Índice general

  1. Introducción. Arte y Revolución en América Latina
  2. CAPÍTULO 1
    El muralismo estadunidense de los exilios mexicanos
  3. CAPÍTULO 2
    Una crónica del industrialismo
  4. CAPÍTULO 3
    El Buen gobierno y la Tierra fecunda
  5. CAPÍTULO 4
    Man at the Crossroads
  6. CAPÍTULO 5
    El muralismo mexicano y la antiestética estadunidense
  7. CAPÍTULO 6
    Avant-garde: tres derivas
  8. CAPÍTULO 7
    Expresionismo y crisis civilizatoria
  9. CAPÍTULO 8
    Una estética revolucionaria
  10. CAPÍTULO 9
    La marcha de la historia universal
  11. CAPÍTULO 10
    El futuro y el muralismo
  12. Bibliografía
  13. Lista de ilustraciones y créditos
portada

HISTORIA DEL ARTE MEXICANO

El muralismo mexicano

EDUARDO SUBIRATS

El muralismo mexicano

Mito y esclarecimiento

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2018
Primera edición electrónica, 2018

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Introducción
Arte y Revolución en América Latina

La historia de la música y la literatura, y la historia de las artes visuales latinoamericanas del siglo XX están todavía por escribirse. Son muy escasas las investigaciones de compositores, artistas, arquitectos o escritores latinoamericanos dignas de atención. Pero, además, la reconstrucción de la historia artística de una región tan vasta y tan escasamente estudiada, y de una intensidad intelectual tan ostensible como la comprendida bajo el sello de América Latina, no es igual a la suma de los análisis parciales de sus creadores individuales.

Son todavía más escasas las tentativas de un análisis crítico del significado autónomo, a la vez estético, civilizatorio y político, de esas obras latinoamericanas en su unidad histórica y geopolítica. Y no han dejado de reiterarse, en cambio, las interpretaciones que disminuyen estas expresiones artísticas bajo los paquetes teóricos de uniformación compulsiva generados en Norteamérica y Europa bajo constelaciones culturales y políticas ostensiblemente diferentes en aspectos tan fundamentales como sus sistemas de dominación colonial y poscolonial.

Bajo este indisputable axioma reductivo deben comprenderse las categorías, absurdas desde un punto de vista estético o filosófico, de un realismo mágico, un arte abstracto, un arte geométrico y una literatura fantástica, recicladas en las rutinas académicas y las industrias editoriales. Por si eso no fuera suficiente, se borra una y otra vez la especificidad de los proyectos poéticos y políticos de América Latina hasta la íntegra anulación de su individualidad histórica. Fórmulas como arte abstracto, futurismo brasileño o la misma categoría estética y política de una avant-garde de los trópicos o los sub trópicos deberían considerarse más bien los síntomas visibles de estos procesos institucionales de deflación de las memorias culturales de América Latina por los fondos y foros mundiales de un nuevo colonialismo semiótico.

El gran dilema con el que tropieza reiteradamente la crítica latinoamericana y latinoamericanista de la música, la danza, la literatura, el arte, el cine o la arquitectura es la ausencia de un horizonte teórico autónomo, específico y propio. Ausencia de una reflexión estética rigurosa que al mismo tiempo asuma la lógica de la destrucción de las memorias culturales de América Latina, desde el holocausto sistemático de los códices mesoamericanos por el colonialismo español hasta la censura posmoderna de las expresiones artísticas y poéticas que no asuman las gramáticas preestablecidas del abstract art y sus derivaciones populistas de pop y performances, un concepto integralmente desmitologizado y desemantizado de literatura fantástica o los tópicos típicos que los cultural studies reiteran y trivializan hasta la náusea.

