Primera edición, 2012
Primera edición electrónica, 2013
La Ciencia para Todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Secretaría de Educación Pública y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
Fotografía de la portada: Craig Reed
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ISBN 978-607-16-1368-4
Hecho en México - Made in Mexico
Desde el nacimiento de la colección de divulgación científica del Fondo de Cultura Económica en 1986, ésta ha mantenido un ritmo siempre ascendente que ha superado las aspiraciones de las personas e instituciones que la hicieron posible. Los científicos siempre han aportado material, con lo que han sumado a su trabajo la incursión en un campo nuevo: escribir de modo que los temas más complejos y casi inaccesibles puedan ser entendidos por los estudiantes y los lectores sin formación científica.
A los diez años de este fructífero trabajo se dio un paso adelante, que consistió en abrir la colección a los creadores de la ciencia que se piensa y crea en todos los ámbitos de la lengua española —y ahora también del portugués—, razón por la cual tomó el nombre de La Ciencia para Todos.
Del Río Bravo al Cabo de Hornos y, a través del mar océano, a la península ibérica, está en marcha un ejército integrado por un vasto número de investigadores, científicos y técnicos, que extienden sus actividades por todos los campos de la ciencia moderna, la cual se encuentra en plena revolución y continuamente va cambiando nuestra forma de pensar y observar cuanto nos rodea.
La internacionalización de La Ciencia para Todos no es sólo en extensión sino en profundidad. Es necesario pensar una ciencia en nuestros idiomas que, de acuerdo con nuestra tradición humanista, crezca sin olvidar al hombre, que es, en última instancia, su fin. Y, en consecuencia, su propósito principal es poner el pensamiento científico en manos de nuestros jóvenes, quienes, al llegar su turno, crearán una ciencia que, sin desdeñar a ninguna otra, lleve la impronta de nuestros pueblos.
Comité de selección de obras
Dr. Antonio Alonso
Dr. Francisco Bolívar Zapata
Dr. Javier Bracho
Dr. Juan Luis Cifuentes
Dra. Rosalinda Contreras
Dra. Julieta Fierro
Dr. Jorge Flores Valdés
Dr. Juan Ramón de la Fuente
Dr. Leopoldo García-Colín Scherer
Dr. Adolfo Guzmán Arenas
Dr. Gonzalo Halffter
Dr. Jaime Martuscelli
Dra. Isaura Meza
Dr. José Luis Morán López
Dr. Héctor Nava Jaimes
Dr. Manuel Peimbert
Dr. José Antonio de la Peña
Dr. Ruy Pérez Tamayo
Dr. Julio Rubio Oca
Dr. José Sarukhán
Dr. Guillermo Soberón
Dr. Elías Trabulse
Agradecimientos
Nota
Prólogo
I. Breve historia de lo que el tiburón ha representado para el hombre
Etimologías
La Antigüedad
Los tiburones en la mitología y en las religiones
Los tiburones en la era de la esclavitud y el colonialismo
Los tiburones en la literatura
El cine, el video y los videojuegos
II. ¿Qué son los tiburones?
Anatomía y diversidad
Cartílago
Piel
Mandíbulas y dientes
Aletas
Tracto digestivo
Hígados eficaces
Diversidad
Sentidos
Visión
Oído
Tacto
Mecanorreceptores y línea lateral
Electrorrecepción
Olfato
Gusto
¿Qué comen?
Fisiología
¿Duermen los tiburones?
¿Sueñan los tiburones?
III. Evolución: una historia de voluntad de poder
Primera extinción masiva y primera radiación
Segunda extinción masiva
Segunda radiación: nadando con dinosaurios
Tercera extinción masiva
Los supervivientes aprovechan nuevas posibilidades
El megalodon
La modernidad
IV. Ataques a humanos
Negación
Defensas
V. Comportamientos y conductas
Comportamiento social
Frenesí alimenticio
Inmovilidad tónica
Comunicación
¿Incide el ser humano en el comportamiento de los tiburones?
VI. Estrategias para perpetuarse
Oviparismo
Ovoviviparismo o viviparismo aplacentario
Viviparismo
Canibalismo intrauterino
Partenogénesis
Áreas de nacimiento y crianza
Los genes
Genética de poblaciones y evolución
Polimorfismo
Biología molecular e identificación
Malformaciones y mutaciones
Singladuras
VII. Mentiras que una vez fueron verdades
VII. Repertorio mínimo
Los tiburones del abismo
Algunos tiburones icónicos
Tres pacíficos titanes
El tiburón cigarro
El tiburón boreal
IX. El gran tiburón blanco
Características de un superdepredador
Hábitos alimenticios
Distribución y áreas de agregación
Comportamiento y socialización
Situación de sus poblaciones
Origen del tiburón blanco
X. Profanación
Acciones en pos de la conservación
Los más amenazados
¿Y si desaparecen?
¿Futuro?
XI. Tiburones y crímenes
Epílogo
Glosario
Referencias
No sólo las fuentes escritas sino también los consejos y las enseñanzas de primera fuente por parte de numerosos expertos me fueron preciosos.
Al paleontólogo Jorge Ortiz Mendieta, por sus modelos de tiburones prehistóricos, sus esquemas, sus mapas artísticos y sus conocimientos sobre evolución y anatomía.
A los especialistas en tiburones, doctores Felipe Galván, Mauricio Hoyos, José Leonardo Castillo-Geniz, David Siqueiros, Dení Ramírez, Raúl Marín, Marcela Bejarano, James Ketchum; al maestro Óscar Uriel Mendoza Vargas, y a los biólogos Giuliano Ardito, José Miguel Rangel, Ruth Ochoa y Fernando Manini.
A los investigadores del Ocean’s Reserach Predator Lab en Mossel Bay, Sudáfrica, por haberme acogido en una estancia de investigación sobre tiburón blanco: a su director, el doctor Enrico Gennari; al doctor Ryan Johnson; a los especialistas Rob Lewis y David Delaney, y a Jerome Cock por su amistad. De primera fuente aprendí lo excitante de la investigación y tuve acceso a los dioses del mar.
