José María Arguedas
Los ríos profundos
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Los ríos profundos.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9007-684-2.
ISBN ebook: 978-84-9007-382-7.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
La novela 7
I. El viejo 9
II. Los viajes 30
III. La despedida 39
IV. La hacienda 46
V. Puente sobre el mundo 52
VI. Zumbayllu 73
VII. El motín 98
VIII. Quebrada Honda 121
IX. Cal y canto 147
X. Yawar Mayu 170
XI. Los colonos 209
Libros a la carta 257
Brevísima presentación
La vida
José María Arguedas Altamirano (Andahuaylas, Perú, 18 de enero de 1911-Lima, 2 de diciembre de 1969). Es considerado como uno de los tres grandes representantes de la narrativa indigenista en el Perú, junto con Ciro Alegría y Manuel Scorza.
Arguedas fue criado por los sirvientes indios de su casa paterna y, prácticamente, desde que nació, se impregnó de la cultura indígena propia de la región de Andahuaylas, Apurimac. Aprendió el quechua y se familiarizó con las costumbres indígenas al punto de centrar el fondo de su obra literaria en buscar la redención de los indígenas y de su cultura.
Este acercamiento no solo se dio por haber vivido con ellos desde su niñez sino también por su dedicación consciente al estudio científico de la etnología y el folklore popular.
«Cuando llegué a la universidad leí los libros en los cuales se intentaba describir a la población indígena, me sentí tan indignado que consideré que era indispensable hacer un esfuerzo por describir al hombre andino, tal y como yo lo había conocido.»
La novela
Esta novela narra el proceso de aprendizaje de Ernesto, un muchacho de catorce años, que tiene que enfrentarse a las injusticias del mundo adulto del que empieza a formar parte y en el que debe elegir su futuro.
Ernesto es hijo de un abogado errante, siempre perseguido por enemigos políticos. Encuentra protección en una comunidad indígena hasta que el padre lo recoge y lo lleva consigo de pueblo en pueblo. Finalmente lo interna, en Abancay, en un colegio de religiosos. Desde ese momento describe recuerdos del pasado —de los diversos poblados indígenas— y la etapa de su vida en el colegio, cuyo ambiente es sombrío y muchas veces repugnante.
El desarrollo del argumento pasa por la evocación de la época anterior al internado hasta la toma de conciencia de un Ernesto adulto que debe escoger entre el mundo andino y la clase hacendada.
La personalidad ambivalente del protagonista, su pertenencia real a la clase de los blancos y su identificación con la cultura indígena, hace del relato uno de los más desgarradores dentro de las letras hispanoamericanas. De la misma manera, la excelencia del lenguaje utilizado por el autor, donde también se entrelazan estos dos mundos, en ocasiones su estilo «traduce» al español el habla peculiar del indio mediante una recreación estética, demuestra la maestría de Arguedas como narrador, y justifica su lugar de privilegio dentro de los más importantes escritores latinoamericanos.
Los ríos profundos es la tercera novela del escritor peruano José María Arguedas. Publicada por la Editorial Losada en Buenos Aires (1958), recibió en el Perú el Premio Nacional de Fomento a la Cultura «Ricardo Palma» (1959) y fue finalista en Estados Unidos del premio William Faulkner (1963).
I. El viejo
Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.
Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del Viejo: «Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos1 ¡Irá al infierno!», decía de él mi padre.
Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable.
Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ése.
Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto.
—Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre.
Se refería al Viejo.
Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje.
Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo! Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el Sol de Huamanga. Yo escudriñaba las calles buscando muros incaicos.
—¡Mira al frente! —me dijo mi padre—. Fue el palacio de un inca.
Cuando mi padre señaló el muro, me detuve. Era oscuro, áspero; atraía con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en línea recta sobre el muro.
—Lo verás, tranquilo, más tarde. Alcancemos al Viejo —me dijo.
Habíamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro inca.
Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y arcos de piedra que sostenían el segundo piso, también de arcos, pero más delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llamó mi padre. Bajó del segundo piso un mestizo, y después un indio. La escalinata no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores.
El mestizo llevaba una lámpara y nos guió al segundo patio. No tenía arcos ni segundo piso, solo un corredor de columnas de madera. Estaba oscuro; no había allí alumbrado eléctrico. Vimos lámparas en el interior de algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Debían ser piezas de alquiler. El Viejo residía en la más grande de sus haciendas del Apurímac; venía a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas. Algunos inquilinos salieron a vernos pasar.
Un árbol de cedrón perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y de ramas escuálidas. El pequeño árbol mostraba trozos blancos en el tallo; los niños debían de martirizarlo.
El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había examinado atentamente porque suponía que era el pongo.2 El pantalón, muy ceñido, solo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. «El Viejo lo obligará a que se lave, en el Cuzco», pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado, no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresión del mestizo era, en cambio, casi insolente. Vestía de montar.