Este dilema comprende también la ausencia de una conciencia crítica capaz de poner de manifiesto las limitaciones éticas, intelectuales y políticas de una tradición ibérica que bajo el poder de una Iglesia recalcitrante ha destruido sistemáticamente toda reforma del pensamiento, desde el humanismo renacentista hasta el esclarecimiento de los siglos XVIII y XIX. No en último lugar, es la ausencia de una conciencia intelectual capaz de reconstruir la apertura espiritual de la literatura, la arquitectura y el arte latinoamericanos a las cuatro partes del mundo, desde los estudios de los Vedas y los Upanishads de Guimarães Rosa y la asimilación de la cultura africana de Lina Bo hasta la reflexión de Mariátegui sobre la relevancia de la Revolución rusa, la Revolución china y la Independencia de la India en la conciencia histórica moderna de América Latina. Y es, en fin, la ausencia de una visión cultural lo suficientemente enraizada en la propia historia latinoamericana como para poder defender, contra el racismo políticamente correcto de la academia global, que la recepción de la Gran Diosa Pachamama, Ci o Coatlicue en la prosa de José María Arguedas, Mário de Andrade o Juan Rulfo, o en la pintura de Tarsila do Amaral no son reductibles a los paradigmas retóricos del feminismo estructuralista francés, y que los rituales del Oro Santo del Amazonas colombiano constituyen por sí mismos un capítulo primordial del arte moderno por más que sean objeto de persecución por misioneros y paramilitares, y de discriminación por parte de la museografía metropolitana de Nueva York bajo la categoría racista de etnoarte.

Estas limitaciones intelectuales las compensan generosamente las estrategias conceptuales subalternas fomentadas por la máquina académica global. Las secciones latinoamericanistas de las humanities norteamericanas llaman por teléfono a los departamentos de literatura comparada, de francés o de inglés para pedirles prestados los softwares de interpretación institucionalmente sancionada de la música, la literatura, el cine o la arquitectura latinoamericanos. Lo hacen con la mayor inconsciencia, como algo tan natural como el global warming o la guerra contra el terrorismo. Paralelamente, en América Latina la crítica tiene que conformarse con reciclar los productos indiferenciados que la industria editorial norteamericana disemina como discursos prêt-à-porter. Es así como el latinoamericanismo ha esgrimido con implacable irresponsabilidad programas administrativamente sancionados de minimalismo o pop-art, las retóricas de género, multiculturalismo o hibridismo indicadas por los cultural studies o las políticas de los human rights dictadas por las agencias mediáticas y políticas globales. Así, esos postulados, nunca rigurosamente definidos y nunca exentos de problematicidad en el propio contexto local de Nueva York o Londres en el que fueron diseñados como axiomas universales, sirven para enmudecer las expresiones artísticas latinoamericanas bajo una prefijada lingüística hemisférica.

La primera víctima de esas prácticas antihermenéuticas es la autonomía de la obra de arte. Una autonomía que, por todo lo demás, ha sido atacada a lo largo del siglo XX a partir de las más diversas posiciones epistemológicas, desde el maquinismo y el constructivismo hasta la abstracción y el pop. Y que ha sido atacada, además, a partir de poderosas instituciones museográficas y académicas, dispuestas a someter las expresiones artísticas mundiales a uniformes postulados de clasificación lingüística enteramente inmunes a las diferencias culturales e históricas de regiones geopolíticas enteras.

Dos casos ejemplares de esta autonomía intelectual y artística en la historia cultural latinoamericana: José María Arguedas y Lina Bo. Ambas obras son formalmente originales con respecto a la literatura comercial y la arquitectura corporativa modernas respectivamente. Ambas abarcan problemáticas amplias y complejas, que comprenden desde la restauración de las memorias de las culturas populares, las culturas afroamericanas y, no en último lugar, las culturas originales de América hasta una redefinición de democracia a partir de sucesivas experiencias políticas y sociales de resistencia contra los poderes poscoloniales. Ambos artistas han articulado una visión a la vez personal y arraigada en la espiritualidad quechua o afrobrasileña. Tanto Arguedas como Bo elevaron una reflexión política y mitológica a una expresión psicológica, sociológica y metafísicamente relevante: la definición de un proceso de aprendizaje individual a partir de una serie de experiencias sociales, de iniciaciones rituales y acciones ejemplares en la vida de Ernesto, el protagonista de Los ríos profundos de Arguedas; o la síntesis de una arquitectura capaz de expresar a la vez lúdica y reflexivamente las tensiones formales y sociales de la metrópoli poscolonial, y de hacerlo bajo un concepto esclarecedor de experiencia estética y acción social en el centro cultural SESC Pompeya de São Paulo realizado por Lina Bo.