A los buzos, fotógrafos y documentalistas submarinos Romeo Saldívar, Carlos J. Navarro, Mike Hoover, Roger Mas, Steve Morris, Gerardo del Villar y Jorge Zárate.
Por sus aportaciones, al doctor Omar Álvarez, versado en etimologías grecolatinas y letras clásicas, y al poeta Leonardo Fernández Nadieco por su visión sagrada de Natura.
El idioma español es riquísimo. Marrajos, selacios, tollos, tintoreras, cazones, quelvachos, cañabotas, gayarres, jaquetones, mielgas, escualos, cornudas.
Los nombres comunes de los tiburones varían según la localidad. Así, una tintorera para un pescador de la península de Baja California es un Galeocerdo cuvier lo mismo que un Carcharhinus leucas, pero tintorera en Chile puede referirse a Lamna nasus y en España a un Prionace glauca. Mako es una palabra maorí aceptada para los tiburones del género Isurus, a los cuales se les conoce como alecrines. Un tiburón zorro en Veracruz puede ser del género Alopias al igual que el coludo en el Pacífico, pero ¿a qué especie se refiere?: ¿Alopias pelagicus, Alopias vulpinus o Alopias superciliosus? Tan disímiles son los nombres “tiburón picudo” en México y “pez blanco” o “cazón de trompa blanca” en España, y todos se refieren a Nasolamia velox.
Es por eso que a lo largo del libro, cuando sea necesario, aparecerán nombres comunes pero seguidos por el nombre científico entre paréntesis y cuando además haya sido posible identificar la especie. Quizá demore la lectura pero asegura una mayor precisión.
No se cambia nunca de opinión respecto de un animal porque esté clasificado de buenas a primeras en el grupo de animales peligrosos o en el grupo de animales inofensivos. Aquí, el conocimiento es, más claramente que en cualquier otra parte, función del miedo. El conocimiento de un animal es el inventario de la agresión respectiva del hombre y del animal.
GASTON BACHELARD, Lautréamont
Existe un dibujo singular de 1853 en la Magasin Pittoresque (núm. 31, p. 241) titulado “Un requin”. Se trata de un pescador, probablemente nativo de las islas del Pacífico, que rema desesperado sobre una piragua porque un tiburón lo persigue emergiendo a un lado de su embarcación. El artista dibujó el pez con su aleta dorsal triangular y una aleta heterocerca que se dobla como sierpe. El cuerpo es robusto y moteado. Lo inusual es la cabeza pues el cuerpo se ahúsa casi para formar un cuello. Con las fauces abiertas y la nariz desproporcionada, el rostro del animal semeja una cruza entre lobo y lagarto, y en nada se parece al de los tiburones.
Seguramente el dibujante se basó en un relato de los mares del sur y tomó de modelo una viñeta que aparecía ya en los libros de historia natural. Los modelos eran animales en descomposición, hechos por taxidermistas, o recreaciones a partir de mandíbulas y dientes sueltos. Recordemos que no se conserva el espécimen del tiburón blanco original que describió Linneo basándose en un dibujo realizado dos siglos antes. Los hombres que no eran de mar tenían una visión muy pobre sobre la anatomía de los escualos, pero conservaban la creencia de que eran animales feroces e implacables.
Hoy tenemos a la mano una cantidad de información abrumadora sobre los tiburones: películas, fotografías, documentales, artículos especializados y de divulgación, páginas web, libros y revistas. Con entrenamiento y recursos podemos introducirnos en su mundo, bucear con ellos, filmarlos, estudiarlos, seguirlos con marcas satelitales, colocarles cámaras, medirlos con rayos láser, verlos en acuarios, examinar sus restos en los campamentos pesqueros, tomar biopsias, analizar su sangre y conocer su genoma. Algunos los matan, otros los comen, otros intentan protegerlos, la mayoría los desconoce. Para algunos son recursos naturales; para otros, animales fascinantes. Poco a poco se difumina el lugar común que muchos estudiantes escribíamos en nuestras tesis zoológicas: “Los tiburones son animales aún desconocidos para la ciencia…” Y todavía hoy un oscuro terror atávico invade el pensamiento cuando susurramos “tiburón”. Aún hay leyendas, habladurías y escalofríos relacionados con estos peces. ¿Por qué?
FIGURA 1. Ilustración de 1853 en la revista Magasin Pittoresque.
FIGURA 2. Ilustraciones del libro de Ulisse Aldrovandi, De piscibus, de 1613. Es propio del Renacimiento reconocer características reales mezcladas con el bagaje medieval que entonces se arrastraba. En estas ilustraciones se basó Lineo para clasificar al tiburón blanco. Nótese que en el primer dibujo Aldrovandi sustituye la aleta dorsal por un rostrum de pez sierra.
FIGURA 3. Dibujo de una mandíbula, realizado en 1613 por Ulisse Aldrovandi para su libro v sobre los peces.
La fascinación por los tiburones tal vez radica en su silencio. A diferencia de otros vertebrados como los loros, las cornejas, los simios, los perros, los cetáceos o los felinos, no emiten sonidos que podamos interpretar como un lenguaje. La mayoría de los peces tampoco lo hace, pero en el rostro del tiburón se dibujan patrones de reflexión, tal vez aparentes y engañosos. Los positivistas dirán que es imposible la reflexión en un animal cuyo cerebro está conformado casi sólo por un bulbo olfativo. Sin embargo, no es una máquina, sino un organismo que debe cazar para sobrevivir y en su camino aprende y selecciona: toma decisiones.
Esta efigie da la impresión de que el animal guarda sus secretos, sus experiencias, sus ataques más violentos, su infancia de huérfano al azar en un planeta de agua donde él es uno de sus amos y también una presa más en el caos que no comprende. Como ciertas mujeres que seducen con su mera presencia y al mirarlas uno imagina que son deidades que penetran los arcanos del tiempo, así otros depredadores diseminan los efluvios de la belleza cuando aparecen.