Nos llevaron al tercer patio, que ya no tenía corredores.
Sentí olor a muladar allí. Pero la imagen del muro incaico y el olor a cedrón seguían animándome.
—¿Aquí? —preguntó mi padre.
—El caballero ha dicho. Él ha escogido —contestó el mestizo.
Abrió con el pie una puerta. Mi padre pagó a los cargadores y los despidió.
—Dile al caballero que voy, que iré a su dormitorio enseguida. ¡Es urgente! —ordenó mi padre al mestizo.
Este puso la lámpara sobre un poyo, en el cuarto. Iba a decir algo, pero mi padre lo miró con expresión autoritaria, y el hombre obedeció. Nos quedamos solos.
—¡Es una cocina! ¡Estamos en el patio de las bestias! —exclamó mi padre.
Me tomó del brazo.
—Es la cocina de los arrieros —me dijo—. Nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito!
Sentí que su voz se ahogaba, y lo abracé.
—¡Estamos en el Cuzco! —le dije.
—¡Por eso, por eso!
Salió. Lo seguí hasta la puerta.
—Espérame, o anda a ver el muro —me dijo—. Tengo que hablar con el Viejo, ahora mismo.
Cruzó el patio, muy rápido, como si hubiera luz.
Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de hollín subían al techo desde la esquina donde había una tullpa indígena, un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubría la cama, exaltaba el contraste. «¡El Viejo! —pensé—. ¡Así nos recibe!»
Yo no me sentía mal en esa habitación. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y el dulcísimo hablar de las sirvientas indias y de los «concertados».3 Pero ese catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar. Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa de sus pecados.
Ya prevenido, el Viejo eligió una forma certera de ofender a mi padre. ¡Nos iríamos a la madrugada! Por la pampa de Anta. Estaba previsto. Corrí a ver el muro.
Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo; sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado.
No pasó nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba. Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrimé a ella. El hombre orinó, en media calle, y después siguió caminando. «Ha de desaparecer —pensé—. Ha de hundirse.» No porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me alcanzó y siguió de largo siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y volteó. Debió de ser un borracho.
No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes.
Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad. «¡Será para un bien eterno!», exclamó mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el odio.
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: «yawar mayu», río de sangre; «yawar unu», agua sangrienta; «puk-tik’ yawar k’ocha», lago de sangre que hierve; «yawar wek’e», lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse «yawar rumi», piedra de sangre, o «puk’tik yawar rumi», piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman «yawar mayu» a esos ríos turbios, porque muestran con el Sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman «yawar mayu» al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
—¡Puk’tik, yawar rumi! —exclamé frente al muro, en voz alta.
Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varias veces.
Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta.
—El Viejo ha clamado y me ha pedido perdón —dijo—. Pero sé que es un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer patio están llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos enseguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje. Este es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas está cerca. Vamos despacio. Iremos también a ver el templo de Acllahuasi. El Cuzco está igual. Siguen orinando aquí los borrachos y los transeúntes. Más tarde habrá aquí otras fetideces... Mejor es el recuerdo. Vamos.
—Dejemos que el Viejo se condene —le dije—. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
—Desde la Conquista.
—¿Viven?
—¿No has visto los balcones?
La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española, blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.
—Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
—No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
—Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
—Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
—Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el muro.
—¿Viven adentro del palacio? —volví a preguntarle.
—Una familia noble.
—¿Como el Viejo?
—No. Son nobles, pero también avaros, aunque no como el Viejo. ¡Como el Viejo no! Todos los señores del Cuzco son avaros.
—¿Lo permite el Inca?
—Los incas están muertos.
—Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. ¿No temen quienes viven adentro?
—Hijo, la catedral está cerca. El Viejo nos ha trastornado. Vamos a rezar.
—Dondequiera que vaya, las piedras que mandó formar Inca Roca me acompañarán. Quisiera hacer aquí un juramento.
—¿Un juramento? Estás alterado, hijo. Vamos a la catedral. Aquí hay mucha oscuridad.
Me besó en la frente. Sus manos temblaban, pero tenían calor.
Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle angosta. Y vimos las cúpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de Armas. Mi padre me llevaba del brazo. Aparecieron los portales de arcos blancos. Nosotros estábamos a la sombra del templo.
—Ya no hay nadie en la plaza —dijo mi padre.
Era la más extensa de cuantas había visto. Los arcos aparecían como en el confín de una silente pampa de las regiones heladas. ¡Si hubiera graznado allí un yanawiku, el pato que merodea en las aguadas de esas pampas!
Ingresamos a la plaza. Los pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían intencionalmente empequeñecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de la Compañía.
—No habrán podido crecer los árboles —dije—. Frente a la catedral, no han podido.
