. Por un lado, la música juvenil del Prete Rosso, en apenas un lustro –entre 1711 y 1716, período que comprende la publicación de sus dos primeras colecciones de conciertos así como la reedición de sus dos primeras colecciones de sonatas–, se convirtió en el nuevo referente del repertorio instrumental centroeuropeo, cosechando un clamoroso éxito en el mercado editorial y ejerciendo una formidable influencia sobre la gran mayoría de los compositores europeos del primer Settecento, mientras que, por otro lado, el novedoso, en verdad revolucionario estilo vivaldiano fue censurado por los críticos y teóricos más conservadores. La colosal fortuna europea de la música vivaldiana se debió, indudablemente, a la rompedora producción concertística del compositor veneciano, cuyo debut en el género (materializado en el legendario Opus III L’estro armonico, doce conciertos para diversos instrumentos de cuerda publicados en Amsterdam en 1711) supuso una sensacional revolución que certificó definitivamente la superación del estilo corelliano, una ruptura que, por lo demás, ya había sido ampliamente precursada en las dos primeras colecciones de sonatas vivaldianas (Opp. I y II) publicadas originalmente en Venecia en 1705 y 1708. Ello comportó que el concierto solístico vivaldiano –caracterizado por la forma ritornello, opuesta en gran medida a los procedimientos tradicionales del Concerto grosso corelliano– se impusiera rápidamente (circa 1716, con la publicación del Opus IV La Stravaganza) como el modelo por excelencia de la música concertante del último Barroco. En Italia, sin embargo, de forma tan curiosa como significativa, el novedoso estilo vivaldiano tardó bastante más en imponerse en función de la gran tradición concertística –casi tres décadas desde la aparición primigenia del género en 1680 circa – que conocía la península transalpina: aquí, al contrario que en Centroeuropa (donde el concierto aún seguía siendo un género relativamente novedoso hacia 1710), las innovaciones vivaldianas fueron inicialmente acogidas con reservas, pues los compositores italianos, lógicamente, no estaban dispuestos a renunciar a sus tradicionales procedimientos concertísticos, de modo que tuvieron que pasar varios años (c. 1720) para que el modelo vivaldiano resultara finalmente establecido en tierras italianas, y ello pese a que ilustres antecesores de Vivaldi (como Torelli, Albinoni, Gregori, Valentini o los hermanos Taglietti) habían ya prefigurado, desde la década de 1690, el concierto solístico vivaldiano2. Junto con Italia, Inglaterra fue prácticamente el único lugar de Europa donde la música vivaldiana fue recibida con disparidad de opiniones: aunque los conciertos vivaldianos obtuvieron también un gran éxito en el mercado editorial inglés, la música de Vivaldi recibió ácidas críticas de los cronistas británicos de la época, fieles guardianes la ortodoxia corelliana. Ciertamente el furor concertisticus vivaldiano casaba mal con el severo racionalismo que preconizaban los eruditos críticos ingleses, que lógicamente encontraron en la música programática vivaldiana el blanco preferido para sus críticas e ironías. Además de la extravagancia expresiva, los aristarcos tradicionalistas censuraron la falta de procedimientos contrapuntísticos tradicionales en los conciertos vivaldianos publicados, una crítica que, a la par de injusta, evidenciaba un sumo desconocimiento de la obra del Prete Rosso3: aunque es cierto que el cultivo vivaldiano del contrapunto (en su guisa más rigurosa) se produjo en obras no publicadas (especialmente en los concerti ripieni y en la música sacra), las páginas que el compositor veneciano dio a la imprenta presentan por doquier una admirable consistencia contrapuntística, e incluso comprenden dos excelentes, magistrales fugas (Op. III n.º 11 RV 565 y Op. XII n.º 3 RV 124), al margen de otros notables ensayos de la escritura fugada (especialmente el Op. II). Ello fue puesto de manifiesto por William Hayes (profesor de música en Oxford), que en respuesta a una despectiva crítica de la obra vivaldiana publicada en 1752 por Charles Avison4, esgrimió la citada fuga del Op. III n.