Para dilucidar la historia de vida del tiburón usamos la inducción y la deducción pero nos es imposible comunicarnos con él. No parece haber una empatía natural entre escualo y ser humano. El delfín parece reír —por lo menos la comisura de su boca así lo señala— y el chimpancé hace muecas que traducimos, pero el rostro del tiburón es impasible. Sus ojos —sin iris ni pupila contráctil— son inescrutables, no reflejan su alma a menos de que ésta sea un pozo de tinieblas donde los evos se destacan. Y luego está esa mueca retorcida, como una sonrisa alrevesada, donde asoman las armas de sus dientes. Las cicatrices del morro y sus ámpulas respiran, su piel susurra un pasado tormentoso, pero lo vemos cruzando el piélago como un estoico.
Contribuye al misterio el que su ocurrencia en la imaginación sea todo peligro y amenaza. Cuando lo vemos en el mar, el encuentro es fugaz y eterno.
Masacrados, sus cadáveres yacen en los fondos o se pudren eviscerados en playas sucias; los vemos apachurrados en camiones o en mostradores de mercados atestados. Al sacarlos del agua no gritan como el cachalote, al ser rebanados no chillan como los cerdos. Sus espasmos de dolor son silenciosos y el reproche al asesinato es esencial, dirigido a espíritus con más visión que sus captores.
Si los vemos bajo el agua, danzan hacia fronteras inasibles. Ráfagas o salmodias, no nos queda más que interpretarlos: los dioses no hablan. Quizá es porque, por muy racionales que creamos ser, seguimos siendo animales que viven en un caos difícil de entender. Los tiburones son depredadores que navegan en un ecosistema peligroso para nuestra supervivencia, pues no estamos adaptados para habitar dentro del mar. Nos atraen y nos repelen. Son una potencia inconmensurable y un abismo ingente. En tal fuerza mayestática habita esta sombra de cartílago. Un elegante y veloz animal con el que no podemos comunicarnos y del cual nunca seremos capaces de adivinar sus sueños.
No olvidaré jamás el espectáculo alucinante de esta criatura apocalíptica lanzándose a toda velocidad en la noche como la muerte deseosa de llegar a una cita
ADRIAN CONAN DOYLE, Océano Índico, un paraíso
poblado de monstruos
Fue apenas en 1841 cuando el historiador, sacerdote anglicano y filósofo William Whewell acuñó el neologismo científico. Esto indica que la humanidad, en 10 000 años de civilización, ha adquirido el conocimiento sobre todo por medio de mitos, interpretaciones poéticas, filosofía natural y testimonios dudosos. El conocimiento sobre los tiburones ha sido lento debido a los métodos epistemológicos tan disímiles según la época.
¿Cómo concibió el hombre antiguo a los tiburones? ¿Cómo lo hicieron el poeta clásico o los cronistas del pasado? ¿Siempre ha sido el símbolo de un destructor nato, de un asesino? ¿Por qué? ¿En qué contexto lo colocaron los escritores y aparece en los mitos? ¿Cómo? ¿Qué representa de nosotros mismos? ¿Hablan de él o es sólo una metáfora de la condición humana?
¿La palabra es la cosa o evoca la cosa?
Los aspectos etimológicos con los que se conoce a estos animales son oscuros y demuestran la dificultad de Occidente para establecer contacto con la naturaleza por siglos. Los tiburones fueron conocidos en la antigüedad clásica con el nombre de selacios, cuyo significado es “pez de piel cartilaginosa”. “Peces perro”, Kýnes, fue su nombre colectivo. En griego es skýlion y de ahí derivó escualo y gáleus, con los que se describe a los tiburones grandes. Estos tres términos se pueden leer en la Historia de los animales, de Aristóteles.
Durante la Edad Media surgió el vocablo cazón, voz antigua en catalán y en ciertos dialectos francoprovenzales e italianos. Algunos autores lo derivan del latín cattione, “pez gato”. Los antiguos romances medievales introdujeron los vocablos marrajo y tintorera, provenientes del portugués. En francés la palabra es requin, en rumano rechin y en polaco rekin, y todas esas palabras pueden derivar del latín requiem, o sea “descanso”, aunque otros filólogos sugieren que deriva de chien, “perro”. En italiano es pescecane, y en alemán Meerhund o Hunderfisch: siempre “pez perro”.
No obstante, en alemán moderno, noruego y finlandés la palabra es hai, en holandés haai, en danés y sueco haj. Se aventura que su origen derive del anglosajón ǽce, “hacha”, y nǽcan, “matar”, como una metáfora. Otros filólogos la hacen derivar del griego antakaioi, o sea, “pez sin huesos” o “pez cartilaginoso”, mencionado en la Historia de Herodoto. Lo curioso es que en indonesio es hiu y en tagalo, katihan. ¿Provienen las últimas de las expediciones holandesas coloniales a Indochina en el siglo XVIII?
La palabra castellana tiburón tiene un origen complicado. En portugués ésta se documenta hacia 1500 en los relatos de los descubridores del Brasil. Según el orientalista holandés Michael Jan de Goeje, el vocablo pasó de este idioma al español y en 1539 se usó cuando cambiaron el nombre de Cabo de San Miguel, en Haití, por Cabo del Tiburón. Pedro Henríquez Ureña asegura que es una palabra de origen araucano. Otros filólogos lo toman como un híbrido del portugués tubarao, y del guaraní-tupí uperú, con la aglutinación de una t. Fue usado por primera vez en forma oficial como vocablo español por Francisco de Enciso en 1519. Rodolfo Lenz, un filólogo chileno de origen alemán, propuso un origen caribe, proveniente de los indígenas que habitaban Centroamérica en tiempos de la conquista, derivación del vocablo waibayawa.
Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista, naturalista, poeta y aventurero español, se refirió a la voracidad carnicera, el sabor de su carne y el poder sexual del tiburón en su Historia general y natural de las Indias (1527). Ahí se dice que algunos penetran por los ríos hacia el interior y otros llegan a alcanzar gran tamaño: “son tan grandes, que algunos pasan de diez y doce pies, y más, y en la groseza, por lo más ancho tiene cinco, y seis, y siete palmos, y tienen muy gran boca, a proporción del cuerpo, y en ella dos órdenes de dientes en torno, la una distinta de la otra algo, y muy espesos y fieros los dientes”.