Mi padre me llevó al atrio. Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la gran puerta central. Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios, libremente. Estábamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanecí con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; parecía ser tan ancha como la base de las montañas que se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio repetían la menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados. La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio.
Cruzamos, de regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque.
—Fue la plaza de celebraciones de los incas —dijo mi padre—. Mírala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte.
La iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeños arcos que continuaban la línea de los muros, nos rodeaban. La catedral enfrente y el templo de los jesuitas a un costado. ¿Adónde ir? Deseaba arrodillarme. En los portales caminaban algunos transeúntes; vi luces en pocas tiendas. Nadie cruzó la plaza.
—Papá —le dije—. La catedral parece más grande cuanto de más lejos la ves. ¿Quién la hizo?
—El español, con la piedra incaica y las manos de los indios.
—La Compañía es más alta.
—No. Es angosta.
—Y no tiene atrio, sale del suelo.
—No es catedral, hijo.
Se veía un costado de las cúpulas, en la oscuridad de la noche.
—¿Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae la lluvia sobre la catedral?
—¿Por qué preguntas?
—El cielo la alumbra; está bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán.
—La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece más grande.
Una mancha de árboles apareció en la falda de la montaña.
—¿Eucaliptos? —le pregunté.
—Deben de ser. No existían antes. Atrás está la fortaleza, el Sacsayhuaman. ¡No lo podrás ver! Nos vamos temprano. De noche no es posible ir. Las murallas son peligrosas. Dicen que devoran a los niños. Pero las piedras son como las del palacio de Inca Roca, aunque cada una es más alta que la cima del palacio.
—¿Cantan de noche las piedras?
—Es posible.
—Como las más grandes de los ríos o de los precipicios. Los incas tendrían la historia de todas las piedras con «encanto» y las harían llevar para construir la fortaleza. ¿Y éstas con que levantaron la catedral?
—Los españoles las cincelaron. Mira el filo de la esquina de la torre. Aun en la penumbra se veía el filo; la cal que unía cada piedra labrada lo hacía resaltar.
—Golpeándolas con cinceles les quitarían el «encanto». Pero las cúpulas de las torres deben guardar, quizás, el resplandor que dicen que hay en la gloria. ¡Mira, papá! Están brillando.
—Sí, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por él conociste el Cuzco. Vendremos a la catedral mañana.
—Esta plaza, ¿es española?
—No. La plaza, no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pacha-kutek’, el Inca renovador de la tierra. ¿No es distinta de los cientos de plazas que has visto?
—Será por eso que guarda el resplandor del cielo. Nos alumbra desde la fachada de las torres. Papa; ¡amanezcamos aquí!
—Puede que Dios viva mejor en esta plaza, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. No es cierto que la tierra sea redonda. Es larga; acuérdate, hijo, que hemos andado siempre a lo ancho o a lo largo del mundo.
Nos acercamos a la Compañía. No era imponente, recreaba. Quise cantar junto a su única puerta. No deseaba rezar. La catedral era demasiado grande, como la fachada de la gloria para los que han padecido hasta su muerte. Frente a la portada de la Compañía, que mis ojos podían ver completa, me asaltó el propósito de entonar algún himno, distinto de los cantos que había oído corear en quechua a los indios, mientras lloraban, en las pequeñas iglesias de los pueblos. ¡No, ningún canto con lágrimas!
A paso marcial nos encaminamos al Amaru Cancha, el palacio de Huayna Capac, y al templo de las Acllas.
—¿La Compañía también la hicieron con las piedras de los incas? —pregunté a mi padre.
—Hijo, los españoles, ¿qué otras piedras hubieran labrado en el Cuzco? ¡Ahora verás!
Los muros del palacio y del templo incaicos formaban una calle angosta que desembocaba en la plaza.
—No hay ninguna puerta en esta calle —dijo mi padre—. Está igual que cuando los incas. Solo sirve para que pase la gente. ¡Acércate! Avancemos.
Parecía cortada en la roca viva. Llamamos roca viva, siempre, a la bárbara, cubierta de parásitos o de líquenes rojos. Como esa calle hay paredes que labraron los ríos, y por donde nadie más que el agua camina, tranquila o violenta.
—Se llama Loreto Quijllu —dijo mi padre.
—¿Quijllu, papá?
Se da ese nombre, en quechua, a las rajaduras de las rocas. No a las de las piedras comunes sino de las enormes, o de las interminables vetas que cruzan las cordilleras, caminando irregularmente, formando el cimiento de los nevados que ciegan con su luz a los viajeros.
—Aquí están las ruinas del templo de Acllahuasi, y de Amaro Cancha —exclamó mi padre.