º 11 RV 565 para demostrar la solidez compositiva de Vivaldi y desmontar así las absurdas tesis de Avison5, aunque eso sí, convenía la «disposición volátil» de Vivaldi, ya que «había demasiado mercurio en su constitución», lo que llevaría al compositor, en opinión coincidente con la de Avison, a desviarse de la observancia compositiva6. La comprensión más positiva, a la par que racional, de la novedosa obra vivaldiana tuvo lugar en Alemania, donde el Prete Rosso encontró reputados admiradores que valoraron en su justa medida las extraordinarias aportaciones de la escritura vivaldiana. Así, compositores y teóricos alemanes de la talla de Mattheson, Walther, Heinichen, Quantz, Pisendel o Bach reconocieron en la música vivaldiana el adalid mismo de la vanguardia musical del Settecento, especialmente, claró está, en el campo del concierto, cuyo gran desarrollo en tierras alemanas se debió, en gran medida, a la enorme, crucial influencia de Vivaldi. Un testimonio harto revelador al respecto es el del compositor, flautista y teórico Johann Joachim Quantz (1697- 1773)7, que alabó expresamente «los maravillosos ritornellos de Vivaldi, que me han servido de excelentes modelos» a la par de reconocer la importancia capital del Prete Rosso en el desarrollo del género concertístico: «Vivaldi, después de Albinoni, llevó al concierto a un mayor grado de refinamiento formal... y como Corelli, obtiene una fama universal», si bien es cierto que el propio compositor alemán acabaría censurando el extravagante estilo tardío vivaldiano. No menos significativo es el destacado relieve que el asimismo compositor y teórico teutón Johann David Heinichen (1683-1729) concede, en su monumental tratado Der General-Bass in der Composition (Dresde, 1728), a un indeterminado «concierto del famoso Vivaldi», que de hecho viene señalado como el primer ejemplo conocido de una compleja, cromática modulación tonal conocida entre los teóricos de la época como anticipatio transitus per ellipsin. Un reciente estudio detallado de los tratados de armonía de Heinichen ha puesto de manifiesto8, efectivamente, que las formulaciones téoricas de este compositor alemán coinciden, prácticamente punto por punto, con muchas soluciones armónico-tonales que se encuentran frecuentemente en los conciertos de Vivaldi; lo mismo puede decirse de los correspondientes tratados comtemporáneos de Johann Mattheson (1681-1764)9 y Johann Gottfried Walther (1684-1748)10, que presentan igualmente impresionantes paralelismos y analogías con el revolucionario lenguaje armónico de Vivaldi, cuya obra instrumental, por lo demás, fue expresamente glosada y alabada por ambos teóricos11. Habida cuenta de que los conciertos vivaldianos conocieron una formidable difusión en Alemania (no sólo a través de las colecciones publicadas, sino también mediante una amplísima circulación de manuscritos), cabe inferir que la tratadística alemana de la primera mitad del XVIII se inspiró, en gran medida, en los audaces procedimientos armónico-tonales de Vivaldi, cuyas páginas documentan de modo irrefutable la verdadera vanguardia del moderno pensamiento armónico-tonal del Settecento12; todo parece indicar, en otras palabras, que Vivaldi ponía en práctica, por adelantado, aquello que los tratadistas germánicos enunciaban en teoría. Pero sin duda el testimonio más significativo de la reputación vivaldiana en Alemania es el ofrecido por Johann Sebastian Bach (1685-1750), cuya conocida admiración por el modelo concertístico vivaldiano –palmariamente explicada por Johann Nikolaus Forkel, el primer biógrafo bachiano13– viene elocuentemente certificada por las diez transcripciones (para teclado) de otros tantos conciertos vivaldianos (seis del Op. III, dos del Op. IV y dos del Opus VII) que el Kantor de Leipzig realizó aproximadamente entre 1711 y 1733. Como bien explica Forkel, el concierto vivaldiano fue un auténtico modelo de referencia para Bach, de lo cual da buena cuenta no sólo la música concertística bachiana – en especial los conciertos para violín BWV 1041 y BWV 1042, el concierto para dos violines BWV 1043 o los Conciertos de Brandemburgo BWV 1046-1051– sino también destacadas páginas camerísticas o teclísticas del compositor alemán –como la sonata para violín solo BWV 1001, la sonata para violín y clave BWV 1016, las sonatas para flauta travesera y clave BWV 1030 y BWV 1032 o, especialmente, il Concerto nach italienischem Gusto para clave solo BWV 971–, que demuestran cuán profunda fue la influencia y la asimilación del estilo vivaldiano en la obra instrumental bachiana.