Bartolomé de las Casas corrobora el origen indígena de la palabra en su Apologética historia sumaria, que se empezó a escribir en el mismo año en que Fernández de Oviedo publicó su libro. Cito: “Hay en la mar y entran también en los ríos unos peces de hechura de cazones o al menos todo el cuerpo, la cabeza bota y la boca en el derecho de la barriga, con muchos dientes, que los indios llamaron tiburones…”
El primer navegante que utilizó esa palabra como mención directa en castellano fue el historiador sueco Olaus Magnus, quien describió la muerte de un marinero que había caído al agua durante una tormenta en 1550.
Ya como vocablo usual aparece en el Siglo de Oro español, en unos versos de Tirso de Molina (¿1583?-1648): “¿Hay Sacripante, hay / Brunelo, hay tiburón, hay caimán / más asqueroso y más fiero?” Sacripante es el rey de Circassia, caballero sarraceno, y Brunelo es un enano ladrón; ambos son personajes en los poemas caballerescos sobre Orlando. (En francés e italiano, Sacripante también designa a un mago o a un pillo.) Tirso utiliza estos sustantivos como sinónimos de baja condición y con ánimo peyorativo.
Los tiburones siempre han sido ligados a sustantivos y adjetivos insultantes. En castellano la palabra marrajo, con la cual se conoce al tiburón blanco o al mako, significa “toro o buey que arremete siempre a golpe seguro”, y se aplicó al tiburón por la astucia y el arte con el que consigue engañar a su presa; el término se popularizó en el caló del hampa durante el siglo XVI con el significado de “astuto” o “taimado”. El vocablo jaquetón, con el que se nombra al tiburón azul y al tiburón blanco, significa “bravucón perdonavidas y bocazas cobarde”.
FIGURA I.1. Ilustración del libro de Rondelet, Libri de piscibus marinis, de 1554. Es un embrión ligado a su madre mediante el cordón umbilical; está basado en la descripción de Aristóteles.
En 1555 Guillaume Rondelet, naturalista de Montpellier, evocó al tiburón como un pez muy goloso que devora enteros a los hombres. Tiburón (así, en español) aparece en francés en 1558 en la célebre L’Histoire entière des poissons, de Rondelet, traducida del latín por su alumno Laurent Joubert. Los ingleses los nombraban dog-fish, pues se creía que estos peces se guiaban por el olfato; se consideraba también un insulto. En la primera parte de Enrique IV, de William Shakespeare, Talbot insulta a los franceses en un juego de palabras que liga dolphin, dauphin o delfín, es decir el príncipe heredero francés, con dogfish.
En inglés, shark es una palabra aparentemente acuñada por los marineros de John Hawkins durante la expedición corsaria de 1568-1569, la cual regresó a Londres con un espécimen capturado en el Caribe o al sur de Veracruz. En su bitácora escribió: sharkes o tiburons. Ese mismo año unos pescadores ingleses capturaron un enorme pez en el estrecho de Dover; escrito en el costado de su barco, justo arriba del monstruoso animal, a la letra se leía: “Ther is no proper name for it that I knowe but that sertayne men of Captayne Haukinses, doth call it a Sharke. And it is to bee seene in London, at the red Lyon, in Fletestreete”. [Que yo sepa no hay un nombre propio para este, pero ciertos hombres del capitán Hawkins le llaman Sharke. Y se verá en Londres, en el rojo Lyon, en Fletstreet.]
No se sabe por qué utilizaron tal palabra para designarlo. Algunos filólogos creen que se deriva del maya K’an xoc (¿“muerte amarilla”?), palabra que actualmente designa a los tiburones limón en Yucatán. J. Eric S. Thompson, arqueólogo que estudió los glifos de Chichen Itzá y excavó en Belice, aventuró tal origen. Otros niegan la hipótesis maya, pues xoc no era aún un vocablo castellanizado para designar al tiburón desde el río Dulce hasta el Grijalva, a donde Hawkins y otros corsarios viajaron; de hecho, nunca lo ha sido.
Sin embargo, su etimología parece indicar ciertas características del propio animal. Debido a esto, algunos autores buscan un origen anglosajón en la raíz scheron, que significa “cortar” o “rasgar” y de la que se deriva la palabra francesa arracher. Buscan una congruencia con el alemán schurke, palabra que remite a “villano”. Otros coinciden en una onomatopeya derivada de sharp, “filoso”, o shock, “trauma”. Richard Ellis prefiere ligarla al griego carcharias. El diccionario de la lengua inglesa de Samuel Johnson, de 1756, deriva la palabra del gótico: skurk o skurka, sin mención a lo que pueda referirse este vocablo. Interesante hipótesis la que sugiere una contracción del vocablo isabelino loanshark, “prestamista”, que dio origen al verbo to shark, o sea, timar o estafar, como una metáfora de la voracidad del pez semejante a la del codicioso. Aparece en la literatura por primera vez en la obra de teatro Booke of Sir Thomas Moore, de 1596, un drama que probablemente fue coescrito por William Shakespeare.
Los tiburones aparecen tardíamente en la literatura. Como tales fueron descritos en la cultura helena. En la Odisea, la monstruosa Escila devora “delfines, perros de mar […] y alguno de los monstruos mayores”. Es muy probable que Homero haya tenido en mente alguna especie de tiburón comestible del Mediterráneo consumida en su época.
Los griegos comenzaron a nombrar y clasificar cada palabra y su contexto. Uno de los primeros registros escritos sobre estos animales podría ser el de Herodoto en 492 a. n. e.: en su libro VI narra el destino de los náufragos cerca del monte Athos, donde algunos desdichados fueron alcanzados por monstruos marinos y perecieron. Leónidas de Tarento (310-240 a. n. e.) registró la muerte de un pescador de esponjas, Tarsis, que fue partido en dos por un gran pez mientras subía al bote.