La antropofagia artística y literaria brasileña liderada por Tarsila do Amaral y Oswald de Andrade proporciona un magnífico ejemplo de estas esterilizadoras limitaciones de la historiografía corporativamente sancionada. Salvo la excepción del libro que Aracy Amaral escribió en su día sobre Tarsila,1 la crítica artística ha oscilado perezosamente entre la clasificación del movimento antropófago bajo el rótulo de futurismo —muy a pesar de las ostensibles diferencias filosóficas y políticas que distinguen a los antropófagos brasileños de los futuristas italianos— o su identificación como un surrealismo tropical —pese a que ese título es rechazado explícitamente en el propio Manifesto Antropófago (donde, entre otras cosas, se afirma que los fundamentos religiosos y mitológicos de la imaginación surrealista ya existían en Brasil mucho antes de haber sido descubierto por los europeos).

La misma circunstancia (única en el siglo XX, con la sola y gran excepción del expresionismo alemán) de que la antropofagia constituya un movimiento que integra la música de Heitor Villa-Lobos, la poesía de Mário y Oswald de Andrade, la pintura de Tarsila do Amaral e incluso la arquitectura del joven Oscar Niemeyer ha pasado inadvertida frente a la mirada de expertos latinoamericanistas y curadores hemisféricos, más proclives a fragmentar las artes en departamentos y secciones herméticamente estancos, a someter las obras literarias a categorías uniformes de ficción y entretenimiento y, en definitiva, a privarlas de cualquier dimensión lírica y reflexiva sobre una realidad nacional, social e individual cruzada por revoluciones, crisis, guerras y desastres sin par.

La novela Macunaíma de Mário de Andrade puede citarse a este respecto a título ejemplar. Esa obra pertenece a la gran literatura mundial tout curt. Sería extraordinario en este sentido compararla, como expresión al mismo tiempo afirmativa y melancólica de un proyecto hermenéutico por excelencia de América Latina en torno al trickster amazónico, con una novela destacada de la decadencia europea como el Man ohne Eigenschaften (Hombre sin atributos) de Musil. O ponerla junto a Doktor Faustus de Thomas Mann como reflexión literaria sobre el final de la cultura europea, paralela a la reflexión literaria de Mário de Andrade sobre la destrucción del paraíso tropical. No en último lugar, Macunaíma es la expresión psicológica, mitológica y política más divertida, compleja y radical del movimiento antropófago. Ello no obstante, esta novela ha sido enterrada bajo las rigurosas leyes del libre mercado como meramente nacional, y bajo las retóricas de sus guardianes académicos como surrealismo. Sus ediciones alemana y norteamericana llegaron a colocar la épica de este trickster del siglo XX en un oscuro limbo entre la pornografía y la ficción comercial.2

La imposibilidad de subordinar el proceso formativo de los movimientos artísticos revolucionarios brasileños y latinoamericanos de comienzos del siglo XX a ninguna de las categorías de la avant-garde norteamericana —por la simple y ostensible razón de que esta última sólo cristalizó dos décadas más tarde de la publicación del Manifesto Antropófago de Oswald de Andrade, y de los frescos de la Escuela Nacional Preparatoria o de Chapingo debidos a Orozco y Rivera, respectivamente, y sólo lo hizo a título de epifenómeno de los movimientos artísticos europeos, y como reacción institucional contra la radicalidad del arte mexicano y brasileño de las primeras décadas del siglo— solamente ha servido para disminuir y neutralizar su relevancia a través de una insensata historiografía latinoamericanista. Hasta su completa disolución.