LA OBRA INSTRUMENTAL Y EL LENGUAJE MUSICAL DE VIVALDI
Cuando se observa el catálogo de obras de Vivaldi, lo primero que llama la atención es su imponente enormidad. Como es bien conocido, la parte mayoritaria y emblemática de la producción musical vivaldiana está constituida por las páginas instrumentales, aunque, desde luego, no es menos impresionante la cantidad de obras vocales salidas de la pluma del Prete Rosso. La abrumadora generosidad del catálogo vivaldiano no es, en realidad, algo excepcional para la época –cuya generalizada abundancia creativa no deja de causar asombro entre los artistas e historiógrafos del siglo XXI–, pero sí lo es, desde luego, el insólito cultivo en la obra vivaldiana del género Concierto, una forma musical de la que el propio Vivaldi resulta indudablemente el máximo emblema de todos los tiempos. No en vano, el catálogo de obras vivaldianas registra, aproximadamente, algo más de 500 conciertos (para toda suerte de instrumentos), una cifra indudablemente insuperada no ya sólo en el panorama de la música barroca, sino, obviamente, en la Historia de la Música. Dentro del monumental corpus concertístico vivaldiano destaca, indudablemente, el estelar protagonismo del violín, que es el instrumento solista en cerca de 230 conciertos, al margen de otros muchos conciertos para dos o más solistas, donde asimismo ostenta un prominente relieve. Como es obvio, el hecho de que Vivaldi fuera un extraordinario virtuoso violinista resultó determinante para la hegémonica suerte del violín en el legado concertístico vivaldiano, que por lo demás, y como ya ha sido apuntado, emplea, en inopinada guisa solística, la práctica totalidad de los instrumentos barrocos, incluyendo algunos ciertamente infrecuentes o incluso desusados en el contexto concertístico del último Barroco, caso del fagot (solista en 39 conciertos), del violonchelo (27 conciertos), de la viola de amor (siete conciertos) o incluso de la mandolina, que aparece insospechademente somo solista, tanto en solitario como por duplicado, en un par de conciertos (RV 425 y RV 532). Un factor decisivo para el extraordinario florecimiento de la literatura concertística vivaldiana lo constituyó indudablemente el Ospedale della Pietà de Venecia –el hospicio de niñas huérfanas e ilegítimas en el que Vivaldi trabajó como maestro di violino durante casi toda su vida–, cuya célebre y virtuosísima orquesta femenina –que disponía de un magnífico y variado instrumentarium aún hoy documentado– supuso para el Prete Rosso un formidable y cotidiano laboratorio musical que, en gran medida, explica la suntuosa riqueza orgánica del repertorio instrumental vivaldiano. Además del descomunal cultivo del concierto, la obra vivaldiana ofrece, como es lógico, una exploración exhaustiva –con la única excepción del repertorio para violín solo, raramente cultivado en Italia– de los géneros y las formas tradicionales de la música instrumental italiana tardobarroca, tanto camerística como orquestal: así, el catálogo de obras vivaldianas registra más de noventa sonatas (entre sonatas para uno, dos o tres instrumentos y bajo continuo) a la par que presenta más de 60 conciertos y sinfonías (sin contar los correspondientes y numerosos ejemplos de sinfonie avanti l’opera) para orquesta de cuerda sin solista. Pero con independencia de su interés puramente orgánico, la obra vivaldiana, como ya se apuntaba, descuella entre sus contemporáneos por su revolucionaria fantasía expresiva: pese a ser uno de los más agudos y representativos epítomes del último Barroco, la música del Prete Rosso –aún en sus páginas más juveniles– atesora siempre una extraordinaria personalidad y una excepcional fuerza comunicativa que la distingue de las creaciones de sus coetáneos; una suerte de singularidad dramática y poética que se sitúa no ya sólo como la punta de lanza del Barroco tardío, sino como una de las manifestaciones más personales e inconfundibles de la Historia de la Música.
La soberbia originalidad del lenguaje vivaldiano se manifiesta de hecho en todos los parámetros musicales. Quizá sea la melodía el elemento más característico de la escritura del Prete Rosso, cuya genial facilidad melódica constituyó una auténtica constante a lo largo de toda su carrera. De entrada, las líneas melódicas vivaldianas, además de por su carácter generalmente pugnaz y ostinato, suelen distinguirse por un frecuente empleo de amplios intervalos, un procedimiento ciertamente tradicional de la música violinística italiana pero que, indudablemente, encuentra su máxima expresión en la obra vivaldiana; ello se manifiesta ante todo en la enorme incidencia de los intervalos compuestos (de más de una octava), cuyo generoso despliegue –que comporta efectos expresivos bien distintos de los intervalos simples correspondientes– se antoja realmente excepcional para la época. Más significativa es aún la presencia del cromatismo en la melodía vivaldiana, pues de hecho las inflexiones cromáticas de Vivaldi no encuentran parangón alguno entre sus contemporáneos. En efecto, el tradicional diatonismo del Barroco central y tardío –que encuentra su máximo exponente en las apolíneas melodías corellianas– resulta clamorosamente trascendido en la escritura vivaldiana, que viene frecuentemente sembrada de arduos intervalos melódicos – saltus duriusculus, según la terminología de los teóricos de la época– de naturaleza cromática –segunda aumentada, cuarta aumentada, quinta disminuida o séptima disminuida– dispuestos obviamente para enriquecer el caudal expresivo de la música; tan es así que Vivaldi, como ya se apuntaba, trasciende de hecho todos los cánones melódicos de la música del primer Settecento: ello es palmario, por ejemplo, en el audaz empleo de los tres tipos de escalas menores (natural, armónica y melódica), que pueden resultar cromáticamente contrastadas entre sí en frases prácticamente consecutivas: esto es lo que ocurre, por ejemplo, en la sección inicial del ritornello del Allegro que abre el concierto para violín en do menor Op. IX n.