Portada
Portadilla

Créditos

Esta obra ha recibido una ayuda de la Secretaría General de Cultura de la Consellería de Cultura, Educación y Ordenación Universitaria de la Xunta de Galicia en la convocatoria de ayudas para la traducción del año 2015.

Edición en formato digital: abril de 2015

Título original: O meu pesadelo favorito

Colección dirigida por Michi Strausfeld

© María Solar, 2015

© De las ilustraciones del interior y cubierta, María Sánchez Lires y Editorial Galaxia, S. A., 2015

© De la traducción, Mercedes Pacheco Vázquez, 2015

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16396-73-3

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

Para Aldara e Martín

para miña nai

para Luís

Quérovos infinito + 1

estoy soñando, vengo de mi casa, de la cama de mi habitación.

–¿Y tu habitación huele a algo?

–No. ¿O sí? No sé. A veces. A veces huele al suavizante que mi pa dre le echa a la ropa. O a pintura cuando pinto con las témpe ras. O huele a...

El último sueño

Manuel se despertó del sueño de Alicia en el sofá, dio una vuelta y se durmió de nuevo. La niña le había recomendado que empezase por el vendedor de olores. Así que allí estaba de nuevo

en aquella calle llena de gente de todas las clases, colores y olores, y de tiendas con la mayor variedad de artículos nunca imaginada. Allí uno podía encontrar cualquier cosa que necesitase y Manuel ya sabía exactamente lo que quería y para quién lo quería, por eso no iba solo, estaba acompañado por el doctor Ensayo, que nunca había visto un sitio como aquel.

Era difícil caminar con él porque a cada paso que daba veía algo en un escaparate y allí se dirigía emocionado con el descubrimiento.

–¡Una máquina de triturar fresas! –Echó a correr hacia el escaparate–. ¡Son fantásticas, no hay mejor mermelada que la que se hace con estas viejas máquinas, hacía muchos años que no veía una! ¡Mira allí! –dijo cruzando la calle–. Semillas de Strelitzia reginae, de la variedad negra; es rarísima. La flor del paraíso, ¿la conoces? –hablaba mientras se acercaba a pegar las narices en el escaparate.

Manuel tuvo que poner orden y pedirle que, por favor, se centrase en seguirlo o no iban a llegar nunca a la tienda, pero por más que el doctor Ensayo le preguntó adónde lo llevaba no se lo quiso contar hasta que estuvieron justo en la puerta de la tienda.

«Arsenio Matute, vendedor de olores».

Habían llegado.

–¿Un vendedor de olores? ¿Me llevas a un perfumista? –preguntó el doctor–. ¿Qué pasa, huelo mal? –Y se puso a olfatear su ropa–. No noto nada. Manuel, ¡no puedo perder el tiempo!

No estaban allí para perder el tiempo, al revés, estaban para solucionar el problema que tenía el doctor. Entraron, pero no había nadie. Tras el mostrador apareció Arsenio Matute con su chaleco negro, la camisa blanca y el delantal. Sobre una repisa se veían un montón de pequeños recipientes con gotas de colores, no había grandes cantidades de líquido, solo unas pocas gotitas de cada uno.

Manuel se alegró de que no hubiese clientes.

–¡Hola!

–¡Vaya! –saludó el vendedor–. El niño que cree que no se pueden vender recuerdos de olores. –Se rio.

–¡Ya no lo pienso! Precisamente vengo por eso. Necesito que me ayude, que nos ayude –precisó señalando a su acompañante–. El doctor Ensayo está en un apuro y solo usted puede sacarlo de él.

–Con todo el respeto –dijo Ensayo–, no veo cómo este señor perfumista me puede ayudar.

–Sí. Tú no te acuerdas cómo creaste a Dinorrinco e Hipodrilo, hay algo que hiciste ese día en el experimento que no apuntaste y ahora no logras recordarlo por más que lo intentas. Por eso no puedes crear, después de tantos intentos, una Dinorrinca y una Hipodrila. Este hombre, Arsenio Matute, no es perfumista, es vendedor de olores y de sus recuerdos, puede devolverte con un olor al instante preciso en el que creaste los animales imposibles. ¿Verdad que puede, señor?

–Vaya, en un noventa por ciento de los casos el recuerdo del olor funciona.

–¿Ves? Tienes que lograrlo, tienes que describirle exactamente aquel día para que él consiga hacer el olor que respiraste en ese instante, así volverá a ti el recuerdo preciso y te acordarás de todo lo que hiciste.

–¡Caray, puede intentarse! Eres un genio, Manuel –reconoció el científico–, no hay nada más potente para traer un recuerdo a la mente que un olor.

A Arsenio Matute le gustó aquel comentario.

–¡Bien cierto! Creo que nos vamos a entender muy bien. Pase, pase –le dijo abriéndole una pequeña puertecita en el mostrador–, entre conmigo. Usted también es un científico, le enseñaré cómo trabajo, tenemos que empezar por rellenar muy fiel y detalladamente esta ficha.

Los dos se fueron a la parte de atrás de la tienda. Manuel se quedó allí solo y decidió traer a su sueño a ZZC5. Tenía que conseguir que dejase de andar pasando del País de la Fiebre a la realidad y convencerlo para que se marchase. Pero su sorpresa fue que tan pronto como el extraterrestre entró por la puerta de la tienda ya no tuvo que pedírselo, se lo dijo él. ZZC5, como siempre, antes de saludar ya habló de lo que le preocupaba.