Para la escolástica protagonizada por Barr o Greenberg, y por el Museum of Modern Art de Nueva York, la antropofagia brasileña era un ostensible no lugar. Hoy, no pudiendo negar enteramente su existencia, la academia corporativa sigue neutralizándolos bajo sus torpes retóricas de lo local&global, ecuaciones bastardas como antropofagia = hibridismo, deconstrucciones semióticas bajo la perspectiva de cualquier retórica política o sexualmente correcta, y una retahíla de descalificaciones paternalistas enteramente gratuitas.

*

La esencial y ostensible relación del muralismo mexicano con la Revolución de 1910-1917 en México y con los movimientos revolucionarios internacionales de su tiempo, desde la Revolución de los soviets hasta la guerra antifascista de España, la Independencia de India y la Revolución de China o de Cuba, le ha valido los juicios condenatorios de nacionalistas, propagandistas, comunistas y totalitaristas por parte de pintores tan distinguidos como Barnett Newman o Rufino Tamayo, de críticos tan ilustres como Octavio Paz y, en último lugar, de la historiografía académica norteamericana. Tan poderosos patrocinadores han conseguido su propósito: ignorar la teoría y la praxis del muralismo por parte de la crítica y los críticos globales de París o Nueva York a lo largo de todo un siglo. Con excepciones, claro está, como los ensayos de la galerista y crítica norteamericana Alma Reed, y de la historiadora mexicana Irene Herner, dedicados respectivamente a la obra de Orozco y Siqueiros. Pero es necesario destacar incluso que, con la excepción de Herner, nadie ha puesto de manifiesto consistentemente los vínculos entre el pensamiento artístico del muralismo mexicano, y Siqueiros a su cabeza, con sus jóvenes pupilos norteamericanos posteriormente lanzados, bajo el postulado antiestético del abstract art, al mercado cultural internacional posterior a 1945 como una avant-garde nacional y nacionalista estadunidense, dotada de una vocación lingüística internacionalista o global.3

Mientras la crítica mexicana se acomoda a las interpretaciones del muralismo como fenómeno local en sus prólogos a lujosos catálogos, y mientras la academia brasileña se adapta al carácter netamente nacional de la vanguardia antropofágica, la escolástica posmodernista ha seguido ignorando su importancia estética, sus innovaciones formales y técnicas, su radical crítica política y su original visión filosófica, política y ecológica de dimensiones auténticamente universales. Y una nueva generación de académicos norteamericanos, que ya no puede esgrimir sin sonrojo las acusaciones de comunismo y totalitarismo contra los muralistas mexicanos, se dedica hoy a revelar escándalos periodísticos de los ostentosos abrazos recibidos por parte de capitalistas y presidentes para poner en cuestión su inmaculada identidad revolucionaria, y someterlos a la misma censura y al mismo ninguneo que la generación antecedente esgrimió durante la Guerra Fría.4

Algo semejante debe decirse a propósito de la literatura latinoamericana moderna. A lo largo de los veinte años en los que he ejercido las funciones de profesor de literatura y cultura iberoamericanas en dos centros distinguidos de las humanities estadunidenses, las universidades de Princeton y Nueva York, no he conocido a nadie que fuera capaz de abordar desde una perspectiva original y rigurosa novelas fundamentales en la literatura mundial como son Macunaíma, Grande sertão: veredas o Yo el Supremo. No he tenido el honor de tratar con ningún latinoamericanista que tuviera la voluntad, la capacidad y la energía suficientes para captar la reflexión poética e intelectual que subyace a estas y otras grandes obras literarias latinoamericanas modernas. Lo que, en cambio, sí he presenciado son reiterados intentos de deshistorizar, desemantizar, desmitologizar y despolitizar, en definitiva, de arrebatar la sustancia poética de estas obras a partir de construcciones espurias de una fantasía sin tiempo ni memoria históricos —el realismo mágico, la literatura fantástica o las lingüísticas de la carnavalización— y a partir de trivializadas categorías sociológicas de género, etnicidad o human rights, sin otro propósito que su deconstrucción infinita a lo largo de textualidades carentes de la menor relevancia social, estética y metafísica.