º 11 RV 198a, donde de forma reiterada se produce un sugestivo contraste entre la escala menor melódica y la escala menor natural, o en el ritornello del finale del concierto para flauta en do menor RV 441, que ofrece un punzante contraste entre la escala menor armónica –empleada cáusticamente en las secciones primera y última– y la escala menor natural, expuesta repetidamente –mediante fluentes imitaciones canónicas– en la sección intermedia; una conducta cromática de semejante audacia – con un descollante uso de la segunda aumentada– se encuentra asimismo en las secciones conclusivas de los respectivos ritornellos de los movimientos extremos del concierto para violonchelo en do menor RV 401, cuyo Adagio intermedio, por lo demás, ofrece en su ritornello un expresivo contraste entre la escala menor melódica y la escala menor armónica. Pero sin duda el verdadero summum del cromatismo vivaldiano sucede en el episodio Il pianto del villanello del Allegro non molto que abre el justamente célebre concierto para violín L’estate Op. VIII n.º 2 RV 315, un fascinante pasaje –que describe el llanto de un pastor ante una tormenta que se avecina– que constituye en sí mismo un auténtico capolavoro de la música dramática de todos los tiempos: Vivaldi ofrece aquí una insólita, tortuosa sustancia cromática (tanto melódica como armónica, incluyendo abrasivos contrastes entre la escala menor melódica y la escala menor armónica así como un admirable pasaje enarmónico) que trasciende todos los cánones compositivos no ya sólo del Barroco, sino de toda la música del Settecento e incluso del primer Romanticismo. Resulta harto significativo al respecto el hecho de que Vivaldi tolere normalmente la segunda aumentada como intervalo puramente melódico; este intervalo cromático, característico de la escala menor armónica ascendente (entre el sexto y el séptimo grado), ha sido tradicionalmente considerado «incantable», pero sin embargo aparece con inusitada frecuencia en las líneas melódicas de las obras vivaldianas en menor. El azaroso, en verdad revolucionario empleo de la segunda aumentada en la obra vivaldiana14 quizá encuentre su máximo exponente en el finale del concierto para violín en re menor RV 247, cuyo ritornello fugado se abre con un extravagante sujeto encabezado precisamente por una ardua, insospechada segunda aumentada. También muy habitual en las tonalidades menores es el uso del sugestivo acorde de sexta napolitana (es decir, la sopratónica rebajada sobre el cuarto grado) o el empleo del cuarto grado ascendido (es decir, una subdominante lidia), que en muchos casos resulta precedido por un tercer grado asimismo ascendido que evita así –reproduciendo el canon de la escala menor melódica– la segunda aumentada entre el tercer y cuarto grado de la escala. Al margen de estos procedimientos cromáticos ciertamente excepcionales, Vivaldi emplea con suma profusión, naturalmente, el cromatismo en su guisa más convencional. Ello viene documentado por el gran uso que Vivaldi hace de las sucesiones de semitonos por grados conjuntos – passus duriusculus, según los teóricos de la época–, cuya configuración más habitual es el tetracordo descendente cromatizado, que de hecho se empleaba en la época como símbolo inequívoco del lamento. Consecuentemente la presencia del tetracordo descendente cromatizado, tanto como bajo ostinato –a modo de lamento perpetuo – o como línea melódica superior, es ciertamente generosa en la obra vivaldiana, tanto en las páginas vocales –donde su aparición resulta muchas veces justificada– como en las instrumentales: seguramente la obra más descollante al respecto sea la soberbia doble fuga que pone fin a la Sinfonia al Santo Sepolcro para cuerda y bajo continuo en si menor RV 169, cuyo sujeto principal consiste en un lacerante, sinuoso tetracordo descendente cromatizado que viene punzantemente contrastado por un sujeto secundario de cromatismo ascendente.
A la par que la melodía, el otro elemento más característico de la música vivaldiana es indudablemente el ritmo. Pocos compositores en la historia han empleado el ritmo con tanta energía y vehemencia como la que aflora en la obra vivaldiana, cuya fenomenal pulsión vitalista, que duda cabe, se debe en gran medida al vigor rítmico. Como es natural en un compositor del primer Settecento, Vivaldi derrocha por doquier (especialmente en sus obras de juventud) los ritmos regulares y obstinados (con una especial devoción por las pautas anapésticas) propios de la retórica del último Barroco, pero sin embargo los contrasta, de forma excepcional, con incisivas síncopas y figuras con puntillo: de hecho, y según la observación del téorico Quantz, Vivaldi pasa por ser el creador y difusor del denominado ritmo lombardo (o alla zoppa), que se caracteriza precisamente por sugestivas figuras sincopadas y punteadas que asimismo se encuentran en la música folclórica de la Europa del Norte y del Este. Bien digno de mención, por lo demás, es el suntuoso proceso de refinamiento rítmico (a la par que melódico) que conoció la música vivaldiana a partir de la madurez del compositor y, especialmente, en las obras tardías: aquí, en palmaria comunión con el estilo galante, los ritmos insistentes y estereotipados resultan puntualmente administrados cuando no prácticamente abandonados en favor de una fluente escritura cantabile sembrada de gráciles figuras de tresillos y apoyaturas. Otra característica bien peculiar del ritmo vivaldiano – inequívocamente asociada al gran talento contrapuntístico del Prete Rosso– es la tendencia a emplear simultáneamente valores rítmicos muy contrastados, lo que permite al compositor ofrecer una fascinante caracterización individual de las líneas dentro de una misma textura, tal y como ocurre en muchas páginas programáticas.
