NUEVO TESTAMENTO
En una primera acepción, «Nuevo Testamento» indica la nueva y definitiva Alianza establecida por Dios con los hombres mediante Jesucristo, en quien culmina la Alianza ofrecida a Israel, la cual pasa a ser, de esta forma, el «Antiguo Testamento». Desde el siglo I los escritos cristianos utilizaron con este sentido las expresiones Antiguo y Nuevo Testamento, esto es, Antigua y Nueva Alianza. Según una segunda acepción, con «Nuevo Testamento» se indica la colección de libros inspirados por el Espíritu Santo que dan testimonio divino y perenne de la venida de Cristo y de su obra de salvación. Este uso es habitual desde el siglo II.
El canon del Nuevo Testamento se compone de 27 libros, escritos aproximadamente en la segunda mitad del siglo I. Pueden clasificarse de la siguiente forma: libros históricos o narrativos (los cuatro Evangelios y los Hechos de los Apóstoles), didácticos o epistolares (las trece cartas de San Pablo, la Carta a los Hebreos y las siete cartas católicas), y proféticos o de consolación (el Apocalipsis).
Todo el Nuevo Testamento nos habla de Jesucristo mostrándolo como «el Hijo de Dios hecho hombre, palabra única, perfecta e insuperable del Padre» (CCE 65). De ahí que la lectura del Nuevo Testamento sea un modo excelente de conocer a Jesucristo. Los evangelios narran «lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó» (C. Vat. II, Dei Verb. 19). El resto de los libros «según el sabio plan de Dios, confirman la realidad de Cristo, van explicando su doctrina auténtica, proclaman la fuerza salvadora de la obra divina de Cristo, cuentan los comienzos y difusión maravillosa de la Iglesia, predicen su consumación gloriosa» (ibid. 20). El cristiano encuentra así en la lectura y en la meditación de los libros del Nuevo Testamento un norte claro para orientar su vida: los evangelios le ofrecen un testimonio cierto y ejemplar de lo que fue la vida de Jesús en la tierra; en las cartas puede descubrir qué significan hoy para él y para su vida cristiana la persona y la obra de Cristo; finalmente, en el Apocalipsis y en otros pasajes escatológicos del Nuevo Testamento, encuentra un consuelo para las tribulaciones que mantiene viva su esperanza en la victoria final.
El Nuevo Testamento se abre con los cuatro evangelios. Éstos son «el corazón de todas las Escrituras por ser el testimonio principal de la vida y la doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador» (CCE 125; C. Vat. II, Dei Verb. 18).
La palabra «evangelio», de origen griego, significó al principio «buena noticia», y tenía cierto raigambre en tiempos de Jesús. En la antigüedad griega designaba también la recompensa que se daba al portador de esa buena noticia o el sacrificio de acción de gracias que se ofrecía por ella. Los romanos llamaron evangelio al conjunto de beneficios que Augusto había traído a la humanidad. En la traducción griega del Antiguo Testamento (cfr Is 52,7) se utilizaba la expresión para designar los tiempos mesiánicos en los que Dios salvaría a su pueblo.
Al comienzo de su ministerio público (cfr Mc 1,13-14), Jesús predicó el Evangelio, la buena noticia de que con Él llegaba el Reino de Dios. Al final de su vida terrena (cfr Mc 16,15), envió a sus Apóstoles a predicar el Evangelio a toda criatura. Por eso la predicación apostólica sobre la vida y las palabras de Jesús es «Evangelio», buena noticia, y además expresa el contenido del Evangelio. No es extraño que ya a mediados del siglo II a los libros que contenían las acciones y palabras de Jesús se les llamara «memorias de los apóstoles» o «evangelios».
El origen de los evangelios está en la predicación apostólica. Jesucristo no envió a sus discípulos a escribir sino a predicar. Ellos, por tanto, se ocuparon de difundir con todos los medios a su alcance la buena noticia de Jesucristo y sobre Jesucristo. La puesta por escrito de esa enseñanza apostólica en los evangelios no es pues el fruto de una crónica contemporánea de la actividad de Jesús registrada por sus discípulos, sino el resultado de un largo proceso. El Catecismo de la Iglesia Católica explica así este proceso: «En la formación de los evangelios se pueden distinguir tres etapas: 1. La vida y la enseñanza de Jesús. La Iglesia mantiene firmemente que los cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo. 2. La tradición oral. Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que Él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. 3. Los evangelios escritos. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, conservando en fin la forma de proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús» (CCE 126; C. Vat. II, Dei Verb. 19).
Los tres primeros evangelios se conocen también por el nombre de «evangelios sinópticos». Presentan grandes semejanzas y también bastantes diferencias. Ordenando su contenido en tres columnas paralelas, los parecidos y las diferencias se pueden observar en un solo golpe de vista (sinopsis). Esta «concordia discordante» se refiere tanto a su estructura como a la materialidad de las palabras.