Los ensayos que reúno en este libro tratan de romper con este círculo antihermenéutico de subalternidad e ignorancia. Pero hago incluso algo más: pongo de manifiesto la complicidad de la máquina académica, la industria editorial y la museografía con la disminución comercial de la obra de arte a un concepto plano de ficción o de abstracción, y con la degradación de la experiencia estética a una categoría sociológica de entertainment. Finalmente, expongo el fundamento mitológico y metafísico, y sociológico y político de toda verdadera obra de arte, para poder rescatar las dimensiones profundas de su experiencia reflexiva más allá del dualismo mercantil del placer o el displacer de la imagen y el texto.

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Diego Rivera, vista de la capilla con el ciclo Canción de la tierra y de aquellos que la cultivan y la liberan, pintura al fresco, 1924-1925. Universidad Autónoma Chapingo.


1 Aracy A. Amaral, Tarsila - Sua obra e seu tempo, vols. I y II.

2 Eduardo Subirats, Mito y literatura.

3 Irene Herner, Siqueiros. Del paraíso a la utopía.

4 Leonard Folgarait, So Far from Heaven.

CAPÍTULO 1

El muralismo estadunidense de los exilios mexicanos

En una reciente crónica de los murales norteamericanos de Diego Rivera y de la abrupta interrupción del fresco que realizó para el Rockefeller Center de Nueva York, Leah Dickerman, curadora del Museum of Modern Art, sugiere una reinterpretación de su dramático final.

De acuerdo con la prensa neoyorquina, el 9 de mayo de 1933, Rivera fue escoltado fuera del recinto del rascacielos por la policía privada de Radio City. Los representantes de la familia Rockefeller le entregaron los 14 000 dólares que faltaban para completar la suma acordada por la realización del violentamente interrumpido fresco Man at the Crossroads. A continuación le comunicaron su despido junto al de sus ayudantes. Un equipo técnico del propio Rockefeller Center cubrió después el mural con telas, mientras la policía disolvía violentamente una protesta en el exterior del rascacielos contra su secuestro político. La obra fue removida y pulverizada en los siguientes meses. En su autobiografía, Rivera calificó su destrucción con la palabra holocausto.1

La condena del mural de Rivera generó una amarga polémica que se extendió durante los siguientes días y meses, y se divulgó no sólo en Nueva York y en la Ciudad de México, sino en la totalidad de los Estados Unidos y América Latina, así como en la Unión Soviética y en algunas naciones europeas. El motivo que la prensa local neoyorquina adujo para justificar tamaña decisión era un retrato de Lenin uniendo las manos de un obrero negro y un solado blanco en el ala derecha del fresco, en medio de un nutrido grupo de hombres y mujeres abrazados y con el puño en alto. En una entrevista anterior al asalto del mural, Rivera había señalado expresamente a la prensa norteamericana que ese icono era el símbolo de la alianza de los pueblos de los Estados Unidos y la Unión Soviética contra el imperialismo nacionalsocialista alemán.

Sin embargo, Dickerman sugiere otra historia. Propone una maquinación que neutraliza hasta la completa disolución el conflicto de la familia capitalista norteamericana con la clase obrera hermanada bajo la bandera de la revolución comunista, a los que daba expresión el mural de Rivera. En su lugar, la curadora del MoMA introduce una intriga doméstica. En el ala izquierda y a la misma altura que el rostro de Lenin, el fresco de Rivera describe un party de millonarios, en cuyo segundo plano resalta una silueta que puede tener alguna semejanza con el rostro de John D. Rockefeller Jr.

Eso no es todo. La curadora también señala que Rivera ya había introducido en un fresco anterior, realizado en 1926, en la Secretaría de Educación Pública de la Ciudad de México, la efigie de John D. Rockefeller Sr. Su representación bebiendo un vaso de leche, mientras los comensales consumen una tira telegráfica con los datos frescos de Wall Street y beben champaña era, por supuesto, una provocación muy alarmante. Por si esas dos anécdotas no fueran lo suficientemente ofensivas, Rivera habría representado también al hijo de Rockefeller hurgando en su caja de caudales en el sombrío subsuelo del Manhattan de su imponente óleo Frozen Assets. En suma: “El catalizador final que provocó el despido de Rivera en mayo de 1933 no fue la imagen de Lenin… sino algo más cercano a casa.”2