No menos revolucionario es, como ya se apuntaba, el empleo vivaldiano de la armonía, que en no pocas ocasiones trasciende de manera vanguardista los usos habituales de sus contemporáneos barrocos: así, y a la par de una excepcional propensión al despliegue del acorde de séptima, presencias inusitadas (sin preparación, o por vía elíptica) de acordes de segunda, cuarta, séptima o novena –es decir, las disonancias habituales– se encuentran por doquier en las páginas vivaldianas, que en buena lógica –habida cuenta del extraordinario empleo del cromatismo melódico ya referido– vienen frecuentemente sembradas, además, de arduas armonías cromáticas –mediante el despliegue de acordes aumentados y disminuidos– de elocuente valor experimental y expresivo, algo que, por otra parte, entronca con la vieja tradición veneciana, caracterizada desde los albores del Seicento por sus extravagantes audacias armónicas. Uno de los ejemplos más imponentes de la arditezza armónica que atesora la música instrumental vivaldiana se encuentra en el Adagio molto que abre la referida Sinfonia al Santo Sepolcro en si menor RV 169, que en la mejor tradición barroca de las durezze e ligature15 ofrece una tortuosa armonía cromática –generada a partir de un denso constructo contrapuntístico repleto de retardos y suspensiones– que supone uno de los ensayos más vanguardistas y fascinantes en el campo de la armonía instrumental barroca. Se trata, en efecto, de un tipo de contrapunto cromático largamente cultivado por los compositores venecianos de la genereración precedente (como Marc’Antonio Ziani, Antonio Lotti o Antonio Caldara) que Vivaldi supo adoptar con enorme agudeza y profusión, tal y como asimismo prueban muchas obras corales (el Kyrie RV 587, el Gloria RV 588, el Credo RV 591 o el Magnificat RV 610, por ejemplo) y decenas de movimientos de conciertos, especialmente los tiempos lentos de los conciertos para cuerda sin solista: quizá el exponente más señero al respecto sea el Concerto madrigalesco en re menor RV 129, que viene a constituir una suerte de homenaje al stile antico (explícitamente referido mediante la alusión al Madrigal, el antiguo género de canciones polifónicas) materializado en cuatro severos movimientos de admirable concepción contrapuntística; digno de especial mención, en cuanto a armonía y contrapunto cromático se refiere, es el tortuoso Adagio inicial del Concerto madrigalesco, que es un fascinante ensayo de polifonía cromática –compuesto a base de un intrincado contrapunto no imitativo– que, no en vano, fue asimismo empleado por el Prete Rosso en tres de las obras sacras referidas –de forma especialmente intensiva en el movimiento inicial del Kyrie RV 587– e incluso, de manera insospechada, en el Largo del concierto para fagot RV 491.
A la par de su extraordinaria audacia, la característica esencial del pensamiento armónico vivaldiano –y en general de toda la música del Prete Rosso– es el empleo de la progresión como elemento primordial de la estructura compositiva, una cualidad ciertamente idiosincrática de la obra vivaldiana que ha sido frecuentemente criticada en tiempos modernos. En realidad el empleo sistemático de las progresiones armónicas no tiene nada de excepcional en el contexto de la época, pues de hecho se trata de uno de los factores fundamentales del lenguaje musical del último barroco que, consecuentemente, se encuentra de manera prácticamente infalible en todos los compositores del período, especialmente en los italianos. Lo que distingue a las progresiones vivaldianas es su carácter puramente dramático, que trasciende la mera funcionalidad estructural de la progresión –normalmente empleada como una secuencia coyuntural destinada a propiciar modulaciones tonales– para dotarla, en cambio, de un intrínseco valor musical y expresivo a menudo determinante; aunque el relieve expresivo de la progresión tampoco constituye ninguna originalidad –de hecho es una de las características más notables y extendidas del estilo italiano, pues no en vano las progresiones son un segmento eventualmente propicio para alcanzar la culminación lógica del discurso tonal–, sí lo es, desde luego, el modo en que Vivaldi exprime todo su potencial dramático: la franqueza, la magia emotiva, la fenomenal vehemencia dramática que despiden las progresiones vivaldianas no