Eran serenos los muros, de piedras perfectas. El de Acllahuasi era altísimo, y bajo el otro, con serpientes esculpidas en el dintel de la puerta.
—¿No vive nadie adentro? —pregunté.
—Solo en Acllahuasi; las monjas de Santa Catalina, lejos. Son enclaustradas. No salen nunca.
El Amaru Cancha, palacio de Huayna Capac, era una ruina, desmoronándose por la cima. El desnivel de altura que había entre sus muros y los del templo permitía entrar la luz a la calle y contener, mejor, a la sombra.
La calle era lúcida, no rígida. Si no hubiera sido tan angosta, las piedras rectas se habrían, quizá, desdibujado. Así estaban cerca; no bullían, no hablaban, no tenían la energía de las que jugaban en el muro del palacio de Inca Roca; era el muro quien imponía silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, allí, las piedras habrían repetido con tono perfecto, idéntico, la música.
Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto.
—¡La María Angola! —le dije.
—Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan.
La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no solo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que habían visto.
La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver, frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, rezando arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientras la luz del crepúsculo no resplandecía sino cantaba. En los molles, las águilas, los wamanchas tan temidos por carnívoros, elevaban la cabeza, bebían la luz, ahogándose.
Yo sabía que la voz de la campana llegaba a cinco leguas de distancia. Creí que estallaría en la plaza. Pero surgía lentamente, a intervalos suficientes; y el canto se acrecentaba, atravesaba los elementos; y todo se convertía en esa música cuzqueña, que abría las puertas de la memoria.
En los grandes lagos, especialmente en los que tienen islas y bosques de totora, hay campanas que tocan a la medianoche. A su canto triste salen del agua toros de fuego, o de oro, arrastrando cadenas; suben a las cumbres y mugen en la helada; porque en el Perú los lagos están en la altura. Pensé que esas campanas debían de ser illas, reflejos de la «María Angola», que convertiría a los amarus en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las antiguas criaturas.
—Papá —le dije, cuando cesó de tocar la campana—. ¿No me decías que llegaríamos al Cuzco para ser eternamente felices?
—¡El Viejo está aquí! —dijo—. ¡El Anticristo!
—Ya mañana nos vamos. Él también se irá a sus haciendas. Las campanas que hay en los lagos que hemos visto en las punas, ¿no serán illas de la «María Angola»?
—Quizás, hijo. Tú piensas todavía como un niño.
—He visto a don Maywa, cuando tocaba la campana.
—Así es. Su voz aviva el recuerdo. ¡Vámonos!
En la penumbra, las serpientes esculpidas sobre la puerta del palacio de Huayna Capac caminaban. Era lo único que se movía en ese kijllu acerado. Nos siguieron, vibrando, hasta la casa.
El pongo espetaba en la puerta. Se quitó la montera, y así descubierto, nos siguió hasta el tercer patio. Venía sin hacer ruido, con los cabellos revueltos, levantados. Le hablé en quechua. Me miró extrañado.
—¿No sabe hablar? —le pregunté a mi padre.
—No se atreve —me dijo—. A pesar de que nos acompaña a la cocina.
En ninguno de los centenares de pueblos donde había vivido con mi padre, hay pongos.
—Tayta —le dije en quechua al indio—. ¿Tú eres cuzqueño?
—Mánan —contestó—. De la hacienda.
Tenía un poncho raído, muy corto. Se inclinó y pidió licencia para irse. Se inclinó como un gusano que pidiera ser aplastado.
Abracé a mi padre, cuando prendió la luz de la lámpara. El perfume del cedrón llegaba hasta nosotros. No pude contener el llanto. Lloré como al borde de un gran lago desconocido.
—¡Es el Cuzco! —me dijo mi padre—. Así agarra a los hijos de los cuzqueños ausentes. También debe ser el canto de la «María Angola».
No quiso acostarse en la cuja del Viejo.
—Hagamos nuestras camas —dijo.
Como en los corredores de las casas en que nos alojaban en los pueblos, tendimos nuestras camas sobre la tierra. Yo tenía los ojos nublados. Veía al indio de hacienda, su rostro extrañado; las pequeñas serpientes del Amaru Cancha, los lagos moviéndose ante la voz de la campana. ¡Estarían marchando los toros a esa hora, buscando las cumbres!
Rezamos en voz alta. Mi padre pidió a Dios que no oyera las oraciones que con su boca inmunda entonaba el Viejo en todas las iglesias, y aun en las calles.
Me despertó al día siguiente, llamándome:
—Está amaneciendo. Van a tocar la campana.