De ningún modo fue la representación de una alianza democrática de los pueblos contra el fascismo y el imperialismo durante aquellos meses de 1933 la razón del auto de fe del Rockefeller Center. Para el espectáculo arquitectónico del poder financiero y político capitalista que el rascacielos del Rockefeller Center representaba, tampoco constituía un mayor problema la definición programática de la obra de arte moderna que el muralismo mexicano en general y este fresco en particular entrañaban como medio de una reflexión pública de su tiempo histórico. El affaire Rivera obedecía, de acuerdo con esta autoridad museográfica, a un conflicto estrictamente personal, enteramente apolítico y en modo alguno ligado a una ideología comunista o capitalista. Y como no era ideológica, ni era política su intención, queda descartada automáticamente su interpretación como el cumplido atentado contra la autonomía del arte y la libertad de expresión en los Estados Unidos de América.

No es difícil comprender que, en su relato del incidente, registrado poco antes de abandonar el país bajo el título Portrait of America, Rivera arrojara una versión diferente de los hechos. Ciertamente, el artista mexicano cita una carta de Rockefeller pidiendo la sustitución de la efigie de Lenin por un rostro anónimo. A continuación enumera en detalle las razones de su subsiguiente rechazo a la censura que ello significaba. Y señala otros conflictos que, desde su comienzo de la obra, hipotecaron su realización. De acuerdo con su testimonio, todo comenzó con una cuestión de carácter programático y pragmático: las infructuosas tentativas del arquitecto Raymond Hood por introducir un mural netamente ornamental, es decir, abstracto, en la tradición parisina de Matisse y Picasso, a quienes se había invitado previamente a realizarlo, pero declinaron la oferta.

Por todo lo demás, Rivera señalaba en Portrait of America una serie de detalles relevantes que la curadora del MoMA prefiere enterrar entre las categorías insignificantes: la intervención de la policía, la prohibición de máquinas fotográficas, las cargas violentas a ciudadanos que se manifestaron contra la prohibición del mural o la demora de su destrucción terminal a causa de las innúmeras protestas de distinguidos intelectuales estadunidenses contra su confiscación.3 “El asedio fue establecido en estricta conformidad con la mejor práctica militar”, fue la conclusión de Rivera.4

Es también significativo que, en su edición del 10 de mayo de 1933, The New York Times anunciara el despido de Rivera por los Rockefeller y la incautación del fresco Man at the Crossroads junto a una columna que informaba sobre un simultáneo auto de fe nazista en Berlín de 25 000 libros de autores degenerados. Y no es irrelevante que en un artículo aparecido posteriormente en el periódico Workers Age, el 15 de junio de 1933, “Nationalism and Art”, Rivera explicara que “en el momento en que se me dio la obra (o sea, el mural del Rockefeller Center) hace aproximadamente un año, la burguesía tenía miedo de las posibilidades revolucionarias y por lo tanto se sentía más ‘liberal’ que nunca; sin embargo, ahora que se encuentra sostenida por el momento por el hitlerismo y el crecimiento de la fascinación general, ha cambiado su actitud ecléctica y ya no admite, ni siquiera bajo el disfraz de una obra de arte, aquello mismo que deseaba adquirir hace un año”.5 No hacen falta mayores comentarios.

Pero tampoco es ocioso recordar que en las conferencias que David Alfaro Siqueiros dio en la Cuba revolucionaria de 1960 señalaba retrospectivamente esa misma constelación política mundial. La década revolucionaria de los años veinte había tolerado y sustentado, tanto en México como en Europa, e incluso en los Estados Unidos, la revolución estética y política del muralismo mexicano y norteamericano. Pero, en los años treinta, los dirigentes políticos globales cerraron filas contra toda apertura democrática y atacaron aquel mismo muralismo que años antes habían aprobado a título de exotismo. “El gobierno de ese país estaba jugando a la democracia… Había que darle al mundo la sensación de una tónica progresista… Nuestro muralismo se extendió por los Estados Unidos. Era la época de Roosevelt…”