Aristóteles fue uno de los hombres más brillantes que haya vivido bajo la luz solar. Clasificó a los selacios como galeodos y peces perro. Se refirió a su reproducción interna y contribuyó a la creencia de que debían girar o avanzar de espaldas para tragar, pues su boca es ventral. No tomó en cuenta las mandíbulas protrusibles. Mencionó a los selacios en tratados como Partes de los animales y Génesis de los animales, donde aseguró que los machos tienen tan poco semen que las hembras daban a luz pocas crías. También describió su reproducción interna: “Los peces cartilaginosos se enganchan en la cópula a la manera de los perros. Unos montan a las otras, éstas usan su larga cola para prevenir la cópula, y se unen vientre con vientre”. Aristóteles contó sobre la temible Lamia, uno de los tiburones más grandes; este monstruo ha sido identificado como el gran tiburón blanco que aún merodea el Mediterráneo, o quizá se refiera a otros lámnidos como el tiburón salmón (Lamna nasus). Julio Pallí Bonet, traductor al español de Aristóteles, identifica al “perro de mar” como el pez que los angloparlantes llaman houndfish, houndshark o dogfish, una especie de tiburón comestible como la pintarroja o lija (Scyliorhinus canicula).
Plinio el Viejo, en su Historia natural del año 77, escribió acerca del terror que provoca la aparición de este animal mientras se bucea: “Una gran cantidad de perros de mar acechan con grave peligro a los buceadores que buscan esponjas. Ellos mismos cuentan que sobre su cabeza se solidifica una nube, semejante a un animal, que los oprime y les impide ascender, y que por eso llevan puñales muy agudos atados con una cuerda, porque no se retira a no ser que la perforen; eso lo provoca, según creo, la oscuridad y el miedo”.
También describió feroces batallas:
Con los perros de mar, la lucha es terrible. Atacan a las ingles, los talones y las partes blandas del cuerpo. La única salvación está en hacerles frente y asustarlos, pues tienen miedo del hombre y en las profundidades la lucha está igualada. Cuando el buceador llega a la superficie del agua el peligro es doble, porque no puede utilizar la táctica de plantarles cara; mientras trata de emerger, su salvación está en manos de sus compañeros; ellos tiran de la cuerda que lleva atada por los hombros. Mientras lucha, el buceador tira de la cuerda con la izquierda para indicar que hay peligro, y con la derecha sigue luchando con el puñal.
“Bestias malvadas” y “plagas” son epítetos que utiliza Plinio para referirse a estos peces. También documenta que los dolores de muelas se calman escarificando las encías con sesos de escualo. Además, los dientes de tiburón sirven de amuleto y quitan los dolores repentinos. Estas recetas recuerdan la magia simpatética, tan común en la superstición y que dio paso a la ciencia empírica.
En Los doce césares, del año 120, Suetonio describió una naumaquia (batalla naval como espectáculo) ofrecida por Nerón, en la que “se vieron monstruos marinos nadando en agua de mar”. ¿Cuáles? El historiador no puede especificar. Los romanos conocían los nombres de los peces, crustáceos o moluscos comunes como parte de su manjar. ¿Qué clase de animal puede clasificarse como monstruo? Seres no muy comunes para los habitantes de Roma, grotescos, fabulosos o apartados de su conocimiento como, aventuro, podrían ser los tiburones.
En el opúsculo apócrifo Actos de Pablo y Tecla, propaganda del cristianismo primitivo, escrito en el siglo V, se lee que santa Tecla se arroja en el anfiteatro de Antíoco a una poza infestada de ¡focas asesinas! Pero se salva cuando los animales entran en combustión repentina gracias a la divina providencia. El texto utiliza la palabra griega para foca; no obstante, Peter Brown, en La renunciación sexual en el cristianismo primitivo, dice que eran tiburones, sin explicar el cambio de traducción.
Eliano, sabio romano que escribía en griego en tiempos de Heliogábalo, publicó Historia de los animales, un tratado enciclopédico donde recopiló de manera caótica observaciones ajenas al mundo animal. Es una obra con aciertos descriptivos pero también llena de bestialismo, zoofilia, supersticiones, poesía y creencias fabulosas acerca de los animales. En el libro I, capítulo 55, podemos leer: “Hay tres clases de tiburones. Hay de grandísimo tamaño y figuran en el número de los monstruos más temibles. Los otros son de dos especies, viven en el cieno y llegan a tener un codo de longitud. Los que tienen manchas en su cuerpo los podemos llamar ‘tiburones galeos’ y no erraríamos si llamáramos a los restantes ‘tiburones espinosos’ (cetrinos)”. Y continúa: “Cuando un tiburón pica el anzuelo, todos los que lo ven se precipitan y siguen al tiburón, que ya ha sido izado, sin detenerse antes de llegar a la barca. Cualquiera podría imaginarse que hacen todo esto movidos de envidia, porque creen que el capturado ha birlado, de alguna parte, algo de comida que no quiere compartir”.
Si las traducciones son fieles, Eliano fue el primero en describir al tiburón zorro (quizá Alopias vulpinus). El nombre en griego en realidad es troktés, “el devorador”, lo cual, considerando la siguiente descripción, puede representar no al zorro, sino a una tintorera, un gran blanco, un tiburón toro u otro pelágico mayor. En el capítulo 5 del libro I dice:
La boca denuncia la naturaleza del tiburón zorro. El tiburón salta muchas veces encima de los anzuelos, corta la crin que los sujeta y vuelve nadando hacia los lugares que habita. Se lanza contra los delfines rodeado de congéneres. Se adhieren al cetáceo con toda su fuerza, mas el delfín da un salto y se sumerge, y se advierte que está atormentado por el dolor. Los tiburones no sueltan la presa sino que se la comen viva. Después, cada uno se marcha con el bocado que ha podido arrancar del cuerpo de su víctima y el delfín se aleja a nado, dándose por contento, después de haber dado de comer a su costa a unos comensales —valga la expresión— no invitados.
Eliano sugiere que el gáleo pare por la boca en el mar y vuelve a introducir a sus pequeños en ella y que el cazón hembra (quizá Mustelus) protege a sus crías, comportamiento inusitado entre los elasmobranquios. En el libro II, capítulo 13, dice: “Todos los grandes peces, excluidos los tiburones, necesitan un guía que con sus ojos les conduzca”. Hace referencia a los peces piloto. ¿Por qué excluye a los tiburones de esta lista? Ahora sabemos que los escualos pelágicos están relacionados directamente con el pez piloto. Eliano recoge observaciones de gente del mar, pescadores y marinos; su testimonio es interesante pero carece de fidelidad.