Tenía en las manos su reloj de oro, de tres capas. Nunca lo vendió. Era un recuerdo de su padre. A veces se le veía como a un fanático, dándole cuerda a ese reloj fastuoso, mientras su ropa aparecía vieja, y él permanecía sin afeitarse, por el abatimiento. En aquel pueblo de los niños asesinos de pájaros, donde nos sitiaron de hambre, mi padre salía al corredor, y frente al bosque de hierbas venenosas que crecían en el patio, acariciaba su reloj, lo hacía brillar al Sol, y esa luz lo fortalecía.
—Nos levantaremos después que la campana toque, a las cinco —dijo.
—El oro que doña María Angola entregó para que fundieran la campana ¿fueron joyas? —le pregunté.
—Sabemos que entregó un quintal de oro. Ese metal era del tiempo de los incas. Fueron, quizá, trozos del Sol de Inti Cancha o de las paredes del templo, o de los ídolos. Trozos, solamente; o joyas grandes hechas de ese oro. Pero no fue un quintal, sino mucho más, el oro que fundieron para la campana. María Angola, ella sola, llevó un quintal. ¡El oro, hijo, suena como para que la voz de las campanas se eleve hasta el cielo, y vuelva con el canto de los ángeles a la tierra!
—¿Y las campanas feas de los pueblos que no tenían oro?
—Son pueblos olvidados. Las oirá Dios, pero ¿a qué ángel han de hacer bajar esos ruidos? El hombre también tiene poder. Lo que has visto anoche no lo olvidarás.
—Vi, papá, a don Pablo Maywa, arrodillado frente a la capilla de su pueblo.
—Pero ¡recuerda, hijo! Las campanitas de ese pueblo tenían oro. Fue pueblo de mineros.
Comenzó, en ese instante, el primer golpe de la «María Angola». Nuestra habitación, cubierta de hollín hasta el techo, empezó a vibrar con las ondas lentas del canto. La vibración era triste, la mancha de hollín se mecía como un trapo negro. Nos arrodillamos para rezar. Las ondas finales se percibían todavía en el aire, apagándose, cuando llegó el segundo golpe, aún más triste.
Yo tenía catorce años; había pasado mi niñez en una casa ajena, vigilado siempre por crueles personas. El señor de la casa, el padre, tenía ojos de párpados enrojecidos y cejas espesas; le placía hacer sufrir a los que dependían de él, sirvientes y animales. Después, cuando mi padre me rescató y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría. La «María Angola» lloraba, quizás, por todos ellos, desde el Cuzco. A nadie había visto más humillado que a ese pongo del Viejo. A cada golpe, la campana entristecía más y se hundía en todas las cosas.
—¡Papá! ¿Quién la hizo? —le pregunté, después del último toque.
—Campaneros del Cuzco. No sabemos más.
—No sería un español.
—¿Por qué no? Eran los mejores, los maestros.
—¿El español también sufría?
—Creía en Dios, hijo. Se humillaba ante Él cuanto más grande era. Y se mataron también entre ellos. Pero tenemos que apurarnos en arreglar nuestras cosas.
La luz del Sol debía estar ya próxima. La cuja tallada del Viejo se exhibía nítidamente en medio del cuarto. Su techo absurdo y la tela de seda que la cubría, me causaban irritación. Las manchas de hollín le daban un fondo humillante. Derribada habría quedado bien.
Volvimos a empacar el colchón de mi padre, los tres pellejos de carnero sobre los que yo dormía, y nuestras frazadas.
Salimos. Nos miraron sorprendidos los inquilinos del segundo patio. Muchos de ellos rodeaban una pila de agua, llevando baldes y ollas. El árbol de cedrón había sido plantado al centro del patio, sobre la tierra más seca y endurecida. Tenía algunas flores en las ramas altas. Su tronco aparecía descascarado casi por completo, en su parte recta, hasta donde empezaba a ramificarse.
Las paredes de ese patio no habían sido pintadas quizá desde hacía cien años; dibujos hechos con carbón por los niños, o simples rayas, las cruzaban. El patio olía mal, a orines, a aguas podridas. Pero el más desdichado de todos los que vivían allí debía ser el árbol de cedrón. «Si se muriera, si se secara, el patio parecería un infierno», dije en voz baja. «Sin embargo lo han de matar; lo descascaran.»
Encontramos limpio y silencioso el primer patio, el del dueño. Junto a una columna del segundo piso estaba el pongo, con la cabeza descubierta. Desapareció. Cuando subimos al corredor alto lo encontramos recostado en la pared del fondo.
Nos saludó, inclinándose; se acercó a mi padre y le besó las manos.
—¡Niño, niñito! —me dijo a mí, y vino detrás, gimoteando.
El mestizo hacía guardia, de pie, junto a una puerta tallada.
—El caballero lo está esperando —dijo, y abrió la puerta.
Yo entré rápido, tras de mi padre.