*

Siqueiros, que también se exilió en los Estados Unidos durante el revés que experimentó la Revolución mexicana en el periodo entre 1928 y 1934, conocido por el alias de Maximato, demostraba en sus conferencias cubanas, y con prolijidad de argumentos, la vitalidad plástica y política que en los años en torno a la Depresión y la Guerra Mundial llegó a tener el muralismo representado por Orozco, Rivera y él mismo, junto a una pléyade de pintores tanto mexicanos como norteamericanos e internacionales. Y explicaba cómo ese muralismo, lejos de ser una corriente o un estilo artísticos, había abierto el arte moderno a un proceso de renovación de la cultura en un sentido emancipador, que respondía exactamente a las necesidades sociales que esa crisis global había generado en el ámbito mundial.

El muralismo era una corriente artística revolucionaria originada en América Latina. Su punto de partida constituía exactamente aquella confluencia de los conflictos sociales generados por la expansión agresiva del poder industrial capitalista de Europa y Norteamérica con los pueblos y las memorias culturales largo tiempo dominados y obstruidos por el poder colonial de la Iglesia católica y la monarquía española. Era asimismo un movimiento creado y conformado en el frágil lugar de encuentro de las innovaciones formales de las vanguardias europeas con las tradiciones antiguas del arte y la arquitectura mesoamericanos. Y asumía una dimensión esclarecedora que el arte moderno europeo ya había perdido con anterioridad a las antiestéticas posmodernas. Era ésa la razón que permitía al muralismo mexicano elevarse a expresión artística de una energía liberadora que abrazaba a toda América Latina, desde sus diosas más antiguas de la vida y la muerte hasta sus sueños modernos de soberanía política y cultural.

Pero este movimiento muralista amenazaba con volverse panamericano, internacionalista y universal junto a las causas de la paz, la libertad y el progreso que defendía vehementemente, y junto a su rechazo moral y político de los totalitarismos modernos, sus guerras y genocidios. Como expresaron tanto Rivera como Siqueiros, esta energía libertaria fue estimulada por las élites financieras estadunidenses como fuerza propulsora de un sentido humanitario e incluso mesiánico que legitimaba su intervención en la segunda Guerra Mundial. Terminada la guerra y establecidas las reglas de juego del nuevo imperialismo mundial, había que abstraer esta energía revolucionaria, había que someterla a un proceso de sublimación anobjetual, y era preciso uniformarla bajo lingüísticas monocordes. En este sentido, debe entenderse precisamente la guerra sucia que encendieron artistas como Newman y el propio Tamayo, y críticos como Rosenberg con el fin de que el muralismo fuera ignorado. Había llegado la hora de un arte abstracto y de las lingüísticas globales.

La imposición del principio de la abstracción y del predominio simbólico de la máquina no impidió que, del otro lado de la barrera, Siqueiros diera constancia de las estrategias punitivas que señalaron el final del movimiento muralista en los Estados Unidos: la policía destruyó a culatazos las obras de sus colaboradores en Los Ángeles, y su propio mural Tropical America, realizado en 1932 en aquella misma ciudad, fue abandonado a la intemperie hasta su completa desaparición. “Por razones políticas, dado el tema antiimperialista y en favor de las nacionalidades oprimidas de América latina…” —según su propio testimonio—.6

La historia de la persecución política del muralismo puede extenderse incluso al menos político de los tres grandes: José Clemente Orozco. La experiencia de su primer viaje a los Estados Unidos en 1917, aunque más anecdótica, también revela inconfesables motivaciones profundas. En el control aduanero que podía hacerse a un mexicano mestizo, manco y mal vestido, la policía norteamericana destruyó sus sesenta acuarelas y pasteles que llevaba como último recurso de supervivencia a una desconocida ciudad de San Francisco. “Las pinturas que llevaba fueron desparramadas por toda la oficina y hechas pedazos unas sesenta. Se me dijo que una ley prohibía introducir a los Estados Unidos estampas inmorales. Las pinturas estaban muy lejos de serlo, no había nada procaz, ni siquiera desnudos, pero ellos quedaron en la creencia de que cumplían con su deber de impedir que se manchara la pureza y castidad de Norteamérica…”7