–Quiero que me regales los perros verdes. –Calló un momento y añadió–: Por favor.

El niño estaba sorprendido. Era eso lo que quería el extraterrestre, ¡los perros verdes!

ZZC5 le explicó lo importante que era para su gente no perder los perros verdes. Quedaban tan pocos que para ellos eran un auténtico tesoro. Le dijo que en su planeta los tratarían a cuerpo de rey, los cuidarían, los alimentarían y les darían tanto amor que serían inmensamente felices. Además, añadió el extraterrestre, así estarían entre otros seres iguales que ellos mientras que en la Tierra todos los consideraban bichos raros.

A Manuel no le entusiasmaba la idea, quería mucho a sus perros verdes, no quería dejarlos marchar para siempre a otro planeta.

Pero entonces, de detrás del mostrador salió el doctor Ensayo y le dijo:

–Manuel, sé muy bien lo que duele dejar marchar a quien quieres. Yo adoro a Dinorrinco e Hipodrilo, pero también tendré que buscarles un lugar para vivir cuando les haga sus parejas porque deben ser felices libres, es lo mejor para ellos. Los animales deben estar libres. Lo que te propone ZZC5 también es lo mejor para tus perros.

El niño estaba triste, pero accedió. Le pidió al extraterrestre que los trajese para despedirse de ellos, después dejaría que se fuese a su planeta con los perros.

ZZC5 sonrió y se dispuso a buscarlos inmediatamente, pero antes de salir por la puerta Manuel todavía le dio una última instrucción: –¡¡Y no los metas por los desagües del retrete!! Todos se rieron.

El doctor Ensayo agarró al niño por los hombros y le aseguró que había hecho lo que debía.

Tras el mostrador apareció Arsenio Matute con un frasco pequeñito, transparente, con tapadera de cristal y unas cuantas gotitas de un líquido color granate dentro.

–¡Aquí tiene! –dijo dándoselo al doctor Ensayo–. Su olor. Podrá abrirlo las veces que necesite durante un mes. Cuando respire profundamente cada una de las gotas, se sentirá como si estuviera en el mismo instante en que creó a los dos animales imposibles y se acordará de todo lo que estaba haciendo. Espero que le sea de utilidad.

Los dos se estrecharon las manos y el vendedor le deseó suerte al científico en su trabajo. Con la misma, y sin perder tiempo, el doctor se despidió de Manuel para ir a probar inmediatamente el efecto del olor.

–Vendré lo antes posible, Manuel.

Y se fue.

Con el sueño de ZZC5 y el del doctor Ensayo a medio resolver, Manuel decidió ir mientras a ver cómo andaba el asunto del bar de las mentiras.

Aquel local seguía igual, sin clientes..., o mejor dicho, con un único cliente sentado en la mesa del fondo y el camarero y la camarera de antes. Allí nada había cambiado.

El niño entró y los tres lo miraron, sin mostrar ningún entusiasmo. De todos, aquel era el sueño que menos le gustaba a Manuel porque no le había quedado nada claro quién mentía y quién decía la verdad, y nadie quiere hablar con mentirosos ni ser engañado. Además, seguía sin saber si era cierto el asunto de la autopista, lo de los ovnis, lo de los buscadores de oro o lo de los zombis, ni siquiera sabía si eran o no de Australia. Solo sabía una cosa: que ninguna de aquellas personas le parecía de fiar.

Casi diría que todo estaba como lo había dejado, juraría que el cliente llevaba la misma ropa y los camareros el mismo uniforme. Pero entonces Manuel miró hacia fuera y vio montones de tierra removida, eran más y más grandes, ahora había auténticas montañas de tierra por todas partes.

–¡Vaya, han estado haciendo agujeros! ¿Qué ha pasado aquí?

La camarera contestó.

–Hubo un problema con la red de alcantarillado. Se atascaron las alcantarillas, hubo que levantar todos los desagües y ponerlos nuevos.

El niño miró de nuevo a través de las cristaleras y no vio ni obreros ni rastro de las tuberías, y los agujeros no estaban hechos en línea. Aquello no era el arreglo de un desagüe.

El hombre del fondo lo llamó.

–No hagas caso, muchacho, no están desatascando nada. Están buscando oro, como siempre. Estos dos hacen agujeros y más agujeros, tienen la «fiebre del oro» y la avaricia no les deja parar, quieren más y más.

El camarero observaba cómo el niño hablaba con el cliente y hacía gestos de disgusto.

Lo llamó.

–Ven, muchacho..., te voy a poner otro zumo de naranja, como el otro día.

Manuel pensó que lo que pretendía era que se acercara para contarle cualquier otra cosa y entonces se enfadó. Como tenía poco tiempo y debía resolver todos los sueños, se puso a gritar allí mismo.

–Pero ¿queréis dejar de mentir todos? ¿No veis que vivís en una mentira tras otra? ¡Decidme de una vez qué pasa aquí!

Pero no hizo falta. En aquel preciso instante se abrió la puerta y entró el padre de Manuel, que acababa de bajar de la tuneladora que estaba aparcada en la puerta.

Ramón se puso feliz al ver a su hijo, el niño en cambio se asombró al ver allí a su padre.

–¡¡Manueeeelll!! ¡Qué alegría verte!