El Viejo estaba sentado en un sofá. Era una sala muy grande, como no había visto otra; todo el piso cubierto por una alfombra. Espejos de anchos marcos, de oro opaco, adornaban las paredes; una araña de cristales pendía del centro del techo artesonado. Los muebles eran altos, tapizados de rojo. No se puso de pie el Viejo. Avanzamos hacia él. Mi padre no le dio la mano. Me presentó.
—Tu tío, el dueño de las cuatro haciendas —dijo.
Me miró el Viejo, como intentando hundirme en la alfombra. Percibí que su saco estaba casi deshilachado por la solapa, y que brillaba desagradablemente. Yo había sido amigo de un sastre, en Huamanga, y con él nos habíamos reído a carcajadas de los antiguos sacos de algunos señorones avaros que mandaban hacer zurcidos. «Este espejo no sirve —exclamaba el sastre, en quechua—. Aquí solo se mira la cara el diablo que hace guardia junto al señor para llevárselo a los infiernos.»
Me agaché y le di la mano al Viejo. El salón me había desconcertado; lo atravesé asustado, sin saber cómo andar. Pero el lustre sucio que observé en el saco del Viejo me dio tranquilidad. El Viejo siguió mirándome. Nunca vi ojos más pequeños ni más brillantes. ¡Pretendía rendirme! Se enfrentó a mí. ¿Por qué? Sus labios delgadísimos los tuvo apretados. Miró enseguida a mi padre. Él era arrebatado y generoso; había preferido andar solo, entre indios y mestizos, por los pueblos.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el Viejo, volviendo a mirarme.
Yo estaba prevenido. Había visto el Cuzco. Sabía que tras los muros de los palacios incas vivían avaros. «Tú», pensé, mirándolo también detenidamente. La voz extensa de la gran campana, los amarus del palacio de Huayna Capac, me acompañaban aún. Estábamos en el centro del mundo.
—Me llamo como mi abuelo, señor —le dije.
—¿Señor? ¿No soy tu tío?
Yo sabía que en los conventos, los frailes preparaban veladas para recibirlo; que lo saludaban en las calles los canónigos. Pero nos había hecho llevar a la cocina de su casa; había mandado armar allí esa cuja tallada, frente a la pared de hollín. No podía ser este hombre más perverso ni tener más poder que mi cejijunto guardador que también me hacía dormir en la cocina.
—Es usted mi tío. Ahora ya nos vamos, señor —le contesté.
Vi que mi padre se regocijaba, aunque permanecía en actitud casi solemne.
Se levantó el Viejo, sonriendo, sin mirarme. Descubrí entonces que su rostro era ceniciento, de piel dura, aparentemente descarnada de los huesos. Se acercó a un mueble del que pendían muchos bastones, todos con puño de oro.
La puerta del salón había quedado abierta y pude ver al pongo, vestido de harapos, de espaldas a las verjas del corredor. A la distancia se podía percibir el esfuerzo que hacía por apenas parecer vivo, el invisible peso que oprimía su respiración.
El Viejo le alcanzó a mi padre un bastón negro; el mango de oro figuraba la cabeza y cuello de un águila. Insistió para que lo recibiera y lo llevara. No me miraron. Mi padre tomó el bastón y se apoyó en él; el Viejo eligió uno más grueso, con puño simple, como una vara de alcalde.
Cuando pasó por mi lado comprobé que el Viejo era muy bajo, casi un enano; caminaba, sin embargo, con aire imponente, y así se le veía aun de espaldas.
Salimos al corredor. Repicaron las campanas. La voz de todas se recortaba sobre el fondo de los golpes muy espaciados de la «María Angola».
El pongo pretendió acercarse a nosotros, el Viejo lo ahuyentó con un movimiento del bastón.
Hacía frío en la calle. Pero las campanas regocijaban la ciudad. Yo esperaba la voz de la «María Angola». Sobre sus ondas que abrazaban al mundo, repicaba la voz de las otras, las de todas las iglesias. Al canto grave de la campana se animaba en mí la imagen humillada del pongo, sus ojos hundidos, los huesos de su nariz, que era lo único enérgico de su figura; su cabeza descubierta en que los pelos parecían premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. «No tiene padre ni madre, solo su sombra», iba repitiendo, recordando la letra de un huayno, mientras aguardaba, a cada paso, un nuevo toque de la inmensa campana.
Cesó el repique, la llamada a misa, y tuve libertad para mirar mejor la ciudad a la luz del día. Nos iríamos dentro de una hora, o menos. El Viejo hablaba.
—Inca Roca lo edificó. Muestra el caos de los gentiles, de las mentes primitivas.
Era aguda su voz y no parecía la de un viejo, cenizo por la edad, y tan recio.