A ese puritanismo aduanero debe sumarse su expresión formalmente consumada: la reducción cubista de las artes plásticas a un lenguaje plenamente desemantizado que, a través de la Escuela de París, como los muralistas la llamaron despectivamente, afirmaba un arte completamente ajeno a la crisis mundial del capitalismo y a sus subsiguientes guerras. El abstract art fue su consigna: una definición negativa del arte, que elevaba la protesta antiacadémica del dadaísmo de Zúrich y Berlín a una condena de la experiencia estética y al vaciamiento formalista de la obra de arte. Abstract expressionism (expresionismo abstracto) fue su propuesta afirmativa: la redefinición de la forma artística bajo un principio psicológico de expresión que hacía tabula rasa con cualquier contenido de experiencia individual o social. El pop-art fue su último vástago, populista y trivial, entregado a los valores comerciales de la sociedad del espectáculo. Pero regresemos al Rockefeller Center.

*

De todos modos, el choque del programa de Man at the Crossroads con la administración de los Rockefeller no podía sorprender a un Rivera que, sólo unos años más tarde, escribía junto a su amigo Juan O’Gorman, la carta “De la naturaleza intrínseca y las funciones del arte”.8 Nadie en el mundo artístico que hubiera expresado con tanta claridad y vigor la doble naturaleza de la obra de arte como conciencia esclarecedora y autónoma, y como placer sensible y sensual, nadie que hubiera cristalizado una definición tan rotunda del arte como “una nutrición necesaria para el sistema nervioso” y, al mismo tiempo, como mercancía, podía sorprenderse frente a la combinación de violencia, censura e hipocresía que hizo descarrilar su mural.

El ataque al retrato de Lenin fue sólo un pretexto para destruir todo el Rockefeller Center. En realidad, todo el mural desagradaba a la burguesía. Una guerra química, tipificada por hordas de soldados enmascarados ataviados con los uniformes de la Alemania hitlerizada; desempleo, resultado de la crisis; la degeneración y los placeres persistentes de los ricos en medio de los atroces sufrimientos de los trabajadores explotados, todo esto simbolizaba el mundo capitalista en uno de los caminos cruzados. Por otro lado, las masas soviéticas organizadas, con su juventud a la vanguardia, marchan hacia el desarrollo de un nuevo orden social […] esto se expresó sin demagogia ni fantasía, con una simple pintura objetiva.9

Tampoco son precisos mayores comentarios.

En todo caso, el dilema de Man at the Crossroads no residía en la variedad de pretextos artificiosos que legitimaban su eliminación y su olvido, sino en la concepción a la vez estética y política, y en las dimensiones tanto mitológicas como históricas que subyacen a este mural sobre el destino humano de nuestro tiempo. La cuestión no reside en las alibis de censores o curadores, sino en el muralismo como una vía abierta a una reflexión artística y pública sobre la crisis mundial de 1933 y sobre los avatares que le han sucedido.


1 Diego Rivera, My Art, My Life. An Autobiography, p. 124.

2 Leah Dickerman, “Leftist Circuits”, en L. Dickerman y A. Indych-López, Diego Rivera. Murals for the Museum of Modern Art, pp. 38 y ss.

3 Diego Rivera, My Art, My Life, op. cit., pp. 124 y ss.

4 Diego Rivera, Portrait of America, p. 25.

5 Irene Herner de Larrea, Diego Rivera’s Mural at the Rockefeller Center, p. 138.

6 David Alfaro Siqueiros, Mi respuesta. La historia de una insidia, pp. 33 y ss.; David Alfaro Siqueiros, Arte Público, núm. 1.

7 José Clemente Orozco, Autobiografía, p. 47.

8 Diego Rivera y Juan O’Gorman, “De la naturaleza intrínseca y las funciones del arte”, en A. Breton, León Trotski y Diego Rivera, Manifiesto por un arte revolucionario independiente, p. 57.

9 Diego Rivera, Portrait of America, p. 28.