Opiano, poeta griego de Cilicia, nacido a finales del reinado de Marco Aurelio, escribió su poema didáctico Haliéutica (“De la pesca”), donde podemos encontrar cómo desde entonces los tiburones son masacrados por el hombre. “En cuanto a los monstruos marinos de potentes y enormes miembros, maravillas del mar, cargados de fuerza invencible, cuya contemplación causa terror, siempre armados de mortífera rabia, muchos de ellos andan errantes por los inmensos mares en donde están los desconocidos laboratorios de Poseidón.” Entre ellos menciona al “terrible pez con cabeza de león”; de éste, Eliano dice que se crían en el mar alrededor de Taprobana, en Ceilán, la actual Sri Lanka (¿será un tiburón?), a “los mortíferos leopardos” (en griego Pordalis, imposible de identificar hasta la fecha), al mortífero pez sierra, los osados peces perro y las terribles fauces de la funesta lamia (¿el tiburón blanco?). Opiano también escribe acerca del tiburón azul (Glaucus), tan amoroso que cuida a sus crías dentro de sus mortíferas mandíbulas.
En la Biblia, por otra parte, surge la ira del dios de los judíos. En el libro de Jonás se lee: “Dispuso Yahveh un gran pez que se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches. Jonás oró a Yahveh su Dios desde el vientre del pez”. Continúa más adelante: “Y Yahveh dio orden al pez, que vomitó a Jonás en tierra”. Esta fábula parece tener relación con la regurgitación común entre los tiburones y un periodo de digestión muy lento.1
En el libro de Tobías, un ángel ordena al protagonista capturar un gran pez que lo intentó devorar en el río Tigris. El ángel dispone conservar su corazón, piel e hígado, porque eran útiles para curar ciertas cosas. Este libro sólo aparece en la Vulgata y según Jerónimo lo copió de textos arameos. El vocablo que utiliza es ictus (ιχθύς), “pez”, referido a los peces óseos. No obstante, la relación del ataque y el tamaño del pez nos remontan a los tiburones toro (Carcharinus leucas) que se introducen en el Éufrates y el Tigris, con los cuales los médicos asirios preparaban infusiones.
La Edad Media europea fue un periodo de oscuridad e ignorancia por lo menos en lo que respecta al vulgo. El hombre se aventuró poco rumbo al mar y se perdió un ingente conocimiento antiguo. Los monjes copistas dibujaban en sus bestiarios las lúbricas imaginerías de los marineros y confundieron a los peces perro con serpientes de mar.
Los dientes de tiburones fosilizados eran conocidos como glossopetrae, o sea, “lenguas de piedra”. Según una leyenda católica, el apóstol Pablo maldijo a las víboras de Malta porque una de ellas le había mordido la mano y, acto seguido, las lenguas de las serpientes venenosas se volvieron piedra. La leyenda de las lenguas de piedra se propagó tanto que los marineros las usaron como dijes y amuletos. En 1666 un tiburón blanco gigantesco fue capturado en las costas de la Toscana. El duque Fernando II de Médici eligió al anatomista Niels Stensen para realizar una disección del animal. Al ver los dientes de la mandíbula, Stensen escribió que “aquellos que adoptan la posición de que las glossopetrae son dientes de tiburón petrificados pueden estar no lejos de la verdad”, aludiendo a un trabajo de Guillaume Rondelet un siglo antes. De esta manera, las lenguas de piedra fueron identificadas como fósiles de dientes de tiburón.
FIGURA I.2. Ilustración del libro de Caspar Schott, Physica Curiosa, de 1662: una extraña criatura con una boca y unos dientes que semejan las mandíbulas de los tiburones.
En los mitos de las culturas del Pacífico, los tiburones han sido vistos como guardianes, guerreros y entes mágicos. Bernard Clavel, en su hermoso libro Légendes de la Mer, recoge la siguiente tradición tahitiana. El tiburón de Ta’ Aroa fue de gran belleza. Se llamaba Irê y jugaba con los niños en las playas, lanzándolos con su lomo fuera del agua. Pero los dioses del mar, celosos de que un tiburón jugase con los seres humanos, hicieron correr el rumor de que Irê había devorado al hijo de un pescador. Entonces los hermanos Tahí-a-rai (“El primero en el Sol”) y Tahí-a-nú-u (“El primero entre las multitudes”) tallaron lanzas y se dirigieron al mar, donde arponearon a Irê. El mar se volvió rojo y los hermanos cantaron victoria. Los dioses del mar y de la tierra habían asistido a la matanza y decidieron que era mejor huir de los hombres: “Esos animales de dos patas son peligrosos. Están siempre listos para la venganza y se la pasan pensando que uno quiere dañarlos. No está bien que Irê sea castigado injustamente”. Entonces los dioses levantaron la mano y provocaron una borrasca: el cielo se oscureció súbitamente, el mar se estremeció como animal rabioso y se desencadenó un maremoto que repelió a los hombres hasta la falda de las montañas y proyectó a Irê por los aires. Los nubarrones envolvieron al tiburón herido, lo arrullaron un momento, hicieron que sus heridas cicatrizaran y le devolvieron todo su vigor antes de dejarlo caer en el mar lo más lejos posible de la tierra. Desde entonces los tiburones jamás trataron de compartir sus juegos con los hombres.
FIGURA I.3. Cabeza disecada de un tiburón blanco, capturado por pescadores de la costa toscana; esta ilustración apareció en Canis Carchariae Dissectum Caput, de 1667, obra de Niels Stensen, quien identificó las “lenguas de piedra” como dientes de tiburón fosilizados.
En las islas Fiyi la leyenda oral cuenta la historia de Dakuwaqa, guerrero protector del arrecife, quien se transformaba en tiburón. Devoraba a todos aquellos que se atrevían a cruzar su territorio. Los dioses mandaron a un pulpo gigante de cuatro brazos, el cual, a punto de asfixiar al selacio, le arrancó la promesa de jamás herir a algún hombre de las islas. Desde entonces, los pescadores nocturnos le rinden tributo alimentando a los tiburones. Los reyes de Fiyi creen ser descendientes directos del dios y pueden transformarse en tiburones para brindar buenas nuevas a su pueblo.