Las líneas del muro jugaban con el Sol; las piedras no tenían ángulos ni líneas rectas; cada cual era como una bestia que se agitaba a la luz; transmitían el deseo de celebrar, de correr por alguna pampa, lanzando gritos de júbilo. Yo lo hubiera hecho; pero el Viejo seguía predicando, con palabras selectas, como tratando de abrumar a mi padre.
Cuando llegamos a la esquina de la Plaza de Armas, el Viejo se postró sobre ambas rodillas, se descubrió, agachó la cabeza y se persignó lentamente. Lo reconocieron muchos y no se echaron a reír; algunos muchachos se acercaron. Mi padre se apoyó en el bastón, algo lejos de él. Yo esperé que apareciera un huayronk’o y le escupiera sangre en la frente, porque estos insectos voladores son mensajeros del demonio o de la maldición de los santos. Se levantó el Viejo y apuró el paso. No se puso el sombrero; avanzó con la cabeza canosa descubierta. En un instante llegamos a la puerta de la catedral. Mi padre lo seguía comedidamente. El Viejo era imperioso; pero yo le hubiera sacudido por la espalda. Y tal vez no habría caído, porque parecía pesar mucho, como si fuera de acero; andaba con gran energía.
Ingresamos al templo, y el Viejo se arrodilló sobre las baldosas. Entre las columnas y los arcos, rodeados del brillo del oro, sentí que las bóvedas altísimas me rendían. Oí rezar desde lo alto, con voz de moscardones, a un coro de hombres. Había poca gente en el templo. Indias con mantas de colores sobre la cabeza, lloraban. La catedral no resplandecía tanto. La luz filtrada por el alabastro de las ventanas era distinta de la del Sol. Parecía que habíamos caído, como en las leyendas, a alguna ciudad escondida en el centro de una montaña, debajo de los mantos de hielo inapagables que nos enviaban luz a través de las rocas. Un alto coro de madera lustrada se elevaba en medio del templo. Se levantó el Viejo y nos guió hacia la nave derecha.
—El Señor de los Temblores —dijo, mostrando un retablo que alcanzaba la cima de la bóveda. Me miró, como si no fuera yo un niño.
Me arrodillé junto a él y mi padre al otro lado.
Un bosque de ceras ardía delante del Señor. El Cristo aparecía detrás del humo, sobre el fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que habían tallado figuras de ángeles, de frutos y de animales.
Yo sabía que cuando el trono de ese Crucificado aparecía en la puerta de la catedral, todos los indios del Cuzco lanzaban un alarido que hacía estremecer la ciudad, y cubrían, después, las andas del Señor y las calles y caminos, de flores de ñujchu, que es roja y débil.
El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos caídos a un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las calles ondulantes, detrás, avanzada ahondando las aflicciones de los sufrientes, mostrándose como el que más padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada de la mañana y de las velas, aparecía sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un crepúsculo del mar, de la zona tórrida, en que el oro es suave o brillante, y no pesado y en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el Sol del crepúsculo se rasga en mantos temibles.
Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que no apaciguaba. Hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lágrimas. Pero estaba allí el Viejo, rezando apresuradamente con su voz metálica. Las arrugas de su frente resaltaron a la luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresión de que su piel se había descarnado de los huesos.
—No hay tiempo para más —dijo.
No oímos misa. Salimos del templo. Regresamos a paso ligero. El Viejo nos guiaba.
No entramos a la iglesia de la Compañía; no pude siquiera contemplar nuevamente su fachada; solo vi la sombra de sus torres sobre la plaza.
Encontramos un camión en la puerta de la casa. El mestizo de botas hablaba con el chofer. Habían subido nuestros atados a la plataforma. No necesitaríamos ya entrar al patio.
—Todo está listo, señor —dijo el mestizo.
Mi padre entregó el bastón al Viejo.
Yo corrí hasta el segundo patio. Me despedí del pequeño árbol. Frente a él, mirando sus ramas escuálidas, las flores moradas, tan escasas, que temblaban en lo alto, temí al Cuzco. El rostro del Cristo, la voz de la gran campana, el espanto que siempre había en la expresión del pongo, ¡y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu, me oprimían. En ningún sitio debía sufrir más la criatura humana. La sombra de la catedral y la voz de la «María Angola» al amanecer, renacían, me alcanzaban. Salí. Ya nos íbamos.
El Viejo me dio la mano.
—Nos veremos —me dijo.
Lo vi feliz. Un poco lejos, el pongo estaba de pie, apoyándose en la pared. Las roturas de su camisa dejaban ver partes del pecho y del brazo. Mi padre ya había subido al camión. Me acerqué al pongo y me despedí de él. No se asombró tanto. Lo abracé sin estrecharlo. Iba a sonreír, pero gimoteó, exclamando en quechua: «¡Niñito, ya te vas; ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!».
Corrí al camión. El Viejo levantó los dos bastones en ademán de despedida.