En su estructura los tres evangelios parecen reproducir un mismo esquema. Tras presentar a Jesús, narran su bautismo por Juan, su actividad en Galilea anunciando el Reino de Dios, su subida a Jerusalén, y los sucesos en esta ciudad que culminan con su pasión, muerte y resurrección. Dentro de este esquema común, cada evangelista tiene sus propias peculiaridades: así San Mateo se detiene más en los grandes discursos de Jesús en Galilea, San Marcos hace de la confesión de Pedro el centro de su narración, mientras que San Lucas relata con mucha amplitud la predicación de Jesús desde Galilea a la Ciudad Santa, como un lento viaje o subida a Jerusalén
En lo que se refiere a los contenidos y a la materialidad de las palabras, los tres evangelios tienen en común unos 350 versículos. Mateo y Lucas coinciden además por su parte en unos 230 versículos; Mateo y Marcos en unos 180; y Marcos y Lucas coinciden en unos 100. El hecho de que los evangelios provengan de una misma tradición apostólica y la adaptación de los evangelistas a las necesidades de sus lectores pueden explicar la razón de estas semejanzas y diferencias. La dependencia de unos evangelios de otros o de documentos anteriores a los tres, que no se nos han conservado, es una cuestión que la investigación no ha logrado todavía solucionar.
El Evangelio según San Juan, aunque presenta una estructura y un desarrollo diferentes, recoge también la predicación apostólica, y tiene, por eso, muchas coincidencias con los evangelios sinópticos: tanto en lo que se refiere a la vida pública del Señor como en la narración de su pasión, muerte y resurrección.
Como ocurre con la mayor parte de los libros sagrados, el autor del primer evangelio no ha dejado su nombre en el escrito. La Tradición, ya desde muy antiguo, atribuye este evangelio a San Mateo, uno de los Doce Apóstoles. Según el testimonio de Papías, un escritor del siglo II, Mateo escribió su evangelio en la «lengua de los hebreos» (cfr Eusebio de Cesarea, Hist. Eccl. 3,39,15). Sin embargo, no nos ha llegado ningún testimonio escrito de aquella versión. El evangelio canónico es el que tenemos en griego. Muchas características del primer evangelio llevan a pensar que está dirigido a una comunidad en la que coinciden cristianos venidos del judaísmo y del paganismo, por lo que se suele considerar Siria como su lugar de origen.
El evangelista comienza su relato con los episodios de la infancia de Jesús y después sigue la misma estructura que encontramos en los otros dos sinópticos (vid. supra). Sin embargo, es característica propia del primer evangelio la inserción de grandes discursos del Señor. Cinco de estos extensos discursos –el discurso de la montaña (5,1-7,27), el de la misión dirigido a los Doce Apóstoles (10,1-42), el de las parábolas (13,1-52), el llamado discurso eclesiástico (18,1-35) y el discurso escatológico (24,1-25,46)– se cierran con una expresión semejante a ésta: «y sucedió que cuando Jesús acabó de dar estas instrucciones...» (cfr 7,28; 11,1; 13,53; 19,1; 26,1). Algunos autores han visto en esta forma de presentar el evangelio una evocación de los cinco libros del Pentateuco, la Ley de los judíos. En todo caso, señalan el interés del evangelista para argumentar que Jesús es el Mesías que ha venido a llevar la Ley a su plenitud.
Todos los evangelios podrían hacer suyo el programa del cuarto evangelista cuando dice a sus lectores que escribió su obra «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Dentro de este programa general, cada evangelista ha subrayado de manera especial algún aspecto. San Mateo presenta a Jesús como el Mesías prometido y rechazado. Muestra, en primer lugar, que Jesús es el Mesías prometido, y por eso presenta sus acciones y palabras a la luz de diversos textos del Antiguo Testamento. Son muchas las ocasiones en las que el evangelista hace notar expresamente que con un acontecimiento determinado «se cumplió lo que había dicho Dios por medio del profeta» (cfr 1,22-23; 2,5-6.15.17-18.23; 3,3-4; 4,14-16; 8,17; 12,17-21; 13,35; 21,4-5; 27,9-10). Por éste y por otros motivos (cfr 5,17), se ha llamado al libro de Mateo el evangelio del cumplimiento. Pero Jesús es rechazado como Mesías por Israel. En muchos pasajes del primer evangelio se ve a los representantes del judaísmo oficial enfrentados a Jesús, y es muy claro también el dolor de Cristo por Israel que no ha sabido responder al plan de Dios. Por eso anuncia que Dios se formará un nuevo pueblo «que rinda sus frutos» (21,43). Ese nuevo pueblo es la Iglesia. De ahí que el Evangelio de San Mateo se haya llamado también el evangelio eclesiástico, porque es el que más se detiene en explicar la constitución de este nuevo Israel: su fundación queda expresada en las palabras de Jesús que siguen a la confesión de San Pedro (16,16-18), el régimen de su vida se transparenta en las normas del discurso eclesiástico (18,1-35) y, sobre todo, sin ser nombrada explícitamente, su realidad está detrás de otros muchos pasajes: las parábolas del Reino de los Cielos, la misión apostólica, etc. A los miembros de la Iglesia se les pide que den frutos en obras, para que no les ocurra como al antiguo pueblo de Dios (25,1-46); para eso los cristianos deben guardar unas normas, las que Jesús ha enseñado (28,20) y las que reveló Dios a su pueblo, pues Cristo no vino para abolir la Ley y los Profetas, sino para «darles su plenitud» (5,17). Jesús es, pues, Maestro; pero sobre todo es el Emmanuel, Dios con nosotros (1,23) que está en medio de su Iglesia (18,20), en la que permanecerá hasta el fin del mundo (28,20).