En Hawái, la reina de los tiburones era una diosa que habitaba los fondos. Como ofrenda exigía carne humana, más fácil de conseguir que la carne de cerdo, tan valorada por los isleños. Existen incontables dioses tiburón en la mitología hawaiana. Aquí, los aumakua eran los antepasados deificados: podían ser rocas, arañas, calamares, anguilas, pulpos o tiburones, llamados mano. En 1915 la antropóloga Martha Warren atestiguó que los aumakua eran espíritus mitad escualos que hablaban a través de un médium y podían cuidar a toda una familia. Relata acerca de dos hermanos llamados Puhi que causaban serias enfermedades a sus enemigos y que tenían a un aumakua tutelar en forma de tiburón con puntos amarillos, llamado Ke-au, el cual merodeaba en la bahía Kumukahi. Cuando los hermanos se dirigían a pescar, el animal aparecía y ellos le pedían pescado; le otorgaban la primera presa como ofrenda. Sólo cuando el tiburón aparecía había pesca y además los protegía del mar: era imposible que ellos se ahogasen. Si una tormenta volcaba la embarcación, el escualo los llevaba en su lomo. Su origen es curioso. Una mujer, antepasada de los Puhi, abortó a un niño. Lo enterró, pero el aumakua se le apareció en sueño diciéndole que lo arrojara al mar para que se convirtiera en tiburón. Después, cuando la mujer se bañaba en el mar, el tiburón salía para succionarle los pechos y así ella supo que era su propio hijo.2
Un cuento de las islas Cook relata la leyenda de Hina, una mujer que deseaba llegar hasta la isla sagrada de Motu-tapu pero no tenía canoa. Ella concibió un cruel plan para navegar: montaba peces hasta matarlos o dejarlos heridos. A uno le dejó tales verdugones que terminó desollado, a otro le quedaron tales cardenales que los heredó a sus descendientes y al tercero lo aplastó, convirtiéndolo en un lenguado. Continuando su viaje de relevos, montó un tiburón. Entonces sintió hambre y rompió un coco en la cabeza del escualo. El tiburón se sumergió indignado, dejando a Hina a mitad del mar. Desde entonces los habitantes de las islas Cook llaman a las protuberancias en el morro del tiburón “el chichón de Hina”.
En Malaita, en las islas Salomón, el antropólogo Lawrence Foanaota fue testigo en 1976 de cómo los sacerdotes alimentaban a los tiburones con intestinos y carne de cerdos sacrificados. El tiburón representa un dios tutelar que intercede por personas como los recién casados. En las mismas islas, los tiburones pueden también convertirse en tótem o en rencarnaciones de pescadores muertos. Aquí hay un dios con cabeza de tiburón, cuerpo de pescado y pies en forma de peces, llamado Adaro ni matawa, reverenciado como el gran espíritu del mar.
En toda la Melanesia es común la creencia de que los hombres pueden transformarse en tiburones o que pueden intercambiar su mente con ellos. Un hombre-tiburón puede matar a sus enemigos o puede mandar a un escualo a hacerlo. Charles Elliot Fox, misionero neozelandés que llegó a la isla de Makira en 1908, relata cómo su tripulación mató a un tiburón y esa noche fueron acusados de asesinato pues en la aldea un hombre-escualo había muerto.
Dice James Frazer que los nativos de Peleu han combinado a los tiburones con sus mitos solares. Cuando el Sol se despide y se dirige al fondo del océano a descansar para dar paso a la noche, arroja frutas sagradas al agua para que los tiburones se alimenten y guarden sus puertas.
Uno de los libros más antiguos del Japón es el Kojiki. Relata la historia de una liebre blanca que habitaba la isla de Oki. La liebre pidió a un tiburón acercarse a la playa y le pidió que todos sus hermanos se alinearan para comparar el número de tiburones con el número de liebres en el mundo. Los tiburones emergieron y se colocaron uno tras otro. La liebre saltó sobre sus lomos y, uno a uno, fingiendo contarlos, cruzó el mar hasta llegar a cabo Keta. Cuando atracó, se burló gritándoles: “¡Tontos tiburones! Los he engañado. Sólo quería llegar a tierra”. El tiburón más cercano la atrapó y la desolló viva.
En América, los tiburones fueron parte de la cultura precolombina. Una constelación —probablemente Orión— era para los guaraníes de Sudamérica la pierna faltante de Nohi-Abassi, un hombre que entrenó a un tiburón para que devorara a su suegra. El tiburón era su cuñada que —para darle una lección— le arrancó la pierna y la arrojó a los cielos mientras lanzaba su cuerpo a otra región del cosmos.
François Poli da cuenta de la historia del Holandés en su libro Los tiburones se capturan de noche. Este sádico pescaba tiburones que hubieran devorado los cuerpos de los indios arrojados al lago Nicaragua. Los indígenas intentaban aplacar a los tiburones del lago arrojándoles cadáveres humanos envueltos en ornamentos de oro y joyas preciosas; el codicioso Holandés pescaba tiburones para eviscerarlos y robar las alhajas. Cuando lo descubrieron, los indignados creyentes incendiaron su casa y le rebanaron la garganta. No cometieron la blasfemia de ofrecerlo a los dioses del lago.
El mito de la creación azteca estuvo ligado a Cipactli: tiburón sierra, caimán, lagarto o pez cocodrilo, según diferentes interpretaciones iconográficas. Fray Bernardino de Sahagún, testigo de la Conquista de México, se refiere en su Historia de las cosas de la Nueva España a Cipactli, primer día del calendario, como “pez espadarte”. Las ofrendas de dientes de pez sierra encontradas en el Templo Mayor de Tenochtitlan sugieren que Cipactli era un tiburón sierra del género Pristis.
Un fragmento del mito de la creación nahua en el libro de fray Andrés de Olmos escrito en 1533 dice:
Les llegó la hora de crear los cielos y comenzaron por el más alto, desde el decimotercero para abajo para continuar con la creación del agua, en la que criaron a un pez grande que llamaron Cipactli, parecido al caimán. Se juntaron los cuatro hermanos (hijos de la primera pareja) y crearon a Tláloc y a Chalchiutlicue, quienes fueron dioses del agua, a los que se les pedía cuando tenían de ella necesidad. Como estaban los cuatro juntos, hicieron del pez Cipactli la tierra, a la cual llamaron Tlaltecuhtli, portándola como deidad, sostenida por el pescado que la había engendrado.