conoce parangón alguno en la historia de la música, ni siquiera entre sus contemporáneos venecianos más cercanos. La progresión es, en efecto, el alma mater de la música vivaldiana, un rasgo señero que, diseminado por doquier a lo largo y ancho de sus páginas, define en gran medida la cualidad teatral y obsesiva del pensamiento musical del Prete Rosso. Dada su omnipresencia como elemento ordinario del desarrollo musical y, al mismo tiempo, su estelar protagonismo en el clímax dramático de las obras, resulta ciertamente asombrosa la maestría con la que Vivaldi sabe administrar, diversificar o temperar su procedimiento fetiche. Así, son cientos, si no miles los ejemplos que –tanto en la música instrumental como en la vocal, ya sea en tempi rápidos o lentos– ilustran la versatilidad, funcional y expresiva, de la progresión vivaldiana. Pero al margen de su poliédrica diversidad, como ya se apuntaba, es la fascinación dramática la cualidad más extraordinaria de la progresión vivaldiana, cuyo sensacional magnetismo suele normalmente basarse en dos factores a menudo complementarios: la franqueza del procedimiento –es decir, la claridad meridiana de la propia secuencia armónica, sea ascendente o descendente– y la sofisticación eventual –muchas veces contrapuesta a la sencillez de otras progresiones vecinas– de la textura armónica y contrapuntística de la propia progresión. En cualquier caso, y en buena lógica, es precisamente la complicación de la textura, tanto armónica como contrapuntística, lo que finalmente determina el grado de interés musical de la progresión y, en consecuencia, su dimensión expresiva; en este sentido Vivaldi demuestra una consumada intuición teatral, pues sus progresiones más elaboradas suelen emerger, naturalmente, en los pasajes cruciales de los movimientos: coincidiendo con la modulación a tonalidad menor en una obra en mayor –es decir, en el clímax dramático de la página, tal y como modélicamente sucede en el finale fugado del concierto para violín RV 344–, en la sección intermedia (de prosecución) de un ritornello –que propicia un estelar retorno de la progresión en cuestión, como sucede en los ritornellos de los movimientos iniciales de los conciertos Op. III n.º 10 RV 580 o RV 386– o incluso, a modo de fuego de artificio, en medio de un episodio solístico de especial relieve, como en el caso de los movimientos iniciales de los conciertos para violín Op. XI n.º 1 RV 207 y RV 325, para oboe RV 447 o para violín y violonchelo RV 547. Uno de los procedimientos más deslumbrantes a la par que característicos de las progresiones vivaldianas más alambicadas es el descollante empleo de suspensiones descendentes –es decir, retardos o disonancias suspendidas, generalmente cadenas de cuartas y quintas formando séptimas con el bajo– en la parte alta o media de la textura orquestal –normalmente los segundos violines y las violas– mientras que el resto de las partes realizan figuraciones independientes de carácter libre, dialéctico o imitativo: con esta clase de artificio polifónico –que es proverbialmente vivaldiano, pues apenas se encuentra en el repertorio contemporáneo– el Prete Rosso consigue efectos verdaderamente memorables y sobrecogedores, de una intensidad –armónica, contrapuntística, emocional– en verdad insuperada en la historia de la música. Soberbios exponentes al respecto se encuentran, por ejemplo, en el finale fugado del concierto para dos violines RV 510 (RV 766), en los movimientos de los conciertos RV 386 y RV 580 ya referidos, en el Andante molto e quasi allegro que abre que abre el concierto para violín RV 257, en el finale del concierto para violonchelo RV 401, en los dos primeros movimientos del concierto para fagot RV 503, en el Allegro inicial de la overtura de Bajazet RV 703 o, dentro del repertorio vocal, en el sublime movimiento De torrente in via bibet del Dixit Dominus RV 594 o en la fascinante aria Se il cor guerriero (Acto I, escena 2) de la ópera Tito Manlio RV 738. A propósito de la proverbial predilección de Vivaldi por las suspensiones armónicas resulta asimismo bien digna de mención, sin duda, otra de sus soluciones favoritas al respecto: la disposición de largas notas pedales, generalmente en la línea del bajo sobre la dominante. Los pedales son, en efecto, una fenomenal fuente de tensión armónica que, de