—¡Debimos ir a la iglesia de la Compañía! —me dijo mi padre, cuando el camión se puso en marcha—. Hay unos balcones cerca del altar mayor; sí, hijo, unos balcones tallados, con celosías doradas que esconden a quienes oyen misa desde ese sitio. Eran para las enclaustradas. Pero sé que allí bajan, al amanecer, los ángeles más pequeños, y revolotean, cantando bajo la cúpula, a la misma hora en que tocan la «María Angola». Su alegría reina después en el templo durante el resto del día.
Había olvidado al Viejo, tan apurado en despacharnos, aún la misa no oída; recordaba solo la ciudad, su Cuzco amado y los templos.
—Papá, la catedral hace sufrir —le dije.
—Por eso los jesuitas hicieron la Compañía. Representan el mundo y la salvación.
Ya en el tren, mientras veía crecer la ciudad, al fuego del Sol que caía sobre los tejados y las cúpulas de cal y canto, descubrí el Sacsayhuaman, la fortaleza, tras el monte en el que habían plantado eucaliptos.
En filas quebradas, las murallas se asentaban sobre la ladera, entre el gris del pasto. Unas aves negras, no tan grandes como dos cóndores, daban vueltas, o se lanzaban desde el fondo del cielo sobre las filas de muros. Mi padre vio que contemplaba las ruinas y no me dijo nada. Más arriba, cuando el Sacsayhuaman se mostró, rodeando la montaña, y podía distinguirse el perfil redondo, no filudo, de los ángulos de las murallas, me dijo:
—Son como las piedras de Inca Roca. Dicen que permanecerán hasta el juicio final; que allí tocará su trompeta el arcángel.
Le pregunté entonces por las aves que daban vueltas sobre la fortaleza.
—Siempre están —me dijo—. ¿No recuerdas que huaman significa águila? «Sacsay huaman» quiere decir «Águila repleta».
—¿Repleta? Se llenarán con el aire.
—No, hijo. No comen. Son águilas de la fortaleza. No necesitan comer; juegan sobre ella. No mueren. Llegarán al juicio final.
—El Viejo se presentará ese día peor de lo que es, más ceniciento.
—No se presentará. El juicio final no es para los demonios.
Pasamos la cumbre. Llegamos a Iscuchaca. Allí alquilamos caballos para seguir viaje a Abancay. Iríamos por la pampa de Anta.
Mientras trotábamos en la llanura inmensa, yo veía el Cuzco; las cúpulas de los templos a la luz del Sol, la plaza larga en donde los árboles no podían crecer. ¿Cómo se habían desarrollado, entonces, los eucaliptos, en las laderas del Sacsayhuaman? Los señores avaros habrían envenenado quizá, con su aliento, la tierra de la ciudad. Residían en los antiguos solares desde los tiempos de la conquista. Recordé la imagen del pequeño cedrón de la casa del Viejo.
Mi padre iba tranquilo. En sus ojos azules reinaba el regocijo que sentía al iniciar cada viaje largo. Su gran proyecto se había frustrado, pero estábamos trotando. El olor de los caballos nos daba alegría.
En la tarde llegamos a la cima de las cordilleras que cercan el Apurímac. «Dios que habla» significa el nombre de este río.
El forastero lo descubre casi de repente, teniendo ante sus ojos una cadena sin fin de montañas negras y nevados, que se alternan. El sonido del Apurímac alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio.
El río corre entre bosques negruzcos y mantos de cañaverales que solo crecen en las tierras quemantes. Los cañaverales reptan las escarpadas laderas o aparecen suspendidos en los precipicios. El aire transparente de la altura va tornándose denso hacia el fondo del valle.
El viajero entra a la quebrada bruscamente. La voz del río y la hondura del abismo polvoriento, el juego de la nieve lejana y las rocas que brillan como espejos, despiertan en su memoria los primitivos recuerdos, los más antiguos sueños.
A medida que baja al fondo del valle, el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara. Insectos zumbadores aparecen en la región cálida; nubes de mosquitos venenosos se clavan en el rostro. El viajero oriundo de las tierras frías se acerca al río, aturdido, febril, con las venas hinchadas. La voz del río aumenta; no ensordece, exalta. A los niños los cautiva, les infunde presentimientos de mundos desconocidos. Los penachos de los bosques de carrizo se agitan junto al río. La corriente marcha como a paso de caballos, de grandes caballos cerriles.
—¡Apurímac mayu! ¡Apurímac mayu! —repiten los niños de habla quechua, con ternura y algo de espanto.
1 Indios que pertenecen a las haciendas.
(Todas las notas de la presente edición son del autor.)
2 Indio de hacienda que sirve gratuitamente, por turno, en la casa del amo.
3 Peones a sueldo anual.