Cipactli es un monstruo marino que flota en el vacío de la nada. Más allá de su cuerpo nada existe; nuestro gran y extendido universo y todos los universos más allá de él están contenidos dentro de él.
Cipactli, dibujado como un tiburón, aparece en el códice Fejérváry-Mayer, libro confeccionado con piel de venado, utilizado por los pochtecas o mercaderes, en el que se reunieron elementos mayas, mixtecos y nahuas. Actualmente el códice se puede admirar en el museo de Liverpool.
FIGURA I.4. Cipactli dibujado como un tiburón, tal como aparece en el códice Fejérváry-Mayer. El mito de la creación azteca estuvo ligado a Cipactli: tiburón sierra, caimán, lagarto o pez cocodrilo (composición de Jorge Ortiz).
FIGURA I.5. En las excavaciones arqueológicas efectuadas en el Templo Mayor de la Ciudad de México, antigua Tenochtitlan, se han hallado rastros de tiburones sierra.
Los Chilam Balam son los libros sagrados escritos en alfabeto latino por mayas nobles en el siglo XVI para conservar unas tradiciones casi perdidas por la Conquista española. Cada poblado tenía su propio libro, por lo que hay un Chilam Balam de Maní, otro de Tizimin, uno más de Chumayel, etc. En el Chilam Balam de Tizimin aparece la criatura Chac uayab xooc, a la que Ralph Roy identifica como un gran tiburón rojo. Alfredo Barrera Vásquez traduce ese nombre como “Tendrá sus fauces abiertas el maligno Xooc, tiburón”.
Robert Bruce recopiló tradiciones orales y dibujos de los lacandones. En Najá le relataron una leyenda sobre Ah Chak Xok y el niño. Hacía tiempo un Chak Xok macho se acercó a un hombre que pescaba en el lago. El pez solicitó la mano de la hija del hombre. “Si me la otorgas te prometo que tu pesca siempre será abundante. Mañana vendré por tu hija. Pensarás que un lagarto es el que se la llevará, pero no te confundas, seré yo.” Así, Chak Xok se llevó a la hija. El hermano de la chica decidió rescatarla y colocó un chile en el ano de la creatura, matándola de inmediato. Pero la hermana no quiso irse con su rescatador pues estaba preñada del pez. Parió muchos hombres reptil que habitaron el río Usumacinta.
Entre los esquimales o inuit existe una tradición oral acerca de una anciana que lavaba su cabello con orina y lo secaba con una tela. Se soltó una fuerte ventisca que hizo volar la tela empapada hacia el mar, donde se convirtió en el Skalugsuak, el tiburón del Polo Norte. Este mito está relacionado con la fétida y venenosa carne del tiburón boreal.
Si hemos de trazar una ruta hacia las tradiciones primigenias, debemos rastrear los mitos en la cuna de la humanidad: África. La gente de Nueva Calabar, en la costa occidental del continente, consideraba al tiburón como sagrado. En la mitología zulú, un gran tiburón emergió para llevar a la diosa Amarava y su horrible esposo Omu a la nueva tierra que hizo la diosa Ma. El tiburón nadó entre las ruinas de la primera civilización extinta y se dirigió al este, hacia el Sol naciente, mientras los mares se calmaban. Por las noches, la Luna coloreaba de plata las olas y al amanecer el tórrido Sol las enrojecía como la sangre de la destrucción terrestre. Al fin, el gran tiburón emergió en la boca del río Bu-Kongo donde la nueva humanidad, creada por Amarava, recomenzaría.
Cuando Bartolomé Díaz y luego Vasco da Gama doblaron el cabo de Buena Esperanza, estableciendo una ruta comercial entre Europa y Asia, y cuando posteriormente Colón arribó a las islas americanas, se inició una nueva era de capitalismo basado en la colonización, la matanza y la rapiña. Durante los siguientes 400 años, el tiburón adquirió su configuración conceptual moderna como símbolo del terror, del shock, del castigo. Ya hemos visto cómo los vocablos modernos que se refieren a los tiburones surgen de los viajes de conquista como palabras insultantes. ¿Cómo nació esta concepción? El poder es el que determina las realidades de su tiempo. El poder configura la “verdad”. ¿Quién detentaba el poder? Las naciones colonialistas europeas.
FIGURA I.6. En esta ilustración del libro de Conrad Gesner, Icones animalium, de 1560, un monstruo bautizado como Ziphius, con rostro de búho y de mujer, devora una foca mientras es atacado por otro monstruo con rostro porcino, largos colmillos y aletas palmeadas. La aleta triangular del Ziphius podría remitirnos a la descripción de una orca o un gran tiburón.
Francisco López de Gómara, que jamás viajó a América, escribió Historia de la conquista de México cuando era capellán de Hernán Cortés. Sus crónicas son de segunda mano, provenientes de conversaciones que escuchó en casa del conquistador. El capítulo XVI de su libro se titula “Del pez tiburón” y describe cómo la gente de Cortés capturó en aguas de isla Mujeres un tiburón tan grande que tuvieron que despedazarlo en el agua. En sus tripas hallaron 500 raciones de tocino, un plato de estaño y tres zapatos. Llama al escualo ligurón (sic) por ser muy tragón. Escribe: “Es pescado que acomete a una vaca y a un caballo cuando pace y bebe a orillas de los ríos y se come a un hombre”. Describe bien que los machos poseen dos miembros para engendrar y que uno de ellos le cortó los dedos del pie a un hombre.
En el auge de la época colonial, James Thompson describe en su libro Las estaciones a un tiburón que sigue a un barco de esclavos esperando devorar los cuerpos de los tripulantes. En ese poema, el escualo simboliza el caos horrible de un mundo prehumano pero también una pieza del capitalismo. El tiburón es socio del tratado cruel y demanda compartir las presas. El animal exige el destino tempestuoso en donde una sola muerte involucra a tiranos y esclavos. Su cena es en realidad una venganza.