modo harto significativo, Vivaldi utiliza de manera poco menos que sistemática en sus fugas: el Allegro que abre el concerto a quattro en fa menor RV 143 pasa por ser, de hecho, la única fuga instrumental vivaldiana –al margen de los numerosos ritornelli fugados– que no contiene un largo pedal de dominante justo antes del cierre conclusivo en la tónica; la presencia de los pedales en el resto de las formas instrumentales, si bien más restringida y ocasional, no es menos significativa, especialmente en el campo del concierto solístico; así, son muchos los movimientos que ostentan un largo y cáustico pedal de dominante –a cargo del bajo e incluso de la viola– durante buena parte del último episodio que precede a la reexposición del ritornello en la tónica: admirables ejemplos de ello suceden en los movimientos iniciales de los conciertos para violín RV 237, Op. VII n.º 4 RV 354 y RV 243 así como en los finales del Op. VIII n.º 8 RV 332 y del Op. XI n.º 5 RV 202, mientras que fastuosos pedales de fuga se encuentran, por ejemplo, en el segundo Allegro del Op. III n.º 11 RV 565, en el movimiento que abre el concierto para cuerda RV 134 o en sendos finales de los concerti ripieni RV 152 y RV 153; un pedal del bajo sobre la dominante igualmente sobresaliente – si bien resuelto en una tonalidad diversa de la «tónica» esperada en virtud de la dinámica modulante de los movimientos en cuestión– se encuentra en los tiempos lentos intermedios –ambos destinados a la pura recreación del sueño– de L’autunno Op. VIII n.º 3 RV 293 y La notte RV 104/Op. X n.º 2 RV 439, que por lo demás suponen otro elocuente ejemplo de la fascinación expresiva de las suspensiones vivaldianas. Pero el empleo vivaldiano del pedal dista mucho, naturalmente, de ceñirse en exclusiva a la parte del bajo, donde su uso puede considerarse un procedimiento relativamente normal dentro de la música barroca: así, insospechadas apariciones de notas pedales en las partes superiores de la textura, incluso en los primeros violines orquestales, ilustran la extravagante dimensión expresiva que el pedal puede llegar a adquirir en la obra vivaldiana. El ejemplo más prominente al respecto se encuentra sin duda en el finale del concierto para violín en re mayor RV 217, cuyo ritornello (reutilizado con admirable sentido dramático en el aria Sempre penare que concluye la cantata Vengo a voi, luce adorate RV 682) viene enteramente presidido por una impenitente, ostinata nota pedal sincopada en la parte aguda de la textura a cargo de los segundos violines. Otros casos muy notables de pedales superiores (o notas suspendidas de efecto análogo) pueden escucharse en el finale de la overtura de L’Olimpiade RV 725, en el ritornello del finale del concierto para violín en sol menor RV 321, en las respectivas introducciones lentas del concierto para violín Op. IX n.º 5 RV 358 y del Concerto per la Solennità di S. Lorenzo RV 556 –en ambos casos con un sensacional efecto dramático–, en el Larghetto del Concerto con molti istromenti RV 576, en el justamente célebre Largo del concierto para laúd RV 93, en el Largo que abre el concierto La notte RV 104/Op. X n.º 2 RV 439 (donde los pedales conclusivos que efectúa el solista vienen subrayados por largos trinos) o incluso, aún sin un efecto netamente ostinato, en el finale de otra de las obras dedicadas a San Lorenzo, el concierto para violín RV 286. Naturalmente el pedal obtiene, además, un relieve ciertamente importante en las páginas vivaldianas melodramáticas y programáticas. En el campo de la música operística el ejemplo más descollante se halla indudablemente en el aria Nell’intimo del petto (Acto I, escena 7) de Farnace RV 711 –pues toda ella viene vertebrada por dramáticos pedales, sostenidos de forma tan audaz como inopinada por las dos trompas de caza que comparecen en el orgánico de la pieza–, mientras que en el repertorio programático la palma se la llevan dos de los movimientos conclusivos de Le Quattro Stagioni: el finale de La Primavera Op. VIII n.º 1 RV 269 –cuyos dilatados pedales evocan los bordones de la pastoril zanfoña– y, muy especialmente, el Allegro que pone fin a L’inverno Op. VIII n.º 4 RV 297, donde Vivaldi otorga un estelar protagonismo dramático al pedal –que de hecho sustancia la mayor parte del movimiento– como inspiradísimo símbolo del hielo.
Además de las palmarias peculiaridades rítmicas, melódicas y armónicas, el otro factor que determina el proverbial carácter de la música vivaldiana es el audaz empleo de la tonalidad. En efecto, la obra vivaldiana se distingue también por su poderosa elocuencia tonal, tanto por la incisiva vehemencia de sus modulaciones como por las insospechadas inflexiones modales –por norma de tonalidad mayor a menor– que se producen por doquier en sus páginas. En función del cromático, ardoroso lenguaje melódico y armónico que se acaba de referir, la música vivaldiana resulta, lógicamente, un campo muy abonado para las modulaciones tonales más audaces e insospechadas, cuya notable profusión puede apreciarse tanto en las páginas instrumentales como en las vocales. Dentro del repertorio instrumental es en el género del concierto –y en particular en los conciertos orquestales– donde se da una mayor incidencia de las modulaciones a tonalidades infrecuentes o inesperadas, aunque desde luego tampoco faltan casos sobresalientes en las obras camerísticas. Son legión, en efecto, las obras que visitan tonalidades bien lejanas de la tónica y sus satélites –es decir, los centros tonales convencionales de una tonalidad dada: tónica, dominante, relativo, subdominante (especialmente en los tonos menores) o mediante (en particular en los tonos mayores)–, un procedimiento que Vivaldi adopta con magistral audacia y fluidez. Muestras bien significativas al respecto se hallan, por ejemplo, en los movimientos extremos del concierto para violín en si bemol mayor La caccia Op. VIII n.º 10 RV 362, en el ya referido finale del concierto para flauta en do menor RV 441 o, de forma harto relevante, en los movimientos extremos del ya también citado concierto para violín en fa menor L’inverno Op. VIII n.º 4 RV 297, cuyo prominente empleo del séptimo grado natural de su escala –mi bemol mayor– se confirma incluso en la tonalidad principal del Largo intermedio. Pero más allá de las modulaciones internas, la cualidad tonal más extraordinaria de la música vivaldiana es, como ya se apuntaba, su propensión al contraste modal dentro de un mismo tono, es decir, el intercambio del modo mayor y menor dentro de una tonalidad dada, un procedimiento también conocido como modulación transmodal que consiste en la inflexión súbita de una tonalidad (siempre mayor, generalmente la tónica) a su tonalidad paralela menor. La minoración de los tonos mayores –que se materializa mediante el simple recorte de un semitono en la tercera mayor de la triada– es, en efecto, una de las más características señas de identidad del lenguaje vivaldiano, y de hecho es la causa directa de algunos de los efectos expresivos más refinados de sus páginas. El procedimiento de la minoración era más bien extraño en la música italiana del primer Settecento –no así en Francia o en Inglaterra, donde se usaba normalmente desde principios del siglo XVII–, y apenas fue explotado por los compositores de la generación de Corelli, que lo empleaban como mero elemento colorístico, generalmente en las frases cadenciales a modo de eco. Vivaldi, sin embargo, recurrió audazmente a las inflexiones modales desde sus obras más juveniles, otorgando a la tonalidad paralela menor un formidable valor expresivo por completo inédito en el estilo barroco italiano: al Prete Rosso se debe, indudablemente, la difusión a gran escala en Italia, 1710 circa, de la modulación transmodal. Con sus inopinadas visitas al modo menor, de una agudeza ciertamente visionaria, Vivaldi consigue, en efecto, unas inflexiones patéticas –nostálgicos efectos de luz y sombra, memorables accesos de melancolía– de un refinamiento sin igual entre sus contemporáneos. De hecho, el revolucionario empleo vivaldiano de la minoración constituye todo un precedente de los contrastes modales que caracterizan al Clasicismo maduro vienés, especialmente al último Mozart, a Beethoven y a Schubert. Como se decía, el Prete Rosso adoptó la modulación transmodal –siempre de mayor a menor, y vuelta a mayor– desde sus primeras páginas –como bien demuestran, por ejemplo, los dos primeros movimientos de la sonata a quattro RV 779, la Corrente de la triosonata Op. I n.º 5 RV 69, el Andante que abre el concierto Op. III n.º 7 RV 567 o la mayor parte de los conciertos del Op. IV La Stravaganza –, pero es en las páginas de madurez, especialmente a partir del Op. IX La Cetra (1727), donde el procedimiento vivaldiano del contraste modal alcanza su más refinada y característica dimensión patética. Así, no ya sólo inflexiones puntuales sino secciones completas de un ritornello o largas frases solísticas en el tono paralelo menor pueden escucharse en la inmensa mayoría de las obras tardías en mayor, donde el recurso a la paralela menor, amén de su sistemática relevancia, resulta ser un factor ciertamente estructural. Espléndidos ejemplos al respecto se encuentran, por ejemplo, en los ritornellos de los movimientos iniciales de los conciertos para violín RV 177, RV 190 y Op. IX n.º 6 RV 348, del concierto para flauta RV 436 o del concierto para dos flautas RV 533 así como en los ritornellos ritornellos Allegro Allegro Concerto con violino principale et altro violino per eco in lontano Concerto per la Solennità di S. Loren-zo ritornello finale La Primavera LarghettoAllegro L’Autunno finale overtura Farnace ostinato Ciaccona ripieno ritornellos Alleluia Clarae stellae 16 de las sonatas Op. I n.º 8 RV 64 y Op. II n.º 9 RV 16, de los movimientos iniciales de los conciertos Op. IV n.º 4 RV 357, RV 243, Op. XII n.º 2 RV 244 o de los tiempos finales del Op. XI n.º 2 RV 277 , RV 355 o RV 42417. La predilección por las inflexiones menores lleva incluso a Vivaldi a visitar sin escrúpulos tonalidades ciertamente problemáticas para los instrumentos barrocos: es el caso del desusado si bemol menor –que aparece en muchos movimientos en si bemol mayor, tal y como ilustran los tiempos extremos del concierto para violín Op. XII n.º 6 RV 361– o incluso de mi bemol menor –que implica la entonación de un arduo do bemol–, que hace acto de presencia en el primer episodio solístico del que abre el magnífico concierto para violín en mi bemol mayor RV 254.